Read Los clanes de la tierra helada Online
Authors: Jeff Janoda
Thorleif guardó silencio. Mientras hablaba, Thorbrand se había vuelto hacia el estante que tenía al lado y había cogido una gran vasija de miel que tenía la tapa sellada con cera. Después de romper el precinto, sacó la tapa de madera y tomó un saquito que había en otro anaquel. Vertió un polvo pardo en la miel y luego se puso a removerla con un palo largo.
—Ninguno de vosotros podrá permanecer a solas, en ningún sitio, ni siquiera fuera en las letrinas. Tendréis que ir a hacer las necesidades juntos. Os acecharán en cualquier camino o sendero. Mientras trabajáis, tendréis que mirar siempre por encima del hombro.
—Ya era así antes.
—No, hijo, no lo era. No del todo. Además, las ovejas que tenemos dispersas arriba en los pastos quedarán a su merced. No podemos mandar uno o dos esclavos a vigilarlas, ni siquiera a Freystein. Un hombre solo por allá fuera está sentenciado a muerte. Debéis ir todos. Y mientras estéis allí, ¿quién va a estar aquí, para cuidar de la propiedad? ¿Y la seguridad de los hijos y las esposas de tus hermanos? Eso es un enfrentamiento abierto. Así es la vida en esta situación. Por eso los hombres sabios como el
gothi
Snorri prefieren evitarla hasta el último aliento, si pueden. —Posó la mano en el hombro de Thorleif—. El
gothi
Snorri no te apoyará hasta que no vea otra manera de derrotar a Arnkel más que con la espada. No es cobardía, hijo. Es astucia, sensatez y sabiduría. —Miró a Thorleif—. Ahora deberás hacer las paces con Arnkel y darle regalos para comprar la paz. —Volvió a tapar la vasija de miel y la tendió a Thorleif—. He oído que la esposa del
gothi
Arnkel vuelve a esperar un hijo.
Thorleif cogió la vasija y la arrojó con un súbito arrebato de ira. El recipiente se hizo añicos contra el anaquel de detrás de la mesa de piedra. Thorbrand lo miró con enojo.
—Estoy harto de tus intrigas, viejo, y de tus venenos y tus temores —espetó con la mandíbula comprimida—. Ojalá no me hubieras hablado nunca de tus élficos secretos. No quiero tener que ver nada más con ellos. —Agarró con fuerza la camisa de Thorbrand y lo sacudió—. ¿Sabes lo que le hicimos a Auln? ¿A Ulfar? ¿A Hildi, la mujer de Arnkel? No voy a matar a más niños.
—Es preciso, hijo —aseguró Thorbrand con aplomo, pese al dolor que le oprimía el pecho bajo la presión de los puños de Thorleif. Tenía los ojos cerca de él, y también la boca, que olía a putrefacta humedad—. Yo procuré preservar las tierras de Ulfar para nuestra familia. Impedí que nuestro peor enemigo tuviera un heredero. Un día, Arnkel fallecerá y con él se acabará su linaje.
—¿Lo saben también mis hermanos? ¿Se lo has dicho a alguno? —Volvió a zarandear a Thorbrand—. ¿Thorfinn? ¿Se lo has contado?
—No. Solo a ti, mi primogénito. Mi heredero.
Thorleif soltó las manos.
—No se lo digas a nadie, o si no, te mataré yo mismo.
Apartó la cortina y se marchó, iracundo y asqueado. Pasó de largo junto a su madre, que lo observó con expresión preocupada.
Una vez en la sala, pidió excusas a Falcón y se llevó a Illugi cogido del brazo. Afuera reunió a Freystein y a Thorodd para decirles algo.
—Nadie debe hablarle a nuestro padre de Auln y de su hijo, nunca.
Se lo hizo jurar por Thor.
De la muerte y apariciones de Thorolf
el Cojo
El
gothi
Arnkel trabajaba en su campo.
La escarcha hacía aflorar cada invierno rocas del suelo, presentando su cosecha del mundo subterráneo, que luego había que arrancar e incorporar a la cerca.
Puso dos esclavos a cavar en torno a la base de la roca de mayor volumen, un enorme canto rodado que no alcanzaba a rodear con los brazos. Hacía años que iba surgiendo poco a poco de la tierra. Cuando tuvieron las piernas hundidas hasta las rodillas a su alrededor y la curva inferior de la roca quedó al descubierto, usó la barra de hierro y una gran viga de roble para hacer palanca y otra roca como punto de apoyo. Después empujó para desgajarla de la tierra, tensando cada músculo del cuerpo. Aquella era la clase de trabajo que le gustaba, idóneo para estimular el vigor del cuerpo.
Tenía la mirada pendiente de la cima de la loma que daba a Hvammr. El mensajero llegaría por allí. Estaba seguro. El Cojo no podía haber pasado de aquella noche. Lo sentía en el alma.
El viejo canalla había acudido a verlo el día anterior, casi a la misma hora en que los niños le hablaron de la extraña barca que había pasado flotando cerca, la misma hora en que sus hombres echaron a uno de los hijos de Thorbrand de Ulfarsfell.
El Cojo traía descolgado el lado izquierdo de la cara, con el párpado casi bajado y la comisura de los labios inmovilizada. También tenía el brazo izquierdo inerte, como si la mitad de su alma se hubiera esfumado ya, dejándole putrefacto ese costado del cuerpo.
Se había plantado delante del sitial de Arnkel, apoyado en el hombro de su esclavo. Thorgils, Hafildi y Gizur se habían situado cerca, con las lanzas a punto, pero pronto había quedado manifiesto que el Cojo había perdido todo su vigor, de modo que las bajaron, limitándose a apoyarse en ellas. Al lado del sitial, con la mano levemente apoyada en el antebrazo de su hijo, la espalda erguida y altivo ademán, Gudrid observaba con desdeñoso odio a su anterior marido, deleitándose con su debilidad.
—He venido a ti, hijo mío, para intentar que cesen los malos sentimientos entre nosotros —había anunciado entrecortadamente el Cojo, dejando manar un hilo de saliva por el lado paralizado de la boca—. Tu reciedumbre y mis buenos consejos juntos harían de nosotros hombres fuertes en este lugar.
Arnkel permaneció callado observando a su padre, con las manos pegadas a los macizos brazos de su asiento. El Cojo le había dedicado una ojeada, levantando la cabeza desde su encorvada postura.
—Como inicio de nuestra nueva amistad —había proseguido con desesperación el Cojo—, yo digo que los dos, padre e hijo, deberíamos reclamar la restitución del bosque de Crowness por parte del
gothi
Snorri, que no hace sino arruinarlo día a día. Él afirma que yo se lo di, ¡y en eso miente!
Arnkel adelantó entonces el torso, torciendo el gesto.
—Le diste ese bosque a Snorri para hacerme daño a mí, Thorolf —señaló con la mandíbula crispada—. No voy a ayudarte a difamarlo, ni a darte gusto promoviendo conflictos entre dos hombres de influencia, por más que él no tenga ningún derecho sobre ese bosque.
Siguió una pausa de silencio en la que solo se oyó la jadeante respiración de Thorolf.
—Es tu falta de corazón la que te hace decir eso y no llamarme ni siquiera «padre» mientras me echas a los perros.
—Tú eres el perro —intervino entonces Gudrid, airada—, tal como lo fuiste siempre, Thorolf.
La rabia de antaño relumbró en el ojo sano del Cojo.
—Cuidado con esa lengua, vieja bruja, o te romperé los dientes como ya hice otra vez.
Thorgils, Gizur y Hafildi cambiaron una mirada, advirtiendo la frialdad con que reaccionaba el
gothi
. Con un gesto, los mandó abandonar la sala, y también al esclavo de Thorolf, obligando a este a mantenerse trabajosamente de pie.
La puerta se cerró tras ellos. Solo quedaron el
gothi
, Thorolf y Gudrid.
Arnkel permaneció sentado un momento, quieto como una piedra. Después se levantó de un salto y se precipitó sobre Thorolf como un león sobre una presa. Sorprendido, el anciano cayó de espaldas. Al aterrizar sobre él, Arnkel le clavó una rodilla en el vientre y después retrocedió y le descargó un puñetazo tras otro en la cara.
Hubo un centelleo de metal. Arnkel acercó el cuchillo a la garganta de Thorolf y apretó, haciendo brotar una gota de sangre al hincar la punta. Thorolf lo miraba, indefenso y sin resuello. La sangre manaba en gran abundancia de la boca y la nariz a consecuencia de los golpes recibidos y los brazos los tenía inmovilizados bajo las rodillas del
gothi
. Petrificado desde el instante en que sintió el contacto del duro metal en el cuello, gemía por el dolor de la presión en los brazos.
—Matarías a tu propio padre —murmuró entre la sangre de la boca.
Arnkel había pegado la cara a la de Thorolf, expulsando su cálido aliento sobre ella, con ambas manos crispadas en torno al mango del cuchillo.
—Esta hoja ya estuvo antes así de cerca de tu garganta, Cojo, mientras roncabas borracho en la cama de mi madre y mi verdadero padre aguardaba para ser enterrado en el suelo —dijo con un áspero susurro, desencajado de rabia. Thorolf miró el mango de marfil de morsa del cuchillo que esgrimía Arnkel, el mismo que le había regalado Einar—. No era yo quien lo empuñaba, sino mi madre. Yo te mantuve vivo y contuve su mano porque te necesitaba. Pero ahora ya no te necesito más. Para mí no eres nada.
Apartó la punta de la hoja de la garganta y a continuación le asestó un tajo en la cara que surcó la mejilla, el globo del ojo y la ceja. Thorolf emitió un grito ahogado.
—Muere, viejo. Vete a casa y muérete. Es lo único que podrías hacer por mí como padre.
El
gothi
se irguió. Tras envainar el cuchillo, observó como el Cojo rodaba despacio para colocarse de costado y luego a cuatro patas. Al final logró ponerse en pie y se alejó tambaleante, cubriéndose con la mano sana la sanguinolenta herida que le recorría la cara.
No se volvió a mirar atrás ni una sola vez.
Al volverse, el
gothi
encontró a su madre a su lado. Se abrazaron y ella posó la cara en su hombro.
—¿Crees que ahora está en paz? —le preguntó Arnkel con voz trémula—. ¿Está en paz mi abuelo?
Luego se apartó y se puso a vomitar en el suelo, agarrado a una de las vigas. Gudrid lo miraba, consciente de que no era una muestra de debilidad, sino la consecuencia del esfuerzo que había tenido que realizar para no matar al Cojo cuando lo tuvo al alcance de su cuchillo. Aquello habría sido una locura, un lujo que después habría lamentado. El hombre que daba muerte a su propio padre se convertía en un paria sin autoridad sobre nadie. La herencia acarrearía complicaciones legales que podrían prolongarse durante generaciones.
Otro esfuerzo de presión acabó desencajando la roca. Arnkel sintió como esta se desprendía de la succión del suelo, con las piernas, brazos y espalda en tensión. Del lado de la casa sonó un grito y luego Hafildi señaló hacia la loma.
Un jinete bajaba por la cuesta. Era el Calvo, el esclavo de Thorolf. El hombre refrenó el caballo al llegar a Bolstathr, desperdigando un rebaño de ovejas a su paso. Al ver que Hafildi señalaba en dirección al campo, donde se encontraba Arnkel, se encaminó a él entre el rocoso terreno.
—Thorolf ha muerto —se apresuró a anunciar.
Arnkel asintió, percatándose de su expresión de terror.
—¿Qué ocurre?
—Gothi
. Tu padre. Tienes que verlo. Su cara… —El esclavo no alcanzó a decir nada más.
Arnkel llamó para que le llevaran agua y se lavó encima de las losas contiguas a la puerta. Hildi salió para trenzarle el cabello y la barba y Gudrid le preparó su elegante camisa de lana, la teñida de verde, y sus calzones nuevos de cuero. Mientras se cambiaba, mandó a Thorgils con dos esclavos para que engancharan una yunta de dos bueyes a un trineo. Obedeciendo órdenes suyas, los hombres lo cargaron con un retal de tepe recién cortado.
Él mismo condujo los bueyes adelantándose a los demás. Sentado en el trineo con las riendas tensas, dejaba en el pasto una estela de tierra desnuda y tepe machacado. En la otra ladera, más empinada, estuvo casi a punto de perder los animales cuando el cargado trineo comenzó a deslizarse descontrolado en la resbaladiza hierba. Un providencial saliente de aceradas formaciones basálticas aminoró su velocidad antes de que se precipitara contra los bueyes. Después de eso, indicó a Thorgils y Hafildi que ataran con una cuerda sus caballos a la parte posterior del trineo y se mantuvieran atentos para disminuir la tensión en caso de que volviera a acelerarse. De este modo, no sin dificultad, llegaron a Hvammr.
Helga permanecía sentada fuera. Estaba borracha, tan borracha como no habían visto nunca a una mujer. Los miró acercarse, aturdida, y se levantó trastabillando, con el pellejo de hidromiel colgando de una mano.
—No puedo seguir viviendo aquí —dijo agarrando la manga de Arnkel—. Hay un diablo que ronda y que se me va a llevar.
Arnkel guardó silencio, observando la casa.
Thorgils la apartó sin violencia y la mandó a Bolstathr con uno de los esclavos, asegurándole que recogería sus cosas y se las llevaría más tarde. La mujer apenas lo oía.
—Quema este sitio,
gothi
—gritó mientras se alejaba—. Quémalo. Él va a volver. Los elfos lo van a seguir, como siempre hacen con los muertos enfurecidos, y ocurrirán cosas.
Cuando ya había recorrido la mitad de la cuesta, apoyada en el brazo del esclavo, Hafildi miró a Arnkel.
—Quizá ve algo.
—No pienso quemar mi propiedad por los desvaríos de una vieja borracha —replicó con frialdad.
A su alrededor, no obstante, todos los hombres aferraban las lanzas con nerviosismo y temor. Tres de ellos eran campesinos que habían ido a verlo para resolver una disputa y se habían visto obligados a asumir aquella ingrata labor, sin sospechar que tendrían que acarrear un muerto.
El
gothi
ató los bueyes con torzales de cuerda y entró por la puerta. Por el orificio de la sala no salía humo. El fuego se había apagado.
—Anoche, al volver, se sentó en su sitial,
gothi
—le explicó el Calvo, el esclavo, al oído—. No se volvió a levantar ni una sola vez en toda la noche. Poco antes del amanecer supe que todavía vivía, porque lo oí murmurar algo, pero cuando se ha hecho de día ya no lo he vuelto a oír más. Lo he encontrado así. —Agachó con nerviosismo la cabeza—. No le dejes que te mire,
gothi
. Tiene los ojos abiertos y no tienen sino furia.
Arnkel dio un paso hacia el interior de la sala.
El solitario pilar de luz proveniente del orificio de salida del humo arrojaba una intensa luz sobre el hogar, inundando con la débil luz plateada de la mañana el resto de la estancia.
Thorolf estaba sentado en su sitial, con los hombros caídos, la cabeza apoyada en el poste y los ojos y la boca abiertos. El fino hilillo de sangre que le manaba de la boca y la nariz se detenía en la barba, que ya había quedado tiesa con la que se había coagulado. Al comprobar que tenía la vista encarada a la otra pared y no a la puerta, Arnkel exhaló un quedo suspiro de alivio.