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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Líbranos del bien (14 page)

BOOK: Líbranos del bien
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—¿Que te apasiona? —preguntó Brunetti señalando los papeles como si fueran el instrumento de la conversión de Vianello.

—Verás —matizó Vianello, advirtiendo la sorna de su superior—: me gusta porque no tienes que seguir a nadie por la calle, ni pasarte horas en la puerta de su casa, aguantando la lluvia, esperando a que salga para volver a pegarte a sus talones. Ante el silencio de Brunetti, el inspector prosiguió—: Antes me aburría estar horas repasando declaraciones de impuestos y memorias financieras, comprobando cargos a tarjetas de crédito y datos bancarios.

Brunetti estuvo a punto de observar que, dado que la mayoría de tales actividades eran ilegales, a menos que se dispusiera de una orden judicial, quizá era preferible que un policía las encontrara aburridas.

—¿Y ahora? —preguntó Brunetti suavemente.

Vianello sonrió y se encogió de hombros al mismo tiempo.

—Ahora me parece que le voy encontrando el gusto. —No necesitó que Brunetti le animara, para continuar—: Debe de ser la emoción de la cacería. Encuentras una señal de lo que pueden estar tramando: cifras que no casan, que son muy altas o muy bajas, y empiezas a seguir el rastro por otras anotaciones, o encuentras sus nombres en sitios inesperados, donde no deberían estar. Y van apareciendo cifras cada vez más extrañas, y entonces ves qué es lo que pretenden y cómo puedes seguirles la pista. —Sin darse cuenta, Vianello había ido subiendo el tono de voz y hablando con más vehemencia—. Y, sin moverte de la mesa, has descubierto todo lo que hacen, porque has visto su modo de operar y puedes adelantarte a sus manejos. —Vianello calló un momento y sonrió—. Supongo que esto es lo que debe de sentir la araña. Las moscas no saben que la tela está ahí, no pueden verla ni adivinar su presencia, y siguen zumbando y haciendo de moscas, y tú estás allí sentado, esperando a que caigan.

—¿Y entonces te las zampas? —preguntó Brunetti.

—Es una manera de expresarlo, supongo —respondió Vianello, visiblemente satisfecho de sí mismo y de su metáfora.

—¿Y… más concretamente? —dijo Brunetti mirando en dirección a los papeles—. ¿Por lo que se refiere a tus médicos y a sus serviciales farmacéuticos?

Vianello asintió.

—He echado un vistazo a las cuentas bancarias de los médicos que mi…, hum, mi contacto mencionó. Durante los seis últimos años. —Aun ante la patente ilegalidad del casual «echado un vistazo» de Vianello, Brunetti permaneció impávido como una esfinge—. Viven bien, desde luego, son especialistas, y cobran en efectivo buena parte de sus ingresos. ¿Ha existido alguna vez un especialista que te extendiera un recibo por una visita particular? Hace cuatro años, uno abrió una cuenta en Liechtenstein.

—¿Fue entonces cuando se empezó a hinchar el número de las visitas?

—No estoy seguro, pero mi contacto me dijo que hace años que funciona la cosa.

—¿Y los farmacéuticos?

—Eso es lo curioso —dijo Vianello—. En Venecia, sólo hay cinco farmacéuticos autorizados a programar las visitas a los especialistas: creo que la capacidad del ordenador influye en la autorización. He empezado a mirar sus archivos. —Nuevamente, Brunetti se hizo el sordo—. Durante este período, ninguno ha aumentado su promedio de ahorro ni sus compras con tarjeta —reconoció el inspector Vianello con gesto de decepción. Y, como para darse ánimo, añadió—: Pero esto no supone necesariamente que tengamos que descartarlos.

—¿A cuántos has examinado?

—A dos.

—Hmm. ¿Cuánto tiempo te llevará comprobar a los otros?

—Un par de días.

—¿Y no hay dudas acerca de esas falsas visitas?

—Ninguna. Sólo que, de momento, no sé cuáles son las farmacias implicadas.

Brunetti hizo un breve repaso de las posibilidades.

—Sexo, droga y juego: éstos acostumbran a ser los motivos por los que la gente se arriesga a cometer un fraude para hacer dinero.

—Pues si ésos han de ser los únicos motivos, los que ya he investigado quedan fuera de sospecha —dijo Vianello sin convicción.

—¿Por qué?

—Porque el uno tiene setenta y seis años y el otro vive con su madre.

Brunetti, que opinaba que tales circunstancias no impedían necesariamente que un individuo tuviera adicción al sexo, la droga o el juego, preguntó:

—¿Quiénes son?

—El viejo se llama Gabetti. Padece del corazón y se presenta en la farmacia sólo dos veces a la semana. No tiene hijos, sólo un sobrino que vive en Turín y que lo heredará todo.

—¿Así pues, descartado? —preguntó Brunetti.

—Algunos lo descartarían, pero yo no —dijo Vianello con súbito énfasis—. Es el clásico avaro. Heredó la farmacia de su padre hace más de cuarenta años y desde entonces no se ha gastado ni un céntimo en mantenimiento. Me han dicho que, si te asomas a la trastienda, tienes la impresión de estar en Albania o algún sitio por el estilo. Y, del váter, vale más no hablar. Es soltero y siempre ha vivido solo. No tiene otra afición que la de hacer dinero, invertirlo y verlo crecer. Es el único aliciente de su vida.

—¿Y tú piensas que él haría algo así? —preguntó Brunetti sin disimular su escepticismo.

—La mayoría de las visitas programadas para los tres médicos lo han sido por Gabetti.

—Ya —dijo Brunetti, asimilando la información—. ¿Y qué hay del otro?

Vianello cambió de expresión e, involuntariamente, movió la cabeza de arriba abajo, como asintiendo a la teoría de Brunetti.

—Éste es muy religioso, aún vive con su madre, a la que adora. No da pie a las habladurías, y desde luego, nada hace pensar que tenga especial interés por el dinero. No he encontrado nada en sus cuentas bancarias.

—Pues siempre suele haber algo, especialmente, si son religiosos —dijo Brunetti: si Vianello podía sospechar del avaro, él tenía derecho a recelar del religioso—. Si no le interesa ni el sexo ni las drogas, ¿entonces, qué?

—Lo que te he dicho, la Iglesia —dijo Vianello, divertido por la sorpresa de Brunetti—. Es de una de esas agrupaciones religiosas: oración dos veces a la semana, nada de alcohol, ni siquiera vino con las comidas, nada de… nada de nada, al parecer.

—¿Cómo te has enterado de todas esas cosas? —preguntó Brunetti.

—He preguntado a varias personas —respondió Vianello oblicuamente—. Pero créeme, este tipo no esconde nada. Vive para su madre y para la Iglesia. —Hizo una pausa—. Y, por lo que me han dicho, para ufanarse de la virtuosa vida que lleva y lamentar que otras personas no sigan su ejemplo. Aunque, probablemente, él querría ser el que definiera lo que es la virtud.

—¿Por qué lo dices?

—Porque en su farmacia no se venden condones.

—¿Qué?

—No puede negarse a despachar recetas de anticonceptivos y de píldoras del día después, pero tiene derecho a no vender gomas si no quiere.

—¿Eso, en el tercer milenio? —preguntó Brunetti, escondiendo la cara entre las manos.

—Como te he dicho, él define lo que es la virtud.

Brunetti apartó las manos.

—¿Y los otros, los que todavía no has investigado?

—A uno lo conozco. Andrea, en San Bortolo, y él no haría eso.

—¿Vas a investigarlos a todos? —preguntó Brunetti.

—Por supuesto —respondió Vianello, como si la duda le ofendiera.

Cambiando de tema, Brunetti preguntó:

—¿Cómo has descubierto que las visitas falsas las programaban esas farmacias?

Vianello no trató de disimular el orgullo que sentía al poder dar la explicación.

—Los archivos del hospital pueden clasificar las visitas por fechas, por pacientes, por médicos o por los que las programan. Nosotros nos limitamos a tomar del año pasado todas las visitas a especialistas —explicó, sin molestarse en puntualizar quiénes eran «nosotros» ni cómo habían conseguido los archivos—, las ordenamos según las farmacias que las habían programado y luego hicimos una lista de las visitas programadas a través de esas farmacias concretas y, a continuación, una lista de las visitas programadas en las dos últimas semanas y llamamos a todos los pacientes diciendo que estábamos haciendo una encuesta sobre el grado de satisfacción de los usuarios de las prestaciones de la sanidad pública. —Se quedó esperando la reacción de asombro que tendría Brunetti al oír esto y, en vista de que su superior no decía nada, prosiguió—: La mayoría habían sido visitados realmente por el especialista para el que tenían visita programada, pero nueve dijeron no saber nada de tal visita, a lo que nosotros respondimos que debía de haberse producido un error informático, e incluso fingimos hacer una comprobación y luego reconocimos humildemente el error y pedimos disculpas por la molestia. —Vianello sonrió—: Todas las visitas habían sido programadas por Gabetti.

—¿No temíais que alguno de ellos pudiera hablar al farmacéutico de vuestra llamada? —preguntó Brunetti.

Vianello descartó la sugerencia con un ademán.

—Ahí está la gracia —dijo, no sin admiración—. Ninguna de esas personas tenía ni remota idea de la clase de confusión que podía haberse producido, y estoy seguro de que, cuando dijimos que había un error en el sistema informático, todos se lo creyeron.

Brunetti pasó revista a las posibilidades y preguntó:

—¿Y si uno de ellos se ponía enfermo, tenían que programar una visita de verdad y el ordenador indicaba que el paciente ya había sido visitado?

—En ese caso supongo que el paciente haría lo que cualquiera de nosotros en su lugar: insistir en que no había sido visitado y echar la culpa al ordenador. Y como la persona con la que estaría tratando sería un funcionario de la sanidad pública, es de suponer que se lo creería.

—¿Y se programaría la visita?

—Con toda seguridad —dijo Vianello con desenfado—. Además, la posibilidad de que se levantaran sospechas es prácticamente nula.

—¿Y si, a pesar de todo, alguien sospechaba? Al fin y al cabo, son fondos públicos los que se están malversando, ¿no?

—Me temo que sí —dijo Vianello—. Sería otro caso de error administrativo.

Los dos hombres callaron un momento, y Brunetti preguntó:

—Pero aún no habéis encontrado a ningún farmacéutico con el dinero, ¿verdad?

—El dinero tiene que estar ahí —insistió Vianello—. Mañana nos pondremos a buscar mejor.

—Da la impresión de que nada podría disuadirte —dijo Brunetti no sin aspereza.

—Quizá —respondió Vianello rápidamente, casi a la defensiva—. Pero la idea es muy buena para que a nadie se le haya ocurrido ponerla en práctica. La sanidad pública puede ser un chollo.

—¿Y si te equivocas? —preguntó Brunetti con cierta impaciencia.

—Pues me habré equivocado. Pero habré aprendido un montón de maneras de buscar datos con el ordenador —dijo Vianello, y en el despacho se restableció la buena armonía.

Capítulo 14

Brunetti bajó la escalera con Vianello y continuó hacia el despacho de la
signorina
Elettra, a la que encontró hablando por teléfono. Ella le hizo una seña para que entrara y aguardara y siguió dando una serie de monosílabas respuestas al torrente de verborrea que llegaba del otro extremo de la línea.

—Sí. No. Claro. Sí. Sí —decía con largos intervalos, durante algunos de los cuales tomaba notas—. Comprendo. El
signor
Brunini tiene mucho interés en hablar con el doctor y, sí, él y su pareja, como pacientes particulares.

Siguió un silencio que pareció aún más largo, ahora que Brunetti había oído el nombre y se preguntaba qué estaría tramando aquella mujer.

—Sí, lo comprendo, desde luego. Sí, esperaré. —Apartó el teléfono, se frotó el oído y volvió a acercárselo al oír una voz femenina—. Ah, ¿sí? ¿Tan pronto? Ah,
signora,
es usted muy amable. El
signor
Brunini estará encantado. Sí, lo he anotado. El viernes, a las tres y media. Ahora mismo lo llamo. Y muchas gracias.

La
signorina
Elettra colgó el teléfono, miró a Brunetti y escribió unas palabras en el papel que tenía delante.

—¿Me atrevo a preguntar? —dijo Brunetti.

—Clínica Villa Colonna. En Verona —dijo ella—. Es a donde ellos fueron.

Aunque la información era un tanto telegráfica, Brunetti no tuvo dificultad para entenderla.

—¿Y eso la indujo a…? —empezó Brunetti, y entonces descubrió que le faltaba el verbo apropiado—. ¿A especular? —concluyó.

—Sí; puede decirlo así —respondió ella, complacida por la elección—. Especular sobre muchas cosas. Pero, sobre todo, sobre la coincidencia de que varias de las personas examinadas en esta clínica fueron puestas en contacto con la persona o personas que tenían un niño que vender. —Uno no podía menos que admirar su concisión.

—¿Usted apostaría por esa clínica?

Ella elevó el arco de una ceja apenas un milímetro, pero el movimiento sugería un sinfín de posibilidades.

Brunetti se aventuró entonces por un terreno aún más frágil.

—¿Signor
Brunini? —preguntó.

—Ah, sí —dijo ella—. El
signor
Brunini. —Brunetti esperó hasta que ella prosiguió—: He pensado que sería interesante obsequiar a la clínica con otra pareja que esté ansiosa por tener un niño y sea lo bastante rica como para pagar lo que le pidan.

—¿Signor
Brunini? —repitió él, recordando que en las películas policiacas siempre se aconseja a los que adoptan una personalidad falsa elegir un nombre que sea parecido al propio, porque ello les permitirá responder a él automáticamente.

—Eso es.

—¿Y la
signora
Brunini? ¿Ha pensado en alguien para el papel?

—Creo que a usted debería acompañarle una persona que estuviera familiarizada con la investigación, ya que así habría allí dos personas capaces de formarse una opinión del lugar.

—¿Acompañarme
a mí
? —preguntó Brunetti, con un énfasis innecesario.

—El viernes a las tres y media —dijo ella—. Hay un Eurocity a Munich que sale a la una y veintinueve, y llega a Verona a las tres de la tarde.

—¿Y la persona que me acompañará será la
signora
Brunini?

Ella consideró un momento la pregunta, aunque Brunetti la conocía lo suficiente como para saber que ella ya tenía la respuesta preparada.

—Me ha parecido que quizá el deseo del
signor
Brunini de un hijo parecería más apremiante si ella fuera…, hmm, su compañera. Bastante más joven y ansiosa por tener un niño.

Brunetti hizo la primera objeción que se le ocurrió.

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