Se arrodilló ante el hogar de su habitación, sacudida por grandes temblores, con el pecho dolorido. Pero ya no tenía frío; el cuerpo entero le ardía. Alimentó pacientemente las ascuas con trocitos de yesca; luego, con palitos, hasta que el leño prendió y lanzó llamas rugientes. Ahora estaba tan acalorada que se quitó la capa. Llegó tambaleándose a la cama y se acostó con Morgana entre los brazos. Pero no supo si caía en el sueño o en la muerte.
No, no había muerto. La muerte no causaba esas sacudidas de calor y escalofríos. Pasó largo tiempo envuelta en paños humeantes, que eran reemplazados cuando se enfriaban; la obligaban a tragar líquidos calientes: a veces, repugnantes tisanas contra la fiebre; otras, licores fuertes mezclados con agua caliente. Días, semanas, años, siglos pasaron sobre ella, en tanto ardía y temblaba, soportando los repugnantes bebedizos que le vertían en la garganta cuando estaba demasiado débil para vomitarlos.
Cierta vez Morgause le preguntó, inquieta: «Si te encontrabas mal, Igraine, ¿por qué no me despertaste para que encendiera el fuego?» La silueta oscura que le había prohibido el paso estaba en un rincón; ahora Igraine podía verle la cara: era la Muerte, que custodia las puertas de lo prohibido, y ahora iba a castigarla… Morgana la miraba con miedo en su pequeño rostro sombrío, y ella quería tranquilizarla, pero estaba demasiado débil para hablar. Y Uther también estaba allí, pero nadie más podía verlo.
El padre Columba fue a murmurar frases latinas junto a ella. Eso la puso frenética: ¿con qué derecho la molestaba con sus últimos sacramentos cuando no podía defenderse? Según sus reglas, era una mala mujer por haber incurrido en hechicerías. La condenaría por traicionar a Gorlois; había ido para vengar a su amo. La tormenta había vuelto, y ella vagaba infinitamente en medio de la tempestad, tratando de hallar a Morgana, a quien había perdido. Pero era Morgause quien estaba allí, con la corona de los grandes reyes de Britania. Y luego Morgana, en la proa de la barcaza que cruzaba el mar del Estío hacia las costas de Avalón; Morgana, con vestiduras de sacerdotisa, las mismas que usaba Viviana…
Y luego todo fue oscuridad y silencio.
Había sol en la habitación. Igraine se movió, sólo para descubrir que no podía incorporarse.
—Estaos quieta, señora —dijo Isolda—. Dentro de un rato os traeré el remedio.
Igraine dijo (y la sorprendió descubrirse susurrando):
—Si he sobrevivido a tus tisanas es probable que también sobreviva a esto. ¿Qué día es hoy?
—Faltan sólo diez para la mitad del invierno, señora. En cuanto a lo que ha sucedido…, bueno, sólo sabemos que vuestro hogar se apagó durante la noche y que se abrió la ventana. La señora Morgause dice que os vio cerrarla y encender el fuego, pero no dijisteis nada. Hasta la mañana siguiente no descubrió que estabais ardiendo de fiebre y no reconocíais a nadie.
Esa era la explicación sencilla. Sólo Igraine sabía que su enfermedad era algo más: el castigo por intentar una hechicería superior a sus fuerzas, agotando su cuerpo y su espíritu casi hasta el punto del que no hay retorno.
—¿Qué pasó con…? —se interrumpió. No podía preguntar por Uther—. ¿Hay noticias del señor, del duque?
—Ninguna, señora. Sabemos que hubo una batalla, pero no recibiremos noticias hasta que se despejen los caminos bloqueados por la tempestad —dijo la doncella—. No habléis más, señora. Tenéis que tomar unas gachas calientes y volver a dormir.
Igraine bebió pacientemente el caldo y se quedó dormida. Las noticias llegarían a su debido tiempo.
E
n la víspera del día señalado, el tiempo volvió a mejorar. Durante todo el día goteó la nieve fundida; los caminos se llenaron de lodo y la niebla cubrió delicadamente el mar y el patio; las voces y los susurros parecían despertar infinitos ecos cuando alguien hablaba. En las primeras horas de la tarde salió el sol e Igraine pudo salir al patio, por primera vez desde su enfermedad. Ya se encontraba muy repuesta, pero la inquietaba, como a todos, la falta de noticias.
Uther había jurado que llegaría la noche de mitad del invierno. ¿Cómo se las arreglaría si el ejército de Gorlois estaba entre los dos? Pasó el día entero callada y abstraída; incluso habló con dureza a Morgana, que correteaba como un animalillo salvaje, feliz de verse libre tras el confinamiento y el frío del clima invernal.
«No tengo que ser brusca con mi hija sólo porque estoy preocupada por mi amante», pensó enfadada consigo misma, y llamó a Morgana para darle un beso. Al posar los labios en la suave mejilla notó un escalofrío: al transgredir la prohibición para advertir a su amado sobre la emboscada de Gorlois, podía haber condenado a muerte al padre de la criatura. Pero no: Gorlois estaba señalado por la muerte y la merecía por su traición al gran rey.
El padre Columba fue a pedirle que prohibiera a sus damas y a sus criados encender las fogatas típicas de la fecha.
—Y vos misma tendríais que darles buen ejemplo asistiendo esta noche a misa —insistió—. Hace mucho tiempo que no recibís los sacramentos, señora.
—He estado enferma —dijo ella, indiferente—. En cuanto a los sacramentos, creo recordar que me disteis la extremaunción cuando estaba enferma. Aunque puedo haberlo soñado. Sueño tantas cosas…
—Y muchas son cosas que ninguna cristiana tendría que soñar. Señora, os administré los últimos sacramentos por el bien de mi señor, cuando no teníais oportunidad de confesar y recibirlos dignamente.
—Sí, bien sé que no fue por mi —dijo Igraine, torciendo levemente la boca.
—No oso poner límites a la misericordia de Dios —aseguró el sacerdote.
Y ella adivinó la parte inexpresada de su pensamiento: en caso necesario, prefería errar por exceso de misericordia y dejar que Dios fuera duro con ella.
Pero al fin aceptó ir a misa. Por poco que le gustara aquella nueva religión, Ambrosio había sido cristiano, el cristianismo era la religión de la gente civilizada de Britania y lo sería cada vez más; Uther la practicaría en público, cualesquiera que fuesen sus creencias privadas. Bajó la mirada y trató de prestar atención a la misa.
Tras la puesta de sol, mientras Igraine charlaba en la cocina con sus mujeres, oyó un alboroto al final del acantilado, raido de jinetes y un grito en el patio. Se echó la capa en los hombros para salir a la carrera, seguida por Morgause. En la puerta había hombres abrigados con mantos romanos, como los que usaba Gorlois, pero los guardias les cerraban el paso con sus largas lanzas.
—Mi señor Gorlois dejo órdenes de no dar entrada a nadie durante su ausencia.
En el centro del grupo se irguió un hombre increíblemente alto.
—Soy Merlín de Britania —dijo, haciendo resonar la voz en la oscuridad y la neblina— Apártate, hombre. ¿Me negarías el paso?
El guardia se echó atrás con instintivo respeto, pero el padre Columba se interpuso con un gesto de rechazo.
—Yo os lo negaré. Señor, el duque de Cornualles ordenó que particularmente vos, anciano hechicero, no entraseis aquí en ningún momento. —Y alzó la gran cruz de madera que le colgaba del cinturón—. En el nombre de Cristo, ¡os ordeno desaparecer! Regresad a los reinos tenebrosos de donde venís.
La risa de Merlín resonó en las murallas.
—Buen hermano en Cristo —le dijo—, tu Dios y mi Dios son uno y el mismo. ¿Crees realmente que me desvaneceré con tu exorcismo? ¿O me tornas por algún diabólico enemigo procedente de las tinieblas? NO, a menos que llames tinieblas a la noche de Dios. Vengo de una tierra no más tenebrosa que el país del Estío. Y mira: estos hombres que me acompañan portan el anillo de su señor, el duque de Cornualles. Mira.
La antorcha centelleó sobre la mano que extendía uno de los hombres encapuchados. En el índice refulgía el anillo de Gorlois.
—Ahora déjanos entrar, padre, pues no somos enemigos, sino mortales ateridos y cansados; hemos hecho un largo viraje, ¿O tenemos que santiguarnos y decir una oración para demostrarlo?
Igraine se adelantó, humedeciéndose los labios con nerviosismo. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Cómo era posible que tuvieran el anillo de su esposo, a menos que fueran mensajeros suyos? Ninguno le resultaba conocido. Y Gorlois nunca habría escogido a Merlín como mensajero. ¿Acaso había muerto y así le llevaban la noticia de su fallecimiento? Dijo bruscamente, con voz áspera:
—Dejadme ver ese anillo. ¿Es en verdad el suyo o una falsificación?
—Es el suyo, señora Igraine —dijo una voz familiar.
Igraine, forzando la vista para observar el anillo a la luz de la antorcha, vio una mano conocida, grande, ancha y encallecida; y sobre ella, lo que sólo había visto en una visión: en los brazos velludos de Uther, tatuadas en color azul, se enroscaban dos serpientes, una en cada muñeca. Temió que le fallaran las rodillas, dejándola caer en las losas del patio.
Él lo había jurado: «Vendré por ti el día de mitad del invierno.» Y allí estaba, llevando el anillo de Gorlois.
—¡Mi señor duque! —exclamó impulsivamente el padre Columba, dando un paso adelante.
Pero Merlín alzó una mano para acallar esas palabras.
—¡Silencio! El mensajero es secreto —dijo—. No digáis nada.
Obediente a pesar del desconcierto, el cura retrocedió, pensando que el encapuchado era Gorlois.
Igraine le hizo una reverencia, luchando todavía con la incredulidad y la consternación.
—Entra, señor —invitó.
Y Uther, con el rostro siempre oculto bajo la capucha, alargo la mano enjoyada para estrecharle los dedos. Los de ella parecían de hielo; los de él, en cambio, estaban tibios y firmes. Igraine se refugió en una charla trivial.
—¿Te traigo un poco de vino, señor, o mando traer comida?
Él le murmuró al oído:
—Por Dios, Igraine, busca el modo de que podamos estar solos. Ese cura tiene una vista aguda, aun en la oscuridad, y quiero dar la impresión de que es realmente Gorlois quien ha venido.
Igraine se volvió hacia Isolda.
—Sirve comida y cerveza aquí, en el salón, para los soldados y el señor Merlín. Tráeles agua para que se laven y todo cuanto deseen. Yo voy a hablar con el señor en nuestras habitaciones. Haz que nos suban inmediatamente comida y vino.
Los criados corrieron hacia todos lados para obedecerle. Merlín dejó que un hombre se hiciera cargo de su capa y depositó cuidadosamente su arpa en uno de los bancos. Morgause apareció en el umbral de la puerta, espiando con audacia a los soldados. Cuando sus ojos cayeron sobre la alta silueta de Uther, hizo una reverencia.
—¡Mi señor Gorlois! ¡Bienvenido, querido hermano! —dijo, echando a andar hacia él.
Uther hizo un leve gesto e Igraine se apresuró a interponerse, con el entrecejo arrugado, pensando: «Esto es ridículo; aun encapuchado, se parece a Gorlois tanto como yo.»
—El señor llega fatigado, Morgause —dijo con brusquedad—; no está de humor para la cháchara de los niños. Lleva a Morgana a tu alcoba; esta noche dormirá contigo.
Ceñuda y mohína, Morgause recogió a la pequeña y se la llevó escaleras arriba. A prudente distancia de ellas, Igraine subió de la mano de Uther. ¿Qué treta era ésa y qué objetivo tenía? Con el corazón acelerado, temiendo desmayarse antes de llegar, lo llevó a la alcoba conyugal y cerró la puerta.
Ya dentro, él se quitó la capucha, dejando al descubierto el pelo y la barba húmedos de niebla, y alargó los brazos. Ella no dio un solo paso.
—¡Mi señor rey! ¿Qué significa esto? ¿Por qué te confunden con Gorlois?
—Un poco de magia de Merlín —dijo él—. Es, sobre todo, obra de la capa y el anillo, pero también hay algo de magia; nada que pueda mantenerse si me ven a plena luz o desembozado. Veo que a ti no te engañé; tampoco lo esperaba. Te juré que vendría a ti en este día y he cumplido mi promesa. ¿No vas a darme siquiera un beso por todos mis desvelos?
Ella se adelantó para cogerle el manto, pero evitó tocarlo.
—¿Cómo lograste el anillo de Gorlois, señor?
Las facciones de Uther se endurecieron.
—¿Esto? Se lo arranqué de la mano en combate, pero el traidor volvió grupas y huyó. No te equivoques, Igraine: no he venido como ladrón en la noche, sino ejerciendo mi derecho. El encantamiento es sólo para proteger tu reputación a los ojos del mundo. No quiero que mi futura esposa sea considerada adúltera. Pero vengo con todo derecho; Gorlois recibió Tintagel por jurar vasallaje a Ambrosio Aureliano; después renovó ese juramento ante mí, pero ha faltado a su palabra. ¿Lo comprendes, señora Igraine? Ningún rey puede mantenerse si sus hombres rompen impunemente sus juramentos y se alzan en armas contra él.
Ella inclinó la cabeza en señal de aceptación.
—Esto ya ha costado un año de trabajo en la lucha contra los sajones. No pude impedirle que abandonara Londínium con sus hombres; fue menester que me hiciera a un lado y les permitiera saquear la ciudad, cuando había jurado defender a mi pueblo —Su voz sonaba amarga—. A Lot puedo perdonarlo, porque se negó a prestar juramento. En cambio, confiaba en Gorlois y me traicionó. He venido a recuperar Tintagel. Y me cobraré también con su vida. Él lo sabe.
Su rostro parecía de piedra. Igraine tragó saliva con dificultad.
—Y te cobrarás también con su esposa, ¿por conquista y por derecho, como en el caso de Tintagel?
—Ah, Igraine —exclamó él, atrayéndola hacia sí—, bien sé por quién te decidiste; lo supe cuando te vi, la noche de la tempestad. Si no me hubieras puesto sobre aviso habría perdido a mis mejores hombres y, sin duda, también la vida. Gracias a ti, Gorlois me encontró preparado. Fue entonces cuando le arranqué el anillo del dedo; le habría arrancado también la mano y la cabeza, pero se me escapó.
—Sé que en eso no tenías alternativa, señor —dijo ella.
En aquel momento alguien llamó a la puerta. Una de las criadas entró con una jarra de vino y comida.
—Mi señora —murmuró, haciendo una reverencia.
Mecánicamente, Igraine se liberó de las manos de Uther, cogió la bandeja y cerró la puerta tras la mujer. Luego colgó la capa en uno de los pilares de la cama para que se secara y le ayudó a quitarse el cinturón y las botas. «Como una esposa abnegada», comentó una voz en su mente. Su decisión estaba tomada. Tal como Uther decía, Tintagel pertenecía al gran rey de Britania, al igual que su señora. Y era su voluntad.
Les habían llevado carne seca hervida con lentejas, una hogaza de pan recién horneado, un poco de queso fresco y vino. Uther comió como si estuviera famélico mientras decía: