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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (24 page)

—¿Quién eres?

—Me llamo Bertoldo de Amiens. Vengo de París, enviado por el consejo de los lombardos en misión secreta —dijo tendiéndole la credencial que arrebató al sicario en España. Le señaló un nombre de la lista—. Micer Renzo di Trebia figura entre los cónsules lombardos a los que debo visitar.

—Yo soy Renzo di Trebia —sonó la voz del cónsul desde una ventana alta.

Lotario de Voss miró al cónsul y le pareció menos señor que Cualquiera de sus criados. Era moreno como un bantú, tenía la nariz partida y la voz aguardentosa.

—Entonces necesito tu ayuda en nombre de Tolomei y los otros.

—Conduce al visitante al balcón del mar —ordenó el cónsul al mayordomo, y se apartó de la ventana.

El balcón del mar era una amplia azotea, con el suelo ajedrezado de blanco y azul, desde la que se dominaban el puerto y la bahía por encima de los tejados de los zocos y las mezquitas de la ciudad vieja.

El cónsul se había sentado en una silla taraceada con el león véneto en el respaldo, y apoyaba los pies sobre un escabel de raso. Examinó cuidadosamente el pasaporte emitido por el presidente de las familias lombardas y, cuando comprobó que era auténtico, sonrió a Lotario de Voss, le ofreció asiento y le preguntó:

—¿Qué necesitas?

—Dos cosas. La primera, dinero para proseguir mi misión…

—¿Cuánto dinero?

—Cincuenta doblas de oro.

El cónsul agitó una campanilla de plata y al instante compareció el criado de librea.

—Dile a micer Agostino que prepare cincuenta doblas de oro y un recibo a nombre de este
signore
. Aquí tienes los datos del tomador —dijo tendiéndole la credencial de Lotario.

El criado se inclinó y se fue a cumplir el recado.

Entró otro criado con una bandeja de plata sobre la que traía una frasca de vino y dos copas talladas. El mismo cónsul llenó los vasos y le entregó uno a Lotario de Voss.

—¿Qué era la otra cosa?

—Los hombres a los que estoy siguiendo llevan un documento cifrado. He conseguido hacerme con una copia, pero por más que lo intento no logro leerlo. Tengo entendido que los venecianos sabéis más que nadie de códigos y escrituras secretas.

El cónsul sonrió.

—La gente exagera mucho, buen amigo. No obstante intentaré complacerte. Quizá mi secretario conozca ese código.

Volvió a tocar la campanilla y el criado de librea fue a buscar al secretario de cartas, un antiguo clérigo con cara de ratón que saludó al visitante con una tufarada de aliento a ajo y, tomando el pergamino que le tendía, lo examinó atentamente.

—¿Es éste el original?

—No, es una copia.

—¿Quién la ha copiado?

—Yo mismo lo hice.

—¿Has respetado la disposición de las líneas? Quiero decir, ¿acababa así cada línea?

—Sí.

—¿Y todas las palabras eran minúsculas?

—Así es.

—¿No había signos entre ellas, quiero decir, algún punto, alguna vírgula?

—Que yo notara, nada. Creo que ésa es una transcripción fiel del documento.

—¿Conoces su procedencia?— Lotario se encogió de hombros.

—No estoy seguro. Los que lo traen son templarios y proceden de Francia, pero el documento estaba escrito en vitela teñida de rojo y llevaba los sellos del califa de Granada.

El secretario ratonil se concentró en el documento. Eran cinco líneas de escritura corrida en la que se mezclaban letras latinas, griegas y coplas con otros signos seudoalfabéticos.

—Creo que es un método de cifrado que usan los moros —murmuró la boca ratonil—. Quizá podamos leerlo. Si me disculpa su señoría, volveré enseguida.

El secretario se ausentó y al momento regresó con una carpeta de cuero verde de la que extrajo un disco de cartón sobre cuyo eje, reforzado por un remache de plata, se insertaban otros tres discos de pergamino, de diámetro decreciente. Cada disco tenía una serie de divisiones ocupadas por cifras y letras en el borde.

—Bien, apliquémosle La Queja, que es la favorita de la cancillería granadina. Esta cifra moruna está basada en el capítulo cincuenta y ocho del Corán. Cada número remite a una letra de la sura, dependiendo del orden en que aparecen. Es bastante difícil de descifrar, por no decir imposible, porque cada letra, cuando se repite, corresponde a un nuevo número de la letra en cuestión en el orden en que aparece en la sura.

—Y sin embargo podéis descifrarlo —observó Lotario de Voss procurando adularlo.

—Es que tenemos el disco —respondió el secretario de cartas—. El sujeto que inventó el cifrado le facilitó un disco a la Signoria de Venecia.

—Y la Signoria ha hecho mil copias —completó Lotario.

—No, solamente noventa y dos —corrigió el cónsul—. Una por cada consulado de la Serenísima República en el mundo.

El secretario ratonil se aplicó en descifrar el documento. Escogía una cifra, accionaba la ruedecilla correspondiente, anotaba una letra, consultaba una página del Corán, anotaba la letra equivalente y repetía la operación. Cuando completó el trabajo reagrupó las letras en palabras para componer el mensaje.

—Ya lo tenemos —le sonrió al cónsul, que mientras tanto se había desentendido del asunto para contemplar el mar con sus ojos melancólicos y exiliados.

—¿Qué es lo que dice?

—Dice: «En el nombre de Alá, el prudente, etcétera. Fulano saluda a Zutano, su hermano, y le envía a cuatro perros francos con el ruego de que al recibo de esta carta los someta al rigor del verdugo y los decapite, porque todos ellos son malditos de Alá.»

—¿Sólo dice eso?

—Sólo eso. Luego pone las zalemas propias
de
la despedida, pero el mensaje es ése.

—Así que son mensajeros de su propia muerte —murmuró Lotario como para sí.

—Tienes en tu mano realizar una obra de caridad —dijo el cónsul.

Lotario lo miró, pero sólo encontró una sonrisa cínica.

Se despidió y salió a la calle con la bolsa de doblas bien atada al cinturón, debajo de la chilaba.

Así que el importante mensaje era solamente la condena a muerte de los portadores.

Si los templarios morían, él jamás alcanzaría el Arca de la Alianza. Si no conseguía hacerse con el Arca, no podría rescatar a su hermano.

«No puedo permitir que los templarios mueran antes de que me conduzcan al Arca —se dijo—. Tengo que avisarlos.» Lotario de Voss se sentó a meditar en un poyo de la mezquita Zituna, a la sombra del airoso minarete.

Podía ir directamente a Vergino y ponerlo sobre aviso mostrándole la copia de la carta y el texto descifrado. Rechazó la idea: no lo creería y al mismo tiempo se descubriría. Sólo conseguiría que en adelante redoblaran las precauciones y quizá le dieran esquinazo. No. No convenía avisar a Vergino.

Lotario de Voss se había hospedado en una fonda de la medina. Recostado en el lecho, miraba pasar los barcos frente a su ventana mientras decidía qué hacer. Se preguntaba por qué el visir de Granada enviaba a los templarios a la muerte. Toda la tarde le dio vueltas al asunto y ya casi de noche comenzó a vislumbrar la posible respuesta: el comercio del oro. Europa, la cristiandad, el mundo, funcionaban gracias al oro. No bastaba con que se produjera trigo, carne, alfombras, armas, productos manufacturados… Se necesitaba oro, mucho oro, para acuñar moneda. El comercio necesitaba oro amonedado, pero Europa padecía una carestía crónica de oro, tanta que, a veces, la escasez de moneda obligaba a recurrir a la pimienta y otros sustitutos en las transacciones.

El oro. Lotario, en la oscuridad de su alcoba, se convenció de que la clave estaba en el oro. Casi todo el oro que entraba en Europa procedía del África negra y lo traían los moros a través del desierto. Tradicionalmente, las rutas de caravanas más importantes desembocaban en el Magreb, donde los agentes del califa de Granada monopolizaban la mayor parte del oro. Granada invertía una parte en pagar los tributos al rey de Castilla (así había comenzado, un siglo antes, el interés nazarí por ese mercado), pero Granada comerciaba el excedente con los emporios comerciales europeos, con los lombardos, con los pisanos, con los hanseáticos… Lotario recordó que los templarios habían armado una gran flota de exploración, se decía que desde La Rochela enviaban sus naves a buscar oro a lugares a los que antes los cristianos no se habían atrevido a llegar, que descendían por las costas de África hasta el país de los negros. Cualquiera que se aventurara por aquellas latitudes se veía arrastrado por vientos extraños y por la propia fuerza del mar hasta lugares ignotos donde hacía tanto calor que los buques se incendiaban, pero los templarios habían descubierto la manera de hacer el viaje y de regresar sin peligro, eso se decía. Quizá el visir de Granada conocía el objetivo de la misión templaria: si conseguían apoderarse del Arca de la Alianza nada podría detenerlos y en pocos años dominarían el mundo. Así que a Granada le interesaba eliminar a aquellos hombres. El califa de Granada era amigo del gran maestre Jacques de Molay, pero los califas van y vienen y no siempre saben lo que interesa al reino; los visires, por el contrario, permanecen, ven desfilar a los reyes, son el verdadero soporte del Estado, ellos dirigen la política exterior, ellos sopesan las alianzas y las enemistades, ellos siembran para recoger, ellos velan por la prosperidad del reino y por la salud de sus súbditos.

Lotario de Voss llegó a la conclusión de que el califa de Granada había ordenado a su visir que ayudara a los templarios, pero éste, al propio tiempo que fingía obedecerlo, intentaba que los falsos peregrinos no pasaran de Egipto.

Lotario de Voss se incorporó y paseó por la estancia. Acodado en la ventana, vio pasar los barcos que abandonaban el puerto aprovechando la marea alta. Salían a mar abierto y navegaban unos a la izquierda, con rumbo a Marruecos o a Granada; otros al frente, hacia Sicilia o Italia, y otros a la derecha, para Alejandría y Acre.

Acre. San Juan de Acre. Lotario de Voss miró su zarpa enguantada y recordó a Beaufort. Un sabor amargo, de sangre remansada y antigua, le acudió a la garganta. La vieja deuda en la que no dejaba de pensar ni un solo día. Ahora Beaufort se encaminaba hacia la muerte. El visir de Egipto descifraría la carta bermeja y decapitaría a los templarios.

No le gustó el pensamiento. La muerte de Beaufort a manos de otro no sería ningún consuelo. Sólo se consideraría vengado si él mismo mataba al templario responsable de su manquedad. En los largos atardeceres mediterráneos, cuando era pirata, o en las vigilias del calabozo, prisionero del rey Felipe, había ideado mil muertes para su enemigo, a cuál más espantosa. Todas ellas implicaban quitarle la vida, precisamente, con la mano enguantada. Cualquier otro arreglo le parecía insuficiente. La posibilidad de que alguien pudiera arrebatarle la venganza largamente calculada le resultaba intolerable.

Por otra parte, pensó, si el caíd de Egipto eliminaba a los templarios, no podría hacerse con el Arca y Nogaret nunca liberaría a su hermano. El pobre Gunter se pudriría en Pugfort, con los ojos enfermos y los huesos hinchados por la humedad.

El recuerdo de su hermano conmovió a Lotario de Voss hasta las lágrimas. Pero no podía permitir que los sentimientos le enturbiaran el cerebro. Alejó la imagen de Gunter en el calabozo de Pugfort y repasó mentalmente su plan. Primero, conseguir el Arca. Después, transportarla hasta la frontera de Aragón o quizá hasta la costa de Sicilia, donde conocía algunas grutas accesibles solamente desde el mar. Cuando tuviera el Arca a buen recaudo se dirigiría a Nogaret, no directamente, porque si caía en su poder podría torturarlo, arrancarle el paradero del Arca y después devolverlo a Pugfort para que se pudriera con el pobre Gunter, o incluso venderlos a las compañías lombardas, que los colgarían por piratas. No, cuando tuviera el Arca enviaría a un mensajero con una carta y negociaría con Nogaret. Tenía pensadas las condiciones. Un barco fletado por el rey de Francia conduciría a su hermano al lugar del trueque: el Arca a cambio de Gunter y un par de bolsas de doblas para adquirir un navío nuevo con el que volver al mar.

Pero nada de esto sería posible si el visir de Egipto leía la carta y ejecutaba a los templarios.

Tendido boca arriba en la cama, las manos entrelazadas bajo la nuca, Lotario de Voss se puso a cavilar sobre el modo de avisar a los templarios del peligro que corrían.

Podía enviarles un correo, quizá el secretario de micer Renzo di Trebia, que les explicara que su señor había conocido el contenido del mensaje que portaban por otros conductos, sin mencionar a Lotario de Voss. O que simplemente les entregara las equivalencias del cifrado para que ellos mismos pudieran deducir el contenido de la carta que llevaban a Egipto.

Eso los pondría también en guardia y tomarían sus precauciones, pero ignorarían que un misterioso benefactor los venía siguiendo, alguien que, como ellos, quería llegar hasta el Arca.

Decidió que era la mejor solución. Visitaría cuanto antes al cónsul lombardo y solicitaría su colaboración.

Se dio la vuelta, abrazó el cabezal, empuñó la daga que escondía debajo y se durmió.

Al día siguiente ordenó que le prepararan un baño, atrancó la puerta, se desnudó, incluso del guante de cuero, agregó hierbas aromáticas al barreño de agua caliente y se dio un baño reparador. Después se puso una camisa limpia, se ajustó el jubón y bajó al puerto a desayunar. Los cónsules eran poco madrugadores, aguardaría a media mañana para visitar a Renzo di Trebia y le expondría su petición antes de que los quehaceres cotidianos le agriaran el día.

Se estaba comiendo unos dulces de almendra y miel, de los que llaman
tuagen
y
kaabar
, cuando la Hiena Ensangrentada lo saludó todo lo jovialmente que cabe esperar de un jefe de bandidos al que le acaban de apiolar a cinco de los suyos, sin contar los dos que perdió el día anterior en el puerto. Lotario le ofreció un dulce y la Hiena no se hizo de rogar: metió en la fuente una mano puerca alhajada con anillos robados y levantó dos o tres pasteles para alcanzar el más grande.

—Los pájaros han volado —acertó a decir con la boca llena.

—¿Qué?

—Que los pájaros han volado. —Tragó laboriosamente el bocado empujándolo con un generoso trago de leche bebido de la misma jarra—. Los cristianos se han pirado.

Lotario compuso un gesto de incredulidad.

—Sí, esta mañana —informó la Hiena—, en
La Estrella del Islam
, un carguero que zarpó al amanecer.

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