Cada ciudad, como Laudomia, tiene a su lado otra ciudad cuyos habitantes llevan los mismos nombres: es la Laudomia de los muertos, el cementerio. Pero la cualidad especial de Laudomia es la de ser, más que doble, triple, comprendiendo una tercera Laudomia que es la de los no nacidos.
Las propiedades de la ciudad doble son notorias. Cuanto más se apeñusca y se dilata la Laudomia de los vivos, más crece la extensión de las tumbas fuera de los muros. Las calles de la Laudomia de los muertos son apenas lo bastante anchas para que dé vuelta el carro del sepulturero, y se asoman a ellas edificios sin ventanas; pero el trazado de las calles y el orden de las moradas repite el de la Laudomia viviente, y, como en ésta, las familias están cada vez más hacinadas, en apretados nichos superpuestos. En las tardes de buen tiempo la población viva visita a los muertos y descifra los propios nombres en sus losas de piedra: a semejanza de la ciudad de los vivos ésta transmite una historia de esfuerzos, cóleras, ilusiones, sentimientos; sólo que aquí todo se ha vuelto necesario, sustraído al azar, encasillado, puesto en orden. Y para sentirse segura la Laudomia viviente necesita bucear en la Laudomia de los muertos la explicación de sí misma, aun a riesgo de encontrar allí de más o de menos: explicaciones para más de una Laudomia, para ciudades diversas que podían ser y no han sido, o razones parciales, contradictorias, engañosas.
Justamente Laudomia asigna una residencia igualmente vasta a aquellos que aún deben nacer; es cierto que el espacio no guarda proporción con su número que se supone inmenso, pero como es un lugar vacío, circundado de una arquitectura de nichos y huecos y acanaladuras, y como es posible atribuir a los no nacidos las dimensiones que se quiera, pensarlos grandes como ratones o como gusanos de seda o como hormigas o huevos de hormiga, nada impide imaginarlos erguidos o acurrucados debajo de cada objeto o ménsula que sobresale de las paredes, sobre cada capitel o plinto, en fila o bien desparramados, atentos a las obligaciones de sus vidas futuras, y contemplar en una veta del mármol toda la Laudomia de aquí a cien o mil años, abarrotada de multitudes vestidas de maneras nunca vistas, todos por ejemplo de barragán color berenjena, o todos con plumas de pavo real en el turbante, y reconocer en ellos a los descendientes propios y a los de las familias aliadas o enemigas, de los deudores y acreedores, que van y vienen perpetuando los tráficos, las venganzas, los noviazgos por amor o por interés. Los vivientes de Laudomia frecuentan la casa de los no nacidos interrogándolos; los pasos resuenan bajo las bóvedas vacías; las preguntas se formulan en silencio: y siempre preguntan por ellos mismos, y no por los que vendrán; éste se preocupa de dejar ilustre memoria, aquél de hacer olvidar sus vergüenzas; todos quisieran seguir el hilo de las consecuencias de los propios actos; pero cuanto más aguzan la mirada, menos reconocen un trazo continuo; los que van a nacer en Laudomia aparecen puntiformes como granitos de polvo, separados del antes y del después.
La Laudomia de los no nacidos no transmite, como la de los muertos, seguridad alguna a los habitantes de la Laudomia viviente, sino sólo zozobra. A los pensamientos de los visitantes terminan por abrirse dos caminos, y no se sabe cuál reserva más angustia: o se piensa que el número de los que van a nacer supera de muy lejos el de todos los vivos y todos los muertos, y entonces en cada poro de la piedra se hacinan multitudes invisibles, apretadas en las pendientes del embudo como en las gradas de un estadio, y como en cada generación la descendencia de Laudomia se multiplica, en cada embudo se abren centenares de embudos cada uno con millones de personas que deben nacer y estiran el cuello y abren la boca para no sofocarse; o bien se piensa que incluso Laudomia desaparecerá, no se sabe cuándo, y todos sus ciudadanos con ella, esto es, las generaciones se sucederán hasta alcanzar cierta cifra y no seguirán adelante, y entonces la Laudomia de los muertos y la de los no nacidos son como las dos ampollas de un reloj de arena que no se invierte, cada paso entre el nacimiento y la muerte es un granito de arena que atraviesa el gollete, y habrá un último habitante de Laudomia que nazca, un último granito por caer que ahora está ahí esperando encima del montón.
Llamados a dictar las normas para la fundación de Perinzia, los astrónomos establecieron el lugar y el día según la posición de las estrellas, trazaron las líneas cruzadas de las calles principales orientadas una como el curso del sol y la otra como el eje en torno al cual giran los cielos, dividieron el mapa según las doce casas del zodiaco de manera que cada templo y cada barrio recibiese el justo influjo de las constelaciones oportunas, fijaron el punto de los muros donde se abrirían las puertas previendo que cada una encuadrase un eclipse de luna en los próximos mil años. Perinzia —aseguraron— reflejaría la armonía del firmamento; la razón de la naturaleza y la gracia de los dioses darían forma a los destinos de los habitantes.
Siguiendo con exactitud los cálculos de los astrónomos, fue edificada Perinzia; gentes diversas vinieron a poblarla; la primera generación de los nacidos en Perinzia empezó a crecer entre sus muros, y aquéllos a su vez llegaron a la edad de casarse y tener hijos.
En las calles y plazas de Perinzia hoy encuentras lisiados, enanos, jorobados, obesos, mujeres barbudas. Pero lo peor no se ve; gritos guturales suben desde los sótanos y los graneros, donde las familias esconden a los hijos de tres cabezas o seis piernas.
Los astrónomos de Perinzia se encuentran frente a una difícil opción: o admitir que todos sus cálculos están equivocados y sus cifras no consiguen describir el cielo, o revelar que el orden de los dioses es exactamente el que se refleja en la ciudad de los monstruos.
Cada año en mis viajes hago alto en Procopia y me alojo en la misma habitación de la misma posada. Desde la primera vez me he detenido a contemplar el paisaje que se ve corriendo la cortina de la ventana: un foso, un puente, una pequeña pared, un árbol de serbo, un campo de maíz, una zarzamora, un gallinero, un lomo de colina amarillo, una nube blanca, un pedazo de cielo azul en forma de trapecio. Estoy seguro de que la primera vez no se veía a nadie; fue sólo al año siguiente cuando, por un movimiento entre las hojas, pude distinguir una cara redonda y chata que mordisqueaba una mazorca. Después de un año eran tres sobre la pequeña pared, y al volver vi seis, sentados en fila, con las manos sobre las rodillas y algunas serbas en un plato. Cada año, apenas entraba en la habitación, levantaba la cortina y contaba algunas caras más: dieciséis, incluidos los de allí abajo en el foso; veintinueve, ocho de ellos acurrucados en el serbo; cuarenta y siete sin contar los del gallinero. Se asemejan, parecen amables, tienen pecas en las mejillas, sonríen, alguno con la boca sucia de moras. Pronto vi todo el puente lleno de tipos de cara redonda, en cuclillas porque ya no tenían más lugar para moverse; desgranaban las mazorcas, después roían las raspas. Así un año tras otro he visto desaparecer el foso, el árbol, el serbo, ocultos por setos de sonrisas tranquilas, entre las mejillas redondas que se mueven masticando hojas. No se puede creer, en un espacio reducido como aquel campito de maíz, cuánta gente puede haber, sobre todo si se sientan abrazándose las rodillas, quietos. Deben de ser muchos más de lo que parece: he visto cubrirse el lomo de la colina de una multitud cada vez más densa; pero desde que los del puente tomaron la costumbre de ponerse a horcajadas uno sobre los hombros del otro, no consigo llegar tan lejos con la mirada.
Este año, por fin, al levantar la cortina, la ventana encuadra sólo una extensión de caras: de un ángulo al otro, en todos los niveles y a todas las distancias, se ven esas caras redondas, quietas, chatas, con un esbozo de sonrisa y en el medio muchas manos que se sujetan a los hombros de los que están delante. Hasta el cielo ha desaparecido. Da lo mismo que me aleje de la ventana.
No es que los movimientos me sean fáciles. En mi cuarto nos alojamos veintiséis: para mover los pies tengo que molestar a los que se acurrucan en el suelo, me abro paso entre las rodillas de los que están sentados en el arcón y los codos de los que se turnan para apoyarse en la cama: todas personas amables, por suerte.
No es feliz la vida en Raissa. Por las calles la gente camina torciéndose las manos, impreca a los niños que lloran, se apoya en los parapetos del río con las sienes entre los puños, por la mañana despierta de un mal sueño y empieza otro. En los talleres donde a cada rato alguien se machaca los dedos con el martillo o se pincha con la aguja, o en las columnas de números torcidas de los negociantes y los banqueros, o delante de las filas de vasos sobre el estaño de las tabernas, menos mal que las cabezas agachadas te ahorran miradas torvas. Dentro de las casas es peor, y no hay que entrar para saberlo: en verano las ventanas aturden con peleas y platos rotos.
Y sin embargo, en Raissa hay a cada momento un niño que desde una ventana ríe a un perro que ha saltado sobre un cobertizo para morder un pedazo de polenta que ha dejado caer un albañil que desde lo alto del andamio exclama: —¡Prenda mía, déjame probar! —a una joven posadera que levanta un plato de estofado bajo la pérgola, contenta de servirlo al paragüero que celebra un buen negocio, una sombrilla de encaje blanco comprada por una gran dama para pavonearse en las carreras, enamorada de un oficial que le ha sonreído al saltar el último seto, feliz él pero más feliz todavía su caballo que volaba sobre los obstáculos viendo volar en el cielo a un francolín, pájaro feliz liberado de la jaula por un pintor feliz de haberlo pintado pluma por pluma, salpicado de rojo y de amarillo, en la miniatura de aquel libro en que el filósofo dice: «También en Raissa, ciudad triste, corre un hilo invisible que enlaza por un instante un ser viviente a otro y se destruye, luego vuelve a tenderse entre puntos en movimiento dibujando nuevas, rápidas figuras de modo que a cada segundo la ciudad infeliz contiene una ciudad feliz que ni siquiera sabe que existe».
Con tal arte fue construida Andria, que cada una de sus calles corre siguiendo la órbita de un planeta y los edificios y los lugares de la vida en común repiten el orden de las constelaciones y las posiciones de los astros más luminosos: Antares, Alferaz, Capilla, las Cefeidas. El calendario de las ciudades está regulado de modo que los trabajos y oficios y ceremonias se disponen en un mapa que corresponde al firmamento en esa fecha: así los días en la tierra y las noches en el cielo se reflejan mutuamente.
De manera que, a través de una reglamentación minuciosa, la vida de las ciudades transcurre en calma como el movimiento de los cuerpos celestes y adquiere la necesidad de los fenómenos no sometidos al arbitrio humano. A los ciudadanos de Andria, alabando sus producciones industriosas y su sosiego espiritual, me vi movido a declararles:
—Comprendo bien que vosotros, que os sentís parte de un cielo inmutable, engranajes de una meticulosa relojería, os guardéis de introducir en vuestra ciudad y en vuestras costumbres el más leve cambio. Andria es la sola ciudad que conozco a la cual le conviene permanecer inmóvil en el tiempo.
Se miraron estupefactos.
—¿Pero por qué? ¿Y quién lo ha dicho?
Y me llevaron a visitar una calle colgante abierta recientemente sobre un bosque de bambú, un teatro de sombras en construcción en el lugar de la perrera municipal, ahora trasladada a los pabellones del antiguo lazareto, abolido por haberse curado los últimos apestados y —apenas inaugurados— un puerto fluvial, una estatua de Tales, un tobogán.
—¿Y estas innovaciones no turban el ritmo astral de vuestra ciudad? —pregunté.
—Tan perfecta es la correspondencia entre nuestra ciudad y el cielo —respondieron—, que cada cambio de Andria comporta alguna novedad entre las estrellas. —Los astrónomos escrutan con los telescopios después de cada mudanza que ocurre en Andria, y señalan la explosión de una nova, o el paso del anaranjado al amarillo de un remoto punto del firmamento, la expansión de una nebulosa, la curva de una vuelta de la espiral de la Vía Láctea. Cada cambio implica una cadena de otros cambios, tanto en Andria como entre las estrellas: la ciudad y el cielo no permanecen jamás iguales.
Del carácter de los habitantes de Andria merecen recordarse dos virtudes: la seguridad en sí mismos y la prudencia. Convencidos de que toda innovación en la ciudad influye en el dibujo del cielo, antes de cada decisión calculan los riesgos y las ventajas para ellos y para el conjunto de la ciudad y de los mundos.
Me recriminas porque cada relato mío te transporta justo en medio de una ciudad sin hablarte del espacio que se extiende entre una ciudad y la otra: si lo cubren mares, campos de centeno, bosques de alerces, pantanos. Te contestaré con un cuento.
En las calles de Cecilia, ciudad ilustre, encontré una vez a un cabrero que empujaba rozando las paredes un rebaño tintineante.
—Hombre bendecido por el cielo —se detuvo a preguntarme—, ¿sabes decirme el nombre de la ciudad donde nos encontramos?
—¡Que los dioses te acompañen! —exclamé—. ¿Cómo puedes no reconocer la muy ilustre ciudad de Cecilia?
—Compadéceme —repuso—, soy un pastor trashumante. Nos toca a veces a mí y a las cabras atravesar ciudades; pero no sabemos distinguirlas. Pregúntame el nombre de los pastizales: los conozco todos, el Prado entre las Rocas, la Cuesta Verde, la Hierba a la Sombra. Las ciudades para mí no tienen nombre; son lugares sin hojas que separan un pastizal de otro, y donde las cabras se espantan de los cruces y se desbandan. Yo y el perro corremos para mantener junto el rebaño.
—Al contrario que tú —afirmé—, yo reconozco sólo las ciudades y no distingo lo que está afuera. En los lugares deshabitados toda piedra y toda hierba se confunde a mis ojos con toda piedra y hierba.
Muchos años pasaron desde entonces; he conocido muchas ciudades más y he recorrido continentes. Un día caminaba entre ángulos de casas todos iguales: me había perdido. Pregunté a un transeúnte:
—Que los inmortales te protejan, ¿sabes decirme dónde nos encontramos?
—¡En Cecilia, y así no fuera! —me respondió—. Hace tanto que caminamos por sus calles, yo y las cabras, y no conseguimos salir…