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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

La Romana (33 page)

Después, inesperadamente, rodeado de aquella luz hecha de espasmos y de tinieblas que suele deslumbrar un ojo cuando se le golpea con violencia, el nombre de Astarita brilló en mi mente. «Iré a Astarita y la haré poner en libertad» —pensé. Tendí nuevamente las manos y en seguida descubrí que las paredes de la celda estaban separadas por una estrecha hendidura vertical por la que podía salir. Di unos pasos en la oscuridad, hallé bajo los dedos el interruptor de la luz y le di la vuelta con una prisa histérica. La habitación se iluminó. Me hallaba junto a la puerta, jadeante y desnuda, con el rostro y el cuerpo bañados en un abundante sudor frío. La celda en la que creía estar encerrada no era más que el espacio comprendido entre el armario, el rincón de la alcoba y la cómoda, espacio estrecho casi completamente cerrado por las paredes y los dos muebles. En sueños me había levantado y había ido a encerrarme allí.

Apagué otra vez la luz y midiendo los pasos volví a la cama. Antes de dormirme otra vez pensé que no podía resucitar al platero, pero podía salvar a la camarera, o por lo menos intentarlo, y esto era lo único importante. Y debía hacerlo con más empeño, puesto que acababa de descubrir que no era yo tan buena como siempre había creído. O por lo menos de una bondad que no excluía el gusto por la sangre, la admiración por la violencia y la complacencia por el delito.

Capítulo IV

La mañana siguiente me vestí con cuidado, puse la polvera en mi bolso y salí para telefonear a Astarita. Me sentía muy alegre, lo cual podía parecer extraño, y la angustia que Sonzogno me había inspirado la noche anterior en su revelación había desaparecido del todo. Después he observado muchas veces en mi vida que la vanidad es la peor enemiga de la caridad y de la reprobación moral. Más que horror y miedo, experimentaba un sentimiento de vanidad ante el pensamiento de ser la única en toda la ciudad que sabía cómo había ocurrido el delito y quién había sido su autor. «Yo sé quién ha matado al platero» —me decía, y me parecía mirar a los hombres y las cosas con ojos diferentes de los del día anterior.

Estaba segura de que algo había cambiado incluso en mi aspecto y casi temía que el secreto de Sonzogno pudiera leerse claramente en la expresión de mi cara. Al mismo tiempo sentía un deseo suave, agradable, irresistible, de contar a alguien todo lo que sabía. Como un agua demasiado abundante en un pequeño recipiente, el secreto desbordaba mi ánimo y me sentía tentada a derramarlo en el de otro.

Supongo que éste debe ser el principal motivo por el que tantos criminales confían a sus amantes y a sus esposas las fechorías que han cometido y éstas a su vez las cuentan a algún amigo íntimo y éste a otro hasta que la noticia llega a oídos de la Policía provocando la pérdida de todos. Pero creo también que, al confiar sus delitos, los delincuentes tratan de descargarse en parte de un peso que se les hace insoportable haciendo que otras personas lo compartan con ellos. Como si la culpa fuera una suma susceptible de ser repartida y distribuida entre muchas espaldas, hasta el punto de hacerla leve y sin importancia. Y como si no fuera, como en realidad lo es, un fardo inalienable cuyo peso no disminuye por mucho que se imponga a otras personas, sino que, por el contrario, se multiplica por cuantos son los que aceptan cargar con él.

Mientras caminaba por las calles en busca de un teléfono público, compré un par de periódicos y busqué entre los sucesos noticias sobre el delito de la calle Palestro. Pero habían pasado ya varios días desde aquello y sólo di con unas pocas líneas bajo el título: «Ninguna luz sobre el asesinato del platero». Me di cuenta de que, a menos de cometer algún error por su parte, Sonzogno podía estar seguro de que no lo descubrirían. El mismo carácter ilícito de los negocios a que se dedicaba la víctima hacía muy difíciles las indagaciones de la Policía. El platero, como habían contado los periódicos, se relacionaba, a menudo en secreto y por motivos inconfesables, con personas de todas clases y condiciones. El asesino podía ser incluso alguien a quien no hubiera visto nunca y que lo había matado sin premeditación. Esta hipótesis estaba muy próxima a la verdad. Pero precisamente porque era perfectamente justa, dejaba comprender que la Policía había renunciado ya a descubrir al culpable.

Encontré un teléfono público en un restaurante y marqué el teléfono de Astarita. Hacía por lo menos seis semanas que no lo llamaba y debí cogerlo por sorpresa porque, al principio, no reconoció mi voz y me habló con aquel tono perentorio y rápido que usaba en su despacho. Por un momento llegué incluso a tener la impresión de que no quería saber nada de mí, y me dio un salto el corazón pensando en la camarera encarcelada y en la fatalidad que quería que Astarita dejara de amarme precisamente cuando su intervención se hacía necesaria para salvar a aquella pobrecita. Con todo, ese desánimo me produjo placer porque, devolviéndome la sensación perdida de mi propia bondad, me hizo comprender que la liberación de la mujer era un verdadero empeño por mi parte y que en resumidas cuentas, a pesar de mis relaciones con Sonzogno, seguía siendo la Adriana dulce y compasiva de siempre. Asustada, le dije a Astarita mi nombre y oí con alivio cómo su voz cambiaba de tono repentinamente, tropezando en las palabras, turbada y solícita. Confieso que casi sentí un impulso de afecto por aquel hombre porque semejante amor, siempre lisonjero para una mujer en aquel momento me tranquilizaba y me llenaba de gratitud. Decidí con voz acariciante la cita, prometió acudir y salí del restaurante.

Durante toda aquella noche pasada por mí en una continua pesadilla había llovido a cántaros. Varias veces, entre sueños, había oído el crepitar de los aguaceros mezclado con los silbidos del viento que formaba como un muro de mal tiempo alrededor de la casa aumentando la soledad y la intimidad de las tinieblas en las que me debatía. Pero al amanecer la lluvia había cesado y el viento, con sus últimas ráfagas, había reunido fuerzas suficientes para barrer las nubes dejando un cielo limpio y un ambiente recién lavado e inmóvil.

Después de haber llamado por teléfono a Astarita, empecé a caminar por un paseo de plátanos, bajo el primer sol de la mañana. Del mal sueño, tantas veces interrumpido, no me quedaba más que un leve aturdimiento y el aire fresco me lo borró muy pronto. Sentía una intensa complacencia por aquel hermoso día y todas las cosas en las que posaba mi mirada me parecían cubiertas por una calidad atractiva que encantaba la vista y me producía un gran deleite. Me gustaban las orlas de humedad en los bordes de las lajas de piedra, ya secas; me gustaban los troncos de los plátanos con sus cortezas de escamas blancas, verdes y amarillas, que a lo lejos parecían de oro; me gustaban las fachadas de las casas que conservaban en grandes manchas húmedas las huellas del lavado nocturno; me gustaban los viandantes de la mañana, hombres que iban apresurados al trabajo, criadas con sus cestas al brazo, niños y niñas con sus libros y cartapacios, llevados de la mano por sus padres o por los hermanos mayores. Me detuve a dar una limosna a un viejo mendigo y, mientras buscaba el dinero en el bolso, me di cuenta de que contemplaba con afecto su capote militar y me enamoraba de los remiendos que ostentaba.

Eran unos remiendos grises, marrones, amarillos y de un verde menos pálido y comprendí que me gustaba detenerme en cada color y ver lo bien cosidos que estaban con gruesas puntadas visibles de hilo negro y me sorprendí pensando en el trabajo que aquel hombre habría hecho una de aquellas mañanas cortando con unas tijeras las partes lisas, sacando el remiendo de algún viejo harapo y ajustándolo en el brazo y cosiéndolo con todo cuidado. Los remiendos me gustaban como gusta al hambriento la vista del pan recién salido del horno y mientras me alejaba no pude por menos de volverme a mirar al mendigo. Y entonces, de pronto, pensé que sería bello tener una vida semejante a aquella mañana, tan límpida, tan diáfana, tan agradable. Una vida que hubiera sido lavada de todos sus aspectos opacos y en la que se pudieran mirar con amor todas las cosas, aun las más humildes.

Con este pensamiento volvió a mí el deseo, hacía tanto tiempo mudo y adormecido, de una vida normal, con un hombre solo, en una casa nueva, ordenada, clara y limpia. Me di cuenta de que mi oficio no me gustaba, por más que, por una especie de singular contradicción, la naturaleza me inclinara a él. Pensé que no era un oficio limpio; que siempre había a mi alrededor, sobre mi cuerpo, en mis dedos, en mi cama, como una sensación de sudor, de semen viril, de calor impuro, de viscosidad pegajosa que, por mucho que me lavara y pusiera en orden mi habitación, parecía subsistir en todo. Pensé también que aquello de desnudarme y volver a vestirme casi todos los días ante los ojos de hombres siempre distintos me impedía mirar mi propio cuerpo con aquella sensación de complacencia y de intimidad que me hubiera gustado y que recordaba haber experimentado, siendo jovencita, al mirarme en el espejo o mientras me bañaba. Es hermoso poder mirar el propio cuerpo como una cosa nueva y desconocida que crece, se robustece y se embellece por sí sola, pero yo, para dar siempre esta sensación de novedad a mis amantes, me la había quitado a mí misma para siempre.

A la luz de estas reflexiones, el delito de Sonzogno, la maldad de Gino, la desventura de la camarera y las demás intrigas en que me debatía, se me mostraban como otras tantas consecuencias de la irregularidad de mi vida. Pero eran consecuencias sin especial significado, que no producían ningún sentimiento de culpa y que podrían ser removidas con sólo que lograra satisfacer mis viejas aspiraciones a una vida normal.

Sentí un gran deseo de encontrarme en regla en todo sentido. En regla con la moral que no me permitía un oficio como el mío; en regla con la naturaleza que quería que a mi edad una mujer tuviera hijos; en regla con el gusto de vivir entre objetos hermosos, con vestidos nuevos y agradables, en casas luminosas, limpias y cómodas. Sólo que una cosa excluía a la otra y si deseaba estar en regla con la moral no podría estarlo con la naturaleza y el gusto contradecía al mismo tiempo la moral y la naturaleza.

Con este pensamiento experimenté el despecho de siempre, antiguo como mi misma vida, de saberme siempre en deuda con la necesidad e impotente para satisfacerla si no era con el sacrificio de mis mejores aspiraciones. Una vez más me pasaba por alto el hecho de no aceptar del todo mi suerte y esto me devolvió cierta confianza porque pensé que en cuanto se presentara ocasión de cambiar de vida no me dejaría coger de improviso y la aprovecharía con decisión y plena conciencia.

Me había citado con Astarita a mediodía, cuando él saliera de la oficina. Faltaban todavía algunas horas y como no sabía qué hacer, decidí ir a casa de Gisella. Hacía algún tiempo que no la veía y sospechaba que alguien había ocupado en su vida el sitio que antaño tuviera Ricardo, un puesto entre novio y amante. Igual que yo, Gisella esperaba ponerse en regla algún día y supongo que ésa es una esperanza común a todas las mujeres de mi clase. La diferencia estaba en que yo me sentía inclinada a poner en orden mis cosas por una especie de impulso ingénito mientras que para Gisella, que daba especial importancia a la consideración mundana, se trataba sobre todo de un asunto de decoro social. Le daba vergüenza que los otros pensaran que era lo que realmente era, y ahí estaba todo; y eso aun cuando su vocación a esta clase de vida era mucho más profunda que la mía. En cambio, yo no me avergonzaba; a lo sumo, en determinados momentos, me asaltaba una sensación de servidumbre y de pérdida de la propia naturaleza.

Llegué a casa de Gisella y me dispuse a subir escaleras arriba cuando la voz de la portera me detuvo:

— ¿Va a ver a la señorita Gisella? Ya no vive aquí.

— ¿Y dónde ha ido?

— Calle Casablanca, número siete.

La calle Casablanca era una calle nueva, en un barrio nuevo. La portera siguió:

— Un día vino un señor rubio, con un coche, recogieron todas sus cosas y se fueron.

Inmediatamente me di cuenta de que yo había acudido allí para oír aquello, que se había ido con alguien. No sé por qué, me invadió repentinamente una sensación de cansancio, las piernas se me doblaron y tuve que cogerme a la puerta del portal para no caer. Pero me rehice y después de haberlo pensado un poco decidí ir a ver a Gisella en su nuevo piso. Llamé un taxi y dije al conductor que me llevara a la calle Casablanca.

A medida que el taxi corría nos alejábamos del centro y de sus viejas casas alineadas en calles estrechas, hacinadas una sobre otra. Las calles se ensanchaban, se bifurcaban, confluían en plazas y se hacían cada vez más amplias. Las casas eran nuevas y entre las casas se veía de vez en cuando algún jirón verde del campo. Me daba cuenta de que aquel viaje tenía un significado oculto, bastante penoso, y esto me ponía triste. Recordé de pronto los esfuerzos que había hecho Gisella para arrancarme la inocencia y convertirme en una mujer de la calle, y aun sin quererlo, con la misma naturalidad con que una herida sangra, empecé a llorar desconsoladamente.

Cuando bajé del taxi, al término de la carrera, tenía los ojos brillantes y las mejillas bañadas en llanto.

—No hay que llorar, señorita —me dijo el conductor.

Y yo me limité a mover la cabeza y me dirigí rápidamente al portal de la casa de Gisella.

Era un edificio blanco de estilo moderno y de construcción recentísima, como atestiguaban unos toneles, unas vigas y unas palas acumuladas en el jardín pequeño y seco, y las salpicaduras de cal que manchaban la verja. Entré en un portal blanco y completamente desnudo; también era blanca la escalera, con unas ventanas de vidrios lechosos que filtraban una luz tranquila. El portero, un joven pelirrojo con un mono de obrero, muy distinto de los porteros de siempre, viejos y sucios, me hizo entrar en el ascensor, oprimí el botón y comencé a elevarme. Dentro del ascensor había un grato olor a madera nueva encerada. Hasta el rumor del mecanismo parecía indicar algo nuevo, como de un motor recién estrenado. Nos acercábamos al último piso y a medida que subía aumentaba la luz, como si en aquella casa no hubiera tejado y subiéramos hacia el cielo. Después se detuvo, salí y me encontré en medio de una gran claridad, en un descansillo de una blancura deslumbradora, ante una hermosa puerta de madera clara con unas manijas de latón brillante. Llamé y acudió a abrirme una criadita morena y delgada, de rostro agradable, con la cofia de encaje y un delantal bordado.

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