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Authors: Jorge Javier Vázquez

Tags: #Biografía

La vida iba en serio (17 page)

BOOK: La vida iba en serio
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Tardé exactamente una semana en llamarlo. Era sábado al mediodía.

—Hombre, Jorge —dijo nada más descolgar el teléfono y escuchar mi voz—, pensé que te habías olvidado de mí. Debes de habértelo pasado muy bien estos días. Como me dijiste que conmigo habías disfrutando tanto… —añadió con sorna.

—Te invito a cenar esta noche.

—Me encantaría, pero he quedado. Con varios días de antelación, además. Aquí en Madrid pasa eso, ¿sabes? A lo mejor es que en Barcelona soléis aburriros tanto que estáis deseando que alguien os llame para sacaros a pasear.

Me quedé cortado. Idiotizado. Al borde mismo de la lágrima.

—Bueno, pues entonces…

Silencio. Me había costado un mundo atreverme a llamarlo, y ante su negativa estaba deseando poner fin a la conversación y desaparecer de su vida para siempre. Joder, lo que me va el melodrama.

—Entonces, Jorge, ¿te va bien que nos tomemos mañana unas cañas por Latina?

El tío era un cabrón. Un auténtico cabrón.

—Vale —acerté a contestar.

—Te paso a buscar al mediodía, sé dónde vives, y ya mañana te cuento cómo me ha ido la semana. ¡Ay, perdona, que no me lo has preguntado!

—Qué hijo de puta eres.

—Ya. Pero te gusto.

Claro que me gustaba. Me gustaba que no se hubiera planteado anular su cena del sábado, me gustaba que viniera a buscarme al día siguiente y, sobre todo, me gustaba que no me diera la opción de cambiar la hora, el lugar de la cita o el destino.

Al día siguiente, tras llamar a la puerta de mi casa, me gustó que nada más verme me diera un morreo al tiempo que me metía la mano por el pantalón para tocarme el culo. Me gustó que me dijera que necesitaba follar conmigo antes de que nos fuéramos a tomar una caña porque tenía los huevos a punto de explotar, y me gustó, por fin, que, después de corrernos, me pidiera que me quedara en la cama mientras él salía a la calle a comprar comida para poder así pasar todo el día en casa conmigo.

—Trae vino —le grité entre las sábanas antes de que cerrara la puerta.

—¿Algo más?

—A ti.

Y regresó a la habitación para darme un beso, y antes de marcharse me dijo al oído:

—Eres un pesado y tu profesión me parece una idiotez, pero qué vamos a hacerle: me gustas.

Daniel. Maldito Daniel. Dichoso Daniel.

A partir de aquel domingo empezamos a quedar todos los fines de semana: primero de sábado por la noche a domingo por la noche, luego de sábado por la tarde a domingo por la noche y, al fin, llegó un día en el que se plantó en mi casa un viernes por la noche y ya no se largó hasta el lunes por la mañana, directo a trabajar. Se lo presenté a Marisol y a Antonio y les encantó. También a Pablo y a Luis, que opinaron lo mismo, y también hizo muy buenas migas con la Rigalt cuando se plantó en Marbella para pasar unos días conmigo.

—Jorge, tú mismo: o voy a verte o me lanzo a las calles a tirarme al primero que pase —me amenazó en una de nuestras conversaciones telefónicas de larga distancia—. Hoy me he descubierto mirándoles los paquetes a los tíos.

—Ya estás tardando en venir.

Marbella le pareció un espanto, como a mí, y aquello también me atraía de Daniel, que no se dejara seducir por el Beach del Marbella Club o por el brillo que despedían los trajes de las invitadas a la Gala de la Cruz Roja. De todas maneras era difícil que aquella Marbella dirigida por Jesús Gil consiguiera deslumbrar a alguien: el lujo del pasado había sido sustituido por la presencia indiscriminada de grúas y más grúas que ayudaban a levantar bloques de apartamentos que jamás se terminarían. Los príncipes destronados y las princesas de países ignotos habían huido y su puesto había sido ocupado por putillas que aspiraban a trabajar en televisión y chorizos con ínfulas de maromos.

Daniel, Carmen y yo asistíamos a aquel espectáculo con distancia, entre horrorizados y descojonados de la risa. Una noche salimos a cenar los tres y en un momento en que Daniel fue al baño ella aprovechó para advertirme:

—Protégete, Jorge. Estás colándote demasiado. Él tiene cuarenta y un años y tú no has cumplido los treinta. Me gusta, es inteligente, no un gilipollas; pero si desaparece no quiero tener que pasarme el invierno recomponiendo pedacitos de ti.

—Dice que le gusto.

—Y seguro que es así. Pero ten cuidado, sabe mucho.

La advertencia de Carmen me dio qué pensar. Repasé mentalmente la historia con Daniel y comencé a encontrar agujeros negros: no sólo no conocía su casa, sino que incluso se había negado a presentarme a alguno de sus amigos, mientras que yo le había presentado a todos los que eran importantes para mí.

—¿Para qué, Jorge? —argumentó cuando se lo comenté—. Tú y yo estamos muy bien solos.

—Pero tú bien que conoces a los míos.

—Porque tú has querido.

No quería rayarme, al menos no durante el verano. Quería esperar a ver qué pasaba en Madrid en otoño, pero llegó septiembre y seguíamos con la misma rutina de vernos el viernes por la noche y despedirnos el lunes por la mañana. Y justo entonces, cuando sólo llevaba dos noches en Roma, fue el tío y me llamó a la habitación del hotel.

—Te echo de menos,
pesao
.

—No puedo hablar muy alto, estoy durmiendo en la misma habitación que mis padres.

—Mira que eres rata.

—Oye, que la vaca da pero tampoco para tanto. Como dice mi madre: «No tanta luz, que me encandilo».

—Me gustaría estar ahí contigo. Sólo llamaba para decirte eso.

El tal Daniel estaba volviéndome loco. Y yo, haciendo caso omiso a lo que me aconsejara la Rigalt, no estaba poniendo ningún obstáculo para evitarlo.

—Vamos, que te lo has pasado de puta madre —resumió Daniel a mi regreso a Madrid.

—No, no creo que «de puta madre» sea la expresión adecuada. Aunque te suene un poco cursi ha sido un viaje plácido, incluso emotivo. Me ha gustado muchísimo invitar a mis padres a todo, darle un manotazo a la cartera de mi padre cuando intentaba hacerse con la cuenta de algún restaurante, pagar sin preocuparme por cuánto era la factura del hotel o coger taxis para movernos por la ciudad en vez de obligarlos a dar largas caminatas o hacer cola en las paradas de los autobuses. Quizá haya sido mi manera de mostrarles que deben estar tranquilos, que en Madrid las cosas me van incluso mejor de lo que yo esperaba. Y tú, ¿me has echado de menos?

—Un poco, ya lo sabes.

Estábamos cenando en un restaurante de la calle Morería, cerca del Viaducto, y habíamos llegado hasta allí después de pasear por una de las zonas que más me gustaban de Madrid: desde mi casa salimos a la calle Mayor y luego pasamos por la calle del Rollo, la plaza del Alamillo, la de la Paja y la calle de la Redondilla. Aquella misma tarde me había despedido de mis padres en Roma —ellos iban en un vuelo directo a Barcelona—, y al aterrizar en Madrid sentí la necesidad de llamar a Daniel y quedar para cenar con él. No quería pasar la noche solo, acababa de darme un buen chute de ambiente familiar y temía que se me cayera la casa encima.

—Es curioso, Daniel, me encuentro a gusto con ellos aunque haya demasiados espacios de mi vida que no puedo compartir. Creo que estamos aprendiendo a ser felices… Bueno, borra esa palabra, empiezan a agobiarme esos términos tan pomposos, tal vez sea mejor decir que empezamos a encontrarnos muy cómodos juntos, porque ellos al fin tienen claro que mi vida no va a ser como la de mis hermanas: han comprendido que no voy a casarme, que no voy a tener hijos y hasta que es poco probable que me conozcan alguna novia, pues, cuando les hablo de amigas, incluso han dejado de hacer bromas. Y es que ya saben que son amigas y nada más, porque para evitar confusiones bien que me encargo de advertirles de que la mayoría tienen novios o están casadas. Y además me ven contento, me notan tranquilo… Mi padre se corre de gusto cuando le cuento cosas de mi trabajo, y ya no piensa que estoy haciendo el gilipollas en Madrid.

—¿Y por qué no les has hablado de mí?

—Porque no lo necesito, Daniel, porque hacerles partícipes de tu existencia significa obligarlos a revisar toda mi vida, a preguntarse por qué, a tener que decirse «ya nos lo imaginábamos», a enfrentarse a los vecinos de siempre… No sé si ya lo han hablado entre ellos, probablemente sí, y supongo que si han tenido esa conversación habrán decidido no mantenerla conmigo. Vale, de acuerdo, tengo claro que en nuestra relación hay muchas sombras, demasiados territorios por los que evitamos transitar para no tener que enfrentarnos a situaciones que nos pondrían incómodos, pero por ahora nos sirve vivir así. Mi padre ya no me reprocha nada, se está evaporando el desencanto que sentía hacia mí.

—Pero a mí siempre me has contado que tiene un carácter muy duro.

—Y es verdad, pero conforme han ido pasando los años se le ha ido dulcificando. Ahora cada vez que está a punto de enfadarse nos descojonamos, e incluso le gastamos bromas cuando intenta amedrentarnos con esas miradas que antes nos producían pavor. Fíjate que yo años atrás no era nada cariñoso con él, incluso lo rehuía, pero ahora me dan ganas de abrazarlo, porque lo veo tan vulnerable… Es como un oso, no sabes lo que duerme, muchísimas horas. En Roma siempre estaba deseando volver al hotel para meterse en la cama, a las nueve de la noche ya le costaba tener los ojos abiertos. Dice mi madre que últimamente está así, suspirando porque le llegue la jubilación para descansar. Han sido muchos años levantándose a las cinco de la mañana, la verdad es que ha trabajado como una bestia. ¿Te apetece una copa o nos la tomamos en mi casa?

—¿Y por qué no en la mía? —propuso Daniel por sorpresa.

Me costó unos segundos reaccionar, y al principio incluso pensé que había oído mal. Él parecía disfrutar con mi desconcierto.

—Estás borracho, ¿no? —le pregunté.

—Hombre, el vino me ha dejado un poco achispado, es una palabra que me encanta, pero estoy lo suficientemente sobrio como para invitarte a dormir en mi casa por primera vez.

—Te has dado cuenta de que no puedes vivir sin mí.

—Mira, vivir sin ti podría, Jorge. Me costaría, claro: eres maravilloso, inteligente, estás buenísimo, tienes un futuro prometedor… Sí, supongo que me costaría años hacerme a la idea de no disfrutar de tu presencia. Ahora bien…

—«Si poco a poco dejas de quererme, dejaré de quererte poco a poco» —lo corté.

—Neruda.

—Me lo enseñó Carmen este verano en Marbella —confesé—, y desde entonces estamos cada dos por tres con el «ahora bien» y recitando el verso entero.

—Vuelvo a lo mío. Ahora bien, Jorge, o te haces las dichosas pruebas o dejaré de metértela poco a poco. Estoy hasta los huevos del condón.

No podía dilatar más la espera, Daniel llevaba tiempo empujándome a que me las hiciera: «Vamos juntos y así te da menos miedo». «Pero ¿y si estoy infectado?». «Ya cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él, ¿no te parece?». Antes de conocer a Daniel el dolor y el temor a estar contagiado se habían ido amortiguando, pero después de conocerlo ambos volvieron a aparecer corregidos y aumentados: ¿qué pasaría si las pruebas daban positivo? ¿Dejaría de verme?

—Si eso es así, mejor que lo sepas cuanto antes, porque no vale la pena estar al lado de un tío que haría eso —me aconsejaba Pablo.

Todos tenían razón. Había llegado el momento de pasar por el centro de salud de la calle Sandoval, que era el lugar al que peregrinaban de manera periódica aquellos amigos míos que tenían más valor que yo. Por fin todo parecía estar en orden en mi vida: mis relaciones familiares, mi incipiente relación sentimental y el trabajo; ya sólo faltaba despejar aquel interrogante para ser feliz. «Ni palabras grandilocuentes ni pollas, es que lo tengo todo», pensé para mí mientras nos dirigíamos en taxi al barrio de Bilbao, que era donde Daniel tenía su casa.

Y luego: «Qué coño. Me las hago. No hay más que hablar».

—Daniel —le dije mirándolo fijamente cuando el auto se detuvo en un semáforo—, pide hora, que la semana que viene vamos a Sandoval.

Daniel sabía que hacerme las pruebas significaba enfrentarme a más de siete años de miedo, de pavor, de angustias, de noches sin dormir.

Se acercó a mí en el asiento trasero y me susurró al oído:

—Estoy empezando a quererte.

No contesté porque hacía algún tiempo que yo iba cuesta abajo y sin frenos, pero por consejo de Carmen no se lo decía para no asustarlo: «Recuerda siempre que los hombres son arrancada de caballo y parada de burro», me repetía ella machaconamente.

Pero ¿quién dijo que fuera un chico obediente?

—Yo hace tiempo que vengo haciéndolo —respondí al fin.

13

¿SE ACABÓ?

Lo peor fue cuando aparecieron los de la funeraria, lo envolvieron en una sábana blanca, lo colocaron encima de una camilla y se lo llevaron. Serían las doce del mediodía. Mi madre y yo estábamos en la habitación y ella, tapándose los ojos, gritó: «Se lo llevan, se lo llevan». En aquel momento me di cuenta de que iba a ser incapaz de asistir al entierro de mi padre, puesto que no estaba preparado para verla sufrir.

Se había muerto la noche anterior, pero desde mucho antes éramos conscientes de que le quedaba poco, porque cada vez le costaba más respirar. Por la mañana mi madre había llamado a la enfermera que venía ocupándose de él durante los últimos meses y, después de examinarlo, nos dijo que de aquella noche no pasaba.

Como hacía tiempo que el médico nos había comunicado que el tumor iba a matarlo, sus palabras no nos pillaron por sorpresa. El octavo tercera se vio invadido por una tranquilidad quebradiza, porque todos los que estábamos allí —mi madre, mis hermanas, mi tía y yo— sabíamos que la muerte estaba a punto de cobrarse una nueva víctima. Nuestra primera tarea —luego vendrían el tanatorio, el entierro, el funeral— era diseñar cómo debían transcurrir las horas previas al desenlace.

Nos preparamos para esperar y comenzaron a surgir las primeras conjeturas:

—No se morirá por la tarde.

—Claro que no, lo hará por la noche. O a lo mejor de madrugada.

—Lo que está claro es que como mucho amanecerá y adiós.

En tres puntos estábamos todos de acuerdo: que mi padre debía morir rodeado sólo por sus allegados, que la noche podía ser larga y que mi madre no estaría de humor para ponerse a cocinar, por lo que mi hermana Esther llamó a un Telepizza y encargó la cena. A ninguno nos extrañó que mi hermana tomara semejante iniciativa en un momento tan trascendental, pues mi familia siempre se ha caracterizado por crecerse en los pasajes más delicados de nuestra existencia. Bastantes años atrás, justo después de operar a mi padre de un ojo, el cirujano nos explicó consternado que la operación había ido regular y que podría perder la visión —cosa que finalmente no sucedió—. Después de que el doctor hubiera abandonado la sala donde nos había reunido a toda la familia para ponernos al tanto de lo sucedido en el quirófano, un silencio espeso se adueñó del lugar hasta que mi hermana Ana lo rompió con una sentencia impagable: «Bueno, si se queda ciego siempre puede ponerse a vender cupones».

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