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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

La última concubina (13 page)

¿Graves disturbios en el camino? Sachi no estaba enterada de eso. El Nakasendo siempre había estado despejado y en orden, incluso durante las épocas de hambruna y de desórdenes. Su padre se había encargado de eso. Las palabras de su madre resultaban extrañas y preocupantes. Pero había otras cosas más inmediatas en que pensar. Sachi siguió leyendo.

«La pequeña Osama, a la que tú llevabas a la espalda, enfermó del estómago cuando tenía tres años y murió. Ahora tenemos otra hija a la que llamamos Ofuki. De momento, y gracias a los dioses, tiene buena salud. Tu hermano Chobei ha cumplido nueve años, y se ha convertido en un muchacho muy fuerte. Le van muy bien los estudios y ayuda a tu padre en la posada. ¿Te acuerdas de la pequeña Mitsu, esa niña tan fea de la posada del final de la calle? Se casó con un primo suyo y se fue a vivir a la casa de sus tíos, al otro lado de la montaña. Su primer hijo murió, pero después tuvo un hijo sano.»

Sachi permaneció un rato sentada en silencio. Su imaginación la transportó a la cima de la montaña; volvía a estar con su hermana pequeña a la espalda y con su amiga y su hermano pequeño a su lado, un frío día de otoño en que las nubes surcaban el firmamento. Veía la fila de porteadores saliendo del bosque que había en el extremo más alejado del valle; eran pequeños como insectos, e iban formando un enjambre inmenso. Cómo habían cambiado las cosas desde entonces. Pensó en su hermana y las lágrimas se le desbordaron de los ojos.

Pero había allí alguien más ese día. ¿Qué había sido de Genzaburo, el líder de los niños de la aldea, con sus larguiruchas y bronceadas piernas, su estridente risa y sus travesuras? Había sido como un hermano mayor para Sachi, su compañero de armas. Recordaba las descabelladas aventuras en que los había embarcado, las excursiones al bosque para trepar a los árboles o desenterrar tejones, las excursiones secretas al río. ¿Qué había sido de él?

Sachi preparó un poco de tinta y empezó a redactar su respuesta. El tiempo estaba mejorando, escribió. Por fin habían cesado las lluvias y ya no había tanta humedad. Las hortensias estaban en flor en los jardines del palacio. Preguntó por su abuela, por el posadero de la posada de enfrente y por las mujeres que se reunían en el pozo. Entonces añadió: «Y por cierto, ¿cómo están el posadero de al lado y su familia?» Enrolló la carta, la selló y se la entregó a una de sus criadas.

Entonces se sentó y se puso a pensar en el poema que le enviaría a Su Majestad.

Sachi tenía que aprender a ser una gran dama, hacerse un lugar en la jerarquía del palacio y saber comportarse con las mujeres de rango inferior al suyo. Hasta hacía poco tiempo, ella era casi tan humilde como sus criadas. Ahora tenía que tratarlas como si no existieran.

Exasperada, Tsuguko le decía: «Cuando llames a las honorables mocosas, no digas "Por favor". Tienes que gritarles: "¡Eh, tú! ¡Ven aquí!" No les pidas que hagan algo: se lo ordenas. Ellas no son personas. Ellas no cuentan.»

Sachi estudiaba día y noche, mientras Taki se aprendía de memoria, hasta el último detalle, el programa del shogun: dónde comería ese día, dónde descansaría, dónde se detendría para contemplar un monumento o un paisaje famoso o para hacer ofrendas en un santuario importante.

Todas las mañanas, cuando Sachi se despertaba, Taki anunciaba: «Su Majestad ya debe de estar en el camino.» Cuando los tambores daban la hora, decía con solemnidad: «Cuarta hora. Habrá llegado a Chigasaki y estará comiendo», o «Debe de estar en el templo Sounji de Yumoto, contemplando las hortensias; dicen que están preciosas en esta época», o «Sexta hora. Estará en la gran posada de Mishima, comiendo anguila para cenar». Entonces sonreía y miraba a Sachi para comprobar si la había impresionado con la amplitud de sus conocimientos.

Sachi le sonreía también. Era consolador saber que en aquel inmenso palacio lleno de mujeres que susurraban y conspiraban a sus espaldas había al menos una persona en la que podía confiar plenamente. Eso le hacía sentirse menos sola.

Los nombres de los lugares no significaban nada para Sachi. Ella sólo sabía que, cada día que pasaba, el shogun estaba un poco más lejos. Ése era el tercer viaje al oeste que hacía en poco más de dos años. Antes, Sachi era demasiado joven y estaba demasiado ocupada en sus cosas para saber nada sobre el shogun y sus actividades. Ahora que se había convertido en su concubina, esperaba con impaciencia cualquier noticia que pudiera llegar. Los mensajeros iban y venían al galope con despachos para las oficinas del gobierno, ubicadas en el palacio exterior, y desde allí, las noticias se filtraban rápidamente en el palacio de las mujeres.

Pero parecía un avance extrañamente lento. En las ocasiones anteriores, el shogun había llegado a la capital, Kioto, un par de semanas después de salir de Edo. Esa vez el viaje iba a durar un mes, con numerosas paradas para descansar y para visitar los lugares de interés que había en la ruta. A Sachi le parecía una forma muy rara de ir a la guerra.

De hecho, le costaba figurarse al shogun luchando. Sachi se lo imaginaba bajando de su palanquín para contemplar un paisaje famoso, para componer un poema, para bromear con sus cortesanos o para cenar en alguna posada rústica, como la que dirigía su padre. Hasta podía imaginárselo a caballo, espléndido con su armadura y su casco, con una máscara de feroces bigotes como las que llevaban los samuráis que pasaban por la aldea. La máscara del shogun debía de ser aún más magnífica e imponente que la de aquellos samuráis. Pero ¿conduciendo a sus tropas a la batalla? Para Sachi, eso era impensable.

A la mañana siguiente, la joven despertó con un dolor sordo en el vientre, como si le hubieran clavado una espada y la hicieran girar lentamente.

—Taki, Taki...

—¿Qué pasa? —preguntó Taki, asustada.

—No sé qué hacer. Tengo la menstruación.

—Entonces es que no estás encinta —dijo Taki.

Sachi se puso a llorar, enjugándose las lágrimas con las mangas. Había decepcionado al shogun, había decepcionado a la princesa, no había conseguido proporcionarle un heredero a la casa de Tokugawa. Recordó su combate con Fuyu y se preguntó si habría sido el golpe que había recibido en el vientre lo que había malogrado su presunto embarazo. Hasta entonces nunca había sabido qué significaba tener enemigos.

Confinada en su cámara, pasó los días sola, con la única compañía de Taki y sus criadas. A veces se paseaba arriba y abajo, y a veces jugueteaba con su labor, incapaz de pensar en otra cosa que en su fracaso en esa tarea tan importante. Apenas se atrevía a mirar el amuleto que le había regalado el shogun, que supuestamente debía garantizar que Sachi se quedara embarazada. Lo escondió en el fondo de un cajón.

—No tiene sentido que te disgustes tanto —dijo Taki el segundo día—. No se puede hacer nada. Todavía eres la concubina de Su Majestad y ambos sois muy jóvenes. Nuestro destino está en manos de los dioses. Ya se presentarán más oportunidades cuando él regrese.

Sachi asintió. Empezaba a notar un extraño alivio. Había soportado una fuerte presión, pero ahora sabía cuál era su posición. Se miró en el espejo y vio su pálido y ovalado rostro. Examinó los suaves contornos, los rasgados ojos verdes, los pequeños y rosados labios. Esa cara era lo único que tenía. Su cara era lo que la había llevado al palacio y al lecho del shogun. ¿Cómo podía ser que ella, una humilde campesina, hubiera nacido con una cara así? Casi parecía que la princesa estuviera allí, escondida detrás del espejo; aunque su cara era una versión más joven, más infantil y despreocupada de la de la princesa.

Sachi sonrió ante el espejo. Tenía que aprender todo lo necesario para hacer feliz a Su Majestad: a cantar, a bailar las elegantes danzas de la corte, a tocar el koto y el shamisen, a escribir con una hermosa caligrafía y a componer ingeniosos poemas, a realizar las diversas variedades de la ceremonia del té y a jugar a los juegos de las mujeres sofisticadas, como el de interpretación de las cenizas de incienso y el de emparejar conchas. Se convertiría en la concubina perfecta.

Cuando terminó su confinamiento, las lluvias habían cesado y había empezado el verano. En las cámaras de la princesa, las damas de honor pasaban el día sin hacer nada, abanicándose con languidez, demasiado cansadas para coser. Durante el día, hasta los insectos y los pájaros estaban callados. Por la noche, los mosquitos zumbaban de forma exasperante en la penumbra. Las cigarras cantaban y las ranas toro de los estanques del palacio croaban como caballos viejos.

Poco después de que Sachi volviera a salir, Tsuguko entró majestuosamente en la habitación que ambas compartían.

—Su Alteza quiere que la atiendas —dijo, sonriente.

Sachi llevaba muchos días sin ver a la princesa Kazu. Rebosante de alegría, siguió a Tsuguko por los aposentos de la princesa. Tímidamente, avanzando a gatas, se acercó hasta el borde de los biombos y miró alrededor. Las paredes, recubiertas de oro, de la cámara interior brillaban bajo la luz de lámparas y velas.

La princesa Kazu estaba arrodillada ante un escritorio bajo, con el pincel suspendido sobre un rollo de papel. El cabello le caía en cascada por la espalda, como una catarata negra y reluciente, y se enroscaba alrededor de ella en el suelo. Había adelgazado y estaba muy pálida. Bajo el maquillaje blanco, su piel parecía transparente. Su alargada y melancólica cara, la aguileña nariz y la pequeña boca, fruncida como un capullo de rosa, parecían la encarnación de la nobleza. La palidez de su piel la hacía parecer aún más regia, como si verdaderamente viviera por encima de las nubes.

Cuando la princesa miró a Sachi, su rostro se iluminó. Le habló en voz baja a Tsuguko.

—Su Alteza se alegra de verte —le dijo Tsuguko a Sachi—. Lamenta saber que no estás encinta, pero te ruega que no sufras por eso. En el futuro tendrás muchas oportunidades de concebir un hijo. Su Majestad le ha asegurado con frecuencia a Su Alteza que te tiene en gran estima. Ahora sois hermanas. Le gustaría que la atendieras con regularidad, como solías hacer antes.

Emocionada y agradecida, llena del amor y la admiración que siempre había sentido por la princesa, Sachi se sentó a su lado. Cogió un abanico y empezó a abanicarla. Al menos esa parte de su vida estaba recuperando la normalidad.

Pero ¿por qué se había alejado de ella la princesa, si siempre había sido su favorita? Sachi esperó hasta que estuvo a solas con Taki en el pasillo, lejos de oídos indiscretos. Entonces, en voz baja, se lo preguntó.

—Si la princesa Kazu fuera una mujer normal y corriente y no Su Alteza Imperial, sospecharía que estaba celosa —replicó Taki con firmeza.

—¡No debes decir eso! —la reprendió Sachi, horrorizada por la insinuación de que la princesa pudiera tener otra cosa que no fueran los más elevados sentimientos.

—Si hubieras concebido un hijo, habrías tenido precedencia sobre ella. Eso te habría dado poder en el palacio. Ahora todas pueden relajarse, al menos hasta que regrese Su Majestad.

—No está bien que especulemos sobre los sentimientos de Su Alteza —dijo Sachi con severidad—. Pero es posible que... —Miró alrededor para comprobar que no las oía nadie—. A lo mejor estaba triste porque no pudo despedirse de Su Majestad. Quizá al verme se acordaba de él.

—¿No crees que a veces debe de cansarse de vivir por encima de las nubes? Quizá sienta deseos de correr y saltar y reír, como haces tú. Quizá al verte se percate de lo aburrida que es su vida. Quizá por eso no quería verte.

Sachi le cogió una delgada mano a Taki y la entrelazó con la suya.

—Es terrible decir eso —dijo componiendo una tierna sonrisa—. Su Alteza no es como nosotras. En fin, intento mejorar mi comportamiento. Ahora soy una mujer adulta. —Pero en el fondo se preguntaba si Taki tendría razón—. Me he fijado —prosiguió en voz baja— en que la Retirada y Honju-in estaban rodeadas de sus damas de honor. No estaban ocultas detrás de biombos.

—Claro que no —repuso Taki, impaciente—. Ellas son grandes damas, pero no pertenecen a la realeza. La princesa, en cambio, sí tiene sangre real. Así es como funcionan las cosas en la corte imperial. Sólo las mujeres de más alto rango pueden presentarse ante ella, o aquellas que gozan de su favor especial, como tú. Yo sé que nunca la veré.

—No me gustaría ser una gran dama como ella —susurró Sachi—. Me alegro de contar con tu ayuda.

Unos días más tarde llegó otra carta de la aldea de Sachi, mucho más larga que la anterior. En ella Otama decía que todos los miembros de la familia estaban bien. «Todos te echamos mucho de menos, pero nos alegra que te hayas convertido en una dama elegante. Gracias por acordarte de nosotros.

»Aquí vivimos tiempos difíciles —añadía—. Se habla de caos en la capital. Los enfrentamientos todavía no han llegado hasta aquí, pero el camino está menos vigilado. Han pasado muchas cosas que no puedo explicarte por carta. ¿Te acuerdas de Genzaburo, el joven hijo de la posada de enfrente? Se había convertido en un apuesto joven. Su padre tenía grandes esperanzas depositadas en él. Pero cuando llegaron las fuerzas rebeldes de Mito, todas esas conversaciones sobre política le hicieron perder la cabeza. Oyó decir que hasta los campesinos podían unirse a la milicia, y le pidió permiso a su padre para ir a defender a su señor. Su padre no se lo dio, y un buen día, Genzaburo desapareció. Al menos fue él quien se marchó, y no su hermano mayor, Ichiro. Al menos Ichiro es un hijo consciente de sus deberes. Se ha quedado aquí para ocuparse de su familia.»

Esas palabras se fundieron en un amasijo. De modo que Genzaburo había ido a luchar. Sachi no se atrevía ni a pensar qué podía haber sido de él. Y todo eso de los enfrentamientos...

Sachi recordaba que, cuando llegó al palacio, había oído un gemido sobrenatural. Era un sonido tan distinto de cualquier sonido humano que pensó que debía de ser el fantasma de alguna concubina que se había consumido hasta morir, vieja y despreciada por todos. Taki le había contado que era una de las damas de honor de la princesa, cuyo hermano había muerto en una batalla en la capital. Después, de vez en cuando, oía llantos, a veces provenientes de las cámaras de la princesa, y a veces flotando por los pasillos desde algún rincón alejado del palacio.

En una ocasión había visto llorar a la princesa detrás de sus biombos. Fue el verano anterior, en el momento de más calor. Habían llegado muchos mensajeros. La princesa, muy trastornada, había ordenado a Tsuguko que le enviara a los mensajeros directamente a ella cuando llegaran, y que llamara a los sacerdotes para que organizaran oraciones y ceremonias para ahuyentar la mala fortuna.

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