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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Lennox (40 page)

Nos quedamos sentados sin hablar en la geometría negra y amarilla de la sombra y la luz de la calle. Todo estaba silencioso. No ladraba ningún perro ni se oía pasar ningún coche en la distancia.

—¿Lennox?

—¿Sí?

—Yo estuve en Birmania durante la guerra. ¿Y tú?

—Primera División Canadiense. Italia y Alemania.

—Entonces tú también lo sabes. Quiero decir, sabes cómo sigue esto.

—Claro, Jackie. Sé cómo sigue esto.

—Siempre quise ir a Canadá. Leí todos esos cómics sobre leñadores cuando era un crío. Háblame de eso.

Y lo hice. Gillespie se quedó callado, con excepción de alguna que otra tosecilla húmeda, y escuchó mientras le hablaba sobre cómo era haber crecido en las orillas del Kennebecasis. Sobre las gruesas nevadas de invierno y los ardientes soles del verano. Sobre el momento en que vi levantarse una marea inmensa en la bahía de Fundy. Sobre el aroma del bosque cuando la nieve empieza a derretirse. Me sorprendió lo mucho que tenía que decir, y seguí hablando incluso después de que Gillespie hubiera dejado de toser.

Como le había dicho, yo sabía cómo seguía eso.

Dejé al pistolero muerto en su flamante residencia, con la escopeta todavía sobre las piernas. Cuando volví al Atlantic me quedé un momento sentado y reflexioné sobre lo que me había dicho, y sobre la forma en que eso me había alterado más que nada: «Hay una cosa más, Lennox. No sé cuál, pero hay uno de los Tres Reyes en el que no se puede confiar».

Eran las cuatro de la mañana cuando regresé a mi piso. Si la señora White me oyó entrar, no lo indicó encendiendo la luz. Me acosté con la ropa puesta, mientras mi cansancio jugaba al tira y afloja con la náusea y los latidos de mi cabeza. Ganó el cansancio.

Me desperté con un sobresalto y una punzada de dolor en la cabeza. Miré el reloj y vi que eran las nueve y media. Volví a hundir la cabeza en la almohada. El dolor seguía superando cualquier descripción de una jaqueca, pero percibí que su intensidad había disminuido uno o dos grados.

Me levanté y tomé aspirinas en cantidad suficiente para corroer un estómago de acero, me di una ducha, me afeité y me cambié de ropa. Me puse un traje negro de finas rayas rojas y una corbata de un subido color borgoña. Estaba vestido para mi ataúd. Mi plan seguía siendo exactamente el mismo que la noche antes, cuando se lo había explicado a los Tres Reyes. La única diferencia era que en lugar de ir protegido por las fuerzas combinadas de todo el submundo criminal de Glasgow, iría solo. Podía imaginar el epitafio de mi lápida: Aquí yace Lennox: fue solo. Qué gilipollas.

Conduje hasta los muelles y aparqué el Atlantic. Me guardé la navaja automática en el bolsillo de la chaqueta, revisé el tambor del Webley, lo cerré y lo metí en la pretina de los pantalones. Encontré un hueco en la cerca y avancé ocultándome tras los almacenes hasta que hallé el muelle número trece. Tal vez sería mi número de la suerte. Alcanzaba a ver el almacén. Una Bedford del mismo modelo que se había utilizado la noche que intentaron secuestrarme estaba aparcada en la puerta, con una lona impermeable estirada sobre su cargamento. Empezó a llover. Algo al otro lado del muelle comenzó a dar golpes sobre un metal, generando ecos que resonaban sobre el agua. Corrí hasta la parte de atrás del almacén y me oculté. Saqué el Webley de la cintura y volví a abrocharme la chaqueta y el abrigo. Miré el reloj: las doce menos diez. A Gary Cooper, al menos, no le había llovido.

Llegaron dos coches, con un intervalo de cinco minutos entre ambos. Dieron la vuelta hasta la parte delantera del almacén y no pude ver quién se bajó. Avancé a lo largo de la parte trasera del edificio y doblé la esquina. Encontré una puerta a un lado, pero estaba cerrada con candado. Tendría que entrar por el mismo sitio que todos los demás. Corrí a lo largo de ese lado del almacén y me agaché detrás de un grupo de enormes barriles de petróleo. Llegué justo a tiempo, porque apareció un tercer coche, un Nash descapotable de dos plazas del que se bajó un pelirrojo con una chaqueta de pata de gallo y pantalones de oficial de caballería. Observé cómo ese tipo vestido de terrateniente, quien supuse que sería el contacto con el ejército, desaparecía en el almacén. Tenía el aspecto de alguien a quien Lillian y sus chicas podrían haber comprometido.

Vacilé durante un momento. No sabía cuál podría ser el resultado de mi cruzada particular. En cierta manera todavía albergaba la esperanza de que mi amigo, el sosias de Fred Mac-Murray, viniera galopando a mi rescate con sus camaradas del Mossad, como si fueran la caballería de los Estados Unidos con kipás. Después de todo, el único motivo de nuestro encuentro en Perth era hacerme saber que ellos estaban allí, si alguna vez yo conseguía deducirlo.

Miré con impaciencia el Webley que tenía en la mano. «Bueno, Lennox —pensé—, nadie vive eternamente». Al menos mi jaqueca se esfumaría por completo. Di la vuelta a hurtadillas y entreabrí la puerta lo bastante como para ver el interior.

Había dos niveles en el almacén. Vi que la espalda del tipo que parecía un oficial subía las escaleras metálicas hacia la planta superior. No había nadie en la planta baja, pero sí un par de cajas en medio de aquel vasto espacio. Supuse que las habrían descargado al azar de los camiones para que los compradores examinaran la mercancía.

Avancé sigilosamente hasta las cajas, apoyé el Webley encima de una de ellas y levanté la palanca que estaba apoyada a un lado de la pila. Me estaba yendo bastante bien si había conseguido llegar tan lejos, pensé. El momento se arruinó cuando algo frío, duro y con forma de tubo me apretó la nuca.

—No se mueva, señor Lennox. —Reconocí el acento holandés—. Soy experto en ejecutar con un tiro en la nuca.

Levanté las manos. Alguien se llevó el Webley.

—Dese la vuelta.

Hice lo que me ordenaba y me vi cara a cara con un hombre alto y corpulento, vestido con ropa inmaculada y cara. El Holandés Gordo. Había un hombre más pequeño y más oscuro a su lado; el otro árabe. Tenía mi Webley en la mano y me miraba sin expresión alguna. No podía deducir nada de su rostro, de modo que bien podía estar fantaseando con violar a la hija de algún marqués. El desagradable pensamiento de que en realidad podría estar fantaseando con violarme a mí me cruzó la mente, así que me volví hacia el muchacho gordo.

—Éste no es tu lacayo de siempre, ¿verdad? —pregunté—. ¿Por lo general no andas con Peter Lorre?

El muchacho gordo no se rio. Para ser justos, no se parecía en nada a Sidney Greenstreet.

—Usted no es ni la mitad de gracioso de lo que se cree, señor Lennox.

El gordo hablaba inglés con el típico acento sibilante de los holandeses. Yo había pasado bastante tiempo en Holanda a finales de la guerra, lo bastante como para haber desarrollado mucho respeto por unas personas a las que habían molido a palos, casi los habían hecho morir de hambre, y que luego se limitaron a arremangarse la camisa y a dedicarse a reconstruir su país. Probablemente aquello se debiera a siglos de mantener a raya el océano y de combatir contra él, como habían tenido que hacerlo pocos meses antes durante la gran inundación del Mar del Norte. Los holandeses me caían bien. Esperaba que no estuviera a punto de desilusionarme al respecto.

—¿Por qué tú y el morenito no bajáis las armas, chupatulipanes, y yo os hago morir de risa a los dos? —Por desgracia, «chupatulipanes» era lo mejor que se me había ocurrido; es difícil insultar a un holandés, y yo había tenido un par de días muy difíciles. El no respondió—. ¿Así que eres De Jong? —Una vez más no hubo respuesta, pero me di cuenta de que él no esperaba que yo supiera su nombre—. Ex colaborador de los nazis y miembro de la Cuarta Brigada de Voluntarios de la SS de los Países Bajos. ¿Estoy en lo cierto?

De Jong frunció el ceño. Había dado en la diana. Ahora estaba tratando de inferir cuánto sabía sobre él. La verdad es que todo aquello lo había deducido de su comentario sobre su experiencia con los disparos a la nuca. Los holandeses que habían colaborado entusiastamente con los nazis durante la guerra habían sido tan pocos que no se había podido formar más que una sola brigada de SS. Mientras tanto, su curiosidad podía hacerme ganar un poco más de tiempo en esta tierra.

—Arriba… —ordenó De Jong, señalando con un gesto la escalera metálica.

* * *

Cuando llegué a la planta superior me esperaban tres personas: Lillian Andrews, aquel tipo que parecía un oficial del ejército, y un hombre al que jamás había visto antes. Tampoco habría sido fácil reconocerlo, considerando el estado de su cara. Era rubio con orejas prominentes y eso era prácticamente todo lo que se podía ver: tenía la nariz y la mandíbula cubiertas con vendajes quirúrgicos y las partes visibles de su cara estaban deformadas, hinchadas y enrojecidas. El hombre vendado acunaba en los brazos una escopeta de cañón recortado. El holandés depositó en el suelo un gran bolso militar de lona.

—Ahí está todo —dijo De Jong—. La mitad del dinero. He inspeccionado la mercancía y estoy satisfecho.

—¿Qué coño ocurre? —preguntó el rubio de los vendajes, mirándome a través de los párpados hinchados. Si bien nunca los había visto antes, aquélla no era la primera vez que los oía hablar.

—Han hecho un buen trabajo, McGahern, o lo será cuando cicatrice. Aunque lástima lo de las orejas… —dije—. ¿O el radar formaba parte de la oferta?

Estaba claro que McGahern no valoraba tanto mi opinión crítica como yo había esperado. No me hizo caso y volvió a mirar al holandés.

—Yo le diré lo que ocurre —intervino De Jong—. Su seguridad no vale nada. Lo encontramos abajo husmeando las muestras…

—«Husmeando» y «muestras» —dije para ayudarlo—. No «
busbeando
las
vuestras
». Haz lo que quieras, pero pronuncia un poco mejor.

En realidad, el inglés que hablaba el holandés gordo no era tan defectuoso; era más fácil de entender que el de la mayoría de los glasgowianos.

McGahern se rio. Luego levantó la escopeta y me cruzó la cara con el cañón. Sentí que se me abría la mejilla y caí al suelo. Fue como si todo el dolor de la cabeza hubiera estado dormido y el golpe en la cara lo hubiera despertado. Me quedé abajo, pero el árabe me agarró por debajo del brazo y me alzó.

—Esto es por lo que ocurrió delante del Horsehead —dijo McGahern.

Llevé el dorso de la mano a la mejilla sangrante y verifiqué que la mandíbula siguiera funcionando. Examiné a McGahern. Por lo que podía ver a través de las vendas, toda la arquitectura de su rostro había sido alterada. Incluso sus labios eran más gruesos. Pero cambiarle los ojos a alguien era más difícil, y reconocí la misma mirada dura de rata de nuestro encuentro anterior.

—Has obtenido lo que querías, ¿no? —dije, pero McGahern no me prestó atención.

—Lo que yo quiero saber es cómo sabe tanto sobre mí —dijo el holandés—. Mi nombre. Mi pasado.

McGahern me miró y luego negó con la cabeza.

—No sabe nada. Mátelo.

—Lo sé todo. O casi todo. Sé lo de De Jong y sus dos amigos árabes. Por supuesto que ahora le queda uno. Ayudé a su otro camarada morenito a cambiar de carrera y ahora va a postular al puesto de eunuco principal del harén. Y sé todo de las actividades que habéis estado haciendo desde hace un año. Los envíos a Aqaba, lo de Parks y lo de Smails. —Me volví al holandés—. Eso fue obra tuya, ¿no? O más precisamente, fue este hijo del jeque el que lo hizo… o su primo, antes de empezar a cantar como una soprano. Te asustaste cuando McGahern mató a John Andrews y luego Lillian se esfumó. Sabías que Parks era uno de los socios, así que lo torturaste para averiguar qué ocurría. A Smails te lo cargaste más tarde, cuando vosotros dos os disteis un besito y os reconciliasteis. Un favor para McGahern, para compensarle lo de Parks, diría. Y ahora sé todo lo de Alexander Knox y este amiguito del ejército que está con nosotros. ¿Cómo voy hasta ahora?

—Vas bien —dijo Lillian. Estaba de pie a un lado, fumando un cigarrillo y observando. Dejó caer el cigarrillo y lo aplastó con la punta de su zapato de terciopelo negro—. Pero no son más que adivinanzas y suposiciones. Una historia que nos cuentas para salvar el pellejo.

—Ah, ¿sí? Díselo a los chicos del Mossad cuando lleguen.

Tres rostros desconcertados me devolvieron la mirada. Pero me di cuenta de que los había puesto nerviosos.

—Tenemos a Jackie Gillespie —dije—. Está recuperándose bastante bien. Tu puntería no es lo que era, McGahern.

—¡Y un huevo! —dijo McGahern—. Ahora sé que mientes.

—¿En serio? ¿Entonces cómo es posible que yo sepa que los soldados no murieron en un tiroteo? ¿Que eran un par de reclutas adolescentes asustados, que tú los ejecutaste y disparaste a Gillespie inmediatamente después, tratando de cogerlo desprevenido? Le acertaste en un lado, ¿verdad?

Había dado en el clavo. McGahern se volvió hacia Lillian, como si buscara orientación.

—¿Dónde está Gillespie? —preguntó ella.

—A salvo. En un lugar donde no lo podréis tocar. —Al menos eso era cierto.

—No… —Lillian hizo un gesto negativo con la cabeza—. No, algo no encaja en todo esto. Si Lennox sabe tanto y los otros saben tanto, ¿cómo es posible que haya venido solo?

—Pensé que habían dicho que no habría ningún cabo suelto. —El pelirrojo con aspecto de militar habló por primera vez. Tenía acento inglés y la voz aguda por el miedo—. Me prometieron que no me vería nadie. Que estaría seguro.

—No habrá ningún cabo suelto —dijo Lillian—. Usted estará seguro.

Le hizo un gesto a McGahern, quien le entregó la escopeta de cañón recortado. Daba la impresión de que mi jaqueca desaparecería para siempre. Pero no apuntó hacia mí. El disparo retumbó con un estallido ensordecedor en el almacén. Yo seguía respirando; Lillian le había arruinado el traje de pata de gallo al tipo del ejército. Ahora estaba en el suelo, lloriqueando y derramando sangre y pis. Lillian se acercó y le disparó con el otro cañón. El hombre dejó de lloriquear.

Miré al inglés muerto.

—Muy bonito —dije—. Realmente deberíamos tratar de vernos más a menudo.

Lillian le devolvió el arma a McGahern, quien metió dos cartuchos nuevos en las recámaras. Oí unas pisadas que subían por la escalera metálica que estaba a mis espaldas. Eran tacones altos de mujer. Ésta se puso a la vista y se detuvo al lado de Lillian, eclipsando totalmente los atractivos de ésta.

—Hola, Helena —dije—. Ya me parecía que te vería por aquí.

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