—¡Arriba el telón! —gritó con una carcajada. Gisella se limitó a bajarse la falda de un manotazo. Pensé que tanta desfachatez disgustaría a mi compañero y quise darle a entender que también a mí me disgustaba.
—Su amigo es muy alegre —dije.
—Sí —respondió brevemente.
—Se ve que las cosas le van bien.
Entramos en casa, de puntillas, y los llevé directamente a mi cuarto. Una vez cerrada la puerta nos quedamos un rato de pie los cuatro, porque la habitación era pequeña y la llenábamos. El rubio fue el primero en deshacer el embarazo sentándose en la cama y empezando sin más preámbulos a desnudarse como si estuviera a solas. Mientras se desnudaba, no dejaba de reír y de parlotear, incansable. Hablaba de habitaciones de hotel y de cuartos privados y contó una aventura suya reciente:
—Me dijo que era una señora educada y que no quería ir a un hotel... Yo le dije que los hoteles están llenos de señoras educadas... Me contestó que ella no quería dar su nombre... Yo le propuse hacerla pasar como mi esposa. Al fin y al cabo, una más o menos... Bien, fuimos al hotel, la presenté como mi mujer. Subimos a la habitación... pero cuando se trató de pasar a los hechos, empezó a hacer una serie de melindres... que estaba arrepentida, que ya no quería, que verdaderamente era una dama educada... Entonces perdí la paciencia e intenté actuar por la fuerza... Nunca lo hubiera hecho, porque abrió la ventana y me amenazó con arrojarse a la calle... «Está bien —le dije—. La culpa es mía por haberte traído aquí...» Ella se sentó en la cama y empezó a lloriquear. Me contó una larga historia tristísima, muy conmovedora, capaz de destrozar el corazón, pero si tuviera que contárosla no podría hacerlo, porque la he olvidado... Sólo sé que al final me sentí tan emocionado que casi me eché de rodillas a sus pies para pedirle perdón por haberla tomado por lo que no era... «Está bien —dije—. No haremos nada. Nos limitaremos a acostarnos y a dormir cada uno por su lado». Y dicho y hecho; yo me dormí inmediatamente... Bueno, a media noche me desperté, miré hacia su lado y vi que había desaparecido. Miré entonces mis vestidos y noté que estaban en desorden... Fui en seguida a ver y descubrí que también había desaparecido mi cartera... ¡Una señora educada, sí señor!
Estalló en risas con una alegría realmente irrefrenable y contagiosa que hizo reír a Gisella y a mí me obligó a sonreír. Se había quitado el traje, la camisa, los calcetines y los zapatos, y se había quedado con un vestido interior de lana, muy adherente, color tórtola, que lo cubría desde los tobillos al cuello y le daba el aspecto de un equilibrista o un bailarín de la ópera. El indumento, habitual en los hombres de cierta edad, aumentaba la comicidad de su figura, y en aquel momento olvidé la brutalidad de antes y casi sentí simpatía por él porque siempre me han gustado las personas alegres y yo misma soy más inclinada a la alegría que a la tristeza. Él empezó a dar vueltas por la habitación, haciendo mil muecas y gesticulaciones graciosas, pequeño, redundante, con un tórax abultado, orgulloso de su indumento de lana como de un uniforme.
Después, desde el rincón de la cómoda, dio un salto repentino sobre la cama cayendo encima de Gisella, que dio un chillido de sorpresa, y derribándola boca arriba como para abrazarla. Pero de pronto, de una manera cómica, como dominado por una idea repentina, quedando a cuatro patas sobre Gisella, levantó la cara roja y desenfrenada, se volvió a mirarnos a nosotros dos como hacen los gatos antes de tocar la comida, y preguntó:
—Y vosotros, ¿qué esperáis?
Miré a mi compañero y le pregunté:
—¿Quieres que me desnude?
El conservaba todavía levantado el cuello del abrigo y contestó temblando:
—No, no... Después de ellos.
—¿Quieres que salgamos?
—Sí.
—Dad una vuelta en coche —gritó el rubio, todavía inclinado sobre Gisella—. Las llaves están puestas.
Pero su compañero fingió no haber oído el ofrecimiento y salió de la habitación.
Pasamos a la antesala. Hice un gesto al joven para que me esperara allí y entré en la sala. Mi madre estaba sentada ante la mesa del centro, entretenida en distribuir las cartas de un solitario. En cuanto me vio, sin esperar siquiera a que yo dijese una palabra, se puso de pie y salió hacia la cocina. Entonces me asomé a la puerta y dije al joven que podía entrar.
Cerré la puerta y fui a sentarme en el canapé, en el rincón junto a la ventana. Hubiera querido que él se sentara a mi lado y me acariciara. Con otros hombres siempre ocurría así. Pero él no hizo caso alguno del canapé y se puso a dar pasos de un lado a otro, con las manos en los bolsillos, alrededor de la mesa. Creí que estaría disgustado por tener que esperar y dije:
—Lo siento, pero sólo tengo una alcoba disponible.
El joven se detuvo y me preguntó con aire ofendido y cortés:
—¿Acaso te he pedido una habitación?
—No, pero creí...
Dio unos pasos más por el cuarto, y entonces yo no pude resistir más y le pregunté, señalando el canapé:
—¿Por qué no te sientas aquí, a mi lado?
Me miró, y después, como decidiéndose, vino a sentarse y me preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Adriana.
—Yo me llamo Giacomo —dijo cogiéndome la mano.
Eran unos modales insólitos, y de nuevo pensé que era tímido. Dejé que me cogiera la mano, y para animarle, le sonreí. Pero él dijo:
—Entonces, dentro de poco tendremos que hacer el amor, ¿no?
—Eso es.
—¿Y si yo no tuviera ganas?
—Entonces no haríamos nada —respondí con ligereza creyendo que bromeaba.
—Pues bien —exclamó con énfasis—, no tengo ganas, no tengo ninguna gana de hacer el amor.
—Bueno —dije.
Pero en realidad me resultaba nueva su repulsa, que aún no había comprendido.
—¿No te ofendes? A las mujeres no les gusta ser despreciadas.
Por fin comprendí y sintiéndome incapaz de hablar movía la cabeza en señal de negativa. ¡De manera que no me quería! De pronto me sentí desesperada, a punto de estallar en lágrimas.
—De veras, no me ofendo —balbucí—. Si no tienes ganas, esperemos entonces que acabe tu amigo y te vas.
—No lo sé —repuso—. Te hago perder la noche... Con otro hubieras podido ganar...
Pensé que más que no querer debía de ser que no podía, y propuse con esperanza:
—Si no tienes dinero, no importa... Otra vez me lo darás.
—Eres una buena chica —contestó—, pero dinero no me hace falta... Hagamos una cosa... Yo te doy el dinero... y así no te parecerá haber perdido la noche.
Metió la mano en un bolsillo de la chaqueta, sacó un fajo de billetes que parecían preparados para el caso y fue a ponerlos en la mesa, lejos de mí, con un gesto torpe y al mismo tiempo curiosamente elegante y desdeñoso.
—No, no —protesté—. Si no hacemos nada, de eso ni hablar.
Pero lo dije blandamente, porque en el fondo no me disgustaba recibir aquel dinero. En todo caso era un lazo de unión entre los dos y hallándome en deuda con él podría esperar una ocasión para pagársela. Él interpretó esa negativa insegura como una aceptación, como era en realidad, y no recogió el dinero, que quedó sobre la mesa. Volvió a sentarse en el canapé, y yo, con la sensación de realizar un gesto torpe y estúpido, tendí mi mano y cogí la suya. Por un momento nos miramos y después, con sus dedos largos y delgados, me torció el meñique con fuerza.
—¡Ay! —exclamé un poco fastidiada—. ¿Qué te pasa?
—Perdóname —dijo.
Mostró una expresión tan confusa que me arrepentí de la sequedad de mi reproche.
—Me has hecho daño, ¿sabes? —murmuré.
—Perdóname —repitió.
Y presa de una repentina agitación, se levantó otra vez y reanudó sus paseos de un lado para otro. Después se detuvo y me preguntó:
—¿Salimos? Esto de tener que esperar me molesta.
—¿Y dónde quieres ir?
—No lo sé... ¿Quieres que demos una vuelta en el coche? Recordé las veces que había paseado en coche y contesté apresuradamente:
—No, en coche no.
—Podemos ir a tomar un café... ¿Hay algún café por aquí cerca?
—Cerca no, pero me parece que hay uno inmediatamente después de la Porta.
—Entonces, vamos allí.
Me levanté y salimos de la sala. Ya en la escalera dije, tratando de bromear:
—Te advierto que el dinero que me has dado te da derecho a venir a verme cuando quieras...
—De acuerdo.
Era una noche de invierno, tibia, húmeda y oscura. Había llovido todo el día y en el pavimento de la calle había unos charcos negros en los que se reflejaban las luces tranquilas de los faroles. Por encima de las murallas el cielo estaba sereno pero sin luna y con pocas estrellas oscurecidas por la niebla. De vez en cuando, unos tranvías invisibles pasaban detrás de las murallas, arrancando de los cables del tendido breves resplandores violentos que por un momento iluminaban el cielo, las torres truncadas y los salientes cubiertos de verde. Cuando estuve en la calle recordé que hacía meses que no iba al parque de atracciones. Habitualmente me dirigía hacia la derecha, camino de la plaza donde me esperaba Gino. No iba al Luna Park desde jovencita cuando paseaba con mi madre, tomábamos el paseo a lo largo de la muralla e íbamos a gozar las luces y la música sin entrar en el recinto del parque porque no teníamos dinero. En el paseo, en aquella dirección, estaba también la villa por cuya ventana había visto una vez una familia reunida alrededor de la mesa, aquella villa que me hizo soñar por primera vez con casarme, tener una casa propia y hacer una vida normal.
Me asaltó el deseo de hablarle a mi compañero de aquellos tiempos, de mis sueños de aquella edad, de mis aspiraciones, y de decir que esto fue no sólo por un impulso sentimental, sino también por cálculo. Hubiera querido que no me juzgara por las apariencias, que me viera con un aspecto distinto y mejor, que yo consideraba más verdadero. Para recibir a las personas de respeto, otros se ponen sus trajes de fiesta y abren las estancias más bellas de sus casas, y como lo que yo había sido, lo que había soñado y deseado ser, eran mis vestidos de gala, mis bellas estancias, me apoyaba, en aquellos recuerdos, aunque pobres y faltos de interés, para hacerle cambiar de idea y acercarlo a mí.
—Por esta parte de la calle —dije— nunca pasa nadie, pero en verano, la gente del barrio viene aquí a pasear. Yo también paseaba hace tiempo por aquí, y ahora has tenido que venir tú para que reviviera mi pasado.
Me había cogido por el brazo y me ayudaba a andar por la encharcada calle.
—¿Con quién paseabas? —me preguntó.
—Con mi madre.
Se echó a reír con una risa desagradable que me sorprendió.
—La madre —repitió apoyando la voz sobre la «m»—. La madre... Siempre hay una madre... La madre... ¿Qué dirá la madre? ¿Qué hará la madre? La madre, la madre.
Pensé que por algún motivo debía sentir algún rencor contra su madre y pregunté:
—¿Es que tu madre te ha hecho algo?
—No, no me ha hecho nada —contestó—. Las madres nunca hacen nada... ¿Quién no tiene una madre...? Y dime, ¿tú quieres a tu madre?
—¡Naturalmente! ¿Por qué me lo preguntas?
—Por nada —dijo apresuradamente—. No te ocupes de mí... Sigue, paseabas con tu madre y...
El tono de su voz no era muy tranquilizador ni invitaba a hablar, pero, en parte por cálculo y en parte por simpatía, me sentía impulsada a continuar la confidencia.
—Sí, paseábamos juntas, y sobre todo en verano, porque en nuestra casa en verano no se puede ni respirar... Mira, ¿ves esa villa?
Se detuvo y miró. La villa no tenía las ventanas abiertas. Incluso parecía deshabitada. Ceñida entre dos casas largas y bajas de empleados de ferrocarriles, me pareció más pequeña de lo que yo recordaba y bastante fea y ceñuda.
—Bien, ¿qué había en esa villa?
Ahora casi me avergonzaba de lo que iba a decir. Proseguí con esfuerzo:
—Yo pasaba todas las noches por delante de esa villa, que tenía las ventanas abiertas porque era verano, y veía una familia que a aquella hora se sentaba a la mesa...
Me detuve y guardé silencio de pronto, confusa y preocupada.
—¿Y qué más?
—Estas cosas no te interesan —dije.
Y con mi habitual vergüenza, me pareció que al mismo tiempo era sincera y falsa.
—¿Por qué? A mí me interesa todo.
—Bueno —concluí de prisa—. Se me metió en la cabeza la idea de que algún día yo tendría también una casita así y haría las mismas cosas que veía hacer a aquella familia.
—Entiendo, te hubiera gustado una casita así... Te conformabas con poca cosa.
—Comparada con la casa en que vivimos... Además, no es fea...
Y a esa edad se piensan tantas cosas...
Me arrastró por un brazo hacia la villa.
—Vamos a ver si esa familia está aún aquí.
—¿Qué haces? —exclamé resistiéndome—. Seguramente estará.
—Muy bien, vamos a verlo.
Estábamos en la puerta de la villa. El jardín, estrecho y tupido, estaba oscuro y también estaban oscuras las ventanas y la torreta. Él se acercó a la verja y dijo:
—Hay un buzón para las cartas... Llamemos y veamos si hay alguien, pero tu casita parece deshabitada.
—No, no —dije riendo—. Déjalo. ¿Qué vas a hacer?
—Probemos.
Levantó el brazo y oprimió el botón del timbre. Me vinieron ganas de huir por temor a que apareciera alguien.
—Vámonos, vámonos —supliqué—. Ahora saldrá alguien ¿y qué le diremos?
—¿Qué dirá mamá? —repitió como un estribillo, dejándose arrastrar—. ¿Qué hará mamá?
—La tienes tomada con eso de la madre —dije caminando apresuradamente.
Llegábamos al Luna Park. De la última vez que había estado allí recordaba el gentío reunido en aquel lugar, las guirnaldas de bombillas de colores, los puestos con candiles de aceite, los decorados de los pabellones, la música y el bullicio de la gente. Quedé un poco decepcionada al no encontrar nada de todo aquello. El vallado del Luna Park parecía rodear, más que un lugar de diversión, un oscuro y abandonado depósito de materiales de construcción. Sobre las puntas de la valla se alzaban los arcos de los ocho volantes con los pequeños carruajes suspendidos aquí y allá, semejantes a panzudos insectos detenidos en su vuelo por una parálisis repentina. Los tejados puntiagudos de los pabellones, sin lámparas, ceñudos y bajos, producían una sensación de sueño. Todo parecía muerto, cosa lógica puesto que estábamos en invierno. La plaza que había delante del parque estaba desierta y llena de charcos. Sólo una farola la iluminaba débilmente.