Read Los clanes de la tierra helada Online
Authors: Jeff Janoda
El
gothi
Arnkel tomó a Thorgils por el brazo y acercó los labios a su oído.
—Asegúrate de que no hable —musitó—. ¿Entendido?
Thorgils asintió con expresión sombría. Le dolía el corazón.
—No podías vivir, Ulfar —susurró al viento de la noche, ignorando que rumiaba con el pensamiento lo mismo que había expresado en voz alta Agalla Astuta. La oración no le sirvió para mitigar la vergüenza.
Saltó al otro lado de la pared junto con los ocho clientes del otro valle. Ninguno de ellos conocía bien a Agalla Astuta y probablemente ni siquiera habría podido reconocerlo en la oscuridad, lo cual resultaba muy oportuno.
Arnkel y sus acompañantes estuvieron listos enseguida. Los caballos caracoleaban en la oscuridad, excitados y nerviosos. El
gothi
se puso el abrigo y un gorro de lana y luego se ciñó la espada que le entregó Gizur. Partió en cabeza por la ladera que conducía a Ulfarsfell y los demás se desparramaron a ambos lados formando una cuña de jinetes.
—Van a volver —dijo Arnkel con voz queda a Hafildi—. Thorleif y sus hermanos van a volver, y traerán sus armas, y hasta puede que su arrojo.
Hafildi miró al
gothi
y advirtió su avidez de sangre. Siguiendo las instrucciones de Arnkel, los hombres se mantuvieron atentos para detectar posibles merodeadores, mirando en todas direcciones y escrutando tras las rocas y en las hondonadas.
Encontraron el ensangrentado cadáver de Ulfar junto al prado.
Arnkel ordenó que lo llevaran a Bolstathr. Encomendó la tarea a dos hombres a quienes parecía causar gran inquietud aquella expedición nocturna con armas, encargándoles construir una litera para trasladarlo.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Hafildi.
—Vamos a la granja de Ulfar.
Agalla Astuta prosiguió su carrera por los acantilados que se prolongaban hacia el norte por el lado occidental del fiordo, entre Bolstathr y los bosques de Crowness. Aunque tenía una buena ventaja, no era fácil deshacerse de los perseguidores por aquella rocosa costa sin perder tiempo y ser detectado. A medida que aumentaba la altura de los acantilados, se hacía más largo y sinuoso el sendero que conducía al agua y al final el suelo firme quedaba reducido solo a una estrecha franja en la base de la roca. La marea alta había hecho subir el agua y Agalla Astuta estaba sin resuello. Todavía le quedaba casi medio kilómetro antes de que se ensanchara el camino. Para recorrer esa distancia tenía que ir deprisa, pero se había quedado sin fuerzas y sabía que no tenía escapatoria. Ni siquiera podía contar con la oscuridad para ocultarse. A principios de otoño la noche aún conservaba una gran proporción de luz. Era como un largo crepúsculo con un breve intermedio de negrura.
Mirando hacia atrás, vio a Thorgils a la cabeza del grupo. Trató de acumular en el corazón ira por la traición del
gothi
, para que le insuflara vigor, pero solo alcanzó a maldecirse a sí mismo por su estupidez. Debería haberse quedado en su humilde casa de las colinas, sin bajar para nada. Unos pasos más allá lo venció el desánimo. Dio media vuelta y de espaldas al acantilado y dobló la espalda, jadeando. Lo rodearon con un semicírculo de puntas de lanza y palpitantes pechos. Intentó hablar.
—El
gothi
… él me mandó… —Las palabras quedaron atascadas en los doloridos pulmones y la reseca boca.
Thorgils le arrojó la lanza, pero él se hizo a un lado y la contuvo con el borde del escudo. Antes de que lo bajara, ya se habían abalanzado sobre él y lo habían inmovilizado en el suelo.
—Parad… os lo ruego… El
gothi
—musitó sin aliento.
Thorgils se había sentado a horcajadas sobre su pecho. Le introdujo el cuchillo en la boca y le cortó la lengua mientras dos hombres lo mantenían sujeto por las piernas y los demás por los brazos.
—¿Qué es eso que intenta decir? —preguntó uno—. Algo sobre el
gothi.
—¡Cállate, asesino! —susurró Thorgils con la cara pegada a la de Agalla Astuta, que tenía el cuchillo todavía clavado en la lengua—. Ahora no tienes más que decir que sí o que no con la cabeza. ¿Entendido?
Agalla Astuta asintió, aterrorizado, atragantado por la sangre que le manaba de la lengua.
—¿Has matado a Ulfar?
«Thor, ayúdame», rogó, buscando algún atisbo de piedad en los ojos de Thorgils.
Asintió, y todos los presentes lo vieron.
Thorgils extrajo el cuchillo de la boca y se lo hincó en la garganta. Luego volvió a acuchillarlo y mantuvo el metal en la herida. Cuando murió, recuperó el arma y se puso en pie.
—Coged a este miserable y arrojadlo al mar —indicó, mientras limpiaba el cuchillo en un charco de agua de marea.
Los clientes se miraron unos a otros.
—¡Haced lo que os digo! De este desgraciado no va a salir ningún espíritu que os atormente. Era una rata en vida y no va a pasar de eso estando muerto.
El agua era muy profunda cerca de la orilla, y así el cadáver se hundió sin dejar rastro. Uno de los hombres le había puesto piedras en el bolsillo y en las botas. Thorgils recogió la espada y el escudo y emprendió el regreso hacia Bolstathr por el angosto y húmedo sendero.
Había cumplido con su deber para con su jefe.
La voz de Ulfar resonaba en su cabeza, entonando una triste canción que nunca cesaba por más que sacudiera la cabeza, cabalgando en alas del viento.
La venganza de los hijos de Thorbrand
Auln aguardaba con las otras mujeres junto a la cerca, tendiendo la vista hacia Ulfarsfell, mientras los niños pequeños dormían por fin en la sala. Hildi apoyaba la mano en su brazo.
—No va a pasar nada, Auln, ya verás —le susurró al oído—. Arnkel lo arreglará.
En aquel silencio absoluto, el de la calma que sucede a la tormenta, los sonidos se propagaban a gran distancia. Desde la costa les llegaron los gritos del grupo que perseguía a un hombre, como una manada de lobos, entre risotadas y alaridos. Las estrellas habían comenzado a despuntar por el este entre el apagado azul que restaba del día, pero el cielo no se acababa de oscurecer.
Había visto fugazmente al individuo que huía antes de que Thorgils y los otros se abalanzaran tras él. Era Agalla Astuta, sin duda, con su inconfundible camisa roja. Nunca se había fiado de él y, además, era amigo del Cojo. Todo encajaba. Su marido yacía muerto en la oscuridad, de eso estaba casi segura, pese a las palabras de Hildi. La espera era como un ardiente dolor. El regreso de los dos clientes le supuso una especie de horrendo alivio. Aparecieron entre la penumbra al final de la pendiente, conduciendo el caballo que arrastraba el cadáver de Ulfar.
Estaba tendido de espaldas encima de las varas con apacible actitud, los brazos rectos y la cabeza vuelta hacia un lado, como si durmiera. Auln se precipitó hacia él y se arrodilló a su lado, embargada por una repentina esperanza. ¿Estaría herido tan solo?
Tenía los ojos abiertos. Desde el instante en que le tocó la fría mano supo que ya no había vida en él. Después vio la herida del pecho y palpó la sangre, negra en la oscuridad, y su frío tacto le recordó la miel de Thorbrand. Las mujeres guardaban silencio a su espalda. Luego Hildi habló en voz baja a Halla y Vigdis, encargándoles que fueran a buscar agua, trapos y un rollo de
vathmal
. La madre acalló la muda protesta de Halla con una severa mirada antes de posar la mano en el hombro de Auln.
—Vamos, Auln. Lo lavaremos y prepararemos su cadáver.
Hildi mandó desenganchar a los dos hombres la angarilla del caballo y trasladarla al campo de delante, a distancia de la casa. Luego llamó para que trajeran lámparas, con cuya tenue luz enjugaron la sangre de Ulfar para luego ponerle una camisa limpia de lana. Auln lo peinó, repartiendo con una precisa raya central el cabello, que luego distribuyó en dos recias trenzas atadas con cordeles de cuero. Gudrid acudió a ayudar, adusta y callada. Hildi le hizo coger el otro extremo de una larga pieza de
vathmal
, con el que envolvieron, vuelta tras vuelta, el cadáver hasta agotar la tela y dejar cubierto por completo a Ulfar. Luego indicó a los hombres que cortasen largas tiras de cuero de la gran piel de buey que había colgada en el establo y con ellas aseguraron el
vathmal
en torno al cuerpo de Ulfar.
Gudrid dispuso que se quedaran dos hombres armados con lanzas a vigilarlo. Los aludidos se miraron uno a otro con nerviosismo, sin el menor deseo de pasar la noche cerca de un muerto, y uno de ellos intentó argüir algo.
—Os vais a quedar —zanjó Gudrid con imperioso gesto—. No quiero que los elfos vengan a hacer de las suyas antes de que lo cubramos con piedras mañana. Haré que mi hijo mande a otros a relevaros cuando vuelva.
Auln permaneció de rodillas junto al cadáver, con la mano apoyada en la mortaja. Quería llorar, pero no le salían las lágrimas.
Al cabo de poco rato se oyeron voces procedentes del lado del agua.
En la penumbra se perfiló una silueta y Auln quedó petrificada de terror y desesperación. El hombre avanzó, imponente, hacia ella, lanza en mano. El corazón se le partió de pena y vergüenza. Era su padre, que venía a vengar su traición. La sangre le resbalaba por la ropa y aunque la oscuridad le impedía verle la cara, el brillo de avidez y lujuria de sus ojos la dejó clavada en el suelo junto al cadáver de Ulfar.
Se puso a sollozar, tapándose la boca con las manos, y las lágrimas que afluyeron a sus ojos deformaron la figura hasta que al entrar en el cerco de luz de la lámpara, esta se convirtió en Thorgils, que tenía la cara deformada por una expresión de amargura. El hombre se detuvo, viéndola por primera vez, a ella y al cadáver amortajado a su lado.
Tenía las manos y las piernas cubiertas de sangre, y sus acompañantes se mantenían a cierta distancia de él. Se miraron por espacio de un momento, durante el cual ella perdió el temor y él fue distinguiendo la forma de su cara entre la visión que presidía su interior. Se acercó a ella y se quedó parado delante, violento, con la lanza en una mano. Los dos guardias se alejaron hasta la pared, dejándolos solos. Gudrid y los demás ya se habían ido adentro para que pudiera recogerse junto a su marido.
—Lamento tu pérdida, Auln —dijo.
Ella guardó silencio un buen rato y él se dispuso a marcharse.
—Eso ya me lo dijiste en otra ocasión —susurró.
Él se volvió a mirarla y asintió con la cabeza.
—¿Ha sido Agalla Astuta? —preguntó.
—Sí. El muy necio quería quedarse con el escudo y la espada.
—¿Está muerto?
—Sí.
Sus labios se agitaron con un temblor, pese a que ya se le habían secado los ojos.
—Espero un hijo, Thorgils —anunció con desánimo—. ¿Qué voy a hacer?
Thorgils se quedó rígido, mirando fijamente el cadáver amortajado de Ulfar. Luego lanzó un vistazo a los dos hombres apostados junto a la pared y comprobó que hablaban entre sí y no los habían oído.
Se acercó a ella y le tocó la cara con un dedo.
—No se lo digas a nadie. A nadie.
Ella pestañeó, desconcertada, primero por la dulzura de su gesto y después por sus palabras.
—¿Lo entiendes?
Auln sacudió la cabeza y lo miró a la cara.
—Veo bondad en tu corazón, Thorgils. Sé que sientes la muerte de Ulfar.
Advirtiendo el extraño timbre de su voz, Thorgils abrió con desmesura los ojos, percibiendo el oráculo en su mirada.
—Era un buen hombre y era mi amigo —dijo con un leve temblor en la voz, mientras su rostro de recias facciones adoptaba una repentina palidez, como asaltado por el dolor.
Volvió a mirar a los dos guardias y después hincó una rodilla en el suelo, para quedar a la misma altura que ella.
—¿Tienes algún familiar en la Isla, Auln? —preguntó quedamente—. ¿Alguien a quien puedas recurrir?
—No. Regresaron a Noruega. La ceniza de la montaña de fuego destruyó cuanto tenían aquí. Estoy sola.
Thorgils se levantó, apoyándose en la lanza.
—No digas nada del hijo —repitió.
Ella asintió con la cabeza.
Al amanecer, Arnkel volvió con sus hombres a Bolstathr. Había dejado unos cuantos en Ulfarsfell para vigilar la propiedad. Todo el ganado venía con ellos, delante de los caballos. Gizur explicó a Thorgils que los hijos de Thorbrand habían acudido de nuevo.
—Pero se han ido corriendo, como la otra vez. He clavado una flecha en la alforja de Thorleif y se han ido.
Los hombres estaban embotados de cansancio y también a causa de la tensión vivida. Desvelados y con la creciente luz, se pusieron a beber y a comer la carne fría que quedaba en los espetones. El cadáver de Ulfar quedó olvidado, sin nadie que lo custodiara de día. Todos lo evitaban. Erigido en héroe del momento, Gizur contaba una y otra vez cómo se había precipitado bramando y le había disparado la flecha a Thorleif. El
gothi
sonrió y se llenó a su vez el cuerno.
Estaba satisfecho.
La noche había pasado de la persecución de un asesino a la lucha por la tierra sin que sus clientes expresaran el menor reparo, y ahora ya había reivindicado toda la tierra de Ulfar y de Orlyg. Todos los bienes que había en las granjas los habían trasladado a Bolstathr. Solo quedaban la tierra y los edificios, que nadie podía robar.
Había recuperado la riqueza a que había renunciado el necio de su padre ocho años atrás. Era una victoria que le dejaba buen sabor de boca.
Incluso mientras cumplía con su papel de anfitrión, riendo y bromeando con sus hombres, tramaba la próxima jugada. El bosque de Crowness sería el siguiente paso.
No podía hacer nada hasta que muriera Thorolf. Aunque faltaba poco para eso, no era suficiente.
Dirigió un ademán a Thorgils, instalado en un banco cerca de la puerta. Hafildi vio el gesto y acudió a su vez, creyendo que también lo llamaba. Thorgils había permanecido solo, triste y ensimismado, y le convenía distraerse con algo.
—¿Por qué esa cara larga, hombre? Lo he conseguido. He ganado, por ahora.
—Sí, has ganado,
gothi.
—Tú tampoco has estado mal con la persecución —lo alabó con generosidad Arnkel.
Hafildi soltó un bufido.
—No pensaba que fueras capaz, Thorgils —dijo.
—Tú calla —replicó enfurecido Thorgils, encarándose a él.
Arnkel lo miró, frunciendo los labios con aire pensativo, y levantó una mano para detener la pelea, aunque los dos siguieron mirándose con rabia. Luego señaló a un individuo de larga melena pelirroja que estaba sentado a una mesa, tratando de comer la mayor cantidad de queso posible.