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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Líbranos del bien (11 page)

BOOK: Líbranos del bien
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La idea reverberaba en su cerebro. Conexiones. Concretamente, ¿cuál era la conexión existente entre la
questura
de Venecia y la comandancia de los
carabinieri
de Verona y cómo se había obtenido el permiso para irrumpir en el domicilio del
dottor
Pedrolli?

Si otro comisario había autorizado tal cosa, él se habría enterado, y nadie había mencionado semejante orden, ni antes de la incursión ni después. Brunetti consideró la posibilidad de que los
carabinieri
hubieran montado la operación sin comunicarla a la policía de Venecia y que el juez que la había autorizado les hubiera dicho que era admisible prescindir de tal comunicación. Pero enseguida desechó la idea: demasiados tiroteos —bien pregonados por los medios— se habían producido ya entre diferentes cuerpos de seguridad que operaban ignorando los respectivos planes, como para que un juez se arriesgara a dar lugar a otro de tales incidentes.

Por consiguiente, sólo quedaba la posibilidad más obvia: la incompetencia. Nada más fácil: un e-mail que se envía a una dirección equivocada, un fax que se traspapela, un mensaje telefónico que no se pasa. La explicación más sencilla suele ser la acertada. Aunque él sería de los últimos en negar que el engaño y la intriga desempeñaban también su papel en el normal funcionamiento de la
questura,
sabía que mucho más frecuente era la simple incompetencia. Se asombraba de sí mismo por encontrar reconfortante esta explicación.

Capítulo 11

Brunetti esperó hasta casi las dos a que la
signorina
Elettra le llevara la información que hubiera encontrado acerca de las personas arrestadas la noche anterior. En vista de que ella no aparecía, fue en su busca. A través de la puerta del despacho de Patta, se oía la voz del
vicequestore:
las largas pausas indicaban que estaba hablando por teléfono. La
signorina
Elettra había desaparecido, de lo que Brunetti dedujo que había decidido recuperar la libertad perdida por la mañana, y que volvería cuando lo creyera oportuno.

Era tarde para ir a casa a almorzar, y la mayoría de los restaurantes de los alrededores ya no servían, por lo que Brunetti pensó en ir al bar del puente a tomar un
panino,
y bajó a la sala de agentes, en busca de Vianello, con la intención de preguntarle si quería acompañarle. No estaban ni el inspector ni Pucetti, sólo Alvise, que saludó al comisario con su afable sonrisa.

—¿Ha visto al inspector Vianello, Alvise?

Brunetti observó cómo el agente procesaba la pregunta: el mecanismo mental de Alvise tenía un componente visual. Primero, consideraba la pregunta, luego consideraba quién la había hecho y, finalmente, consideraba qué consecuencias tendría la respuesta que él pudiera dar. Ahora paseó rápidamente la mirada por la sala, quizá para comprobar que seguía tan vacía como cuando había entrado Brunetti, o quizá para ver si se le había pasado por alto la presencia de Vianello, el cual podía estar debajo de alguna mesa. Al comprobar que allí no había nadie que pudiera ayudarle a responder, concluyó:

—No, señor.

El nerviosismo del agente dio la clave a Brunetti: Vianello había salido de la
questura
para un asunto particular y había dicho a Alvise adónde iba.

El bocado era muy apetitoso para que Brunetti lo dejara escapar:

—Iba a bajar a la esquina a tomar un
panino.
¿Me acompaña?

Alvise agarró un fajo de papeles de encima de su mesa y lo mostró a Brunetti:

—No, señor. He de leer todo esto. Pero se lo agradezco de todos modos. Es como si hubiera aceptado. —El agente clavó la mirada en la primera hoja y Brunetti salió de la sala, divertido pero sintiéndose también un poco degradado por la diversión.

Vianello estaba en el bar, leyendo el periódico en la barra, cuando llegó Brunetti. Delante tenía una copa de vino blanco a medio beber.

Primero comer, después hablar. Brunetti señaló unos cuantos
tramezzini,
pidió a Sergio una copa de Pinot Grigio y se quedó al lado de Vianello.

—¿Dice algo? —preguntó señalando el periódico.

Con la vista en los titulares, que voceaban las últimas luchas entre los distintos partidos políticos que repartían codazos a diestro y siniestro, en su afán por mantener el morro en el comedero, Vianello dijo:

—Verás, siempre pensé que no había ningún mal en comprar este diario mientras no lo leyera. Como si comprarlo fuera pecado venial y leerlo, mortal. —Miró a Brunetti y otra vez a los titulares—. Pero ahora me parece que es al contrario, que el pecado grave es comprarlo porque así los animas a seguir imprimiéndolo. Y leerlo es un simple pecado venial porque en realidad no te hace mella. —Vianello levantó la copa y bebió el resto del vino.

—Tendrás que hablarlo con Sergio —dijo Brunetti moviendo la cabeza de arriba abajo para dar las gracias al camarero que le ponía delante el plato de
tramezzini
y la copa de vino. Estaba más interesado en saciar el apetito que en oír despotricar de la prensa a Vianello.

—¿Hablarme de qué? —preguntó Sergio.

—De lo bueno que es el vino —dijo Vianello—. Tan bueno que voy a tomar otra copa.

Vianello apartó el periódico. Brunetti tomó uno de los
tramezzini
y le hincó el diente.

—Demasiada mayonesa —dijo. Terminó el sándwich y bebió media copa de vino.

—¿La esposa te ha dicho algo? —preguntó Vianello cuando Sergio le hubo servido el vino.

—Lo de siempre. Dejó todo el asunto de la adopción en manos del marido y no quiso enterarse de que era ilegal. —Las palabras de Brunetti eran neutras y escéptico el tono—. Las otras personas arrestadas eran parejas. Así que sospecho que no han atrapado al intermediario.

—¿Alguna posibilidad de que los
carabinieri
nos digan lo que averigüen en los interrogatorios? —preguntó Vianello.

—No han querido ni darme los nombres de los arrestados —respondió Brunetti—. He tenido que recurrir a Pelusso para conseguirlos.

—En general, suelen colaborar un poco más.

Brunetti no estaba convencido de ello. Con frecuencia, había encontrado a
carabinieri
que estaban dispuestos a cooperar, pero individualmente, casos aislados. El cuerpo en sí nunca le había parecido muy dispuesto a compartir información, o triunfos, con otras fuerzas del orden.

—¿Qué te ha parecido el Zorro? —preguntó Vianello.

—¿El Zorro? —preguntó Brunetti distraído, fija la atención en el segundo
tramezzino.

—El de las botas de cowboy.

—Ah. —Brunetti terminó el vino. Con una seña, pidió a Sergio otra copa y, mientras esperaba, esbozó su opinión del oficial—. Es muy joven para capitán, y no debe de tener mucha experiencia en el mando de esta clase de incursiones. Sus hombres se descontrolaron y va a tener problemas, de manera que está preocupado por su carrera. Al fin y al cabo, la víctima es un médico.

—Sí. Y la mujer es una Marcolini —agregó Vianello.

—Sí. La mujer es una Marcolini.

—En el Véneto esto podía contar bastante más que la profesión del marido.

—¿Qué opinas tú del capitán? —preguntó Vianello.

—Como te he dicho, es joven, aún es una incógnita.

—¿Y eso qué significa?

—Pues que puede resultar un buen oficial: ha estado un poco duro con su hombre, pero estaba con él en el hospital y le ha conseguido unos días de permiso —dijo Brunetti—. Quizá con el tiempo hasta deje de llevar las botas.

—¿O si no?

—Si no, puede convertirse en un bestia y complicar la vida a la gente. —Sergio puso la segunda copa de vino. Brunetti le dio las gracias y atacó el tercer
tramezzino:
atún y huevo—. ¿Y a ti qué te ha parecido?

—Creo que puede ser un buen tipo.

—¿Por qué?

—Porque ha ayudado a Sergio a subir el cierre y porque ha dicho «por favor» al negro.

Brunetti tomó un sorbo de vino y consideró la respuesta del inspector.

—Sí, es cierto. —También a Brunetti le parecían sintomáticos estos detalles—. Ojalá tengas razón.

Eran mucho más de las tres cuando volvieron a la
questura.
El resto del día no aportó novedades. La
signorina
Elettra ni volvió ni llamó para justificar su ausencia, por lo menos, a Brunetti; ninguno de los mandos de los
carabinieri
con los que se había puesto en contacto llamó para facilitar información. Brunetti volvió a pedir por Marvilli en el cuartel de Riva degli Schiavoni, pero tampoco estaba. No dio su nombre, ni se molestó en reiterar la petición de que se retirara al agente del hospital.

Poco antes de las cinco, Brunetti marcó el número de la planta de Neurología y preguntó por la
signorina
Sandra. Ella recordaba su nombre, y dijo que el
dottor
Pedrolli, que ella supiera, aún no hablaba, aunque parecía consciente de lo que sucedía a su alrededor. Sí, su esposa seguía con él en la habitación. Dijo Sandra que, instintivamente, ella había impedido que los
carabinieri
hablaran al
dottor
Pedrolli, pero uno de ellos estaba apostado en el pasillo, al parecer, para impedir que entrara en la habitación cualquiera que no fuera médico o enfermera.

Brunetti le dio las gracias y colgó. Bonita colaboración entre las fuerzas del orden. Viles rencillas, luchas intestinas… Comoquiera que lo llamara, Brunetti sabía lo que se avecinaba. Pero prefería no pensar en ello hasta el día siguiente.

Habitualmente, a Brunetti le disgustaba comer lo mismo en el almuerzo y en la cena, pero el atún de los filetes que Paola había cocinado a fuego lento en una salsa de alcaparras, aceitunas y tomate, no parecía proceder del mismo planeta que el de los
tramezzini
del almuerzo. El tacto y la prudencia le aconsejaron no hacer alusión a estos últimos, porque hay comparaciones que ofenden, aunque pretendan ser lisonjeras. Él y su hijo Raffi compartieron el último trozo del pescado, y Brunetti se aliñó su segunda ración de arroz con el resto de la salsa.

—¿Qué hay de postre? —preguntó Chiara a su madre, y Brunetti notó que aún le quedaba un hueco para algo dulce.

—Helado de higo —dijo Paola, lo que provocó en Brunetti una erupción de contento.

—¿Higo? —preguntó Raffi.

—De la heladería que está cerca de San Giacomo dell'Orio —explicó Paola.

—¿No es la que tiene cantidad de sabores raros? —preguntó Brunetti.

—Sí. Y el de higos es sensacional. El hombre me ha dicho que eran los últimos de la temporada.

En efecto, era sensacional y después de que, entre los cuatro, consiguieran despachar un kilo de helado, Brunetti y Paola se fueron a la sala con sendos vasitos de
grappa,
que era lo que el tío Ludovico siempre había recomendado para contrarrestar los efectos de una comida pesada.

Estaban sentados en el sofá, contemplando los tenues vestigios de luz que aún creían vislumbrar hacia el Oeste.

—Cuando atrasen la hora, antes de cenar ya será de noche —dijo Paola—. Es lo que más me disgusta del invierno, que oscurezca tan temprano.

—Pues es una suerte que no vivamos en Helsinki —dijo él tomando un sorbo de
grappa.

Paola se movió hasta encontrar una postura más cómoda y dijo:

—Me parece que podrías nombrar cualquier ciudad del mundo y yo estaría de acuerdo en que es una suerte no vivir allí.

—¿Roma? —propuso él, y ella asintió—. ¿París? —Ella asintió con más vehemencia—. ¿Los Ángeles? —aventuró.

—¿Has perdido el juicio?

—¿A qué viene este súbito amor a la patria? —preguntó él.

—A la patria no, a todo el país no, sólo a este trozo.

—¿Por qué así, de repente?

Ella terminó la
grappa
y ladeó el cuerpo, para dejar el vasito en la mesa.

—Porque esta mañana he ido paseando hasta San Basilio. Sin motivo, no porque tuviera algo que hacer allí. Como una turista, digamos. Era temprano, antes de las nueve y aún no había mucha gente. Entré en una
pasticceria
en la que nunca había estado y tomé un brioche que parecía hecho de aire y un
cappuccino
que sabía a gloria, y el camarero comentaba el tiempo con todo el que entraba, y la gente hablaba veneciano, y ha sido como si volviera a ser una niña y ésta fuera una ciudad provinciana, pequeña y tranquila.

—Lo sigue siendo —observó Brunetti.

—Sí, ya lo sé, pero yo me refiero a como era antes de que empezaran a venir millones de personas.

—¿Todas en busca de un brioche hecho de aire y un
cappuccino
que sabe a gloria?

—Exactamente, y de la
trattoria
baratita en la que sólo comen los del barrio.

Brunetti apuró la
grappa y
apoyó la cabeza en el respaldo del sofá, con el vasito en la mano.

—¿Conoces a Bianca Marcolini? Está casada con el pediatra Gustavo Pedrolli.

Ella lo miró un momento.

—De oídas. Trabaja en un banco. Hace obras sociales, me parece, ya sabes, Lions Club, Salvar Venecia y esas cosas. —Ella calló y a Brunetti casi le parecía oír pasar las páginas de su memoria—. Si es quien creo que es, mejor dicho, si son los Marcolini que yo imagino, mi padre los conoce.

—¿Personal o profesionalmente?

Ella sonrió.

—Sólo profesionalmente. Marcolini no es la clase de hombre al que mi padre trataría socialmente. —Al ver la expresión con que Brunetti recibía estas palabras, añadió—: Ya sé lo que piensas de las ideas políticas de mi padre, Guido, pero puedo asegurarte que las de Marcolini incluso a él le repelen.

—¿Por qué razón en concreto? —preguntó Brunetti, aunque no estaba sorprendido. El
conte
Orazio Falier era tan dado a despreciar a los políticos de la derecha como a los de la izquierda. Si en Italia hubiera existido un centro, sin duda también habría encontrado razones para despreciarlo.

—Hay quien ha oído a mi padre tachar sus ideas de fascistoides.

—¿En público?

La pregunta la hizo sonreír otra vez.

—¿Recuerdas alguna vez en la que mi padre haya hecho una observación política en público?

—Acepto la rectificación —admitió Brunetti, aunque le resultaba difícil imaginar que existiera una doctrina política que una persona como el conde pudiera tachar de fascistoide.

—¿Ya has terminado
Los embajadores
? —preguntó Brunetti, que lo consideró una forma cortés de inquirir si había empezado su búsqueda de información sobre esterilidad.

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