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Authors: Jorge Javier Vázquez

Tags: #Biografía

La vida iba en serio (12 page)

—No trabajo, estudio. Mi padre no quiere que me ponga a trabajar porque dice que empezarán a gustarme los cuartos y entonces no llegaré a ser perito industrial.

—¿Se te dan bien los estudios?

—Sí, la verdad es que sí. Las matemáticas sobre todo, pero el latín se me atraviesa un poco.

—No me extraña, a mí me da miedo cuando se lo escucho a los curas.

Nos reímos. La Mari siempre me ha hecho mucha gracia. Incluso cuando nos cabreamos tengo que meterme muchas veces en el váter para aguantarme la risa. A mí que nuestro váter sea tan pequeño me parece ya una ventaja: me siento en la taza, apoyo la barbilla en la pila, cierro los ojos y me pongo a pensar. O descanso. Cuando entro en algunos lavabos donde la taza está separada de la pila me parecen muy incómodos, porque no dan ganas de quedarse un rato a descansar después de haberse uno aliviado.

Creo que la Mari y yo nos hicimos novios la misma noche que nos conocimos. Seguimos hablando sin parar hasta que llegamos a su casa, y al despedirnos le arreé un beso con lengua que me dejó loco.

—¿Nos vemos mañana? —pregunté.

—Pues claro.

Y nos vimos al día siguiente. Y al otro. Y al otro también. Yo seguía estudiando, pero cada vez con menos pasión. En cuanto acababa las clases me plantaba delante del taller de la Mercedes y esperaba a la Mari en la puerta. Me gustaba todo de ella: su cintura estrecha, sus ojos violetas, su boca carnosa, lo malhablada que era, sus faltas de ortografía, aquella letra tan picuda que demostraba que había pasado poco por la escuela… Pero, sobre todo, me gustaba que no se hiciera la estrecha cuando nos tocábamos. Yo le enseñé a meneármela, y ella me mostró cómo tenía que tocarla para que se corriera de gusto. Pocas noches volvimos a casa sin habernos corrido. Incluso en Semana Santa, que en aquella época tenía mérito, porque el ambiente no invitaba al cachondeo. Joder, qué trajín con la muerte de Jesucristo, la de años que llevábamos llorando por ella y el luto no se relajaba nunca. Uy, el Baileys, que me está haciendo efecto. Total, que digo yo que deberíamos habernos acostumbrado, pero, coño, parecía que todos los años se moría por primera vez. Ni cines, ni teatros, ni pollas en vinagre. Y las tías en Londres poniéndose minifalda. Si pido otro Baileys la Mari me mata, pero es que me lo estoy pasando tan bien yo solo… Cuando se meta en el baño me echo un chorrito.

Mi padre empezó a notar algo raro. Ya no me quejaba de lo cuesta arriba que se me hacía el latín ni le contaba los avances en las asignaturas. Empecé a saltarme algunas clases, y la cabeza la tenía en otra parte, y es que la Mari me tenía sorbido el seso y el sexo. Una noche mi padre mandó a mi hermana a dormir más pronto de lo habitual y, cuando en el comedor nos quedamos mi madre, él y yo, disparó:

—La del economato me ha dicho que te ha visto pasear por las Ramblas varias veces con la misma chica.

Por el tono de voz advertí que no se alegraba de que tuviera novia.

—Se llama Mari, es de Albacete.

—Vaya, manchega —señaló con desprecio.

Me jodió. Me jodió muchísimo que intentara humillar a mi Mari.

—Bueno, tú eres murciano. Parientes cercanos.

—¡No me faltes al respeto!

Cogí aire. Saqué un cigarrillo del paquete, me lo llevé a la boca, lo encendí con una mezcla de tranquilidad y chulería, le di una calada y, mirándolo a los ojos, le respondí:

—No se lo faltes tú a ella.

Del tortazo que me dio me sacó el cigarrillo de la boca. Cayó al suelo e intenté no alterarme. Volví a cogerlo y le di otra calada. Mi madre se puso a llorar.

—Estás haciendo llorar a tu madre.

—Tranquilo, lleva llorando desde que la conozco.

Me arreó otra hostia, aunque en aquella ocasión me dio tiempo a quitarme antes el cigarrillo de la boca.

—Qué poca vergüenza tienes —sentenció.

—Puede. Pero ten por seguro que si un día veo a la manchega llorar no voy a ser capaz de irme a los toros como si tal cosa por mucho que toree Antonio Ordóñez o el mismo Dios bendito vestido de luces.

Estaba jugando con fuego y lo sabía, pero tenía ganas de saber hasta dónde podía seguir apretando las tuercas. Mi madre continuó llorando y se fue a la cocina. Mi padre agarró con fuerza una botella de Anís del Mono que había encima de la mesa y por un momento me asusté, porque pensé que iba a estampármela en la cabeza, pero en cuanto volvió a dejarla en su sitio supe que había ganado no ya la batalla, sino la guerra.

A mi madre le mataron a una hermana más pequeña que ella durante la guerra. Tenía quince años, la enviaron a comprar azúcar y la reventó una bomba. Dicen que mi madre se quedó muy tocada porque era su hermana favorita, el caso es que yo la he conocido siempre triste. Le afectaban los cambios de estación, las Navidades, la humedad, el frío, el calor, los picores de las fajas, los petardos en las verbenas y en general cualquier muestra de dicha ajena. Recuerdo que un día oyó a una vecina reír a carcajadas y, moviendo la cabeza lentamente, con aire compasivo, como si estuviera perdonándole la vida, pronunció la siguiente frase:

—Claro, como a ella no le mataron a una hermana en la guerra…

Harto de sus continuas quejas, le repliqué:

—Hombre, mama, pero los nacionales fusilaron a su padre.

—No me irás a comparar la muerte de un padre con la de una hermana. Es normal que los padres se mueran, hijo.

—No es lo mismo morir a que te maten.

—¿Me lo vas a decir a mí, que me mataron a una hermana en la guerra?

Era inútil intentar dialogar con ella, porque siempre se salía con la suya; cuando veía que comenzaba a perder pie ponía cara de resignación e invariablemente zanjaba la conversación con la misma frase:

—Es lógico que no me entiendas, eres muy joven…

Y siempre lo decía con un tonillo de superioridad que a mí me ponía frenético.

Pero la verdad es que nunca fui joven, no me dejaron serlo. Por eso les jodió tanto que apareciera la Mari. Por la noche llegaba tan contento que entraba en mi casa silbando, algo que enervaba de una manera muy especial a mis padres, pues no cuadraba con la máxima que me habían inculcado desde pequeño:

—Hijo, tú no te signifiques.

En aquella época tan lúgubre la felicidad era una sospechosa manera de significarse.

Desde que había empezado a salir con la Mari me costaba regresar a casa, sumergirme en aquel ambiente gris y toparme con las miradas cansadas de mis padres. En mi hermana tampoco podía refugiarme: estaba en plena adolescencia, viviendo su particular vía crucis porque en el colegio la llamaban gorda. Me lo contó un día que fui a buscarla al colegio y me la encontré llorando en el patio.

—Me llaman gorda y me tienen envidia porque mis plumieres son mejores que los de los demás —me confesó Carmen entre lágrimas. Pero le presté poca atención, la verdad sea dicha. También me habló de un broche en forma de Bambi que le habían birlado; yo pensé que si no fuera tan pánfila le pasarían menos cosas, pero no se lo dije para no aumentar su sufrimiento.

Y luego estaba lo del sexo, claro, que me tenía inquieto. La Mari y yo no tardamos en darnos cuenta de que no nos bastaba con meternos mano en el cine o por las noches en algún portal. Fue ella la que, viendo una de John Wayne y después de limpiarse los restos de semen de la mano con un pañuelo, me dijo:

—Esto es una guarrada.

Me sentí culpable, como si estuviera aprovechándome de ella. Y lo advirtió.

—Que no, hombre, si no es por lo de la paja. Es que creo que sería más cómodo hacerlo en una cama.

Y al cabo de una semana fuimos a un hostal de la Barceloneta que me había recomendado un amigo.

—Descuida, no os harán preguntas —me explicó—, están acostumbrados a que las parejas de novios vayan allí a follar. Además, como está cerca del puerto, la dueña está hecha a que por allí paren muchas putas. Con lo guapa y lo fina que es la Mari, va a pensarse que se le ha aparecido la mismísima reina de Saba.

Hicimos el trayecto Badalona-Barcelona en silencio, hechos un manojo de nervios. El hostal estaba en un segundo piso, en una zona repleta de cervecerías que despedían un olor a fritanga que echaba
p’atrás
.

—¿Quieres que nos tomemos algo antes? —le pregunté.

—No, no, mejor no. Vamos ya, que parece que todo el mundo me está mirando.

Pero si la miraban era por guapa. Qué guapa era la Mari, joder. De caerse de culo. Cuando paseaba con ella tenía sentimientos encontrados. Por un lado me decía: «Joder, menuda mujer llevo a mi lado», y por otro no paraba de preguntarme qué coño hacía yo con alguien como ella. Incluso mi madre, que era poco dada a repartir halagos, llegó un día del cine, varios años después de que nos hubiéramos casado, y me dijo:

—Jorge, he ido a ver una de la Loren y en las fotos que ponen en la entrada me he dado cuenta de que, al taparle la cara de la nariz para abajo, es igual que la Mari.

Lo repitió durante tanto tiempo, tantas veces le dijo a todo el mundo durante años lo guapa que era la Mari, que el día que enterramos a mi madre yo me extrañé de que ella apareciera con un abrigo lila muy bonito, con unos ribetes negros en el cuello, que le quedaba muy bien. No sé, me quedé un poco impactado al verla y no supe qué decirle; estaba impresionante, pero me daba a mí que no había elegido la ropa más adecuada para el sitio al que íbamos a ir. Como notó mi desconcierto, me explicó el porqué de su atuendo:

—Mira, Jorge, tu madre siempre decía: «¡Qué guapa es mi nuera!», y yo quiero ir así al entierro para que me vea bien guapa antes de que la encierren en el nicho.

Coño, que me estoy poniendo a llorar. Y la Mari mirándome de reojo. Pensará que es del Baileys.

La habitación del hostal Rompeolas, fea y pequeña, daba al mar. Había colgado un cuadro del arcángel San Gabriel que brillaba en la oscuridad y la Mari lo puso de cara a la pared, «porque una cosa es que yo no crea en los curas y otra es que ese señor me vea las tetas».

—¡Y el trigémino! —rematé yo.

Qué risa nos entró cuando pronuncié aquella palabra tan absurda. Me gustó que la Mari no tuviera remilgos a la hora de quitarse la ropa y que no me obligara a que la habitación estuviera a oscuras. Había quedado claro que a los dos nos gustaba el sexo, y ella no era de las que se sentían guarras por hacerlo. Para los dos era la primera vez, y yo estaba tan alterado que me corrí nada más metérsela. Fui a por un cigarro, me tumbé a su lado y sonreí con aire triunfal hasta que me confesó:

—Jorge…

—Dime —acerté a responder casi entre suspiros.

—Que yo no me he enterado.

Me quedé planchado, sin saber qué decir, hasta que ella volvió a sugerirme:

—Apaga el cigarro, anda, y vamos otra vez a la faena.

Volvimos «a la faena» y aquella vez llegamos a corrernos los dos. Descansamos un poco y comenzamos a juguetear de nuevo. Me gustaba tocarle las tetas y darle mordiscos suaves en los pezones, hasta que ella me empujó la cabeza con las manos para que bajara a su sexo. Después de lamérselo un rato ella hizo lo mismo con el mío y volvimos a corrernos.

—¡Las nueve! Madre mía, en mi casa me matan.

—Tranquila. Lo tengo todo preparado, hoy volvemos en taxi como unos señores.

En la ducha sólo tenía ganas de reír y de seguir jugando. Llamé a la Mari en voz baja, como si fuera a contarle algo muy feo de Franco, y cuando abrió la puerta del lavabo corrí la cortina de la ducha y le enseñé la picha. Nos dio tal ataque de risa que a duras penas pude pedirle:

—Anda, ven a ducharte conmigo.

Y fue debajo de un miserable chorro de agua templada donde me di cuenta de que no quería seguir viviendo si no era con ella.

—Mari, acábate el Baileys y vente conmigo al sillón.

—Hijo mío, cómo estás de cariñoso.

Sí, estaba cariñoso, aunque también un poco borracho. Cuando se sentó a mi lado tuve ganas de decirle que la quería, pero pese a mi estado no conseguí que aquellas palabras salieran de mi boca, e intenté decírselo con otras, a mi manera.

—Los tuviste
cuadraos
, ¿eh?

No hacía falta que le explicara por qué, ella sabía muy bien a lo que me refería.

—Es que me daba mucha pena que tuvieras que volver todas las noches a aquella casa tan triste.

—Pero fuiste muy valiente, Mari. Y te lo agradezco.

Intenté pronunciar «de verdad», pero comencé a llorar y me resultó imposible.

—No bebas más, que mira lo tonto que te pones.

Pero era verdad, la Mari tuvo más cojones que el caballo de Espartero. Yo no sé si habría sido capaz de hacer algo así. Vamos, para qué dudarlo, no habría sido capaz. La situación en mi casa fue volviéndose cada vez más insostenible. Cuando le confesé a mi padre que a lo mejor no seguía estudiando porque lo que en realidad me apetecía era ponerme a trabajar para labrarme un futuro al lado de la Mari, dejó de hablarme. Pero antes aprovechó para cargar toda su ira contra ella.

—¡Maldita manchega!

—La quiero.

—Si en vez de salir tanto con el dichoso Mercadé te hubieras ido de putas no estaríamos pasando este calvario ahora.

Fue un golpe bajo, pero no quise entrar al trapo. Mi madre me sorprendió, porque en aquella ocasión no se puso a llorar, sino que comenzó a suspirar cada dos minutos con una pasión tal que parecía que estuviera despidiéndose de la vida. A ella no le importaba demasiado que yo dejara de estudiar, lo que la sublevaba era tener que compartir a su hijo con una mujer más joven y más guapa.

La Mari me lo propuso un domingo por la tarde en la cama del hostal de la Barceloneta, después de echar un polvo. Estaba yo contándole lo duro que se me hacía tener que verle la cara a mi padre al cabo de un par de horas cuando soltó la bomba:

—Déjame embarazada.

Me incorporé del susto.

—¿Qué coño estás diciendo?

—Que me dejes embarazada y te vengas a vivir con mis padres. Mi hermana está a punto de casarse y ya no tendré que compartir habitación. De momento podríamos vivir ahí los dos.

—Pero ¿te has vuelto loca?

—No. He hablado con mi padre y me ha dicho que por él ningún problema. Sólo pone una condición: que nos casemos para no matar a mi madre del disgusto. Jorge, yo creo que mi padre va a morirse pronto, está muy malico del corazón, con tal de tenerme cerca es capaz de pasar por lo que sea.

—Las vecinas van a sacarte los colores, irás a la boda de penalti.

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