Read Los clanes de la tierra helada Online
Authors: Jeff Janoda
—¡Odín! —gritó, invocando el espíritu del dios de la astucia y el ingenio.
El gran ojo azul del cielo se posó en él y él le sostuvo la mirada, dejando que el dios escrutara su corazón.
De la muerte de Orlyg, hermano de Ulfar
Los hombres estaban a punto de llegar a casa.
Hafildi saludó con la mano al aproximarse a Bolstathr. No obstante, desmontó con semblante sombrío y anunció a la madre de Arnkel que la asamblea no había ido bien.
Al oír aquello, criados y esclavos se pusieron a trabajar con frenesí para poner en orden la sala y todo lo demás. Nadie quería ser el blanco de la colérica mirada de Arnkel por cualquier asunto banal o descuido en las labores domésticas. Gudrid recorría las estancias como un halcón que oteara un campo, azuzando a hombres y mujeres al trabajo con su lengua viperina. Advertidos de su proximidad por su tos, todos doblaban el lomo redoblando sus esfuerzos. Corría el rumor de que la paliza que le propinó Thorolf hacía mucho tiempo le había causado daños en las costillas y los pulmones. En Bolstathr todos dormían al son de la enfermedad de Gudrid. Solo cabía acostumbrarse o marcharse, y a medida que pasaban los años la presión no hacía más que empeorar.
Auln metió en su pequeño cesto unos cuantos bocados de carne y un poco de cuajada. Se fue hacia la granja de Ulfar, ansiosa por escapar de la bilis de Gudrid y del pánico que suscitaba el regreso del
gothi.
Se despidió de Hildi, que le correspondió con un cansino cabeceo. Tenía unos oscuros cercos bajo los ojos y aún lloraba la muerte de su hijo, nacido aquel invierno y muerto al poco tiempo.
El
gothi
Arnkel había ocultado su decepción. Mantuvo tiernamente en brazos al niño cuando exhaló el último suspiro y después besó la frente de Hildi, que sollozaba. A continuación salió afuera para rumiar su tristeza. Auln se compadeció de él. Era difícil no sentir simpatía por un hombre que actuaba con tanta nobleza. Otros no habrían sido tan generosos al ver esfumarse sus sueños. El pequeño había nacido igual que el hijo de Auln, con la columna torcida y la cabeza deforme.
Hildi pasó llorando toda la noche, ofreciendo con su llanto un callado eco a la tos de Gudrid.
Tras la muerte del niño, Gudrid se comportó como una auténtica bruja, sin parar de maldecir a Hildi, por lo que Auln comenzó a invitarla a la granja de Ulfar, simplemente para alejarla de la amargura de la vieja arpía. Hildi nunca aceptó. Auln acabó por darse cuenta casi con celos, en un repentino momento de perspicacia, de que para aquella callada mujer suponía un inmenso orgullo cumplir su papel de esposa del
gothi
Arnkel. Si para ello tenía que soportar a una suegra infernal, estaba dispuesta a pagar el precio. A veces Auln se llevaba a Halla en su lugar, porque la muchacha nunca se rendía al dominio de la abuela y siempre surgían riñas. Ese día estaba sola. A veces había uno o dos hombres sobrantes y el
gothi
Arnkel los mandaba con ella, pero no hacían bien el trabajo y tenía que controlarlos, de modo que al final se encargaba ella misma de las labores. Ulfar iba también a veces, aunque si había rumores de que el Cojo merodeaba por los alrededores, se quedaba en la sala del
gothi
Arnkel. Sobre Auln recaía también la tarea de cuidar del hermano de Ulfar, Orlyg. El hombre rehusaba ir a Bolstathr, y entre los pocos dientes que le quedaban espetaba que nunca traicionaría a su amo Thorbrand con accesos de rabia que siempre acababan en un ataque de tos que lo dejaba convulso. Auln sabía que pronto se iba a morir, pero Ulfar se negaba a creerlo. Orlyg rechazaba incluso la posibilidad de quedarse en su casa, e insistía en permanecer en su propio camastro, en su propia diminuta sala, aunque para ello tuviera que estar rodeado de suciedad. Estaba demasiado débil para trabajar.
La primera obligación de Auln era ordeñar las cabras y las vacas, las cuales así que entraba en el corral, expresaban con mugidos su dolor. Después había que darles de comer. En el pajar había acumulado mucho heno que compraron a Thorbrand. Ella lo trasladaba con la horca y gastaba la menor cantidad posible, porque entonces los animales tenían que alimentarse básicamente pastando. Los prados habían vuelto a verdear, gracias a la diosa Freya, a quien Auln dedicó una oración de agradecimiento mientras trabajaba. La renovación de la tierra salía de sus entrañas cada primavera. Ulfar había gastado buena parte de su dinero para llenar el pajar, acudiendo con la gorra en la mano a comprarlo a Thorbrand.
—Si esta es ahora la tierra del
gothi
Arnkel, que él pague el heno —había protestado Auln encolerizada.
Ulfar no le había hecho caso. Lo que más ira le provocaba no era tanto el hecho de gastar el dinero como saber que este iba a parar a Thorbrand. Recordándolo, crispó las manos en el mango de la horca. Imaginó que era el asta de una lanza y que ella era un hombre con el pleno vigor de la juventud. ¡Cómo desearía haber sido un hombre! Entonces habría podido vengarse. Hundió la horca en el heno como si de un cuerpo vivo se tratara. Su ardor sobresaltó al ganado.
Después de aquella labor descansó un rato, dejando secar el sudor de la frente. En el interior de la casa había montones de lana por hilar, pero la idea de pasarse horas seguidas a solas en la oscuridad de la sala le resultaba espantosa. Se había aficionado a tener compañía en la casa del
gothi
Arnkel y Hildi se había convertido en una verdadera amiga para ella.
Una fría noche, Auln esperó a que los otros durmieran, pugnando por mantener los ojos abiertos. Cuando en la sala todo fueron ronquidos y resoplidos, se acercó con sigilo al estante que había encima del banco donde dormía Hildi y cogió el tarro de miel. Se fue con él a la alcoba de las letrinas y entre el íntimo abrazo de la pestilente oscuridad, lo destapó. Enseguida notó un olor acre. ¿Por qué no se había dado cuenta antes? Ella sabía de hierbas, incluso de venenos.
Lo metió en el agujero donde le correspondía estar, entre las inmundicias de la vida. Desde la hedionda oscuridad le dirigió un susurro, burlándose de su dolor. Se limpió las manos con afán en el delantal para desprenderse del dulzón olor a muerte.
Mantendría su odio disimulado, esperando la ocasión para vengarse de Thorbrand. Un día encontraría un motivo para ir a la granja del anciano y cuando este le diera la espalda, le clavaría el cuchillo. La oportunidad nunca se presentaría si revelaba lo que sabía. Si le hablaba al
gothi
Arnkel del veneno contenido en la miel, jamás le permitirían acercarse a Thorbrand. Arnkel nunca lo mataría basándose solo en su palabra, pero entonces la acusación se propagaría, convertida en rumor, y acabaría llegando hasta el estuario de Swan. El viejo se pondría en guardia.
Dejando tras de sí la oscuridad de la casa, Auln atravesó el campo para ir a la granja de Orlyg.
Las dos fincas quedaban una al lado de otra, separadas por un riachuelo y una loma de grava negra que canalizaban el paso del agua. Si bien en su parte baja, cubierta de hierba, era fácil de franquear, luego iba ascendiendo hasta alcanzar más de un metro de altura, en una roca pelada cubierta de excrementos de oveja. Ese era el lugar donde solía apostarse el gran carnero que iba en cabeza de los rebaños de Orlyg y Ulfar. Auln subió a la carrera el montículo más alto, situado en la ruta más corta hasta la casa de Orlyg, todavía enardecida por los residuos de su rabia, que necesitaba descargar. Al llegar a la atalaya del carnero giró sobre sí mirando en todas direcciones, tal como haría el macho en busca de posibles contrincantes.
La vista era excelente. No era extraño que al animal le gustara. Por el sureste se alcanzaban a ver los redondeados tejados de tepe del estuario de Swan, situados a menos de un kilómetro entre verdes pastos. Se imaginó recorriendo aquella breve distancia, con el cuchillo bajo el vestido, el cesto en un brazo y una sonriente máscara en la cara.
Ya llegaría el día.
Hacia el norte se veía su propia granja, y también la loma donde se encontraba Bolstathr, aunque al estar en la hondonada, la casa de Arnkel quedaba medio oculta por las ondulaciones del terreno. Al otro lado de esa loma estaba la granja del Cojo. Bajo el cielo azul, maldijo a aquel hombre, maldijo su nombre a modo de oración dedicada a Freya, por la vergüenza que había hecho pasar a su hombre.
Aguzó la vista, enfocando la parte alta de la colina.
Eran jinetes, dos docenas o más, que con la distancia que los separaba de la atalaya del carnero quedaban reducidos casi al tamaño de puntos negros. De modo que por fin regresaban de la asamblea. La comitiva inició el descenso hacia Bolstathr.
Se planteó volver para ir a recibir a Ulfar, pero como ya le faltaba poco para llegar a la casa de Orlyg decidió hacerle una breve visita y darle la noticia. El anciano necesitaba comer, además, así que le prepararía algo. Se volvió para encaminarse hacia allí y de repente se paró.
La casa era la misma de siempre, un chato montículo de verde tepe que se fundía casi con el tono esmeralda de los pastos circundantes. Las hierbas secas que rodeaban el borde del tejado pendían con desmayo, tristes y marchitas, como si fueran cadáveres humanos colgados de una pared. El viento lanzó un gemido, arrojándole el pelo a la cara. Al hilo de sus sacudidas, percibió los cabellos acariciando la casa, cual brazos de mujeres disponiendo una mortaja.
Apeló a la voluntad para avanzar, venciendo el espanto que se acrecentaba a cada paso.
El olor la detuvo en el umbral.
Habían transcurrido tres días desde la última vez que fue a ver a Orlyg. Lo llamó, alarmada, sin entrar en el oscuro zaguán, aferrada a la luz del exterior.
—Orlyg, ¿me oyes?
Solo percibió el olor a descomposición, a muerte.
No quería ser la primera en entrar. La aterrorizaba la idea de que su espíritu siguiera aún allí. Aunque también cabía la posibilidad de que no estuviera muerto; otras veces había evacuado alguna necesidad encima a causa del dolor que le impedía abandonar la cama. Tal vez estaba solo dormido.
—¡Orlyg! —llamó con desesperación—. No quiero entrar en la casa. ¡Contesta!
Del bolsillo del delantal sacó una caja con yesca, pedernal y metal. Luego cogió una lámpara de estatita que había colgada en el establo, procurando no derramar el aceite. Arrodillada junto a la puerta, encendió un pequeño fuego con heno seco al que acercó la mecha. Estuvo soplando con cuidado en el manojo de hierba y se paró solo un momento para volver a llamar a Orlyg. Cuando tuvo encendida la lámpara, entró.
Estaba muerto.
Un brazo sobresalía entre las mantas de lana, colgando encima del suelo de negra tierra. La boca y los ojos abiertos permanecían encarados al tepe del techo.
Auln se apresuró a retroceder, rogando por que no se apagara la lámpara. Ya cerca de la puerta, dio media vuelta y salió corriendo hacia la luz del sol. Luego arrojó la lámpara y siguió corriendo para adentrarse en el campo.
Ulfar la encontró allí, llorando de rodillas. Tras refrenar el caballo, desmontó y acudió deprisa a su lado.
—¡Auln! ¡Auln! ¿Estás bien? ¿Qué ocurre?
Se arrodilló delante de ella, tomándola por los hombros. Auln señaló a sus espaldas, en dirección a la casa, contenta de verlo vivo y sano. Él la mantuvo abrazada un momento antes de posar la mirada en la casa.
—¿Está muerto?
—Sí.
Ulfar la apartó con ternura y permanecieron arrodillados uno frente al otro, rozándose las piernas, con la vista fija en la hierba, como si rezaran juntos por el alma de su hermano.
Auln le tocó con suavidad la mano y después le dio un beso en la boca. Ulfar le correspondió con asombro. Su pasión se encendió al instante. Tras recorrerle el cuerpo con las manos, le quitó el vestido y la penetró allá mismo, acostada en la hierba. No tardaron en culminar su ardor. Luego se quedaron quietos, contemplando las nubes con la respiración afanosa y se miraron entre risas.
—Espero que de esta nos nazca un hijo —dijo ella con sombrío tono.
Él asintió con la cabeza.
—Tengo que ir a decirle a Thorbrand lo de Orlyg —anunció por fin Ulfar, levantándose.
Auln lo miró y lo agarró con fuerza de la mano, todavía de rodillas.
—¿Decirle qué?
—Que Orlyg ha muerto. Como no tiene hijos, ahora la tierra pasa a manos de Thorbrand. Es la ley. —Miró con desaliento la casa—. Primero tengo que preparar a mi hermano para la tumba. Después iré.
Auln entonces se puso en pie, reteniendo todavía la mano de su esposo.
—¿Y qué hay de ti? ¿Tú no tienes ningún derecho en esto, Ulfar? —Le rodeó la cara con las manos, hablando con desesperación—. ¡Tú eres familiar de Orlyg! ¡El único que tenía! La tierra debe ser tuya y después de tu hijo. La granja de tu hermano pasará a ser nuestra casa. El
gothi
Arnkel no tiene ningún derecho sobre ella, ni tampoco Thorbrand.
Ulfar sacudió la cabeza, confuso.
—No, no es así. No he oído que la ley diga eso. Sí, los familiares heredan, ya sé, pero…
Auln lo cogió por los hombros y lo zarandeó.
—El
gothi
Arnkel debe de saberlo. Él mismo te lo dirá. ¡No vayas a ver a Thorbrand!
Ulfar la miró con extrañeza, como si acabara de proferir una blasfemia. Después la apartó con suavidad y condujo el caballo hasta la casa mientras ella lo miraba.
De repente la rabia se adueñó de ella. Se vistió frenéticamente y echó a correr.
Volvió a Bolstathr, para ver al
gothi
Arnkel.
Tras recorrer de aquel modo casi dos kilómetros, subió jadeando el último trecho y cruzó la cerca. Los dos esclavos que colocaban piedras en un sector de la pared que había sufrido los estragos del frío invernal se quedaron mirándola cuando pasó a toda prisa a su lado. La puerta estaba abierta para dejar entrar el aire y la luz. Atravesó el umbral sin detenerse. Estaban renovando el tepe del techo retazo por retazo y coincidió que habían abierto una buena brecha justo encima del sitial del
gothi
Arnkel. La luz del sol le caía directamente, iluminándolo como una especie de legendario rey, rodeado del nimbo de las secas motas de polvo que flotaban en derredor convertidas en incandescentes fragmentos blancos. Sostenía un cuerno de hidromiel con una mano, pero no disfrutaba de la bebida, pues solo abrigaba sombríos pensamientos en su corazón. Aunque al principio la intimidó la hosca expresión de su amplio rostro, Auln dio un paso al frente y lo llamó con voz bien alta.