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Authors: Jorge Javier Vázquez

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La vida iba en serio (10 page)

Mi director espiritual estuvo más pendiente de mí que de costumbre durante aquel viaje, y no dejaba de hablarme de lo importante que iba a ser para todos nosotros la visita a Santa María de la Paz, la iglesia donde reposaban los restos de Josemaría Escrivá de Balaguer. La haríamos el domingo, el último día del viaje, justo antes de ir al Vaticano para recibir la bendición del Papa. Sin embargo, aquel día amaneció lluvioso y, pese a que percibí cierta excitación a mi alrededor entre la gente que venía del centro de Badalona —la achacaba a la emoción que les producía saber que iban a visitar algo que ellos veneraban—, yo sólo sentía alegría porque el viaje tocaba a su fin. Tenía ganas de regresar a mi casa y dejar de oler a incienso.

Llegamos a Santa María de la Paz y pasamos por delante de la tumba; creo recordar que rezamos algo —como de costumbre, no faltaba más—, y no sé de qué manera mi director espiritual y yo acabamos en una sala sentados frente a frente. Por fin iba a descubrir por qué estaban tan empeñados en que no me perdiera el dichoso viaje.

Después de hablar durante unos minutos de los panes y los peces, o de algún tema relacionado con ellos, mi director lanzó el órdago:

—Hasta que redactes y firmes la carta de admisión en la Obra no nos iremos de aquí.

—Pero… vamos a perder el autocar —balbuceé.

—Eso es lo de menos. Iremos a San Pedro andando.

No tenía escapatoria. Llevaba tiempo coqueteando con la idea de pertenecer a la Obra. Cuando durante alguna conversación aparecía el tema yo preguntaba cómo sería mi vida si ingresaba, y me contaban que sería «agregado», que seguiría viviendo en casa con mis padres, que cuando acabara la carrera —apostaba por una Filología— daría clases en un colegio y que mi vida sería envidiable. No me desagradaba la idea, pero existía un escollo que me parecía insalvable: mi padre. Desde que había ingresado en el colegio venía advirtiéndome —«que no te capten, que no te capten»—, y ya oía las palabras que pronunciaría cuando se enterara de mi decisión:

—Te lo dije. Al final te han lavado la cabeza y te han captado. Mira que te lo dije, pero como nunca me haces caso.

No obstante, mi director espiritual ya contaba con la solución a aquel previsible problema que también había surgido en otras familias:

—No se lo cuentes a tus padres, Jorge, no tienes por qué contárselo, porque no lo entenderían. Y no creas que estás engañándolos, es una manera de demostrarles amor, pues estás evitándoles un sufrimiento.

Pero yo sentía que iba a engañarlos, y a mis hermanas también. Y me veía incapaz de cortar aquellas conversaciones sobre sexo que le gustaba mantener a mi hermana mayor cuando toda la familia nos reuníamos los sábados y en la que, con risas o gestos de aparente escándalo, participaban mi madre, mi padre y mi otra hermana. Si a mí ya me costaba luchar por mi santidad, luchar por la de mi familia en pleno me parecía algo heroico. Y además, qué coño, no quería separarme de ellos, y veía a mi alrededor lo que sucedía cuando alguien se hacía del Opus. Los «supernumerarios» podían casarse, pero a mí ni me ofrecían esa posibilidad ni yo la contemplaba, porque no estaba dispuesto a joderle la vida a ninguna mujer. Los «numerarios» vivían en casas de la Obra y casi no veían a sus familias, y en cuanto a los «agregados» —lo que iba a ser yo—, seguían viviendo con sus padres, pero ¿cómo?, ¿ocultándoles lo que hacían y al mismo tiempo urdiendo estratagemas para que abandonaran la senda del mal y retornaran al buen camino? No me veía llevando de la mano a mis padres a misa los domingos por la mañana. Ellos preferían pasear por las Ramblas y comprar patatas fritas en la Corominas, las mejores de la ciudad, y luego llegar a casa y ponerse cómodos —mi madre la bata, mi padre en calzoncillos— para preparar el aperitivo y ponerse una película algo subida de tono para dirigirse con mucho disimulo miradas cómplices. ¿Quién era yo para decirles que lo que hacían no estaba bien, que ya estaba bien de tanto coqueteo con la lujuria?

—No lo tengo claro, necesito más tiempo.

—No hay más tiempo, Jorge —dictaminó mi director espiritual—. No puedes seguir evitando la llamada del Señor.

—No quiero.

—Ese es el demonio que te está tentando, ¡no dejes que gane esta batalla!

Me ofrecían trabajo. Y una vida ordenada. Y el cielo. Pero tenía que decir adiós a la esperanza de la salvación en forma de brazos bien moldeados, piernas duras y labios húmedos.

—No lo sé, de verdad.

—No lo pienses, hazlo. No te arrepentirás.

Tendría que mentir a mis padres. Y pasar mucho más tiempo con la gente de la Obra que con ellos. Y, por mucho que a veces me dieran ganas de largarme de casa y buscarme la vida, sólo tenía diecisiete años. Mi hermana Esther estaba a punto de casarse y en el piso de Badalona nos quedaríamos los tres; si ya habíamos hablado de que con su marcha los cincuenta metros cuadrados se nos iban a quedar grandes, ¿qué pasaría si yo comenzara a ausentarme de mi casa más tiempo del habitual? Que mis padres se sentirían solos demasiado pronto y ni ellos se lo merecían ni a mí me daba la gana que aquello sucediera, porque cuando estábamos los tres la alegría de mi madre contagiaba a mi padre y nos lo pasábamos muy bien. Mi madre incluso hacía bromas sobre el carácter tristón de mi padre y mi padre no podía evitar que se le escapara una sonrisa, y entonces yo me sentía orgulloso de él por todo lo que había luchado por sacarnos adelante en aquellos tiempos tan difíciles. No. No se merecían que les hiciera una putada tan gorda.

—No puedo firmar.

Mi decisión estaba tomada y mi director así lo entendió. No quiso insistir porque sabía que acababa de perder una batalla, pero antes de dar por acabada la reunión —que no la guerra— pronunció una frase que se me quedó grabada en la memoria:

—No olvides que el Señor te tenía preparado un camino de rosas y has elegido uno con espinas.

Entonces me di cuenta de que había tomado la decisión adecuada. No quería vivir al lado de gente que se atrevía a presagiar el futuro de los demás con tanta ligereza. Entre el cielo y el infierno elegí el infierno, y con el paso de los años comprobé que quemarse entre sus brasas podía llegar a producir un placer más infinito que aquel cielo frío e inhóspito que promocionaba el Opus Dei.

9

EL BRILLO DE LO OSCURO

—¿Ya? —preguntó Joan.

—¿Te parece poco? Chico, siento haberte decepcionado —respondí con una pizca de cabreo—. ¿Qué esperabas?, ¿que hubiera asesinatos de por medio? ¿Narcotráfico?

—No seas imbécil —sonrió—. Te lo digo porque necesito saber si puedo empezar a darle al gintonic para comenzar a asimilar todo lo que me has contado.

—Pídete uno mientras pago y nos lo tomamos a medias, yo también necesito un lingotazo. Me hace mucha gracia esa palabra, ¿sabes? Como lo de mover el esqueleto o salir de bureo, que lo dice mucho mi padre cuando me voy de juerga. Sin embargo, detesto la palabra «copichuela». No la soporto.

—Ya estás haciendo lo de siempre: intentar quitarle hierro a todo lo que te pasa. Mirar para otro lado.

—¿Y qué quieres que haga, Joan? ¿Seguir lamentándome por tener la sensación de haber desperdiciado aquellos años? Claro que me habría gustado vivirlos de otra manera, relacionarme con otro tipo de gente más abierta, no sentir miedo durante aquellos días que no estaba en gracia de Dios por temor a palmarla y largarme al infierno. Además, nos transmitían la idea de un Dios en perpetuo estado de alerta, que no nos pasaba ni una, y si pecábamos teníamos que ir inmediatamente a confesarnos, porque la muerte podía acudir a buscarnos en cualquier momento. Parecía que ese Dios que ellos nos explicaban estaba esperando a que la cagáramos para condenarnos. Ni misericordioso, ni compasivo, ni leches. Por eso, cuando en la facultad escuchaba a mis compañeros referirse a sus años de instituto, sentía nostalgia, mucha nostalgia, puedo asegurártelo. Chicos y chicas en una misma clase, profesores para los que no existía el pecado, amoríos adolescentes… Yo no sé lo que significa eso, viví cuatro años inmerso en un universo paralelo que no tenía nada que ver con el mundo real y me hicieron creer que no valía la pena conocerlo porque estaba gastado, decrépito, corrupto. Debía tener mucho cuidado con la gente que no era como ellos, porque no era más que una fuente de conflictos que iban a impedirme conseguir la anhelada santidad. Y resulta que cuando voy a la facultad me encuentro con que todos los compañeros que han pasado por el instituto son gente sana, que ha vivido en libertad, sin miedo, que se acaricia porque sí, sin ningún tipo de doble sentido. No como nosotros, que teníamos miedo al contacto físico por temor a ponernos cachondos. ¿Qué quieres que te diga, Joan? ¿Que no me cabrea pensar en mi pasado? Pues claro que me cabrea, porque yo no sé lo que es tener diecisiete años y quedar por la noche con alguien que te gusta y acudir a la cita con nervios porque a lo mejor vas a follar por primera vez. O tener dieciocho y largarme a París en tren con mis amigos del instituto y alojarme en pensiones de estudiantes. O que llegue el verano y largarme a Ibiza a desparramar como cualquier chico de mi edad y no tener mala conciencia por pasármelo bien. No sé lo que es eso y me jode, cómo no va a joderme. Los únicos viajes de más de dos días que recuerdo fueron a monasterios, santuarios o retiros espirituales; sé ayudar en misa y tocar la campanilla en el momento oportuno, el Señor Mío Jesucristo, las Bienaventuranzas, recito los pecados capitales sin titubear… ¿Sigo, quieres que siga? Cuando el temido señor Rovira se enteró de que mi hermana Esther se había casado por lo civil me llamó a su despacho para hacerme ver que lo que había sucedido era una catástrofe, que tenía que hacer todo lo posible para que pasara por la Iglesia, porque de lo contrario iba a condenarse. Ella y toda su familia. Sólo faltó que la llamara puta en mi cara.

Estaba a punto de ponerme a llorar. Joan tenía razón, no me gustaba escarbar en mi pasado.

—Pero lo que de verdad me jode, Joan, a lo que no dejo de darle vueltas, es a que si hubiera estudiado en un instituto probablemente no habría acabado acostándome con un chapero la primera vez, porque mucho antes habría conocido a un maricón como yo. Y aquel maricón me habría presentado a otro, y yo habría podido tener una pandilla con la que sentirme a gusto y no estar tan jodidamente solo hasta que apareciste. Porque mis miedos me los he comido solo, tumbado en mi habitación escuchando música o leyendo, leyendo sin parar todo lo que caía en mis manos. Y de la misma manera que los tíos y las tías suelen liarse durante esa época, supongo que a mí me habría pasado lo mismo y habría acabado en la cama con otro tío mucho más pronto de lo que lo hice y no de aquella manera tan cutre.

—¿Te las has hecho ya, Jorge?

El camarero llegó con la cuenta.

—La última y nos vamos. Pero una para cada uno, ¿eh, Joan? Nada de compartir. La necesito.

—Invita la casa —dijo el camarero.

—¿Ves? Esto en Barcelona no pasa, Joan.

—Quizá porque no les prestan atención a los chicos guapos. Lástima que los chicos guapos siempre tengan novio.

Dejé de mirar a Joan y me encontré con la mirada del camarero. Me sonrió, se dio media vuelta y se largó.

—Pero si está buenísimo. ¡Y se piensa que somos novios!

—Jorge, lleva tonteando contigo desde que entramos y no te has dado cuenta.

—¿De verdad? Tienes razón, no me he dado cuenta, y mira que yo siempre estoy a la que salta. ¡Pero tenía tantas ganas de verte, de hablar contigo!

—Bueno, ya arreglaremos lo del camarero antes de irnos porque, aunque ahora se haya hecho la digna, a este te lo tiras. Te lo digo yo.

Sonreí.

—Te he preguntado por las pruebas, Jorge. —Joan se puso serio. Sabía que era un tema que me provocaba mucho dolor—. Que si te las has hecho ya…

Mi mente viajó a aquel pasado reciente que marcaría mi vida para siempre, al momento en el que después de estar con el chapero llegué a casa y me metí en la cama. ¿Conseguiría dormir más de tres horas seguidas? Lo dudo. Pese a que estábamos en la primera semana de enero, el cuello me sudaba como si acabara de despertarme de una siesta de verano. Me iba a morir. Vuelta en la cama. Sin embargo, llegados a aquel punto, la muerte no era lo que más miedo me producía, sino imaginar cómo iban a sobrellevar mi fallecimiento mis padres. Otra vuelta y posición fetal. Daba por sentado que me había infectado. ¿Cómo no iba a infectarme si había hecho algo tan malo como tener sexo con un hombre? Más vueltas. Benetton acababa de sacar un anuncio en el que se veía a un escuálido moribundo repleto de sarcoma de Kaposi rodeado por sus seres queridos. Vendieron que era un remedo de la
Pietà
pero a mí me parecía de una crudeza, de un oportunismo y de un hijoputismo extremo. Recordar el anuncio y dar otra vuelta en la cama fue todo uno. ¿Soportarían mis padres la vergüenza que iba a suponerles enterrar a un hijo que moría por culpa de una enfermedad que sólo sufrían los degenerados? Estaba decidido: al día siguiente iría a hacerme los análisis. Echando cuentas y con la información de que se disponía hasta el momento —infección, período de incubación, explosión del virus—, me quedaban unos seis o siete años de vida. A lo sumo diez.

El lunes por la mañana cogí el metro pero no fui a la facultad, sino que dirigí mis pasos hacia un laboratorio que había en la calle Balmes, muy cerquita de plaza Universidad. Me abrió la puerta una chica muy atractiva, morena y con el pelo rizado. Ni me hizo pasar a ninguna salita ni me invitó a tomar asiento, aquello tenía toda la pinta de convertirse en una visita del médico.

—¿Puedo ayudarte en algo?

—Sí, miiiira… —Entonces pronuncié de corrido la frase que llevaba ensayando toda la noche—: Ayer estuve con un chico que se prostituye y tengo miedo de que me haya contagiado algo.

Llevaba el discurso muy bien preparado. Al decir «estuve con un chico que se prostituye» quería dejar bien claro —o al menos sembrar la duda al respecto— que había ligado con él y que bajo ningún concepto había recibido compensación económica por mi parte. Y, sobre todo, quería evitar a toda costa pronunciar el nombre de la enfermedad que iba a costarme la vida.

—¿Hubo penetración?

—No, no —contesté algo ofendido—. Sólo sexo oral. Sin preservativo.

—Puede que te hayas contagiado, pero hasta dentro de tres meses no puedes venir a hacerte los análisis.

Si mi intención era que en aquel laboratorio se me proporcionaran dosis de paz no cabía duda de que había acudido al lugar equivocado. Lo abandoné derrotado y con los ánimos por los suelos. Desde el momento en el que dejé atrás el edificio supe que sería incapaz de reunir el valor necesario para hacerme la prueba, que no iba a volver a los tres meses y que desde aquel preciso momento tendría que aprender a convivir con el profundo desasosiego que provoca la incertidumbre.

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