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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

La Romana (27 page)

—Vete.

—¿Por qué? —preguntó incorporándose sobre el codo y mirándome turbado—. ¿Qué sucede?

—Es mejor que te vayas —dije con calma manteniendo el brazo sobre mi rostro—. No creas que esté enfadada contigo, pero me doy cuenta de que no sientes nada por mí y por lo tanto... No pude terminar y moví la cabeza.

No contestó, pero noté que se movía y se apartaba de mi lado y empezaba a vestirse. Sentí entonces una pena aguda, como si me hubieran herido profundamente y me hurgaran con un hierro agudo y sutil en lo más vivo de mi herida. Sufría al sentir que se vestía, sufría al pensar que poco después se habría ido para siempre y no volvería a verlo, sufría por sufrir.

Se vistió lentamente, tal vez esperando que yo volviera a llamarlo. Recuerdo que por un momento esperé poder retenerlo excitando su deseo. Me había tumbado sobre el pecho, cubriéndome con la manta. Con una coquetería triste y desesperada, me volví y moví una pierna de modo que la manta se deslizara dejando mi cuerpo al aire. Nunca me había ofrecido de aquel modo y, por un instante, mientras yacía desnuda con las piernas abiertas y el brazo sobre los ojos, tuve casi la ilusión física, de sus manos en los hombros y de su respiración sobre mi boca. Pero casi al mismo tiempo oí que la puerta se cerraba.

Quedé como estaba, boca arriba e inmóvil. Creo que pasé sin darme cuenta del dolor a una especie de duermevela y después al sueño. Muy avanzada la noche me desperté y por primera vez me di cuenta de que estaba sola. Durante aquel primer sueño, aun en la amargura de la separación, me había quedado la sensación de su presencia. No sé cómo, volví a dormirme.

Capítulo II

Con gran sorpresa mía, el día siguiente me sentí lánguida, melancólica y decaída como si hubiera pasado una enfermedad de un mes. Tengo un carácter alegre y la alegría, que procede de la salud y el vigor corporal, ha sido siempre en mí más fuerte que cualquier adversidad hasta el punto de que alguna vez me he enfadado conmigo misma al sentirme alegre aun a mi pesar y en circunstancias adversas. Por ejemplo, al levantarme cada día era raro que no me vinieran ganas de cantar o decir alguna frase ocurrente a mi madre. Pero aquella mañana, aquella alegría involuntaria me faltó del todo; sentíame dolorida, opaca, carente del habitual e impetuoso apetito por las doce horas de vida que la jornada me ofrecía. Dije a mi madre, que inmediatamente se dio cuenta del insólito mal humor, que había dormido mal.

Era verdad, pero yo sólo daba como causa uno de los muchos efectos de la profunda mortificación inferida a mi ánimo por la repulsa de Giacomo. Como ya he dicho, hacía tiempo que no me importaba nada ser lo que era: frente a mí misma no hallaba razón alguna para no serlo. Pero había esperado amar y ser amada y la negativa de Giacomo, a pesar de las complicadas razones que me había dado, me parecía achacable a mi oficio, el cual, por este motivo, se me hacía de repente odioso e intolerable.

El amor propio es una bestia curiosa que puede dormir aun bajo los golpes más crueles y en cambio se despierta herido de muerte aun por el más leve rasguño. Sobre todo me punzaba un recuerdo y me llenaba de amargura y vergüenza: el de una frase que yo misma había pronunciado la víspera mientras colgaba mi abrigo en la percha. Le había preguntado:

—¿Qué te parece esta habitación? ¿Verdad que es cómoda?

Recordaba que él no había contestado, reduciéndose a mirar a su alrededor con una mueca que por el momento no comprendí. Ahora entendía que se trataba de un gesto de disgusto. Desde luego, debió de haber pensado que era el cuarto de una mujerzuela. Al pensar en ello, me quemaba sobre todo el haber dicho esa frase con una complacencia tan ingenua. Por el contrario, debería haber pensado que a una persona como él, tan educada y sensible, aquel cuarto debió parecerle un antro sórdido, doblemente feo por los muebles, bastante modestos, y por el uso que de él hacía.

Hubiera deseado no haber dicho aquella desdichada frase, pero estaba dicha y no tenía remedio. Aquellas palabras me parecían una prisión de la que no podía salir por nada del mundo. La frase era yo misma, inalterable, tal como me había hecho por propia voluntad. Olvidarla o hacerme la ilusión de no haberla dicho sería como olvidarme a mí misma o hacerme la ilusión de no existir.

Estas reflexiones me envenenaban como una pócima que avanzaba maligna poco a poco hacia la mejor sangre de mis venas. Habitualmente, por las mañanas, aunque intentara prolongar mi ocio, llegaba siempre el momento en que las sábanas me disgustaban y mi cuerpo, como movido por una voluntad independiente, se liberaba de ellas saltando fuera del lecho. Pero aquel día sucedió lo contrario. Pasó toda la mañana, llegó la hora de comer y yo, por mucho que me animara a levantarme, seguía sin moverme. Me sentía como atada, inerte, impotente y torpe y al mismo tiempo dolorida como si la inmovilidad me costara un enorme y desesperado esfuerzo. Era como una de esas viejas barcas que aparecen atracadas en una ensenada pantanosa con la panza llena de agua negra y fétida y cuyas maderas podridas, si alguien se aventura a subir, ceden al peso y se hunden en el acto.

No sé cuánto tiempo estuve así, torpemente envuelta en las sábanas, mirando el vacío y tapada hasta la nariz por el embozo. Oí sonar las campanadas de mediodía; después, el toque de la una, de las dos, de las tres, de las cuatro. Había cerrado la puerta con llave. De vez en cuando mi madre, preocupada, venía a llamar y yo le contestaba que iba a levantarme en seguida y que me dejara en paz.

Cuando la luz empezó a descender, con un esfuerzo que me pareció sobrehumano, arrojé las mantas y me levanté.

Sentía los miembros como hinchados por la inercia y el disgusto. Me lavé y me vestí arrastrándome más que caminando de una parte a otra de la estancia. No pensaba en nada; sólo sabía, pero no con la mente sino con todo el cuerpo, que al menos aquel día no sentía el menor deseo de ir en busca de amantes. Cuando me hube vestido, le dije a mi madre que aquella noche estaríamos juntas y que saldríamos las dos a pasear por las calles de la ciudad y a tomar un aperitivo en un café.

La alegría de mi madre, no acostumbrada a invitaciones de aquella clase, me irritó sin saber por qué, y una vez más pude observar sin simpatía hasta qué punto sus mejillas eran blandas y estaban hinchadas y sus ojos pequeños y llenos de una luz falsa e insegura. Pero rechacé la tentación de decirle alguna frase molesta que hubiera podido destruir su alegría y, mientras esperaba que se vistiera, me senté en la sala semioscura, junto a la mesa. La luz blanca del farol, que entraba a través de los vidrios de la ventana sin cortinas, iluminaba la máquina de coser alargándola por la pared. Bajé los ojos hacia la mesa y, en la penumbra, entreví, alineadas, las figuras de las cartas del solitario con el que mi madre engañaba el aburrimiento de las largas veladas. Entonces, de pronto, experimenté una sensación extraña: me pareció que yo misma era mi madre, en carne y hueso, esperando a que su hija Adriana, en su cuarto, hubiera acabado de hacer el amor con el amante de turno. Probablemente esta sensación procedía del hecho de haberme sentado en su silla, junto a su mesa, ante sus cartas. A veces los lugares tienen esas sugestiones, y más de uno, al visitar una cárcel, por ejemplo, cree experimentar el mismo frío, la misma desesperación, el mismo sentimiento de aislamiento del prisionero que durante algún tiempo languideció allí. Pero la sala no era una cárcel ni mi madre sufría penas tan pesadas y tan fácilmente imaginables. No hacía más que vivir como siempre había vivido. Pero, quizá precisamente porque un instante antes había sentido un impulso de hostilidad contra ella, el sentimiento de aquella vida suya bastó para causar en mí una especie de reencarnación. La buena gente, para excusar ciertas acciones reprochables suele decir: «Ponte en su lugar». Pues bien, en aquel momento yo me había puesto en el lugar de mi madre hasta el punto de hacerme la ilusión de ser ella misma.

Lo era, pero a sabiendas, cosa que no le sucedía a ella, pues de lo contrario, se hubiera rebelado de alguna manera. De pronto me sentí marchita, envejecida, cansada, y comprendí qué era la vejez, que no sólo la cambia a una, sino que la hace débil e incapaz. ¿Cómo era mi madre? A veces la había visto mientras se desnudaba, observando sin reflexionar en ello sus pechos flacos, arrugados y oscuros, su vientre amarillento y flojo. Ahora, aquellos pechos que me habían alimentado, aquel vientre del cual yo había salido, los sentía en mí misma, tan próximos como para poder tocarlos, y creía experimentar la misma sensación de nostalgia y de lástima impotente que debía de inspirar a mi madre la vista de su cuerpo transformado.

La belleza y la juventud hacen soportable y hasta alegre la vida. ¿Pero y cuando ya no existen? Tuve un estremecimiento de miedo y, despertándome por un momento de aquella pesadilla, me alegré de ser realmente la Adriana bella y joven y de no tener nada que compartir con mi madre, que ya no volvería a ser ni bella ni joven. Al mismo tiempo, lentamente, como un mecanismo parado que poco a poco va recobrando el movimiento, hormigueaban en mi mente los pensamientos que debían de asaltarla mientras a solas me esperaba en la sala. Desde luego no es fácil imaginar qué puede pensar una persona como mi madre en semejantes circunstancias, sólo que, en la mayoría de los casos, la imaginación no puede por menos que nacer de la reprobación y el desprecio, y en realidad, más que imaginar, esas personas se crean un fantoche sobre el que vuelcan su hostilidad.

Pero yo amaba a mi madre y procuraba ponerme en su lugar. Sabía que sus pensamientos en aquellos instantes no eran interesados, ni amedrentados, ni vergonzosos, ni siquiera se relacionaban con lo que yo era y hacía. En cambio, sabía que sus pensamientos eran casuales e insignificantes, como convenía a una persona como ella, anciana, pobre e ignorante, que en toda su vida había podido creer o pensar la misma cosa dos días seguidos sin recibir de la necesidad los desmentidos más perentorios.

Los grandes pensamientos y los grandes sentimientos, incluso los tristes y negativos, necesitan una duración y una protección. Son como plantas delicadas que exigen largo tiempo para fortalecerse y echar sólidas raíces. Pero mi madre nunca había podido cultivar en su mente ni en su corazón más que hierbas efímeras de reflexiones, de resentimientos y de preocupaciones diarias. Por ello podía yo, tal como lo hacía, entregarme por dinero en mi propia habitación, y mi madre, en la sala, delante de su solitario, seguía dando vueltas en su mente a las mismas tonterías, si es justo llamar así a las cosas de las que había vivido durante tantos años desde su infancia hasta aquel día: el coste de los alimentos, los chismes de las vecinas, los cuidados de la casa, el temor a los achaques, los trabajos pendientes y otras pequeñeces por el estilo. A lo sumo, de vez en cuando, atendía el sonido de la campana de la iglesia cercana y pensaba, sin darle importancia: «Esta vez Adriana emplea más tiempo de lo acostumbrado». O también, oyendo que yo abría la puerta y hablaba en el recibidor: «Ya ha terminado». ¿Qué más? Ahora, con estas imaginaciones, yo misma era mi madre en cuerpo y alma, y precisamente porque sabía serlo de manera tan desnuda y real, estaba segura de amarla otra vez y aún más que antes.

El ruido que hizo la puerta al abrirse me despertó de esta especie de sueño. Mi madre encendió la luz y me preguntó:

—¿Qué haces a oscuras?

Yo, deslumbrada, me puse de pie y la miré. Inmediatamente me di cuenta de que llevaba un traje nuevo. No se había puesto sombrero porque no había llevado nunca, pero el vestido, negro, estaba hecho a medida. Del brazo le colgaba un gran bolso de cuero negro con el cierre de metal amarillo y del cuello una piel de gato. Se había mojado los cabellos grises y los llevaba peinados con cuidado, muy tirantes y reunidos en un pequeño moño lleno de horquillas. Hasta se había dado colorete en las mejillas, hacía poco enjutas y quemadas y ahora de nuevo floridas. Me vinieron ganas de sonreír, casi a pesar mío, viéndola tan peripuesta y solemne, y con mi habitual afecto le dije, poniéndome en marcha:

—Vamos.

Sabía que a mi madre le gustaba pasear lentamente, en la hora en que el tráfico es más intenso, por las calles principales donde están los mejores comercios de la ciudad. Así, pues, cogimos un tranvía, nos apeamos en el principio de la Vía Nazionale. Cuando era niña, mi madre solía llevarme de paseo por aquella calle. Comenzaba en la plaza de la Esedra, por la acera de la derecha, y lentamente, paso a paso, mirando con atención los escaparates de los comercios, uno a uno, llegaba hasta la plaza Venezia. Allí pasaba a la acera opuesta y, sin dejar de mirar minuciosamente las cosas expuestas en los escaparates, tirándome de la mano, volvía a la plaza de la Esedra. Entonces, sin haber comprado un alfiler ni haberse arriesgado a entrar en ninguno de los muchos cafés de la calle, me llevaba a casa, cansada y muerta de sueño. Recuerdo que estos paseos no me gustaban porque, al revés de mi madre, que parecía contentarse con sus contemplaciones caprichosas y meticulosas, yo hubiera preferido entrar en las tiendas, comprar y llevarme a casa algunas de aquellas cosas nuevas ofrecidas entre tantas luces, detrás de aquellos cristales pulidos. Pero había comprendido muy pronto que éramos pobres y nunca expresaba mis deseos. Una sola vez, ya no recuerdo por qué, me mostré caprichosa. Y recorrimos una buena parte de la calle abarrotada de gente, mi madre tirándome de un brazo y yo resistiendo con todas mis fuerzas, chillando y llorando. Hasta que mi madre, perdida la paciencia, en vez del objeto ansiado me dio un par de bofetadas y yo olvidé el dolor de la privación por aquel otro, más reciente, de los golpes.

Y héteme de nuevo en el extremo de la acera hacia la plaza de la Esedra, del brazo de mi madre, como si todos los años hubieran pasado en vano. Y he aquí las losas de la acera, un hormiguero de pies calzados con pequeños zapatos, botines, botas altas, zapatos sin tacón y sandalias que, mirándolo, marea; he aquí los viandantes que van de un lado para otro, por parejas, o solos, o en grupos de hombres, mujeres y niños, unas veces despacio, otras de prisa, todos iguales quizá porque querrían ser todos distintos, con los mismos vestidos, los mismos sombreros, las mismas caras, los mismos ojos, las mismas bocas; he aquí las peleterías, las zapaterías, las papelerías, los joyeros, los relojeros, los libreros, las floristas, las tiendas de tejidos, los comercios de juguetes, los objetos para la casa, las casas de modas, las de medias, las de guantes, los cafés, los cines, los Bancos; he aquí las ventanas iluminadas de los edificios con personas que van de un lado para otro por las habitaciones o trabajan en sus mesas; he aquí los anuncios luminosos, siempre los mismos; he aquí, en las esquinas, los vendedores de periódicos, las vendedoras de castañas asadas, los desocupados que ofrecen papel de Armenia y anillos de goma para los paraguas; y he aquí los mendigos, el ciego al principio de la calle con la cabeza apoyada en la pared, las gafas negras y la gorra en la mano, más allá la mujer casi vieja con un crío colgando del pecho arrugado, y más allá aún el idiota con un muñón amarillento y brillante como una rodilla en vez de la mano.

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