De parte a parte parece que la ciudad continuara en perspectiva multiplicando su repertorio de imágenes: en cambio no tiene espesor, consiste sólo en un anverso y un reverso, como una hoja de papel, con una figura de este lado y otra del otro, que no pueden despegarse ni mirarse.
Clarice, ciudad gloriosa, tiene una historia atormentada. Varias veces decayó y volvió a florecer, teniendo siempre a la primera Clarice como modelo inigualable de todo esplendor, por comparación con la cual el estado presente de la ciudad no deja de suscitar nuevos suspiros a cada vuelta de las estrellas.
En los siglos de degradación la ciudad, vaciada por las pestilencias, rebajada de estatura por los derrumbes de viguerías y cornisas y por los desmoronamientos de tierra, oxidada y obstruida por incuria o ausencia de los encargados de la conservación, se repoblaba lentamente al reemerger de sótanos y madrigueras hordas de supervivientes que como ratones hormigueaban movidos por la manía de hurgar y roer, y también de arrebañar residuos y frangollar, como pájaros haciendo su nido.
Se dedicaban a todo lo que podía sacarse de donde estaba para ponerlo en otro lugar a fin de darle otro uso: los cortinajes de brocado terminaban por hacer de sábanas; en las urnas cinerarias de mármol plantaban albahaca; las verjas de hierro forjado arrancadas de las ventanas de los gineceos servían para asar carne de gato sobre fuegos de madera taraceada. Puesta en pie por fragmentos desparejos de la Clarice inservible, tomaba forma una Clarice de la sobrevivencia, toda tugurios y cuchitriles, charcos infectos, conejeras. Y sin embargo, del antiguo esplendor de Clarice no se había perdido casi nada, todo estaba allí, sólo que dispuesto en un orden diferente pero adecuado no menos que antes a las exigencias de los habitantes.
A los tiempos de indigencia sucedían épocas más alegres: una Clarice mariposa suntuosa brotaba de la Clarice crisálida menesterosa; la nueva abundancia hacía rebosar la ciudad de materiales, edificios, objetos nuevos; otras gentes afluían del exterior; nada ni nadie tenía que ver con la Clarice o las Clarices de antes; y cuanto más se asentaba triunfalmente la nueva ciudad en el lugar y en el nombre de la primera Clarice, más advertía que se alejaba de ella, que la destruía no menos rápidamente que los ratones y el moho: no obstante el orgullo del nuevo fasto, en el fondo del corazón se sentía extraña, incongruente, usurpadora.
Y ahora los fragmentos del primer esplendor, que se había salvado adaptándose a tareas más oscuras, eran nuevamente desplazados, custodiados bajo campanas de vidrio, encerrados en vitrinas, posados en cojines de terciopelo, y no porque pudieran servir todavía para algo sino porque a través de ellos se hubiera querido recomponer una ciudad de la cual nadie sabía ya nada.
Otros deterioros, otras lozanías se han sucedido en Clarice. Las poblaciones y las costumbres cambiaron varias veces; quedaron el nombre, la ubicación y los objetos más difíciles de romper. Cada nueva Clarice, compacta como un cuerpo viviente con sus olores y su respiración, exhibe como un collar lo que queda de las antiguas Clarices fragmentarias y muertas. No se sabe cuándo los capiteles corintios estuvieron en lo alto de sus columnas; sólo se recuerda uno de ellos que durante muchos años sostuvo en un gallinero la cesta donde las gallinas ponían los huevos y de allí pasó al Museo de los Capiteles, en fila con los otros ejemplares de la colección. El orden de sucesión de las eras se ha perdido; que ha habido una primera Clarice es creencia difundida, pero no hay pruebas que lo demuestren; los capiteles podrían haber estado antes en los gallineros que en los templos, en las urnas de mármol podía haberse sembrado antes albahaca que huesos de difuntos. De seguro se sabe sólo esto: cierto número de objetos se desplaza en un determinado espacio, ya sumergido por una cantidad de objetos nuevos, ya consumiéndose sin recambio; la regla es mezclarlos cada vez y hacer la prueba nuevamente de ponerlos juntos. Tal vez Clarice ha sido siempre sólo un revoltijo de trastos desportillados, desparejos, en desuso.
No hay ciudad más propensa que Eusapia a gozar de la vida y a huir de los afanes. Y para que el salto de la vida a la muerte sea menos brusco, los habitantes han construido una copia idéntica de su ciudad bajo tierra. Esos cadáveres, desecados de manera que no quede sino el esqueleto revestido de piel amarilla, son llevados allá abajo para seguir con las ocupaciones de antes. De éstas, son los momentos despreocupados los que gozan de preferencia: los más de ellos se instalan en torno a mesas puestas, o en actitudes de danza o con el gesto de tocar la trompeta. Sin embargo, todos los comercios y oficios de la Eusapia de los vivos funcionan bajo tierra, o por lo menos aquellos que los vivos han desempeñado con más satisfacción que fastidio: el relojero, en medio de todos los relojes detenidos de su tienda, arrima una oreja apergaminada a un péndulo desajustado; un barbero jabona con la brocha seca el hueso del pómulo de un actor mientras éste repasa su papel clavando en el texto las órbitas vacías; una muchacha de calavera risueña ordeña una osamenta de vaquillona.
Claro, son muchos los vivos que piden para después de muertos un destino diferente del que ya les tocó: la necrópolis está atestada de cazadores de leones, mezzosopranos, banqueros, violinistas, duquesas, mantenidas, generales, más de cuantos contó nunca ciudad viviente.
La obligación de acompañar abajo a los muertos y de acomodarlos en el lugar deseado ha sido confiada a una cofradía de encapuchados. Ningún otro tiene acceso a Eusapia de los muertos y todo lo que se sabe de abajo se sabe por ellos.
Dicen que la misma cofradía existe entre los muertos y que no deja de darles una mano; los encapuchados después de muertos seguirán en el mismo oficio aun en la otra Eusapia; se da a entender que algunos de ellos ya están muertos y siguen andando arriba y abajo. Desde luego, la autoridad de esta congregación en la Eusapia de los vivos está muy extendida.
Dicen que cada vez que descienden encuentran algo cambiado en la Eusapia de abajo; los muertos introducen innovaciones en su ciudad; no muchas, pero sí fruto de reflexión ponderada, no de caprichos pasajeros. De un año a otro, dicen, la Eusapia de los muertos es irreconocible. Y los vivos, para no ser menos, todo lo que los encapuchados cuentan de las novedades de los muertos también quieren hacerlo. Así la Eusapia de los vivos se ha puesto a copiar su copia subterránea.
Dicen que esto no ocurre sólo ahora: en realidad habrían sido los muertos quienes construyeron la Eusapia de arriba a semejanza de su ciudad. Dicen que en las dos ciudades gemelas no hay ya modo de saber cuáles son los vivos y cuáles los muertos.
Se atribuye a Bersabea esta creencia: que suspendida en el cielo existe otra Bersabea donde se ciernen las virtudes y los sentimientos más elevados de la ciudad, y que si la Bersabea terrena toma como modelo la celeste, llegará a ser una sola cosa con ella. La imagen que la tradición divulga es la de una ciudad de oro macizo, con pernos de plata y puertas de diamante, una ciudad joya, toda taraceas y engarces, como puede resultar del estudio más laborioso aplicado a las materias más apreciadas. Fieles a esta creencia, los habitantes de Bersabea honran todo lo que les evoca la ciudad celeste: acumulan metales nobles y piedras raras, renuncian a los abandonos efímeros, elaboran formas de compuesto decoro.
Creen empero estos habitantes que otra Bersabea existe bajo tierra, receptáculo de todo lo que tienen por despreciable e indigno, y es constante su preocupación por borrar de la Bersabea de afuera todo vínculo o semejanza con la gemela inferior. En lugar de los techos imaginan que haya en la ciudad baja cajones de basura volcados, de los que se desprenden cortezas de queso, papeles engrasados, agua de platos, restos de fideos, viejas vendas. O que sin más su sustancia es aquella oscura y dúctil y densa como la pez que baja por las cloacas prolongando el recorrido de las vísceras humanas, de negro agujero en negro agujero, hasta aplastarse en el último fondo subterráneo, y que de los mismos bolos perezosos enroscados allí abajo se elevan vuelta sobre vuelta los edificios de una ciudad fecal, de entorchadas agujas.
En las creencias de Bersabea hay una parte de verdad y una de error. Cierto es que dos proyecciones de sí misma acompañan a la ciudad, una celeste y otra infernal; pero acerca de su consistencia hay una equivocación. El infierno que se incuba en el más profundo subsuelo de Bersabea es una ciudad diseñada por los más autorizados arquitectos, construida con los materiales más caros del mercado, que funciona en todo su mecanismo y relojería y engranaje empavesada de flecos y borlas y volantes colgados de todos los caños y las bielas.
Atenta a acumular sus quilates de perfección, Bersabea cree virtud aquello que es ahora una oscura obsesión por llenar el vaso vacío de sí misma; no sabe que los únicos momentos de abandono generoso son los del desprender de sí, dejar caer, expandir. Sin embargo, en el cenit de Bersabea gravita un cuerpo celeste donde resplandece todo el bien de la ciudad, encerrado en el tesoro de las cosas desechadas: un planeta flameante de peladuras de patata, paraguas desfondados, medias en desuso, centelleante de pedazos de vidrio, botones perdidos, papeles de chocolate, pavimento de billetes de tranvía, recortes de uñas y de callos, cáscaras de huevo. La ciudad celeste es ésta y por su cielo corren cometas de larga cola, lanzados a girar en el espacio por el solo acto libre y feliz de que son capaces los habitantes de Bersabea, ciudad que sólo cuando defeca no es avara calculadora interesada.
La ciudad de Leonia se rehace a sí misma todos los días: cada mañana la población se despierta entre sábanas frescas, se lava con jabones apenas salidos de su envoltorio, se pone batas flamantes, extrae del refrigerador más perfeccionado latas aún sin abrir, escuchando las últimas retahílas del último modelo de radio.
En los umbrales, envueltos en tersas bolsas de plástico, los restos de la Leonia de ayer esperan el carro del basurero. No sólo tubos de dentífrico aplastados, bombillas quemadas, periódicos, envases, materiales de embalaje, sino también calentadores, enciclopedias, pianos, juegos de porcelana: más que por las cosas que cada día se fabrican, venden, compran, la opulencia de Leonia se mide por las cosas que cada día se tiran para ceder lugar a las nuevas. Tanto que uno se pregunta si la verdadera pasión de Leonia es en realidad, como dicen, gozar de las cosas nuevas y diferentes, y no más bien el expeler, alejar de sí, purgarse de una recurrente impureza. Cierto es que los basureros son acogidos como ángeles, y su tarea de remover los restos de la existencia de ayer se rodea de un respeto silencioso, como un rito que inspira devoción, o tal vez sólo porque una vez desechadas las cosas nadie quiere tener que pensar más en ellas. Dónde llevan cada día su carga los basureros nadie se lo pregunta: fuera de la ciudad, claro; pero de año en año la ciudad se expande, y los basurales deben retroceder más lejos; la importancia de los desperdicios aumenta y las pilas se levantan, se estratifican, se despliegan en un perímetro cada vez más vasto. Añádase que cuanto más sobresale Leonia en la fabricación de nuevos materiales, más mejora la sustancia de los detritos, más resisten al tiempo, a la intemperie, a fermentaciones y combustiones. Es una fortaleza de desperdicios indestructibles la que circunda Leonia, la domina por todos lados como un reborde montañoso.
El resultado es éste: que cuantas más cosas expele Leonia, más acumula; las escamas de su pasado se sueldan en una coraza que no se puede quitar; renovándose cada día la ciudad se conserva toda a sí misma en la única forma definitiva: la de los desperdicios de ayer que se amontonan sobre los desperdicios de anteayer y de todos sus días y años y lustros.
La basura de Leonia poco a poco invadiría el mundo si en el desmesurado basurero no estuvieran presionando, más allá de la última cresta, basurales de otras ciudades que también rechazan lejos de sí montañas de desechos. Tal vez el mundo entero, traspasados los confines de Leonia, está cubierto de cráteres de basuras, cada uno, en el centro, con una metrópoli en erupción ininterrumpida. Los límites entre las ciudades extranjeras y enemigas son bastiones infectos donde los detritos de una y otra se apuntalan recíprocamente, se superan, se mezclan.
Cuanto más crece la altura, más inminente es el peligro de derrumbes: basta que un envase, un viejo neumático, una botella sin su funda de paja ruede del lado de Leonia, y un alud de zapatos desparejados, calendarios de años anteriores, flores secas, sumerja la ciudad en el propio pasado que en vano trataba de rechazar, mezclado con aquel de las ciudades limítrofes finalmente limpias: un cataclismo nivelará la sórdida cadena montañosa, borrará toda traza de la metrópoli siempre vestida con ropa nueva. Ya en las ciudades vecinas están listos los rodillos compresores para nivelar el suelo, extenderse en el nuevo territorio, agrandarse, alejar los nuevos basurales.
Polo: —… Tal vez este jardín sólo asoma sus terrazas sobre el lago de nuestra mente…
Kublai: —… y por lejos que nos lleven nuestras atormentadas empresas de condotieros y de mercaderes, ambos custodiamos dentro de nosotros esta sombra silenciosa, esta conversación pausada, esta noche siempre igual.
Polo: —A menos que sea cierta la hipótesis opuesta: que quienes se afanan en los campamentos y en los puertos existan sólo porque los pensamos nosotros dos, encerrados entre estos setos de bambú, inmóviles desde siempre.
Kublai: —Que no existan la fatiga, los alaridos, las heridas, el hedor, sino sólo esta planta de azalea.
Polo: —Que los cargadores, los picapedreros, los barrenderos, las cocineras que limpian las entrañas de los pollos, las lavanderas inclinadas sobre la piedra, las madres de familia que revuelven el arroz mientras amamantan a los recién nacidos, existan sólo porque nosotros los pensamos.
Kublai: —A decir verdad, yo no los pienso nunca.
Polo: —Entonces no existen.
Kublai: —No creo que esa conjetura nos convenga. Sin ellos nunca podríamos estar meciéndonos arrebujados en nuestras hamacas.
Polo: —Hay que excluir la hipótesis, entonces. Por lo tanto será cierta la otra: que existan ellos y no nosotros.
Kublai: —Hemos demostrado que si existiéramos, no estaríamos aquí.
Polo: —Pero en realidad estamos.