Read Los clanes de la tierra helada Online
Authors: Jeff Janoda
—No. Diez.
Luego hizo como que no veía la expresión indignada de Gudmund.
—Cien por lo menos.
Estuvieron regateando un largo rato, pero el
gothi
Snorri era obstinado y no quiso subir a más de cuarenta árboles. Al final Gudmund cedió con exasperación.
—Más vale que hayáis traído a mi granja esos troncos dentro de una semana —gruñó, enojado.
Después cruzó como una exhalación el umbral, sin demorarse siquiera para el
handsal.
Thorleif los había estado observando en silencio.
El
gothi
Snorri se arrellanó en su sitial y se cruzó de brazos, mientras los demás dejaban las lanzas apoyadas en la pared y se instalaban en los bancos, dando rienda suelta a la respiración contenida. Falcón sonrió al
gothi.
—Qué gusto me da ver cómo se va con la cresta desmochada ese gallo —dijo, dando un golpe en el escudo con el hacha—. Lástima que no haya querido pelear.
—No malgastes ese espíritu de violencia —le aconsejó con seriedad el
gothi
Snorri—. Lo necesitarás para ir a cortar los cuarenta árboles al Crowness, a partir de mañana mismo. Te llevará más de un día tenerlos todos listos. Quizá tardes dos. Decide a quién te vas a llevar.
Posó la vista en Thorleif, Freystein e Illugi. Este se encontraba ya con Oreakja y Kjartan, retozando y peleando con ellos como si fueran cachorros.
—Para mí sería una bendición si los hijos de Thorbrand quisieran acompañar mañana a Falcón al Crowness. Aquí tenemos mucho que hacer. —Snorri les dedicó un gesto de acogida—. Quedaos esta noche. Cocinaremos ese magnífico bacalao que lleva Freystein y beberemos y nos daremos un festín.
Aunque no respondió, Thorleif indicó a Freystein que entregara el pescado y se sentó en un banco, aceptando el cuerno de cerveza que le ofreció un esclavo.
Pasaron la tarde charlando con los clientes de Snorri y Thorleif refirió entre risas a Sam la aventura que acababan de vivir en el mar.
—Habéis tenido suerte —sentenció Sam—. Si hubiera habido viento del este, ahora estarías navegando hacia Noruega. ¿Teníais agua a bordo?
—No, solo un pellejo de cerveza.
Sam sacudió la cabeza.
—Bueno, los marinos precisan suerte, y tú la tienes. De todas maneras, a partir de ahora procura llevar siempre contigo un barrilete, pescado seco u otra clase de comida que se conserve, bien envuelta. Y también ropa de abrigo, por más benigno que parezca el tiempo. Yo he pasado tres días en una barca, sin resguardo, bloqueado por el viento. Uno puede morirse de sed, o de frío, aunque alcance a divisar la costa.
Sam lo observó con detenimiento.
—Te ha atrapado, ¿verdad? —dijo—. El mar. Se te nota en los ojos.
Thorleif asintió, horrorizado de que un simple pescador pudiera captar tan fácilmente sus sentimientos.
Desde un tiempo atrás había comenzado a abrigar la idea de que su vida no tenía por qué circunscribirse a la Isla. En una ocasión había viajado a Noruega con el
gothi
Snorri, hacía tiempo, pero siempre había pensado que los viajes eran para los jóvenes. Entonces, no obstante, desde esa misma sala le llegaba el olor del mar, ejerciendo el efecto de una llamada.
Sam le dirigió un guiño.
—Espera a ver el Pueblo del Mar por primera vez, jugando en los bajíos. Puede que entonces mudes de parecer.
—¿El Pueblo del Mar?
—Los elfos —susurró Sam con voz ronca, mirando a su espalda—. Unas cosas extrañas que hay en el agua. Nunca los mires, ni actúes como si los hubieras visto, y sobre todo nunca intentes pescar uno, ni con anzuelo ni arpón. No son como los de tierra. El Pueblo del Mar te seguirá sin tregua hasta que mueras. La única manera de defenderse contra ellos es navegar hasta alta mar con un fuerte vendaval yendo más deprisa, con la esperanza de que pierdan ánimos y fuerzas en las profundidades. Hay quien cree que fue así como se descubrió la Isla, que fue algún pobre necio que corría para salvar la vida en pleno océano. Los elfos prefieren estar cerca de la tierra, pero también son capaces de seguir un barco a todas partes, a no ser que uno consiga deshacerse de ellos.
A Freystein, que se hallaba cerca, se le desorbitaron los ojos cuando Sam pasó a describir cómo las planchas de los cascos de ciertas embarcaciones se desclavaban en el mar y más de un hombre hecho y derecho moría estrangulado mientras dormía en la cubierta de su barco. Hasta ese momento había disfrutado yendo en la barca.
Antes de dar comienzo la cena, Thorleif y los demás ayudaron a colocar las mesas de caballetes. No supuso mucho trabajo, ya que eran más de veinte los hombres que se habían quedado para la comida. Algunos eran clientes y otros campesinos y esclavos que acudían a tomar su pitanza después de un día de esfuerzo. Primero les llevaron unas grandes escudillas de cuajada y jarras de suero. Luego dos esclavos acarrearon con trabajos el pescado en la misma olla de hierro en la que lo habían cocido en el fuego. El vapor se elevó como un apetitoso perfume cuando levantaron la tapadera.
—Las últimas cebollas de Hrafn, picadas y dispersas entre el bacalao —pregonó con pompa el
gothi
Snorri—. Para honrar a nuestros invitados.
Los comensales levantaron sus cuchillos para celebrar el agasajo. Oreakja se paseó entre las mesas con una cajita de madera llena de valiosa sal, de la que añadía una pizca en la comida de cada cliente, ante las miradas anhelantes de los esclavos.
—¿Dónde está Hrafn,
gothi
? —preguntó Freystein.
—Más al sur, comprando todo el aceite de foca y morsa que pueda conseguir y vendiendo sus chucherías —explicó Snorri—. Seguramente volverá a finales de verano.
La conversación derivó hacia la cacería del oso en la que el
gothi
había participado, y Oreakja y Kjartan volvieron a representarla ante los hombres, mujeres y niños. La historia había evolucionado, de tal modo que ahora todos los protagonistas debían decir alguna frase. A Freystein le tocó hacer el papel de Hrafn. Hasta el
gothi
pronunció unas palabras, ganándose los aplausos de los espectadores.
—Thorleif, todavía no he oído tu respuesta —dijo el
gothi
al cabo de un rato, cuando hubo regresado la calma, después de que les sirvieran más comida. Thorleif se hallaba sentado cerca del sitial y Snorri no había hablado en voz alta, pero con el silencio ocasionado por el hambre, sus palabras fueron audibles para muchos—. ¿Vais a acompañar mañana a Falcón al Crowness?
Sin dejar de masticar el pescado ahumado, los comensales concentraron las miradas en Thorleif. Una errabunda ráfaga de viento descendió por el orificio de salida del humo, envolviéndolos en calor, chispas y humareda, pero nadie se movió lo más mínimo.
—Yo iré al bosque con Falcón mañana —repuso con parsimonia Thorleif—. Illugi y Freystein devolverán la barca a casa.
El
gothi
masticó un poco, contemplando las vigas del techo, y luego asintió.
—Está bien —dijo sonriendo—. Toma un poco más de este queso. Está bien curado y es sabroso.
Más tarde, cuando Thorleif se acostaba bajo las mantas que le prestaron para dormir en el rincón de la sala, Illugi se acercó a él para hablarle al oído.
—Thorleif, ¿y qué va a pasar con la tregua con Arnkel? No le va a gustar que ayudes a Snorri a cortar los árboles. —Cogió el brazo de su hermano—. Si va a haber pelea, yo también quiero estar allí.
—No va a haber pelea. Ahora ve a dormir. Quiero que os vayáis muy temprano, antes de que Snorri empiece con sus zalamerías. Ya me ha pedido que Freystein vaya conmigo. —Thorleif pegó la frente a la de Illugi—. Haz lo que te pido, hermano. Vete por la mañana con Freystein. Bien temprano.
Illugi aceptó de mala gana y regresó a su banco.
Thorleif permaneció largo rato despierto, pensando, con la mirada fija en el tenue resplandor que proyectaban las brasas del hogar en las vigas. Al final los suaves ronquidos circundantes acabaron por adormecerlo.
Illugi y Freystein ya se habían ido cuando despertó, pese a que apenas despuntaba el alba. Salió temblando de la sala y con una manta en los hombros caminó hacia el altozano desde el que se divisaba la punta del fiordo. El agua estaba aún quieta como un vidrio, sin un soplo de viento que dispersara la liviana neblina.
La barca era un punto en el sur que solo se distinguía en la niebla por el movimiento de los remos. Thorleif asintió para sí, satisfecho. Luego se apartó del camino y orinó en abundancia, y al acabar se sintió perfectamente, sin rastro de frío. Los elfos brincaban en el límite de su visión, pero él no les hizo caso, pues sabía que era solo el olor de su orina lo que los había despertado. Qué seres más detestables, pensó. Antes prefería las ratas que los elfos. A las ratas al menos uno las podía atrapar y librarse así de ellas durante un tiempo. Contaban que en las tierras cristianas cazaban a los elfos y los mataban, y a él no le parecía una mala idea, aunque allí seguro que las mujeres se opondrían, por temor a que sus hijos aparecieran estrangulados en sus cunas.
De regreso a Helgafell encontró a Falcón preparando los caballos de carga con varios esclavos. Eran doce animales, los más fuertes que poseía el
gothi
, los únicos capaces de soportar el peso de los troncos abatidos.
—Tres cargas —dijo Falcón con gesto sombrío—, eso es lo que se va a necesitar. No tengo ningunas ganas de ir tres veces allí, pero así deberá ser. Tienen siempre a un hombre vigilando el bosque; yo mismo lo vi una vez. Se hacía pasar por un pastor, pero era ese condenado de Hafildi. Quizá consiga hacer un viaje sin que me descubran. Puede que tengamos que realizar una visita de noche, con o sin elfos.
—Llévate más hombres contigo —aconsejó Thorleif.
Se sentía incómodo, sabiendo lo que debería hacerle después.
—Ja. Esa sí que es buena —replicó Falcón—. Todos tienen otras ocupaciones. Anoche estuvieron muy contentos engullendo la comida del
gothi
, pero ahora se han esfumado todos. Nadie quiere ir al Crowness, y menos después de que encontraran a Thrain allí, que parecía una foca atacada por un oso, así que tengo que llevarme a los esclavos, porque no tienen otro remedio.
—A Thorolf volvieron a enterrarlo de manera conveniente —apuntó Thorleif—. Lo sé a ciencia cierta.
—No es un espectro gordinflón lo que me preocupa, hombre —contestó Falcón de mal genio.
—Lo sé.
—Bueno, por lo menos podré contar con tu brazo —añadió Falcón, dándole una palmada en el hombro.
Sin decir nada, Thorleif se dirigió a la sala, donde recogió sus cosas y se acabó de vestir. Después tomó el escudo y la lanza y fue al establo. Falcón le prestó un caballo y una silla de montar. Había cuatro esclavos para la tala, tres de ellos manifiestamente aterrorizados. Falcón amenazó con el puño a uno que quiso remolonear un poco. El último esclavo era un tal Cwern, un celta alto de pelo negro con la cara marcada por una cicatriz que maldecía a los otros por su cobardía. Al ser britanos como él, consideraba que debían dar una mejor imagen de sí mismos, y así lo expresó en una rudimentaria lengua nórdica. Aunque se trataba de una estratagema destinada a impresionar a Falcón, este le golpeó de todas formas el hombro, elogiándolo.
—Montad de una vez y empezad a comportaros como este —gritó a los demás, señalando a Cwern—. Cuanto antes comencemos a trabajar, antes habremos acabado. ¡Son los esclavos leales como él los que ganan primero su libertad!
Falcón partió en cabeza, con la lanza apoyada en un muslo y un escudo colgado de la silla, seguido de Thorleif. Los esclavos conducían una reata de tres caballos cada uno. El
gothi
salió de la sala para despedirlos con la mano, y Falcón inclinó la cabeza.
—Tres viajes —murmuró a Thorleif mientras se alejaban—. Snorri quedará en deuda conmigo por esta. Por lo menos espero tener un pellejo entero de cerveza delante de mi sitio en la mesa durante un mes.
—Él tiene una noción de las deudas diferente de la de la mayoría de la gente —comentó Thorleif.
Falcón lo miró, pero no dijo nada. Sabía que a Thorleif no le faltaba razón.
Bajaron por la pendiente, por el ancho camino que luego se bifurcó en dos senderos. Uno continuaba por el oeste hacia el elevado terreno que rodeaba la parte sur del fiordo y otro, más estrecho, conducía al bosque de Crowness.
Oyendo un ruido de cascos, Falcón y Thorleif se volvieron con presteza, empuñando las lanzas. Uno de los esclavos salió disparado, soltando la reata de los caballos, y se fue corriendo por el camino del oeste pese a los gritos de Falcón. No se trataba, sin embargo, de un ataque. Oreakja y Kjartan salieron de detrás de las rocas de un barranco, sonriendo.
Ambos llevaban lanza y escudo, y Oreakja iba tocado con un yelmo de hierro. Falcón lanzó una maldición y luego una ronca carcajada.
—Eh, cachorrillos, volved ahora mismo a Helgafell —les ordenó—. ¿Me habéis oído?
Los muchachos se acercaron a él sin dejar de sonreír y empujaron a Falcón por ambos costados.
—Vamos a ir contigo, Falcón —declaró Oreakja—. Te guardaremos la espalda y nadie nos importunará.
—Tu padre sí te importunará, chico. Te va a zurrar la badana cuando vea que te has llevado su yelmo. Vete, te lo digo en serio. ¡A ti, y también a ti!
Los muchachos no se movieron. Oreakja apretaba con obstinación la mandíbula. Falcón lo miró con enojo. Luego, cuando tomó la palabra, en su voz no había enfado, solo gravedad.
—Chico, tú y tu amigo tenéis arrestos, lo reconozco y estoy orgulloso de vosotros. —Oreakja sonrió, ufano, y Falcón sacudió la cabeza—. Esto no es un juego. Una cosa es matar un oso entre siete hombres y otra luchar contra hombres. —Los miró a ambos a los ojos—. Los dos podríais morir hoy.
Kjartan tragó saliva, percibiendo por primera vez el cielo gris y la tenebrosa expresión de Falcón. Se había dejado arrastrar por la fanfarronería de Oreakja, pero ahora incluso este perdió ardor al oír aquella advertencia. Los esclavos temblaron, mirando en torno a sí.
—Oreakja… —quiso intervenir Kjartan.
—Cállate. —El muchacho miró fijamente a Falcón—. Vamos a ir —afirmó sin rastro de sonrisa.
Falcón asintió con una mueca.
—Tu padre me va a decir unas cuantas palabras esta noche.
—Regresa, Oreakja —dijo Thorleif con el corazón encogido—. Falcón tiene razón. Vosotros no debéis estar aquí.