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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

La Romana (32 page)

—¿Por qué lo hiciste?

Contestó, casi sin mover los labios:

—Tenía un objeto de valor que vender. Sabía que aquel comerciante era un bandido, pero era el único que yo conocía. Me propuso un precio ridículo, y yo, que lo odiaba ya porque me había estafado otra vez, le dije que me llevaba el objeto y añadí que era un estafador... Y él me contestó algo que me hizo perder la paciencia...

—¿Qué? —pregunté.

Ahora me daba cuenta, asombrada, de que a medida que Sonzogno me contaba lo ocurrido, mi terror disminuía por primera vez y que, a pesar mío, mi ánimo iba calentándose con un sentimiento de participación. Y al preguntarle qué le había dicho el platero, me di cuenta de que esperaba que hubiera sido algo atroz, capaz de excusar, si no de justificar, el delito. Y Sonzogno dijo brevemente:

—Dijo que si no me largaba iba a denunciarme... Bien, yo pensé que era demasiado... y cuando se volvió... No terminó y se quedó mirándome.

Le pregunté cómo era aquel hombre y en el acto me pareció que aquella curiosidad no tenía ningún motivo.

—Calvo, bastante bajo —contestó—, con una cara astuta, como de liebre...

Pero dijo estas cosas con una entonación de tranquila antipatía que me hizo ver y odiar al encubridor de cara leporina mientras sopesaba con desconfianza y falsedad el objeto que le ofrecía Sonzogno. Ahora ya no tenía miedo. Era como si Sonzogno hubiera conseguido comunicarme su rencor contra su víctima, y ya no estaba ni siquiera segura de condenarlo. En realidad, me parecía comprender tan bien lo ocurrido que estaba segura de haber sido capaz de cometer yo misma aquel delito. ¡Cómo comprendía la frase: «Me contestó algo que me hizo perder la paciencia»! Había perdido ya la paciencia una vez con Gino y otra conmigo, y sólo la casualidad había hecho que ni Gino ni yo fuéramos asesinados. Lo entendía tan bien, me hallaba hasta tal punto dentro de él, que ya no sólo no sentía miedo, sino que experimentaba hacia él una especie de horrorizada simpatía, la simpatía que no había sabido inspirarme mientras ignoraba el delito y él no era más que uno de tantos amantes.

—¿Y no estás arrepentido? —pregunté—. ¿No sientes remordimiento?

—Ya no tiene remedio —dijo.

Lo miré intensamente y me sorprendí aprobando con la cabeza, bien a pesar mío, su respuesta. Recordé en aquel momento que también Gino era una carroña, como decía Sonzogno, y, sin embargo, era igualmente un hombre que me había amado y a quien yo había amado; pensé que del mismo modo hubiera podido aprobar, el día de mañana, el asesinato de Gino; pensé que el platero muerto no era ni mejor ni peor que Gino, con la única diferencia de que no lo conocía y que me parecía justo que hubiera sido asesinado, sólo porque había oído decir con un cierto tono de voz que tenía una cara de liebre, y todos estos pensamientos suscitaron en mí remordimiento y horror. Pero no por Sonzogno, que era así y a quien había que comprender antes de juzgarlo, sino por mí misma, que no era como Sonzogno y a pesar de ello me dejaba conquistar por el contagio del odio y de la sangre. Me invadió una especie de agitación y de un salto me senté en la cama.

—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Dios mío! ¿Por qué lo hiciste? ¿Y por qué me lo has contado?

—Tenías tanto miedo —respondió con simplicidad— y no sabías nada... Me parecía extraño y te lo he dicho... Y como si le divirtiera su propia reflexión, añadió:

—Por fortuna, los demás no son como tú... De lo contrario, ya me habrían descubierto.

—Es mejor que te vayas —le dije—. Vete.

—¿Qué te pasa ahora? —preguntó.

Reconocí el tono de voz de cuando se ponía furioso. Pero creí descubrir también no sé qué dolor de saberse solo, condenado incluso por mí, que unos momentos antes me había entregado a él. Y añadí apresuradamente:

—No creas que te tengo miedo... No tengo miedo, pero he de acostumbrarme a la idea, he de pensar... Después puedes volver y seré distinta.

Sonzogno dijo:

—¿Qué es lo que has de pensar? No estarás maquinando denunciarme, ¿eh?

Al oír sus palabras, experimenté otra vez la sensación que me había producido la actitud de Gino cuando me contaba su traición a costa de la camarera, la sensación de estar hablando con una persona que viviera en un mundo diferente del mío. Hice un gran esfuerzo y repliqué:

—Ya te he dicho que puedes volver... ¿Sabes lo que te hubiera dicho otra mujer? «No quiero saber más de ti, no quiero volver a verte.» Eso es lo que te hubiera dicho.

—Pero el hecho es que quieres que me vaya.

—Creí que querías irte, y un minuto más o menos... pero si quieres quedarte, quédate. ¿Quieres dormir aquí? Si quieres, puedes dormir conmigo y marcharte mañana... ¿Quieres?

A decir verdad, le proponía todo esto con voz apagada, triste y confusa, y debía de haber en mis ojos una expresión de extravío. Pero aun así le hacía proposiciones y me sentía contenta al hacérselas. Me dirigió una mirada en la que creí entrever una lucecita de gratitud, aunque es posible que me engañara. Después movió la cabeza:

—He hablado por hablar... Realmente, debo irme. Se levantó y fue hacia la silla donde había colocado su ropa.

—Como quieras —dije—, pero si quieres quedarte, quédate... Y si uno de estos días necesitas dormir aquí, ven.

Sonzogno, sin decir nada, iba vistiéndose. Me levanté también y me eché por encima una bata.

Al moverme experimentaba una sensación de locura, como si la habitación estuviera llena de voces que me susurraban al oído palabras intensas y locas. Tal vez fue esta sensación la que me llevó a hacer un gesto cuyo objeto no entendí bien entonces. Mientras daba vueltas por la habitación, lenta en mis gestos, pero con la sensación de frenesí, vi que se inclinaba para atarse los zapatos. Me arrodillé ante él, diciendo:

—Déjame que te lo haga yo.

Él pareció asombrado, pero no protestó. Cogí su pie derecho y apoyándomelo en el regazo, hice un nudo doble en el zapato. Después hice lo mismo con el pie izquierdo. No me dio las gracias ni dijo nada; probablemente ninguno de los dos comprendíamos por qué había hecho yo aquello. Se puso la chaqueta, sacó del bolsillo el billetero e hizo acción de darme dinero.

—No, no —dije con un temblor involuntario en la voz—. No me des nada... No importa.

—¿Por qué? ¿No es bueno mi dinero como el de los demás? —preguntó con voz ya alterada por la ira.

Me pareció extraño que no entendiera mi repugnancia por aquel dinero, sustraído quizá del bolsillo todavía caliente del muerto. O tal vez lo entendía, pero deseaba comprometerme en una especie de complicidad y al mismo tiempo conocer mis verdaderos sentimientos para con él. Objeté:

—No... No pensaba en el dinero cuando te llamé... Déjalo. Pareció aplacarse.

—Bien, pero por lo menos aceptarás un recuerdo. Se sacó del bolsillo un objeto y lo puso sobre el mármol de la cómoda.

Lo miré sin cogerlo y reconocí la polvera de oro que unos meses antes yo misma había robado en la casa de la dueña de Gino.

—¿Qué es? —murmuré.

—Me lo dio Gino... Es el objeto que yo tenía que vender y que aquel maldito quería quedarse por nada... Pero creo que tiene un cierto valor, pues es de oro.

Me serené y dije:

—Gracias.

—De nada —contestó.

Puesto el impermeable, se ceñía el cinturón.

—Entonces, hasta la vista —dijo desde la puerta.

Al cabo de un rato oí que la puerta de la casa se cerraba de golpe.

Una vez sola, me dirigí a la cómoda y cogí la polvera. Me sentía confusa y al mismo tiempo sombríamente maravillada. La polvera brillaba en mi mano y el rubí engarzado en el cierre pareció de pronto ensancharse, redondo y rojo; se ensanchaba cada vez más en mi mano hasta cubrir todo el oro. De pronto tuve la mano cubierta por una mancha como de sangre, que me pesaba con todo el peso de la polvera. Moví la cabeza y la mancha rojiza desapareció y volví a ver la polvera de oro con el rubí en el cierre. La dejé sobre la cómoda, me eché en la cama, con el cuerpo envuelto en la bata, apagué la luz y me puse a reflexionar.

Pensé que si alguien me hubiera contado la historia de la polvera, me hubiese divertido como si se tratara de un caso extraordinario y casi inverosímil. Era una de esas historias fantásticas que hacen exclamar: «¡Qué casualidad», y de ellas, las mujeres como mi madre acababan deduciendo los números para la lotería: éste para el muerto, éste para el oro, éste para el ladrón. Pero esta vez la cosa me había sucedido a mí, y con sorpresa me daba cuenta de la diferencia que existe entre estar dentro y no fuera de ciertas cosas. En realidad me había sucedido como a quien, después de haber enterrado una semilla y habiéndola olvidado luego, la encuentra al cabo de algún tiempo convertida en una planta crecida y lozana, cargada de hojas y con todos los retoños a punto de estallar. ¡Pero había que ver qué semilla, qué ramas y qué retoños eran aquéllos! Mentalmente retrocedía en el tiempo, de una cosa a otra, sin hallar el principio. Me había entregado a Gino porque esperaba que se casara conmigo, pero él me engañó y yo por despecho robé la polvera. Después le había revelado el hurto, él se asustó, y, para evitar que lo expulsaran, le devolví el objeto robado para que lo restituyera a su dueña. Pero Gino no lo devolvió, se quedó con él y en cambio hizo que fuera a la cárcel la camarera, que era inocente y a la que golpeaban en prisión. Entre tanto, Gino había dado la polvera a Sonzogno para que la vendiese, y Sonzogno había ido a ver al platero para venderla y el platero había ofendido a Sonzogno, y éste, furioso, lo había matado. El platero había muerto y Sonzogno se había convertido en un asesino. Yo comprendía que la culpa no procedía de mí, pues de otro modo, habría deducido que el deseo de casarme y tener una familia era la causa primera de tantas desventuras, pero tampoco lograba liberarme de un sentimiento de remordimiento y de consternación. Por último, a fuerza de pensar, se me ocurrió que, en resumidas cuentas, la culpa era de aquellas piernas, de aquel pecho, de aquellas caderas, de aquella belleza de la que mi madre estaba tan orgullosa y que en sí misma no tenía nada de culpable como todas las cosas que proceden de la naturaleza.

Pero pensé todo esto por irritación y por desesperación, como se piensa una cosa absurda para resolver otras que son cien veces más absurdas. En el fondo sabía que nadie era culpable y que todo había sido como tenía que ser, aunque todo ello fuese insoportable, y que si realmente era necesario que hubiese culpa e inocencia, todos eran inocentes y culpables al mismo tiempo. Entre tanto la oscuridad entraba en mí lentamente como el agua de una inundación sube desde la planta baja a los pisos superiores de una casa.

Mi facultad de juicio fue la primera en quedar anegada. En cambio, mi imaginación estuvo hasta el final dando vueltas, fascinada, al delito de Sonzogno. Pero apartado de toda reprobación y de todo horror, como un acto incomprensible y por esto extrañamente agradable a su manera. Me parecía ver a Sonzogno vagando por la calle Palestra, con las manos en los bolsillos del impermeable, entrar en la casa, esperar de pie en la salita del platero. Me parecía ver a éste entrar y estrechar la mano de Sonzogno. Estaba detrás de su escritorio y Sonzogno le tendía la polvera. El otro la examinaba y sacudía falsamente la cabeza en señal de menosprecio. Después levantaba su cara de liebre y decía una cifra irrisoria. Sonzogno lo miraba fijamente, con los ojos llenos ya de furor y le arrancaba el objeto de la mano con violencia. Después lo acusaba de querer estafarlo. El platero le amenazaba con denunciarlo y le decía que se marchara. Además, como quien no quiere discutir más, se volvía de espaldas o se inclinaba. Sonzogno cogía entonces el pisapapeles de bronce y le golpeaba la cabeza una primera vez. El otro intentaba escapar y entonces Sonzogno lo golpeó otras veces hasta que estuvo seguro de haberlo matado. Después Sonzogno lo arrastraba por el suelo, abría los cajones, se apoderaba del dinero y huía. Pero antes de salir, como yo había leído en los periódicos, en un nuevo arrebato de furor, golpeaba la cara del muerto tendido en el suelo con el tacón del zapato.

Arrebatada, me detenía mentalmente en todos los detalles del delito. Seguía a Sonzogno casi acariciando sus gestos; yo misma era su mano que llevaba la polvera, que cogía el pisapapeles, que golpeaba al platero; era su pie airado que en el último instante destrozaba el rostro del cadáver. Como ya he dicho, en estas imaginaciones no había horror y reprobación, pero tampoco había aprobación. A lo sumo experimentaba el mismo sentimiento de singular delicia que sienten los niños al oír las fábulas que les cuenta su madre: están calientes, recogidos alrededor de la madre y su fantasía sigue arrebatada las aventuras de los héroes fabulosos. Sólo que mi fábula de ahora era sombría y sangrienta, que el héroe era Sonzogno y que mi encanto iba mezclado con una tristeza impotente y atónita.

Como para comprender del todo el significado secreto de la fábula, empezaba de nuevo, recorría una vez más las fases del delito, saboreaba nuevamente el oscuro placer y me encontraba otra vez frente al misterio. Mientras volvía a estos pensamientos, como quien saltando de una a otra orilla del precipicio no mide bien el salto y se hunde en el vacío, me adormecí.

Tal vez dormí un par de horas y volví a despertarme. O acaso empecé a despertarme con el cuerpo, mientras la mente, presa de una especie de estupor, dormía aún. Comencé a despertarme con las manos que, como las de un ciego, tendía en las tinieblas sin conseguir reconocer el sitio en que me encontraba. Me había dormido echada en mi cama, pero ahora estaba de pie, en un lugar muy estrecho entre unas lisas y herméticas paredes verticales. Inmediatamente se me ocurrió la idea de una celda en la prisión, y, al mismo tiempo, el recuerdo de la camarera a la que Gino había hecho encarcelar. Yo era la camarera y sentía en mi ánimo el dolor por la injusticia que estaba sufriendo. De este dolor procedía la sensación física de no ser yo misma, sino la camarera, y sentía que este dolor me transformaba, me encerraba en su cuerpo, me imponía su rostro, me forzaba a hacer sus gestos. Me llevaba las manos a la cara y lloraba y pensaba que estaba encerrada injustamente en una celda de la cárcel y que no podía salir de ella de ningún modo. Pero al mismo tiempo sentía que seguía siendo aquella Adriana con la que no se había cometido ninguna injusticia, que no había sido encarcelada, y comprendía que me hubiera bastado un solo gesto para liberarme de la pesadilla y no ser ya la camarera. Pero no conseguía adivinar cuál debiera ser aquel gesto, aunque sufría indeciblemente por el deseo de salir de aquella cárcel mía de piedad y de angustia.

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