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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Líbranos del bien (5 page)

—¿Querría ser más explícito sobre eso,
dottore?
—preguntó Brunetti.

—¿Sobre qué?

—Sobre el modo de pensar y de reaccionar de su paciente.

Damasco miró fijamente a Brunetti, y era evidente que meditaba la respuesta con lucidez y seriedad.

—No creo poder decir sino que es un hombre rigurosamente honrado, comisario, cualidad que, por lo menos profesionalmente, le ha perjudicado más que favorecido —dijo, e hizo una pausa como para escuchar sus propias palabras. Luego agregó—: Es mi amigo, pero también es mi paciente, y mi responsabilidad es protegerlo lo mejor que pueda.

—¿Protegerlo de qué? —preguntó Brunetti optando por hacer caso omiso, por el momento, de las observaciones sobre las consecuencias de la honradez de Pedrolli.

La sonrisa de Damasco fue tan espontánea como benévola al decir:

—Si de otra cosa no, de la policía, comisario. —Dio media vuelta y se acercó al hombre que estaba en la cama. Volviéndose a mirar atrás, dijo—: Si no les importa, caballeros, ahora me gustaría quedarme a solas con mi paciente.

Capítulo 5

Al salir de la habitación, Brunetti y Vianello vieron a Marvilli apoyado en la pared, brazos y piernas cruzados, en la misma postura que tenía cuando Brunetti lo había visto por primera vez.

—¿Qué tenía que decirles el médico? —preguntó.

—Que su paciente no puede hablar, a consecuencia de un golpe que ha recibido en la cabeza —dijo Brunetti, optando por mencionar sólo una de las posibilidades apuntadas por el médico. Dio al capitán tiempo de meditar antes de preguntarle—: ¿Querrá usted decirme qué ocurrió?

Marvilli miró a uno y otro lado del corredor, como buscando oídos hostiles, pero no había nadie. Descruzó las piernas y los brazos, se subió la manga y miró el reloj.

—El bar aún estará cerrado, ¿verdad? —preguntó. De pronto, parecía más cansado que receloso—. La máquina no funciona, y de verdad que necesito un café.

—A veces, el bar de abajo abre temprano —dijo Vianello.

Moviendo la cabeza de arriba abajo en señal de agradecimiento, Marvilli empezó a andar, sin mirar si los policías le seguían, y se metió en Dermatología. Brunetti, sorprendido, tardó unos segundos en reaccionar y, cuando iba a llamarle, Vianello dijo, girando en sentido contrario:

—Vamos, ya encontrará el camino.

Abajo, al acercarse a la puerta abierta del bar, oyeron el áspero zumbido del molinillo de café y el siseo de la cafetera. Al verlos entrar, el camarero empezó a protestar, pero Brunetti se identificó y el hombre accedió a servirles. De pie frente al mostrador, los dos policías removían el azúcar mientras esperaban a Marvilli. Entraron dos auxiliares con bata azul que pidieron
caffè coretto,
uno con una buena dosis de
grappa
y el otro con Fernet-Branca. Lo bebieron de un trago y se fueron sin pagar. Brunetti observó que el camarero abría una libretita que tenía apoyada en la caja registradora, pasaba hojas rápidamente y hacía una anotación.

—Buenos días, comisario —dijo una voz femenina a su espalda y, al volverse, él vio a la
dottoressa
Cardinale.

—Ah,
dottoressa
—dijo haciéndole sitio en la barra—. ¿Me permite invitarla a un café? —preguntó en voz alta, para que le oyera el camarero.

—Y salvarme la vida —sonrió ella, dejando el maletín en el suelo—. La última hora es la peor. Generalmente, no llega nadie, y una empieza a pensar en el café. Algo así debe de sentir el que está extraviado en el desierto: no piensas más que en ese primer sorbo que te salvará la vida.

Llegó el café y ella se echó tres terrones. Al observar la expresión de los policías, dijo:

—Si viera hacer esto a un paciente, le reñiría. —Hizo girar el líquido en la taza varias veces, y Brunetti tuvo la impresión de que ella sabía cuántas vueltas tenía que darle hasta que estuviera lo bastante frío para poder beberlo.

La joven bebió el café de un trago, dejó la taza en el platillo, miró a Brunetti y dijo:

—Salvada. Vuelvo a ser una persona.

—¿Se atreve con otro? —preguntó Brunetti.

—No; cuando llegue a casa, quiero dormir. Pero gracias por el ofrecimiento.

Ella se agachó a recoger el maletín, y Brunetti preguntó:

—¿Era grave la lesión del agente,
dottoressa
?

—Tenía más lastimado el orgullo que la nariz. —Levantó el maletín y agregó—: Si el golpe hubiera sido fuerte, le habría fracturado el hueso o aplastado el cartílago por completo. Lo que tiene no es más grave que lo que se habría hecho al darse con una puerta. Y estando cerca.

—¿Y el
dottor
Pedrolli? —preguntó Brunetti.

Ella movió la cabeza negativamente.

—Como ya le he dicho, no sé mucho de neurología. Por eso llamé al
dottor
Damasco.

Por encima del hombro de ella, Brunetti vio a Marvilli. El capitán, sin disimular su irritación por haberse extraviado, se acercó a la barra y pidió un café.

La
dottoressa
Cardinale se pasó el maletín a la mano izquierda, estrechó la de Brunetti e, inclinándose hacia adelante, la de Vianello.

—Gracias otra vez por el café, comisario —dijo. Sonrió a Marvilli y le tendió la mano. Tras apenas un momento de vacilación, él se ablandó y se la estrechó.

La doctora salió al pasillo y se volvió. Esperó a que Marvilli la mirara, dijo con una sonrisa enorme:

—Unas botas formidables, capitán —y dando media vuelta, se fue.

Brunetti mantenía los ojos fijos en su café, lo apuró y dejó la taza en el platillo con suavidad. Al comprobar que eran los únicos clientes del bar, se volvió hacia Marvilli:

—¿Cree poder decirme algo más acerca de esa operación, capitán?

Marvilli tomó un sorbo de café y dejó la taza antes de responder:

—Como ya le he dicho, comisario, la investigación fue iniciada hace tiempo.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Brunetti.

—Ya se lo he dicho, casi dos años.

Vianello dejó la taza con un chasquido quizá demasiado sonoro y pidió al camarero otros tres cafés.

—Sí, capitán, eso ya me lo ha dicho —respondió Brunetti—. Pero lo que me interesa es qué dio lugar a la investigación, especialmente, a este episodio.

—No sabría decirle, comisario. Pero sí puedo decir que esta acción forma parte de una operación más amplia que anoche se desarrolló en distintas ciudades. —Apartó la taza y añadió—: No creo estar facultado para decir más.

Brunetti resistió el impulso de señalar que la «acción» había llevado a un hombre al hospital.

—Capitán —dijo con suavidad—, yo, por el contrario, sí creo estar facultado para arrestarlo, a usted o a aquel de sus hombres que haya golpeado al
dottor
Pedrolli, por agresión. —Brunetti sonrió—. No es que vaya a hacer tal cosa, desde luego, pero lo digo para demostrar que no debemos sentirnos obligados a hacer o dejar de hacer todo aquello para lo que creamos estar facultados. —Durante un momento lo tentó la idea de señalar que las botas del capitán justificarían que se le acusara de suplantación de personalidad de un oficial de caballería, pero pudo más la prudencia.

Brunetti rasgó una bolsita y vertió el azúcar en la taza. Mientras removía el café, con los ojos fijos en la cucharilla, prosiguió en tono coloquial:

—A falta de información acerca de esa operación de ustedes y, por consiguiente, ignorando si sus hombres tenían derecho a ejecutarla en esta ciudad, capitán, no tengo más opción que la de defender la seguridad de los ciudadanos de Venecia. Como es mi deber. —Levantó la mirada—. Por eso deseo más información.

Con gesto de cansancio, Marvilli alargó la mano hacia su segundo café al tiempo que apartaba la taza vacía y el platillo con tanta brusquedad que ambos fueron a parar directamente al fregadero con estrépito pero sin romperse.

—Perdón —dijo el capitán automáticamente. El camarero recuperó taza y plato.

Marvilli miró a Brunetti.

—¿No será un farol, comisario? —preguntó.

—Si ésa es su respuesta, capitán, sintiéndolo mucho voy a tener que cursar una protesta oficial por abuso de fuerza, y solicitar una investigación. —Dejó la taza—. A falta de una orden judicial que les autorizara a entrar en el domicilio del
dottor
Pedrolli, sus hombres han cometido allanamiento.

—Hay una orden —dijo Marvilli.

—¿Extendida por un juez de esta ciudad?

Después de una pausa, Marvilli dijo:

—No sé si el juez es de esta ciudad, comisario, pero sé que había una orden. No habríamos hecho eso sin una orden, ni aquí ni en las otras ciudades.

Brunetti tuvo que convenir en que esto era probable. Los tiempos en los que la policía podía irrumpir en cualquier sitio sin una orden no habían llegado todavía. Al fin y al cabo, esto no era Estados Unidos.

Con una voz en la que imprimió todo el cansancio del hombre que ha sido despertado varias horas antes de la habitual y al que todo lo ocurrido desde entonces ha hecho perder la paciencia, Brunetti dijo:

—Quizá valdría más, capitán, que los dos dejáramos de hacernos los duros, fuéramos hasta la
questura
dando un paseo y, por el camino, usted me explicara qué es lo que ocurre. —Sacó un billete de diez euros, lo dejó en el mostrador y se volvió hacia la puerta.

—El cambio,
signore
—gritó el barman.

Brunetti sonrió al hombre.

—Usted ha salvado la vida a la
dottoressa,
¿recuerda? Yo diría que eso no tiene precio.

El barman le dio las gracias riendo, y Brunetti y Vianello se alejaron por el pasillo en dirección al vestíbulo. Un pensativo Marvilli los siguió.

Al salir a la calle, Brunetti notó el primer calorcillo del día y observó que la acera estaba mojada. No recordaba si llovía cuando llegó al hospital, ni lo había observado mientras estaba dentro. Ahora no amenazaba lluvia, el aire estaba limpio y el otoño recién llegado regalaba a la ciudad uno de sus días cristalinos, quizá en compensación por haberle robado el verano. Brunetti estuvo tentado de bajar hasta el extremo del canal, para ver si se divisaban las montañas del otro lado de la laguna, pero comprendió que esto haría que Marvilli se impacientara, y desechó la idea. Por la tarde, la contaminación y la humedad habrían ocultado las montañas, pero quizá al día siguiente reaparecieran.

Al cruzar el
campo,
Brunetti observó que por fin le habían quitado a la estatua de Colleoni el andamio que la había cubierto durante años. Daba gusto volver a ver al viejo canalla. Cortó por delante de Rosa Salva, que aún no había abierto, y entró en la calle Bressana. En lo alto del puente, se paró a esperar a Vianello y Marvilli, pero Vianello optó por quedarse al pie de la escalera, para distanciarse. Brunetti dio media vuelta y apoyó la espalda en el pretil. Marvilli se quedó de pie a su lado mirando en sentido opuesto.

—Hace unos dos años —empezó el capitán—, se nos informó de que una inmigrante polaca, soltera, que estaba en el país legalmente, empleada en el servicio doméstico, iba a dar a luz en un hospital de Vicenza. A los pocos días, un matrimonio de Milán, de unos cuarenta años, salió del hospital con el niño y un certificado de nacimiento en el que constaba el nombre del hombre. Él declaró que la polaca era su amante y que el hijo era suyo, y la polaca confirmó su declaración. —Marvilli apoyó los codos en el pretil, miró a los edificios del extremo del canal y prosiguió—: Lo curioso es que, en las fechas en que el niño había sido concebido, el supuesto padre estaba trabajando en Inglaterra, y la madre ya debía de estar embarazada cuando llegó a Italia, porque en su permiso de trabajo consta que entró en el país seis meses antes de que naciera el niño. Ni el que afirmaba ser el padre había estado en Polonia ni ella había salido de su país hasta que vino a Italia. —Antes de que Brunetti pudiera preguntar, Marvilli dijo—: Eso está comprobado, puede creerme. —Hizo una pausa y estudió la cara de Brunetti—. Él no es el padre.

—¿Cómo averiguaron ustedes todas esas cosas? —preguntó Brunetti.

Sin dejar de mirar al agua, Marvilli respondió, en una voz en la que ahora, de pronto, se advertía el nerviosismo del que divulga información que no está autorizado a revelar:

—Por una mujer que había dado a luz al mismo tiempo que la polaca y estaba en la misma habitación. Dijo que la polaca no hablaba más que de su novio y de cómo deseaba hacerle feliz. Al parecer, la manera de hacerle feliz consistía en regresar a Polonia con mucho dinero, y eso le decía cada vez que la llamaba por teléfono.

—Comprendo —dijo Brunetti—. ¿Y esa otra mujer los llamó a ustedes?

—No; se lo dijo a su marido, que trabaja para los servicios sociales, y él llamó a la comandancia de Verona.

Brunetti miró en la misma dirección que Marvilli, a un taxi que se acercaba por el canal, y dijo:

—Qué casualidad, capitán. Qué suerte tienen las fuerzas del orden, de verse favorecidas por tan felices coincidencias. La otra mujer debía de saber el suficiente polaco como para entender lo que su compañera de habitación le decía al novio. —Brunetti lanzó una mirada de soslayo al capitán—. Para no hablar del hecho de que, casualmente, el marido trabajara para los servicios sociales y fuera tan escrupuloso como para pensar en informar a los
carabinieri.
—Miró fijamente al capitán sin disimular el enojo.

Marvilli titubeó un rato antes de decir:

—Está bien, comisario. —Levantó la mano en ademán de rendición—. Habíamos sido informados de antemano por otra fuente, y plantamos a la mujer en el hospital antes de que llegara la polaca.

—¿Y la llamada que recibieron ustedes del asistente social?

—Esas operaciones son secretas —dijo Marvilli con irritación.

—Continúe, capitán —dijo Brunetti desabrochándose el abrigo, porque, a medida que se hacía de día, subía la temperatura.

Marvilli se volvió hacia él bruscamente.

—¿Quiere que le sea sincero, comisario?

Brunetti observó que, según aumentaba la luz, Marvilli iba pareciendo más joven.

—Huelga decir, capitán, que su pregunta da a entender que hasta ahora no lo ha sido. Sí; puede usted hablar sin tapujos —respondió Brunetti en una voz que, de pronto, se había hecho afable.

Marvilli parpadeó, sin saber si responder a las palabras o al tono de Brunetti. Se alzó sobre las puntas de los pies y extendió los brazos hacia atrás mientras decía:

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