La desaparición de Fuyu debería haberla aliviado. Significaba que Sachi podía pasear a su antojo sin tropezar con ella y sin pensar más en ella. Pero la verdad era que Sachi pensaba más que nunca en Fuyu. Su desaparición estaba rodeada de un inquietante misterio, como la historia que Haru le había contado sobre Shiga y Hitsu.
Sachi empezaba a comprender que había algo que no iba bien. Todo el mundo parecía saber algo que ella ignoraba, pero nadie le contaba nada. Por lo visto creían que Sachi no era más que una niña y que no lo entendería. ¿O intentaban ocultarle algo? Oyó pasos en el pasillo: no era un lento y digno deslizar, sino pasos que corrían de un lado para otro, asustados. Entonces se oyeron voces; pero al darse cuenta de que Sachi estaba allí, se callaron. Era como si hubiera perdido de repente la inocencia de la infancia. De pronto percibía el destello de miedo de todas las miradas. Quizá estuviera siempre allí, pero ella no lo había visto hasta entonces.
Llegó la noticia de que el shogun por fin estaba concentrando sus tropas y preparándose para marchar sobre Choshu. Un día, Tsuguko abrió bruscamente la puerta de las habitaciones de Sachi. Ésta nunca la había visto tan agitada.
—Su Alteza requiere urgentemente tu presencia —dijo respirando con dificultad—. No es necesario que lleves a tus sirvientas. Dile sólo a tu dama de honor que te acompañe.
Guió a Sachi y a Taki por los pasillos; caminaba tan deprisa que las jóvenes casi tenían que correr para alcanzarla. Llegaron a la sala de audiencias privada de la princesa. Ésta ocupaba su lugar habitual en la tarima, con los biombos delante. Normalmente, sus damas de honor la habrían acompañado, pero ese día la gran cámara estaba vacía.
Tsuguko indicó a Sachi un sitio oscuro, en la parte trasera de la tarima, donde no podrían verle la cara.
—No es necesario que hables —le dijo—, pero la princesa quiere que estés presente.
Sachi todavía se estaba poniendo bien los faldones de la túnica cuando se abrieron las puertas que había al fondo de la cámara. Había allí dos hombres esperando, arrodillados. Llevaban el traje de ceremonia, con varias capas de kimonos negros y unos hakama, los amplios pantalones plisados. No llevaban espadas. Se inclinaron ambos a la vez y se deslizaron hacia delante hasta llegar junto a la tarima. Cada uno dejó un pequeño abanico en el suelo; luego volvieron a postrarse y permanecieron arrodillados con la frente apoyada en las manos.
Sachi, estupefacta, contemplaba las brillantes calvas y los moños untados con pomada de los samuráis. Con excepción de Su Majestad, aquéllos eran los primeros hombres que veía desde que llegara al palacio de las mujeres. Hasta su olor —el olor de sus cuerpos, de su perfume, de su pomada— le resultaba extraño.
—Su Alteza Imperial ha decidido que la honorable Señora de la Alcoba Contigua asista a esta reunión —anunció Tsuguko.
Tras una respetuosa pausa, uno de los hombres levantó la cabeza y habló, manteniendo los ojos fijos en el suelo.
—Tadamasa Oguri, señor de Bungo, magistrado de la ciudad, comisario del tesoro y comisario del ejército y de la armada, a vuestro servicio —dijo con una voz débil pero tersa—. Me alegro de que Su Alteza Imperial goce de buena salud. Os ruego clemencia por haber irrumpido de esta forma tan indecorosa en vuestras dependencias privadas. Os ruego también que me perdonéis por presentarme ante vos sin mis criados. Como Su Alteza ya sabe, he venido en secreto.
Volvió a inclinar la cabeza.
Al principio Sachi también mantenía la mirada fija en el suelo en actitud de modestia. Pero entonces, al recordar que aquellos hombres no podían verle la cara, los miró con curiosidad.
El que estaba hablando tenía la piel del color del papel de vitela y los fruncidos labios y la refinada expresión de un cortesano. Las manos que tenía apoyadas en el tatami eran pequeñas y suaves como las manos de una mujer, y llevaba las uñas muy bien cortadas. Le recordó al sacerdote de su aldea, un individuo pálido y erudito que pasaba los días en las oscuras profundidades del templo, inclinado sobre los sutras, leyendo, escribiendo y recitando.
El otro individuo tenía unos hombros anchos y musculosos y unas enormes muñecas. Tenía la cabeza bronceada y curtida. Cuando levantó la cabeza, Sachi le vio la cara, morena, picada de viruelas, con la mandíbula cuadrada y con una boca torcida en una extraña mueca. El otro parecía un zorro, y ése, un halcón.
—Tadanaka Mizuno, gobernador de Tosa, señor del castillo de Shingu e hijo de Tadahira Mizuno, chambelán de la casa de Kii. Es para mí un honor ofreceros mis servicios, Alteza —gruñó—. Como Su Alteza ya sabe, mi familia ha tenido el privilegio de servir a Su Majestad y a sus antepasados durante muchas generaciones.
Pegó la cara al suelo.
El otro individuo volvió a tomar la palabra. Sachi intentó concentrarse en lo que decía, pero no tardó en desistir. Cuando llegó al palacio, había aprendido el ceceante dialecto de Kioto que hablaban la princesa y sus damas, y el habla de Edo, más llana, que empleaban la Retirada y las otras damas. Pero ésos eran los idiomas de las mujeres. Sachi nunca había conocido a ningún samurái, y tampoco les había oído hablar. El habla de aquel individuo estaba llena de sonidos ásperos y guturales, y era tremendamente enrevesada, adornada con complicadas locuciones y fórmulas.
El otro hombre miraba al suelo, y su moño cabeceaba cada vez que asentía ligeramente con la cabeza. Parecía que tuviera un tic nervioso. De vez en cuando, llevaba el brazo derecho hacia atrás como si fuera a desenvainar una espada imaginaria, y luego lo dejaba otra vez en el suelo.
Entonces la princesa le susurró algo a Tsuguko. Ésta se acercó hasta el borde del biombo y se dirigió a los dos hombres.
—¿Cuánto tiempo lleva enfermo? —preguntó con la voz atenazada por el miedo.
Sachi dio un respingo. De pronto prestó mucha atención.
Oguri se acercó más al biombo y se inclinó hacia delante.
—Señora —dijo con tono confidencial—, estamos muy preocupados.
—¿Está recibiendo la atención adecuada?
Era la voz de la princesa, un suave y aflautado gorjeo parecido al canto de un pájaro. Al oírla, todos los que estaban presentes en la sala se postraron precipitadamente.
—Alteza, he venido porque quería asegurarme de que oíais la verdad antes de que llegaran rumores. No prestéis atención a lo que os digan otros. Los médicos más eminentes, tanto especialistas en medicina occidental como en medicina china, lo atienden día y noche. Rezamos por su recuperación. Pero se trata de una enfermedad grave. Tiene calambres en el estómago, y una grave hinchazón en las piernas y en las ingles. Vomita con frecuencia. Le cuesta mucho orinar. Le han dado zarzaparrilla hervida y le han hecho baños de vapor. También...
Sachi se tapó las orejas con ambas manos. No soportaba oír ni una palabra más. No podía ser cierto.
—Dime, Oguri —dijo la princesa con voz temblorosa—. Esa enfermedad... ¿es natural?
Oguri aspiró entre los dientes. El silbido resonó en la silenciosa estancia. Mizuno dio una sacudida con el brazo derecho.
—Veréis... —empezó Oguri.
—Entiendo. Entonces no hay esperanzas. Debemos... Debemos.»
Detrás de los biombos, la princesa se había inclinado hacia delante, tapándose la cara con ambas manos. Las lágrimas resbalaban entre sus dedos, formando una mancha de humedad en el tatami.
Tsuguko terminó la frase de la princesa:
—Debemos rezar y hacer ofrendas.
Al día siguiente, la noticia se había extendido por todo el palacio, y todo el mundo rezaba por la rápida recuperación del shogun. Había velas encendidas ante todos los altares, y las nubes de incienso ascendían en espiral hacia el cielo. Los sacerdotes recitaban sutras y hacían sonar campanas ante los altares, abarrotados de ofrendas. Los mensajeros iban al galope a las filiales del santuario de Kurume Suitengu y del santuario Kompira Daigongen, los santuarios de los dos grandes dioses de la curación, para encargar oraciones y comprar amuletos que luego enviaban a toda prisa a Osaka. Las mujeres murmuraban plegarias mientras realizaban sus tareas. Las caras que se veían por los pasillos estaban hinchadas de tanto llorar.
Sachi pasaba las horas en su habitación, con la labor en el regazo, intentando concentrarse. A cada momento enviaba a Taki a ver si había noticias. El shogun ya debía de estar recuperándose. Pensaba en el atractivo y fuerte joven con quien había yacido. Imaginaba su nacarada piel, su traviesa sonrisa, sus brillantes ojos. Era inconcebible que no fuera a librarse pronto del mal que lo afligía.
Sachi hacía todo lo posible para no pensar en lo que había oído en la cámara de la princesa, pero no era fácil olvidarlo. ¿Que su enfermedad no era natural? Sachi había oído muchos rumores de lo que les había pasado a anteriores shogunes, y esa idea le producía un miedo insoportable. Ni siquiera se atrevía a pensar que pudiera pasarle algo malo a Su Majestad. Temía que si lo pensaba pudiera sucederle. Se decía una y otra vez que el shogun pronto se recuperaría.
Pasaban los días, y el shogun no mejoraba. Sachi le rezó al buda Amida, suplicándole que no se llevara a Su Majestad al Paraíso Occidental y que lo dejara con ella. Ofreció tres años de su vida a cambio de que él pudiera gozar de tres años de vida más. Rezó a los dioses de los árboles y las montañas que la habían vigilado a ella cuando vivía en la aldea. Envolvió el amuleto que le había regalado el shogun con papel bendecido por un sacerdote y se deshizo de él, con la esperanza de alejar la mala suerte del shogun.
La princesa la llamaba a menudo. Sachi nunca la había visto tan angustiada.
—Si al menos me hubiera despedido de él —susurraba una y otra vez retorciéndose las manos.
Hasta que un día llegó una carta escrita con una caligrafía desconocida. La firma tenía unos trazos tan temblorosos que resultaba casi imposible descifrarla. Parecía escrita por una persona muy anciana. Sachi sintió un escalofrío, como si le pasaran un dedo helado por la espalda, al reconocer la caligrafía de Su Majestad.
«Por lo visto, el señor Amida me llama —había escrito el shogun—. No volveré a verte. Te recuerdo con mucho cariño. Eres joven e inocente. Tienes toda la vida por delante. No llores por mí. La vida es dura. Aprende a ser fuerte y resistente como el bambú, que se dobla pero no se rompe, por muy fuerte que sople el viento. Reza para que volvamos a encontrarnos en el Paraíso Occidental.»
Sachi intentó captar el significado de las palabras del shogun. Pensó en el delicado y distinguido joven que había conocido, revivió cada momento que habían pasado juntos. Quería gritar que no pensaba aceptarlo, que no podía ser cierto, que no podía soportarlo. Entonces, poco a poco, recibió todo el impacto de la carta. Salió corriendo a los jardines, donde nadie podría verla ni oírla, y lloró y se lamentó de aquella injusticia. Eran ambos muy jóvenes. ¿Qué iba a ser de ella sin el shogun? ¿Qué iba a ser de todos? Sin él, estaban perdidos. Sachi se sentía al borde de un abismo, aferrándose con todas sus fuerzas. No se atrevía a mirar hacia abajo, porque si lo hacía se precipitaría eternamente.
Más tarde, ese mismo día, llegó Haru, como siempre, con un poema para que Sachi lo copiara.
—Ya tengo un poema —dijo, y lo leyó en voz alta:
Yugure wa / A la hora del ocaso
Kumo no hatate ni / las nubes se alinean como estandartes.
Mono zo omou / Y pienso:
Amatsu sora naru / esto es lo que significa amar
Hito wo kou to te / a uno que vive más allá de mi mundo.
—¿Te acuerdas? —preguntó—. Me dijiste que «uno que vive más allá de mi mundo» significa «uno que tiene un rango muy superior». Pero quizá signifique «uno que no vive en este mundo».
Arrodillada ante su mesita, Sachi copió el poema, procurando que sus pinceladas resultaran tan elocuentes que la próxima vez que escribiera a Su Majestad, él quedara seducido por la pasión y la madurez de su caligrafía.
Entonces se oyeron unos pasitos por el pasillo. Era Taki. Anunció, casi sin aliento, que habían llegado dos palanquines de mujeres a la entrada. De ellos se habían apeado Oguri y Mizuno, y habían entrado a escondidas en el castillo con una misión secreta. Sachi debía presentarse de inmediato ante la princesa.
Sachi cerró los ojos y se quedó muy quieta. Notaba que se le venía encima un maremoto.
Limpió con cuidado la moleta y lavó los pinceles. Guardó la barra de tinta en su caja y puso unos sujetapapeles sobre la hoja para que la tinta se secara. Un único pensamiento batía contra los bordes de su mente.
—Claro —dijo—. Voy ahora mismo. Gracias por avisarme.
No hacía falta que lo preguntara, porque ya lo sabía. El shogun había muerto.
Sachi arrastraba los pies por el sendero de tierra, con la lánguida mirada clavada en los pequeños zuecos de madera que asomaban, primero uno y luego otro, debajo de las faldas de sus gruesos kimonos de invierno. Los árboles, sin hojas, suspiraban azotados por un viento helado, y las nudosas ramas oscilaban como esqueléticos brazos, destacadas contra el frío azul del cielo.
Taki correteaba detrás de ella, y la acolchada orilla de su gruesa túnica exterior levantaba las hojas secas del suelo. Llegaron al Puente de la Media Luna y subieron a él. El agua del Estanque del Loto estaba turbia. La lustrosa laca roja de las barcas de recreo había perdido el color y el brillo.
—Mira esas tortugas —dijo Taki alegremente, señalando una roca donde había tres o cuatro tortugas del mismo color que la piedra, inmóviles—. ¡Pobrecillas! Dentro de poco el lago se helará por completo.
Sachi levantó la cabeza e intentó sonreír. Le habría gustado detener el torbellino de ideas y recuerdos que invadía su mente. Las lágrimas se desbordaron de sus ojos y resbalaron por sus mejillas. Desde la muerte del shogun, no había pasado nada bueno. Era como si hubiera caído una maldición sobre el palacio. Los jardineros todavía cuidaban los jardines, las doncellas de rango inferior cocinaban, barrían y quitaban el polvo; las damas de honor se peinaban, se maquillaban, cosían y practicaban con la alabarda. Pero ya no había ilusión. El shogun había sido el corazón y el alma del palacio. Sin él, parecía una cáscara seca, una crisálida abandonada después de que la mariposa se ha marchado volando. Ya no había alegría. Nadie tenía ganas de representar obras de teatro ni de organizar bailes ni juegos de máscaras ahora que él no podía verlos.