A Sachi le habría gustado tener más información sobre lo que estaba ocurriendo. A veces, el repique de las campanas de alerta flotaba más allá de los muros del castillo, y Sachi oía gritos y cañonazos, como si rodaran piedras por una ladera. Una vez, después de partir el shogun, había oído aullidos a lo lejos, como si hubiera una manada de lobos rondando cerca de allí. Más tarde, las ancianas le contaron que habían oído decir que había un motín en la ciudad, pero que no había por qué preocuparse porque la situación estaba controlada. El otoño anterior, se habían oído unos fuertes estruendos más allá del foso. Las delgadas paredes del palacio de las mujeres se sacudieron tan violentamente que todas pensaron que había habido un terremoto. Resultó que estaban derribando viga a viga el palacio del señor de Choshu.
¿Cuándo pensaba Su Majestad atacar al señor de Choshu? Y ¿cuándo pensaba regresar? Eso era lo que todo el mundo se preguntaba. Pero pasaban los días y aparentemente no sucedía nada.
Llegó el otoño. Los árboles del palacio se cubrieron de rojo, naranja y amarillo. Todas las mañanas, las doncellas de Sachi le llevaban cinco kimonos de seda de diferentes tonos de granate y verde, y la joven se los ponía uno encima de otro. Las noches eran cada vez más largas. Anochecía tan pronto que las sirvientas tenían que empezar a encender las lámparas a media tarde.
Al menos en la superficie, la vida en el palacio continuaba como siempre. De vez en cuando llegaban cartas del shogun, escritas con su hermosa caligrafía. Estaba en el castillo de Osaka. Las hojas de arce que había en los jardines —le escribía en una carta a Sachi— estaban especialmente bonitas ese año. También le decía, empleando fórmulas convencionales, que la echaba de menos, pero no hablaba de lo que estaba pasando ni mencionaba cuándo pensaba volver a Edo.
Sachi se emocionaba cuando llegaba una carta del shogun, y le alegraba saber que le pertenecía. Hacía todo lo posible por mantener vivos sus recuerdos. Pero la intensidad de sus sentimientos había disminuido. Hasta que el shogun regresara —cuando fuera que regresara—, se concentraría en aprender cuanto pudiera sobre esa extraña nueva vida que llevaba.
En ciertos aspectos era como vivir en una prisión, aunque opulenta. Ahora que Sachi se había convertido en una gran dama, debía permanecer encerrada en sus habitaciones. Taki se había convertido en su mediadora, como Tsuguko lo era de la princesa. A veces jugaba a emparejar conchas o cartas con sus criadas. De vez en cuando, las damas de honor la invitaban a la ceremonia del té o a sesiones de interpretación de las cenizas de incienso. Y muchas veces iba a sentarse con la princesa, que la ayudaba con sus composiciones poéticas.
Los cambios de estación se celebraban con fiestas. Pero el séptimo mes, cuando las mujeres del palacio celebraron la Fiesta de los Difuntos, Sachi descubrió que era demasiado importante para participar en los bailes. Tuvo que quedarse sentada con recato, mirando desde detrás de su abanico, mientras las damas de rango inferior y las sirvientas correteaban por las verandas y por los jardines del palacio con sus kimonos de verano, agitando sus abanicos y dando palmadas al compás de las flautas y los tambores. Ése era el precio que tenía que pagar por haber ascendido a semejantes alturas.
Pese a todo, Sachi se conformaba. La única persona que habría podido alterar su paz era Fuyu, pero desde su combate en la sala de entrenamiento, Sachi había hecho todo lo posible por evitarla. A veces coincidían en las clases de música o de baile, o en una clase de ceremonia del té o del incienso; pero cuando eso sucedía, Sachi siempre agachaba la cabeza, con escrupulosa cortesía, y seguía su camino. Nunca iba a las clases de alabarda a la misma hora que Fuyu. Y nunca veía a la Retirada.
Era temprano. Se oyeron pasos por el pasillo que conducía a las habitaciones que Sachi compartía con Tsuguko. La puerta se abrió de golpe y por ella asomó la delgada cara de Taki.
—¡Hoy vamos a buscar setas! —anunció la joven con su aguda vocecilla, radiante de alegría.
A Sachi le encantaba ir a buscar setas. Esperó, impaciente, a que las doncellas acabaran de peinarle y perfumarle el cabello. Luego la maquillaron y la envolvieron en kimonos, colocando las múltiples capas de modo que los diferentes colores se vieran en el cuello y en los puños. Encima le pusieron una gruesa chaqueta acolchada, con hojas de otoño rojas y doradas bordadas en el bajo. Envuelta en tantas capas de ropa, Sachi parecía una enorme flor de múltiples pétalos.
Taki la precedió al exterior. Provistas de sendos cestos de bambú, las dos jóvenes despistaron a las otras criadas de Sachi y, riendo, echaron a correr. La parte ornamentada de los jardines era el lugar perfecto para jugar al escondite. Olvidando por completo que era una gran dama, Sachi se agachó detrás de una gran roca recubierta de musgo y liquen y esperó a que Taki la encontrara. Se deslizaron por los senderos que serpenteaban entre rocas, estanques, puentes y pabellones, haciendo crujir las hojas rojas, marrones y doradas de los arces.
Taki, que había crecido entre los hermosos jardines de Kioto, le había enseñado a Sachi los nombres de todas las rocas, estanques, puentes y pabellones y lo que representaban.
—Éste es el Puente de los Ocho Giros —dijo con solemnidad cuando subían por un puente curvado, tendido sobre un riachuelo bordeado con guijarros blancos.
Sus negros ojos destellaban, y su pálido y poco agraciado rostro se había sonrosado. Su grueso cabello colgaba hasta el suelo recogido en una larga cola de caballo negra, atado aquí y allá con cintas. Se había arremangado el kimono, y una pierna blanca y delgada asomaba de forma poco decorosa.
—No, no lo es —rió Sachi—. Es el Puente de la Media Luna. Y eso de ahí es el Estanque del Loto —dijo señalando el lago de aguas verdosas que tenían delante, donde unas tortugas se apiñaban en las rocas y donde estaban amarradas unas barcas rojas lacadas.
Sachi vio su reflejo en el agua: una dama de la corte con voluminosos ropajes y con el cabello pulcramente recogido. Enmarcada por el reluciente cabello estaba la misma cara ovalada que la miraba desde el espejo de su madre en la aldea. Vio sus ojos, rasgados e inclinados hacia arriba, de un verde reluciente. Vio también sus pequeños labios y su curvada nariz. Le sorprendió verse allí; fue como si hubiera visto un fantasma.
—No, es el Lago Oeste, como el Lago Oeste de China —gritó Taki—. Ése es el paso elevado de piedra, ésas son las rocas de la Tortuga y de la Grulla y eso es la Cascada del Hilo Blanco.
Pasearon alrededor del lago, bordearon el Pabellón de la Luna y se sentaron en la veranda de la caseta de Lapislázuli, balanceando las piernas bajo las acampanadas faldas de sus túnicas. Luego cruzaron un puente hasta otra parte de los jardines, donde las grandes rocas y los plateados arroyos les hicieron imaginar que paseaban entre altas cumbres, vertiginosos desfiladeros y oscuros barrancos de roca.
—¿Y esto? —preguntó Taki mirando de reojo a Sachi.
—Kiso... —contestó Sachi con un hilo de voz, un poco temblorosa en la fría mañana de otoño.
Era asombroso lo mucho que le recordaba a su hogar.
Otras mujeres correteaban por los jardines con sus zuecos de exterior, provistas de cestos de bambú y escudriñando el suelo. De niña, Sachi había disfrutado mucho, todos los otoños, buscando setas en las montañas que rodeaban su aldea. En aquel jardín, sin embargo, las setas asomaban entre las hojas de pino que cubrían el suelo. Era evidente que esas setas las habían puesto allí con mucho cuidado para que las encontraran las mujeres; era imposible que crecieran espontáneamente.
—No veo ninguna —dijo Taki, que empezaba a aburrirse.
—Aquí hay algunas —repuso Sachi cogiendo un par de setas y metiéndolas en su cesto.
Lo importante no era encontrar muchas, sino dejar muchas para que las encontraran las otras mujeres.
Entonces llegó Haru, envuelta en tantas capas de ropa que parecía una gran bola de masa de albóndiga. Tenía las mejillas aún más sonrosadas de lo habitual a causa del frío, y los párpados muy apretados. Puso el enorme matsutaké marrón, de sombrerete plano, que tenía en la mano hacia arriba, de modo que sobresaliera el grueso tallo.
—Mirad lo que he encontrado —dijo, y miró en el cesto de Sachi, vacío—. Tendrás que esmerarte más. —Se tapó la boca y rió—. ¿Nunca has oído el poema sobre la novia que no sabía acariciar el tallo de una seta? Esto es lo más cerca que estaremos nosotras de ser una novia. ¡Todas menos tú, por supuesto, mi querida Señora de la Alcoba Contigua! ¡Tú sí podrías hablarnos de tallos de seta!
Sachi y Taki se miraron. Todos los años, Haru hacía la misma broma, pero ese año Sachi la entendió por primera vez. Las niñas, muy turbadas, se taparon la cara con las manos y rieron.
Entonces Sachi oyó un crujir de hojas de pino. Se acercaba alguien entre los árboles. Una joven con el atuendo de las doncellas de rango inferior iba tambaleándose hacia ellas, cabizbaja y mordiéndose el labio. Su hermoso rostro, en el que destacaba una nariz respingona, estaba pálido y demacrado, y tenía los ojos hinchados. Se le había corrido el maquillaje, y llevaba el pelo recogido de cualquier manera. También los kimonos los llevaba desarreglados. Y lo más raro de todo era que iba sola.
Era Fuyu.
Sachi miró rápidamente alrededor, preguntándose cómo podían escapar. Pero Fuyu ya las había alcanzado. Bajó brevemente la mirada y luego la dirigió hacia Sachi, como si un insólito arrebato de timidez se hubiera apoderado de ella.
—Eres tú —dijo con voz apagada.
Sachi no soportaba mirarla. No había olvidado el salvaje ataque de Fuyu en la sala de entrenamiento, ni el golpe que le había dado con la sandalia.
—Has tenido suerte, campesina —dijo Fuyu atropelladamente—. Tu estrella ha ascendido y la mía ha descendido. Debe de haber algún destino que nos une.
Sachi frunció el entrecejo. ¿Era un juego? ¿Estaba burlándose Fuyu de ella? No sabía qué contestar. Taki la había agarrado por la manga y tiraba de ella.
—Ya sé que me odias, pero necesitaba verte —balbuceó Fuyu frotándose los ojos con la manga—. Ahora entiendo cosas que antes no comprendía. No importa lo que te cuenten de mí. Es una lástima que no hayamos podido hablar.
Por un instante miró a Sachi con fijeza, y ésta vio en sus ojos un atisbo del mismo miedo que veía a veces en los ojos de la princesa, que parecían los de un ciervo atrapado en una trampa. Entonces Fuyu se dio la vuelta y se alejó corriendo, como si no supiera dónde estaba.
Taki y Sachi se miraron y rieron con nerviosismo. Era una risa de perplejidad, no de diversión. De pronto el día parecía haberse vuelto más frío y más oscuro.
Un par de días más tarde, Taki irrumpió en la habitación donde cosía Sachi.
—¿Lo has oído? —preguntó respirando entrecortadamente.
—Claro que no —respondió Sachi fingiendo enfado—. Últimamente no oigo nada a menos que tú me lo cuentes.
—Vamos a dar un paseo —propuso Taki.
Se pusieron otro kimono encima del que llevaban y salieron a los jardines. Era una fría mañana de otoño y el sol proyectaba una pálida luz sobre las rocas, los estanques y los pinos. Las dos jóvenes se dirigieron al Pabellón de Lapislázuli, lo más lejos posible de oídos curiosos, y se apiñaron en un rincón resguardado de la veranda.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Sachi, sonriente y expectante.
—Se trata de Fuyu —dijo Taki—. Se ha escapado. En el palacio no se habla de otra cosa.
Sachi estuvo a punto de reír de alivio. ¿Sería cierto? ¿De verdad había huido su rival? ¿Podría pasear por los jardines e ir a las clases de alabarda sin miedo de encontrársela? Sin embargo, en cierto modo la noticia no la había sorprendido. La última vez que había visto a Fuyu, ésta parecía casi un fantasma, como si ya no perteneciera al mundo de los vivos.
—Fue ayer, cuando Onkyo-in fue a rezar a las tumbas de los shogunes —explicó Taki—. Fuyu iba en su séquito. Cuando llegó la hora de volver, se percataron de que faltaba Fuyu. Al final tuvieron que regresar al palacio sin ella.
—¿Onkyo-in...?
—Todo el mundo la llama Shiga. Era la concubina del difunto señor Iesada, ya sabes, el hijo de Honju-in, el que... Se llamaba Shiga antes de tomar los hábitos.
Sachi aspiró entre los dientes y se ciñó el acolchado kimono. El viento agitó las delgadas paredes de la caseta. Una garza real, asustada, se alzó del extremo opuesto del estanque y se alejó volando, lanzando destellos con sus blancas alas. Sachi ya había oído hablar de Shiga, pero no recordaba por qué ni qué había hecho. Sin embargo, tenía la impresión de que, fuera lo que fuese, no era nada bueno.
—Quizá Fuyu se perdiera —dijo despacio—. Estuvo muy rara el otro día. En la ciudad hay muchos peligros. Quizá la secuestraran.
—Le dijo a Yano, una de las doncellas de la Retirada, que iba a intentar escapar. A veces recibía cartas escritas por un hombre. Cuando te eligieron a ti en lugar de a ella para ser la nueva Señora de la Alcoba Contigua, se trastornó un poco. Algunas doncellas dicen que es posible que hubiera quedado embarazada.
—¡No!
—Salía a menudo del castillo con Onkyo-in. Si deseas mucho algo y no te importan las consecuencias, siempre encuentras oportunidades. Quizá ella pensara así. Quizá entrara alguien en el castillo en uno de esos grandes baúles. No sería la primera vez que pasa.
—Y ¿la están buscando?
—Seguramente se marchará a su casa. O la policía del palacio la encontrará y la llevará a su casa. No me extrañaría que dentro de poco oyéramos que de pronto había enfermado y había muerto. Eso fue lo que pasó con una dama de honor que huyó hace unos años.
Sachi dio un grito ahogado. Confiaba en no tener la culpa de lo ocurrido. Lo había deseado tanto que quizá había hecho que pasara. Pero ella sólo había deseado que Fuyu se marchara; nunca había deseado su muerte. Ni siquiera Fuyu merecía ese destino.
—¿No la traerán? —preguntó, anonadada.
Taki negó con la cabeza.
—Siempre me olvido de que no eres una samurái. Claro que no la traerán. Las mujeres no pueden hacer lo que se les antoje. Las samurái lo sabemos. Y Fuyu pertenece al palacio del shogun, igual que nosotras. Toda su familia tendrá graves problemas. Su padre tendrá que encargarse de ella inmediatamente.
Sachi asintió con la cabeza. Ya recordaba por qué había oído hablar de Shiga. Haru la había mencionado cuando le había contado la historia del cadáver hallado en el palanquín. Shiga había sido amante de Hitsu, y quizá había sido ella quien la había traicionado o incluso matado.