Desde la alta balaustrada del palacio el Gran Kan mira crecer el imperio. La primera en dilatarse había sido la línea de los confines englobando los territorios conquistados, pero la avanzada de los regimientos encontraba comarcas semidesiertas, míseras aldeas de cabañas, aguazales donde se daba mal el arroz, poblaciones magras, ríos secos, cañas. «Es hora de que mi imperio, ya demasiado crecido hacia afuera —pensaba el Kan—, empiece a crecer hacia adentro», y soñaba bosques de granadas maduras cuya corteza se raja, cebúes asándose y rezumantes de grasa, vetas metalíferas que manan en desmoronamientos de pepitas brillantes…
Ahora muchas estaciones de abundancia han colmado los graneros. Los ríos en crecida han arrastrado bosques de vigas destinadas a sostener los techos de bronce de los templos y palacios. Caravanas de esclavos han desplazado montañas de mármol serpentino a través del continente. El Gran Kan contempla un imperio recubierto de ciudades que pesan sobre la tierra y sobre los hombres, abarrotado de riquezas y pletórico, sobrecargado de ornamentos y de obligaciones, complicado de mecanismos y de jerarquías, hinchado, tenso, turbio.
«Su propio peso es el que está aplastando al imperio», piensa Kublai, y en sus sueños aparecen ciudades ligeras como cometas, ciudades caladas como encajes, ciudades transparentes como mosquiteros, ciudades nervadura de hoja, ciudades línea de la mano, ciudades filigrana para verlas a través de su opaco y ficticio espesor.
—Te contaré lo que soñé anoche —dice a Marco—. En medio de una tierra chata y amarilla sembrada de meteoritos y de rocas erráticas, veía elevarse a lo lejos las agujas de una ciudad de pináculos afinados, hechos de modo que la luna en su viaje pueda posarse ya sobre uno ya sobre otro, o mecerse colgada de los cables de las grúas.
Y Polo:
—La ciudad que has soñado es Lalage. Esas invitaciones a hacer alto en el cielo nocturno las dispusieron sus habitantes para que la luna conceda a todas las cosas de la ciudad el don de crecer y volver a crecer sin fin.
—Hay algo que no sabes —añadió el Kan—. Agradecida, la luna ha otorgado a la ciudad de Lalage un privilegio más raro: crecer en ligereza.
Si queréis creerme, bien. Ahora diré cómo es Ottavia, ciudad-telaraña. Hay un precipicio entre dos montañas abruptas: la ciudad está en el vacío, atada a las dos crestas con cuerdas y cadenas y pasarelas. Se camina sobre los travesaños de madera, cuidando de no poner el pie en los intersticios, o uno se aferra a las mallas de cáñamo. Abajo no hay nada en cientos y cientos de metros: pasa alguna nube; se entrevé más abajo el fondo del despeñadero.
Ésta es la base de la ciudad: una red que sirve de pasaje y de sostén. Todo lo demás, en vez de elevarse encima, cuelga hacia abajo; escalas de cuerda, hamacas, casas hechas en forma de saco, percheros, terrazas como navecillas, odres de agua, picos de gas, asadores, cestos suspendidos de cordeles, montacargas, duchas, trapecios y anillas para juegos, teleféricos, lámparas, macetas con plantas de follaje colgante. Suspendida en el abismo, la vida de los habitantes de Ottavia es menos incierta que en otras ciudades. Sabes que la red no sostiene más que eso.
En Ersilia, para establecer las relaciones que rigen la vida de la ciudad, los habitantes tienden hilos entre los ángulos de las casas, blancos o negros o grises o blanquinegros según indiquen relaciones de parentesco, intercambio, autoridad, representación. Cuando los hilos son tantos que ya no se puede pasar entre medio, los habitantes se van: se desmontan las casas; quedan sólo los hilos y los soportes de los hilos.
Desde la ladera de un monte, acampados con sus trastos, los prófugos de Ersilia miran la maraña de los hilos tendidos y los palos que se levantan en la llanura. Y aquello es todavía la ciudad de Ersilia, y ellos no son nada.
Vuelven a edificar Ersilia en otra parte. Tejen con los hilos una figura similar que quisieran más complicada y al mismo tiempo más regular que la otra. Después la abandonan y se trasladan aún más lejos con sus casas.
Viajando así por el territorio de Ersilia encuentras las ruinas de las ciudades abandonadas, sin los muros que no duran, sin los huesos de los muertos que el viento hace rodar: telarañas de relaciones intrincadas que buscan una forma.
Después de andar siete días, a través de boscajes, el que va a Baucis no consigue verla y ha llegado. Los finos zancos que se alzan del suelo a gran distancia uno de otro y se pierden entre las nubes, sostienen la ciudad. Se sube por escalerillas. Los habitantes rara vez se muestran en tierra: tienen arriba todo lo necesario y prefieren no bajar. Nada de la ciudad toca el suelo salvo las largas patas de flamenco en que se apoya, y en los días luminosos, una sombra calada y angulosa que se dibuja en el follaje.
Tres hipótesis circulan sobre los habitantes de Baucis: que odian la tierra; que la respetan al punto de evitar todo contacto; que la aman tal como era antes de ellos, y con catalejos y telescopios apuntando hacia abajo no se cansan de pasarle revista, hoja por hoja, piedra por piedra, hormiga por hormiga, contemplando fascinados su propia ausencia.
Dioses de dos especies protegen la ciudad de Leandra. Unos y otros son tan pequeños que no se ven y tan numerosos que no se pueden contar. Unos están sobre las puertas de las casas, en el interior, cerca del perchero y el paragüero; en las mudanzas siguen a las familias y se instalan en los nuevos alojamientos a la entrega de las llaves. Los otros están en la cocina, se esconden de preferencia bajo las ollas, o en la campana de la chimenea, o en el sucucho de las escobas: forman parte de la casa y cuando la familia que la habitaba se va, ellos se quedan con los nuevos inquilinos; tal vez ya estaban allí cuando la casa aún no existía, entre las malas hierbas del solar, escondidos en una lata oxidada; si se echa abajo la casa y en su lugar se construye un palomar para cincuenta familias, se los encuentra multiplicados en las cocinas de otros tantos apartamentos. Para distinguirlos llamaremos a unos Penates y a los otros Lares.
En una casa no es que los Lares estén siempre con los Lares y los Penates con los Penates: se frecuentan, pasean juntos por las cornisas de estuco, por los caños del agua caliente, comentan las cosas de la familia, es fácil que se peleen, pero pueden también llevarse bien durante años; viéndolos todos en fila no se distingue cuál es uno, cuál el otro. Los Lares han visto pasar entre sus paredes a Penates de las más diversas procedencias y costumbres; a los Penates les toca acomodarse codo con codo con los Lares de ilustres palacios en decadencia, llenos de dignidad, o con Lares de chabolas, quisquillosos y desconfiados.
La verdadera esencia de Leandra es tema de discusiones sin fin. Los Penates creen que son ellos el alma de la ciudad, aunque hayan llegado el año anterior, y que se llevan consigo a Leandra cuando emigran. Los Lares consideran a los penates huéspedes provisionales, inoportunos, invasores; la verdadera Leandra es la de ellos, que da forma a todo lo que contiene, la Leandra que estaba allí antes de que todos estos intrusos llegaran, y que se quedará cuando todos se hayan ido.
En común tienen esto: que sobre cuanto sucede en la familia y en la ciudad siempre tienen algo que criticar, los Penates sacando a relucir los viejos, los bisabuelos, las tías segundas, la familia de otro tiempo; los Lares el ambiente tal como era antes de que lo arruinaran. Pero no es que vivan sólo de recuerdos: urden proyectos sobre la carrera que harán los niños cuando sean grandes (los Penates), sobre lo que podría llegar a ser aquella casa o aquella zona (los Lares) si estuviese en buenas manos. Prestando atención especialmente de noche, en las casas de Leandra, se los oye parlotear y parlotear, hacerse reproches, echarse pullas, resoplidos, risitas irónicas.
En Melania, cada vez que uno entra en la plaza, se encuentra en mitad de un diálogo: el soldado fanfarrón y el parásito al salir por una puerta se encuentran con el joven pródigo y la meretriz; o bien el padre avaro desde el umbral dirige las últimas recomendaciones a la hija enamorada y es interrumpido por el criado tonto que va a llevar un billete a la celestina. Uno vuelve a Melania años después y encuentra el mismo diálogo que continúa; entretanto han muerto el parásito, la celestina, el padre avaro; pero el soldado fanfarrón, la hija enamorada, el enano tonto han ocupado sus puestos, sustituidos a su vez por el hipócrita, la confidente, el astrólogo.
La población de Melania se renueva: los interlocutores mueren uno por uno y entretanto nacen los que se ubicarán a su vez en el diálogo, éste en un papel, aquél en el otro. Cuando alguien cambia de papel o abandona la plaza para siempre o entra por primera vez, se producen cambios en cadena, hasta que todos los papeles se distribuyen de nuevo; pero entretanto al viejo colérico continúa respondiendo la criadilla ocurrente, el usurero no deja de perseguir al joven desheredado, la nodriza de consolar a la entenada, aunque ninguno de ellos conserve los ojos y la voz que tenía en la escena precedente.
Sucede a veces que un solo interlocutor desempeña al mismo tiempo dos o más papeles: tirano, benefactor, mensajero; o que un papel se desdobla, se multiplica, se atribuye a cien, a mil habitantes de Melania: tres mil para el hipócrita, treinta mil para el gorrón, cien mil hijos de reyes caídos en desgracia que esperan el reconocimiento.
Con el paso del tiempo hasta los papeles no son exactamente los mismos que antes; es cierto que la acción que impulsan a través de intrigas y golpes de escena lleva a un desenlace final cualquiera, que sigue acercándose aun cuando la madeja parezca enredarse más y aumentar los obstáculos. El que se asoma a la plaza en momentos sucesivos comprende que de un acto a otro el diálogo cambia, aunque las vidas de los habitantes de Melania sean demasiado breves como para advertirlo.
Marco Polo describe un puente, piedra por piedra.
—¿Pero cuál es la piedra que sostiene el puente? —pregunta Kublai Kan.
—El puente no está sostenido por esta piedra o por aquélla —responde Marco—, sino por la línea del arco que ellas forman.
Kublai permanece silencioso, reflexionando. Después añade:
—¿Por qué me hablas de las piedras? Es sólo el arco lo que me importa.
Polo responde:
—Sin piedras no hay arco.
—¿Te ha sucedido alguna vez ver una ciudad que se parezca a ésta? —preguntaba Kublai a Marco Polo asomando la mano ensortijada fuera del baldaquino de seda del bucentauro imperial, para señalar los puentes que se arquean sobre los canales, los palacios principescos cuyos umbrales de mármol se sumergen en el agua, el ir venir de los botes livianos que dan vueltas en zigzag impulsados por largos remos, las gabarras que descargan cestas de hortalizas en las plazas de los mercados, los balcones, las azoteas, las cúpulas, los campanarios, los jardines de las islas que verdean en el gris de la laguna.
El emperador, acompañado por su dignatario extranjero, visitaba Quinsai, antigua capital de depuestas dinastías, última perla engastada en la corona del Gran Kan.
—No, sir —respondió Marco—, nunca hubiese imaginado que pudiera existir una ciudad semejante a ésta.
El emperador trató de escrutarlo en los ojos. El extranjero bajó la mirada. Kublai permaneció silencioso todo el día.
Después del crepúsculo, en las terrazas del palacio real, Marco Polo exponía al soberano los resultados de sus embajadas. Habitualmente el Gran Kan terminaba las noches saboreando con los ojos entrecerrados estos relatos hasta que su primer bostezo daba al séquito de pajes la señal de encender las antorchas para guiar al soberano hasta el Pabellón del Augusto Sueño. Pero esta vez Kublai no parecía dispuesto a ceder a la fatiga.
—Dime una ciudad más —insistía.
—… Desde allí el hombre parte y cabalga tres jornadas entre gregal y levante… —proseguía diciendo Marco, y enumeraba nombres y costumbres y comercios de gran número de tierras. Su repertorio podía considerarse inagotable, pero ahora le tocó a él rendirse. Era el alba cuando dijo—: Sir, ahora te he hablado de todas las ciudades que conozco.
—Queda una de la que no hablas jamás.
Marco Polo inclinó la cabeza.
—Venecia —dijo el Kan.
Marco sonrió.
—¿Y de qué otra cosa crees que te hablaba?
El emperador no pestañeó.
—Sin embargo, no te he oído nunca pronunciar su nombre.
Y Polo:
—Cada vez que describo una ciudad digo algo de Venecia.
—Cuando te pregunto por otras ciudades, quiero oírte hablar de ellas. Y de Venecia cuando te pregunto por Venecia.
—Para distinguir las cualidades de las otras, debo partir de una primera ciudad que permanece implícita. Para mí es Venecia.
—Deberías entonces empezar cada relato de tus viajes por la partida, describiendo Venecia tal como es, toda entera, sin omitir nada de lo que recuerdes de ella.
El agua del lago estaba apenas encrespada; el reflejo de cobre del antiguo palacio de los Sung se desmenuzaba en reverberaciones centelleantes como hojas que flotan.
—Las imágenes de la memoria, una vez fijadas por las palabras, se borran —dijo Polo—. Quizás tengo miedo de perder a Venecia toda de una vez, si hablo de ella. O quizás, hablando de otras ciudades, la he ido perdiendo poco a poco.
En Smeraldina, ciudad acuática, una retícula de canales y una retícula de calles se superponen y se entrecruzan. Para ir de un lugar a otro siempre puedes elegir entre el recorrido terrestre y el recorrido en barca, y como la línea más breve entre dos puntos en Smeraldina no es una recta sino un zigzag que se ramifica en tortuosas variantes, las calles que se abren a cada transeúnte no son sólo dos sino muchas, y aumentan aún más para quien alterna trayectos en barca y transbordos a tierra firme. Así el tedio de recorrer cada día las mismas calles es ahorrado a los habitantes de Smeraldina. Y eso no es todo: la red de pasajes no se dispone en un solo estrato, sino que sigue un subibaja de escalerillas, galerías, puentes convexos, calles suspendidas. Combinando sectores de los diversos trayectos sobreelevados o de superficie, cada habitante se permite cada día la distracción de un nuevo itinerario para ir a los mismos lugares. Las vidas más rutinarias y tranquilas en Smeraldina transcurren sin repetirse.