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Authors: Lauren Weisberger

Tags: #Chic-lit

La última noche en Los Ángeles (24 page)

Brooke habría querido mandarlo a hacer gárgaras, pero en lugar de eso, hizo una inspiración profunda, contó hasta tres y dijo:

—Si puedes, sería estupendo. Me encantaría verte.

—Lo intentaré, Rook. Ahora te tengo que dejar, porque tengo prisa, pero recuerda que te quiero. Y que te echo de menos. Te llamo mañana, ¿de acuerdo?

Antes de que ella pudiera decir ni una palabra más, Julian cortó la comunicación.

—¡Me ha colgado el teléfono! —gritó, antes de estrellar el móvil contra el sofá, donde el aparato botó sobre un cojín y aterrizó en el suelo.

—¿Estás bien?

El tono de Nola era suave y apaciguador. Estaba en la puerta del cuarto de estar, con una pila de cartas de restaurantes que enviaban la comida a casa y una botella de vino. En el canal de radio del televisor, empezó a sonar
Por lo perdido
, y las dos se volvieron hacia el altavoz.

Mi sueño se escurrió entre las manos
,

como si fuera arena, pero era mi hermano
.

—¿Podrías quitar eso, por favor? —dijo Brooke, cayendo en el sofá con las manos sobre los ojos, aunque no estaba llorando—. ¿Qué voy a hacer? —gimió.

Nola cambió rápidamente de estación.

—Primero, vas a decidir si quieres pollo al limón o gambones al curry del restaurante vietnamita, y después, vas a contarme qué os pasa a Julian y a ti. —Nola pareció recordar la botella que tenía en la mano—. Rectifico. Primero vas a tomar una copa.

Se apresuró a cortar el envoltorio de papel metálico con la punta del sacacorchos y se disponía a descorchar la botella, cuando dijo:

—Creí que habíais superado aquella tontería de la foto con Layla.

Brooke resopló y aceptó la copa de vino tinto, que en ambientes más exquisitos habría parecido demasiado llena, pero en aquel momento le pareció perfecta.

—¿Qué foto? ¿Aquella donde mi marido aparece agarrando a Layla por la cinturita de sesenta centímetros, con una sonrisa tan enorme y tan decididamente beatífica que parece sorprendido en medio de un orgasmo?

Nola bebió un poco de vino y puso los pies sobre la mesa.

—No era más que una estrellita tonta, tratando de aprovechar el tirón en la prensa de un cantante en ascenso. A ella Julian le da igual.

—Ya lo sé. No es tanto la foto como… ¿Te das cuenta de que Julian salió del Nick's y de unas prácticas de media jornada en un estudio de grabación, para meterse directamente en esto? Todo ha cambiado de la noche a la mañana, Nola. Yo no estaba preparada.

No tenía sentido que lo siguiera negando. Julian Alter, su marido, era oficial e indiscutiblemente famoso. Racionalmente, Brooke sabía que el camino había sido muy largo y tremendamente difícil: un montón de años de ensayos diarios, pequeñas actuaciones y muchas horas dedicadas a la composición (por no mencionar las incontables actuaciones y lo mucho que había trabajado Julian antes de conocerla). Había habido demos, maquetas de promoción y singles que siempre estaban a punto de tener éxito, pero nunca lo tenían. Incluso después de firmar el contrato para el álbum que supuestamente no iba a conducir a nada, había habido semanas y meses enteros de discutir minucias jurídicas, de consultar y trabajar con abogados especialistas en la industria del espectáculo y de hablar con artistas más experimentados para pedirles consejo y posiblemente guía. Después vinieron muchos meses en un estudio de grabación del Midtown, exprimiendo los teclados y la voz cientos o incluso miles de veces, hasta conseguir el sonido justo. Hubo reuniones interminables con los productores y con el departamento de nuevos talentos de Sony, y con ejecutivos temibles que tenían las llaves del futuro de Julian en sus manos (y se comportaban en consecuencia). Hubo un casting para elegir a los miembros de la banda y después vinieron las entrevistas y las audiciones; las idas y venidas entre Los Ángeles y Nueva York, para asegurarse de que todo funcionara bien; las consultas con la gente de relaciones públicas, para valorar las percepciones del público, y las instrucciones de los asesores del departamento de prensa sobre la forma de comportarse ante las cámaras, por no mencionar la intervención de la estilista, encargada de la imagen de Julian.

Durante años, Brooke había trabajado con gusto en dos empleos para que Julian pudiera dedicarse a su música, pese a los confusos accesos de resentimiento que experimentaba a veces, cuando estaba extenuada y se sentía sola en casa, mientras él estaba en el estudio. Tenía sus propios sueños (aparcados por decisión propia): el deseo de hacerse un lugar en su profesión, de viajar más, de tener un bebé… Había sufrido la tensión económica de tener que invertir y volver a invertir hasta el último dólar en diferentes áreas de la carrera de Julian, las largas y tediosas horas en el estudio de grabación, las noches que había pasado con Julian lejos de casa, para que él pudiera actuar en bares atestados de gente y de humo, en lugar de pasar la velada acurrucados en el sofá o de salir el fin de semana fuera con otras parejas de amigos. Y después de todo aquello, ¡los viajes! Los viajes constantes, implacables e interminables de Julian, de una ciudad a otra, de una costa a otra. Los dos se esforzaban, los dos hacían lo que podían, pero parecía como si todo fuera cada vez más difícil. Una conversación telefónica sin interrupciones ya empezaba a ser un lujo para ellos.

Nola volvió a llenar las dos copas y cogió su teléfono.

—¿Qué quieres que pida?

—No tengo mucha hambre —replicó Brooke, y se sorprendió de que fuera cierto.

—Pediré gambas y pollo para compartir, y unos rollitos de primavera. ¿Te parece bien?

Brooke hizo un gesto con la copa y casi se echa el vino encima. La primera se le había acabado en seguida.

—Sí, está bien.

Pensó un momento y se dio cuenta de que le estaba haciendo a Nola lo mismo que Julian le hacía a ella.

—Y dime… ¿cómo te van a ti las cosas? ¿Alguna novedad con…?

—¿Drew? Se ha acabado. Tuve una pequeña… distracción el fin de semana pasado, que me hizo recordar que el mundo está lleno de hombres mucho más interesantes que Drew McNeil.

Una vez más, Brooke se tapó los ojos con las manos.

—¡Oh, no! ¡Ya estamos otra vez!

—¿Por qué? Sólo fue una pequeña diversión.

—¿De dónde sacas el tiempo?

Nola fingió ofenderse.

—¿Recuerdas el sábado, después de cenar, cuando tú querías volver a casa y en cambio Drew y yo queríamos seguir de fiesta?

—¡Dios! ¡No me digas que montasteis otro trío! ¡No tengo corazón para otro trío!

—¡Brooke! Drew se fue poco después que tú, pero yo me quedé un poco más. Bebí otra copa y después salí completamente sola a la calle a buscar un taxi.

—¿No estamos ya un poco mayorcitas para rollos imprevistos a última hora de la noche?

Nola levantó la vista al cielo.

—¡Dios santo! ¡Qué mojigata eres! Bueno, verás. Yo iba a meterme en el primer taxi libre que vi aparecer en veinte minutos, cuando ese tipo intentó robármelo. Con todo el descaro, abrió la puerta y se metió por el otro lado.

—¿Ah, sí?

—Sí, bueno, verás. Como era muy mono, le dije que podíamos compartir el taxi, siempre que me llevara a mí primero, y antes de que me diera cuenta, pasó todo.

—¿Y entonces? —preguntó Brooke, aunque ya se sabía la respuesta.

—Fue increíble.

—¿Sabes por lo menos cómo se llama?

—Ahórrate el sermón —dijo Nola, poniendo los ojos en blanco.

Brooke miró a su amiga, intentando recordar sus tiempos de soltera. Ella también había salido con mucha gente y se había ido a la cama con algunos, pero nunca había sido tan, tan… libre como Nola en su predisposición para montárselo con cualquiera. A veces, cuando no se espantaba por la forma de actuar de Nola, le envidiaba su confianza en sí misma y la seguridad con que vivía su sexualidad. La única vez que Brooke había tenido un rollo de una noche había tenido que obligarse a hacerlo, repitiéndose una y mil veces que iba a ser divertido, emocionante y muy bueno para adquirir mayor control sobre su vida. Después del condón roto, las veinticuatro horas de náuseas por la píldora del día siguiente y las seis semanas de espera hasta que fuera fiable el resultado negativo de la prueba del sida, y tras recibir exactamente cero llamadas de su supuesto amante, supo que no estaba hecha para ese tipo de vida.

Hizo una inspiración profunda y sintió alivio al oír el timbre, señal de que había llegado la cena.

—Nola, ¿te das cuenta de que podrías haberte…?

—Sí, ya lo sé. Podía haber sido un asesino en serie. ¿Hace falta que me lo digas?

Brooke levantó las manos, dándose por vencida.

—Muy bien, de acuerdo. Me alegro de que lo hayas pasado bien. Quizá es la envidia que habla por mí.

Nola soltó un chillido, se puso de rodillas en el sofá y alargó el brazo para darle un golpe en la mano a Brooke.

—¿Qué haces? —preguntó Brooke con expresión azorada.

—¡No vuelvas a decir nunca que me tienes envidia! —exclamó Nola, con una intensidad que Brooke rara vez le había visto—. Eres guapa, inteligente y no te imaginas lo maravilloso que es para mí, como amiga tuya, ver la cara que pone Julian cuando te mira. Ya sé que no siempre he sido su fan número uno, pero él te quiere, de eso no hay duda. No sé si lo notarás, pero sois una inspiración para mí. Sé que os ha costado mucho trabajo, pero ahora estáis cosechando los beneficios.

Llamaron a la puerta. Brooke se inclinó hacia Nola y le dio un abrazo.

—Eres un cielo. Gracias por decirlo; lo necesitaba.

Nola sonrió, cogió la cartera y se dirigió al vestíbulo.

Cenaron rápidamente y Brooke, cansada por el día de trabajo y la media botella de vino, se escabulló en cuanto terminaron. Por costumbre, fue andando hasta la línea 1 del metro y ocupó su asiento favorito de la punta, sin recordar hasta que estuvo a medio camino que podía pagarse un taxi. Mientras recorría andando el trayecto de tres manzanas hasta su casa, recibió una llamada de su madre que no atendió y empezó a imaginar su ritual nocturno de chica sola: infusión de hierbas, baño caliente, dormitorio helado, pastilla para dormir y sopor sin sueños bajo su enorme y abrigado edredón. Quizá incluso apagara el teléfono, para que Julian no la despertara con sus llamadas esporádicas, impredecibles en todos los aspectos, excepto en que oiría música, voces femeninas o ambas cosas entre el ruido de fondo.

Perdida en sus pensamientos y ansiosa por entrar de una vez y quitarse la ropa, no vio las flores depositadas en el felpudo de la entrada hasta que tropezó con ellas. El jarrón cilíndrico de cristal era alto como un niño pequeño y estaba forrado con hojas de banano de un verde brillante. Rebosaba de lirios de agua, de color violeta intenso y blanco cremoso, con una solitaria caña de bambú como única nota discordante.

Le habían regalado flores otras veces, como le regalan a toda mujer en un momento u otro (los girasoles que le enviaron sus padres cuando le extirparon las muelas del juicio en el primer año de universidad, la obligada docena de rosas para San Valentín por parte de varios novios poco originales y los ramilletes comprados apresuradamente por amigos que había invitado a cenar), pero nunca en toda su vida había recibido algo así: una escultura, una obra de arte. Brooke llevó las flores adentro y desprendió el pequeño sobre del discreto rincón donde estaba pegado a la base.
Walter
saltó para olfatear la nueva y fragante adquisición.

Querida Brooke:

¡Cuánto te echo de menos! No veo la hora de que llegue el fin de semana para verte. Con amor, J.

Brooke sonrió y se inclinó para oler los preciosos lirios, pero la alegría le duró exactamente diez segundos, el tiempo necesario para que la invadiera la duda. ¿Por qué había escrito «Brooke», cuando siempre la llamaba Rookie, sobre todo cuando intentaba ponerse romántico o íntimo? ¿Eran las flores su manera de disculparse por haberse portado como un imbécil desconsiderado en las últimas semanas? Y de ser así, ¿por qué no le pedía perdón? ¿Cómo era posible que alguien que se enorgullecía de su arte con las palabras (¡un compositor de canciones, por el amor de Dios!) hubiera escrito algo tan genérico? Y por encima de todo, ¿por qué iba a elegir Julian precisamente aquel momento para enviarle flores por primera vez, cuando Brooke sabía muy bien que él detestaba las flores cortadas? Según Julian, eran una muletilla estereotipada, sobrevalorada y comercializada, para gente incapaz de expresar adecuadamente sus emociones de manera creativa o verbal, y para colmo, se morían en seguida, por lo que como símbolo dejaban mucho que desear. Brooke nunca había sido ni muy entusiasta ni muy enemiga de las flores, pero comprendía perfectamente lo que quería decir Julian, y siempre guardaba como un tesoro las cartas, los poemas y las canciones que él se tomaba el trabajo de escribirle. ¿A qué venía entonces eso de que «no veía la hora»?

Walter
le empujó la rodilla con el hocico y dejó escapar un aullido luctuoso.

—¿Por qué no te saca a pasear tu papi? —le preguntó Brooke, mientras le ponía la correa y se disponía a volver a salir—. ¡Ah, ya sé! ¡Porque nunca está en casa!

Pese al enorme sentimiento de culpa que tenía por dejar solo a
Walter
tanto tiempo, lo arrastró de vuelta a casa en cuanto hubo hecho sus necesidades y lo sobornó con un poco más de pienso para la cena y una zanahoria más grande de lo normal para postre. Volvió a coger la tarjeta, la releyó dos veces más y después, suavemente, la depositó sobre el contenido del cubo de basura, pero en seguida volvió y la recuperó. Quizá no fuera lo más romántico que había escrito Julian en su vida, pero no dejaba de ser un gesto.

Marcó el número del móvil de Julian, pensando en lo que iba a decir, pero de inmediato saltó el buzón de voz.

—Hola, soy yo. Me encontré las flores al llegar a casa. ¡Dios, son increíbles! No sé qué decir…

«Al menos estás siendo sincera», se dijo.

Pensó en pedirle que la llamara para hablar, pero de repente se sintió demasiado cansada.

—Bueno, todo bien. Buenas noches, amor. Te quiero.

Llenó la bañera con el agua más caliente que podía soportar, cogió el último ejemplar de
Last Night
, que acababa de recibir, y poco a poco se fue metiendo en el baño. Tardó casi cinco minutos en aguantar la temperatura con todo el cuerpo sumergido. En cuanto el agua le llegó por encima de los hombros, exhaló un prolongado suspiro de alivio.

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