Los clanes de la tierra helada (21 page)

—¿Qué tienes que decir de esto,
gothi
Arnkel? —reclamó Thorleif—. ¿Cuál es tu posición?

—Yo estoy al lado de mi cliente, para proteger sus derechos en este asunto —contestó Arnkel—. Esta es su tierra, heredada de su hermano Orlyg. Ya hemos detallado cuánto había en la propiedad. Si faltara algo, sabremos dónde encontrarlo.

Illugi, Thorodd y los demás estallaron en maldiciones, pero Thorleif guardó silencio y volvió grupas. No regresó al estuario de Swan. Los condujo hacia los altos peñascos, en dirección oeste, hacia los senderos que después torcían por el norte para acercarse a la costa.

—Se va corriendo a ver al
gothi
Snorri —dedujo Hafildi, observándolos.

Luego bajó de la pared y golpeó la piedra con la lanza, dejando escapar un suspiro de alivio. El
gothi
Arnkel lo miró sonriente y después hizo caracolear el caballo.

—Pues no van a conseguir ayuda —declaró—. Snorri es un cobarde que solo tiene poder por su lengua, y no va a enfrentarse a mí. No lo hizo de niño y no lo va a hacer de mayor.

Arnkel siguió con la mirada a los hijos de Thorbrand hasta que desaparecieron por la cuesta. Estaba satisfecho. La lucha que deseaba iba a llegar, pensó. No entonces, pero llegaría. ¡Tenía que llegar!

Había hablado de aquel modo sobre Snorri con un objetivo, sabiendo que sus palabras acabarían llegando a sus oídos. Quizás eso sería suficiente para hacerlo salir de su guarida de Helgafell, obligarlo a que empuñara una espada y que por un tiempo se olvidara de la ley. Entonces correría la sangre.

Se volvió hacia Thorgils.

—Ve a visitar a tu primo Falcón a Helgafell —indicó—. Salúdalo de mi parte y cuéntale lo que ha ocurrido aquí hoy.

—No va a cambiar de bando —le advirtió Thorgils—. Es cliente de Snorri hasta la tumba.

—Tampoco lo esperaba, pero sí te contará lo que dirán a Snorri los hijos de Thorbrand. Llévate ese salmón grande que pescaron los Hermanos Pescadores para el
gothi
, así no podrá decir que no tengo modales.

Thorgils montó a caballo y regresó a medio galope a Bolstathr. Arnkel observó un momento, ceñudo, la comitiva que se alejaba. Después desmontó de un salto.

—Los otros —dijo a sus subalternos, que habían comenzado a sentarse a charlar en la pared—, volved al trabajo. Aquí no va a haber ninguna pelea hoy y la comida no va a saltar sola a la mesa. Thrain, vete con tu ímpetu a los pastos de arriba y localiza las ovejas de Orlyg. Ponles mi marca.

Después señaló a dos esclavos, uno danés llamado Dim que había pasado a sus manos como pago por haber mediado con su influencia en una disputa un año atrás, y el otro un irlandés que llevaba el pomposo nombre de Olaf, como un rey, pese a ser hijo de esclavo. Ni uno ni otro se aplicaban en el trabajo si no los vigilaba alguien.

—Vosotros dos os quedaréis aquí conmigo. Id a limpiar esos corrales. El estiércol llega hasta la rodilla. Que el estercolero quede bien alto y no desparramado, ¿eh? Después dad de comer y beber al ganado.

Los aludidos se fueron con paso cansino al establo mientras los demás se encaminaban a los caballos. El
gothi
levantó el mentón mirando a Hafildi, que comenzó a gritar con su vozarrón, y pronto el lugar quedó despejado. Arnkel sacudió la cabeza, descontento con su pereza pero sin saber cómo hacer de ellos personas más laboriosas. Él disfrutaba trabajando y siempre buscaba alguna nueva ocupación, así que le parecía natural que los demás hicieran lo mismo. ¿Acaso no veían que cuanto más rico fuera su
gothi
, más fácil sería la vida para ellos?

«Bah», pensó. Había cosas mejores de que ocuparse.

Primero registraría la granja de Orlyg para comprobar qué había de valor. Después tendría que volver a Bolstathr para cuando sacrificaran el buey. Sin su presencia, harían mal los cortes y meterían los pedazos llenos de piel y pelo en las tinas de suero, con lo cual malograrían la carne. Siempre tenía que estar pendiente de mil y una menudencias. Había que cuadrar bien la puerta de afuera en los goznes y no podía relegar en nadie esa labor. A su madre le sentaban mal las corrientes de aire, incluso cuando no hacía frío.

Se alegraba de disponer de una nueva propiedad que atender. Bolstathr era demasiado pequeño para mantenerlo ocupado. Giró sobre sí, sonriente y con los brazos en jarras, para inspeccionar su nueva posesión.

Ulfar lo observaba, encorvado encima de su montura, con ojos oscuros de mirada indescifrable.

El
gothi
Arnkel sintió un acceso de irritación.

«Ah, sí —pensó con acritud—. Ulfar.» No podía olvidarse de Ulfar.

—Ve a tu granja y trabaja allí, cliente —dijo, procurando adoptar un tono de respeto y afabilidad.

Luego dio media vuelta, deseoso de perder de vista aquella sombría expresión.

El hombre se fue sin pronunciar una palabra. Arnkel lo miró por encima del hombro mientras se dirigía al establo para controlar a los esclavos. Sí, tendría que encargarse de Ulfar. Como cualquier herramienta que había perdido su utilidad, si quedaba tirada por el suelo podía causar tropiezos y complicaciones.

Thorgils llegó a Bolstathr y cinchó el caballo fuera. Luego entró, cogió una escalera de mano y la apoyó a una viga para ir a recoger el gran pescado que giraba lentamente por encima del humo, colgado de una delgada cuerda. Era largo como su brazo y pesado, incluso sin agallas ni tripas, de tal forma que la cuerda se le hundió en la carne de la mano.

Auln lo esperaba en la base de la escalera.

—Es demasiado temprano para cocinarlo para la cena —dijo.

—Lo voy a llevar a Helgafell —repuso, entregándoselo para que lo sostuviera mientras guardaba la escalera debajo de los bancos.

Luego se enderezó y la contempló. Tenía el pelo largo, bonito, y los labios carnosos. Su mirada se quedó pendiente de ellos, cautivada por su movimiento, mientras las palabras brotaban de la boca.

—¿Ha ido todo bien? —preguntó ella devolviéndole el salmón.

—Sí. Todo el mundo sigue vivo aún —contestó—. Los hijos de Thorbrand van a casa del
gothi
Snorri. Yo también voy a ir.

Auln esbozó una sonrisa, componiendo una mueca terrible que a Thorgils le recordó a un lobo. Se volvió para marcharse, pero luego giró la cabeza por encima del hombro.

—Esto es solo el principio, Auln. Lo que ha ocurrido hoy traerá consecuencias.

—Sí, eso espero —replicó, manteniendo aquella terrible sonrisa en los labios.

VI

Otoño

De las muertes violentas

Los primeros vientos gélidos habían comenzado a soplar por el norte. El verano agonizaba y la proximidad del invierno producía una sensación semejante a un dolor en los huesos.

El
gothi
Arnkel trabajaba delante de su casa, alisando los toscos troncos que Thorgils había comprado a su primo Falcón. La madera era igual que el oro, y por eso maldecía cada fragmento que debía descartar y desperdiciar, pero la puerta de su residencia debía ser fuerte y presentable. Su madre insistía en ello. De todas maneras pensaba hacerla resistente, bien recia para que tuvieran que ser muchos los hachazos que abrieran brecha en ella llegado el caso y también para afianzarla con una gran barra por la parte de atrás. Para un enemigo sería más fácil destrozar el techo que pasar por la puerta.

Asiendo cómodamente la azuela, se deleitaba con el calor que generaba su cuerpo. Se había quitado la camisa para no estropearla con el sudor. A su lado reposaban los grandes goznes que le había forjado el herrero, un cubo de clavos largos y la barrena para hacer los agujeros en la jamba de la puerta antes de colgarla. Bjorn, el herrero, había dejado que se llevara su martillo para clavar los clavos, dado que no se trataba de una tarea difícil y que además estaba encantado de complacer al
gothi
. Sus hombres se habían congregado a su alrededor para verlo sudar con el calor del fuego, hasta que los había amenazado con un hierro candente y una enorme sonrisa en la cara.

Su madre había oído comentar la escena más tarde.

—Es bueno que seas industrioso, hijo —le había dicho con severidad—, pero no te rebajes de ese modo. Si no, tus hombres te perderán el respeto.

—Esto no es Noruega, madre —le había contestado él, dándole una cariñosa palmada en la cara—. Aquí todo el mundo debe trabajar.

Ella siempre había sido así, pensó, aferrada a las costumbres de su antiguo país, a los usos de los
jarl
y los señores, sin darse cuenta de que su propio padre había abandonado Noruega precisamente para huir del tipo de personas que ella quería que fuera su hijo.

La verdad era que no se fiaba de nadie más que de sí mismo para efectuar ciertas labores, como trocear la carne o cambiar la puerta. Tenía más confianza en su mano que en la de nadie.

Tenía dificultades para darles trabajo a todos sus hombres. Sabía que debería vender sus esclavos en cuestión de uno o dos inviernos: no producían lo bastante para justificar lo que comían y solo los mantenía porque podían ser útiles en una pelea en caso de que se presentara una. Era mejor que tener clientes dispersos en sus propias granjas. Él ya estaba forjando planes de futuro, veía instalado a Gizur en Hvammr y a Hafildi en la granja de Orlyg. Thorgils era más útil cerca.

Esbozó una sonrisa. Thorgils se creía indescifrable, cuando en realidad era transparente. Quería Ulfarsfell. Y quería a Auln. No podía tener ni una cosa ni otra.

El fiordo de Swan lo vendería a los Hermanos Pescadores cuando por fin expulsara a los hijos de Thorbrand. A ellos les fascinaba el mar y la libertad de trabajar según su antojo, pero era muy posible que se amansaran al ver muertos y desaparecidos a Thorbrand y a sus hijos. Aunque quizá pondría a los dos esclavos allí para ver si el hecho de disponer de tierra propia les infundía un poco de brío. Hasta cabía la posibilidad de que los liberara.

Nunca les permitiría casarse, sin embargo.

Auln había arruinado los planes de Thorbrand, de eso no le cabía duda. Aquella mujer había llegado al fiordo de Swan como una respuesta a las oraciones de Arnkel.

Thorgils se había prendado de ella desde la primera vez que entró en su sala con un hatillo a la espalda. Se notaba en sus ojos. Arnkel se aseguró de que se quedara con Ulfar, en Bolstathr, pues Auln solo habría causado complicaciones. Su madre habría tratado de dominarla como hacía con Hildi y aquello habría creado un mal clima en su casa. El propio Arnkel la habría tomado como segunda esposa, pero a Hildi le habría dolido mucho, y la quería demasiado para herirla movido solo por la lujuria.

Los pensamientos se adaptaban al ritmo de sus golpes y estaba tan absorto en ellos que no reparó en aquel extraño individuo hasta que hubo traspasado la cerca.

Arnkel se enderezó, manteniendo la azuela en la mano.

Era un hombre alto, con una cicatriz en la barbilla, aquejado de una leve cojera. Llevaba una bolsa en el hombro.

No había nadie más, a excepción de las mujeres que tejían dentro en los telares. Esa mañana había enviado a todos los hombres a trabajar fuera.

Arnkel saludó con una cortés inclinación de cabeza, a la que correspondió el desconocido mientras se acercaba.

—¿Eres el
gothi
Arnkel?

—Sí. ¿Quieres comer y beber algo?

Disimuló su recelo acogiéndose a las normas de hospitalidad. El hombre volvió a asentir. En lugar de llevarlo al interior de la casa, Arnkel llamó a su esposa, quien acudió al cabo de un momento con un plato de queso y carne y una vasija con cerveza. Al ver al desconocido, se sobresaltó y miró con nerviosismo a su marido Arnkel. Volvía a tener el vientre abultado con un nuevo embarazo.

—Déjalo ahí en la pared, Hildi, y vuelve adentro.

Su esposa volvió la cabeza con aprensión mientras se iba.

El hombre dejó la bolsa en el suelo y se sentó en la piedra, al lado de la comida. Se puso a comer y enseguida bebió con ruidosos sorbos de la vasija con la boca llena, dejando su contenido inservible para compartir. Arnkel lo miró agriamente, todavía de pie.

—Aún no me has dicho cómo te llamas.

—Onund —respondió el hombre con un bocado de queso a medio masticar. Su mirada se desplazó un instante hacia la azuela que tenía Arnkel en la mano antes de volver a centrarse en la comida.

—Onund —repitió Arnkel.

Como el hombre solo estaba pendiente de la comida, Arnkel volvió a encorvarse para reanudar su labor. Empujó la puerta a un lado para poder verle la cara mientras rebajaba la madera, pero el desconocido soltó un sonoro eructo y siguió comiendo sin dar señales de advertirlo.

El nombre le resultaba familiar, aunque no sabía por qué.

Una vez terminada la comida, Onund se puso en pie.

—Busco un sitio donde vivir y trabajar —anunció.

Había empleado, no obstante, un tono casi desafiante, como si retase a Arnkel para que aceptara.

«¿Qué demonios trama este diablo?», se preguntó Arnkel. Acabó de retirar las últimas virutas con la azuela y la dejó apoyada en la pared de la casa. Después se irguió y se encaró al hombre con los brazos en jarras.

—Prueba en Helgafell —dijo apuntando hacia el norte—. El
gothi
Snorri tiene una finca grande. Me enteré de que perdió un esclavo no hace mucho. Quizá necesite un par de brazos.

—Snorri me echó. De todas formas, no quiero trabajar para ese malnacido.

—Pues aquí no te puedes quedar. No necesito más ayuda y tampoco doy trabajo a extranjeros vagabundos. Prueba en el estuario de Swan, allá. —Señaló el extremo sur del fiordo—. Ahora que ya has comido, me despido de ti.

Se volvió para recoger la barrena del suelo y oyó el rápido movimiento de pies. Al girar sobre los talones, vio que el hombre saltaba para coger la azuela apoyada en la pared.

Sobrecogido a un tiempo de rabia y de miedo, se precipitó hacia Onund, gritando. El desconocido cogió la azuela y la puso en alto trazando un gran arco, pero Arnkel le rodeó el pecho con los brazos. Se estrellaron contra el suelo. Onund se dio un fuerte golpe en el codo con una losa y lanzó un gemido de dolor, soltando la azuela. Arnkel se abalanzó sobre él como una araña y le inmovilizó el otro brazo con las manos y después con la rodilla. Luego, con la mano derecha, le descargó un puñetazo en la boca. Onund era un tipo duro. Con la sangre manando del labio desgarrado siguió resistiendo. Zafó el brazo bajo la rodilla de Arnkel y le propulsó dos veces el puño contra las costillas, en breves y contundentes golpes que le hicieron aflorar la saliva a la boca como producto del dolor.

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