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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

La Romana (29 page)

Era un local viejo, con el mostrador y el zócalo de caoba brillante y varios escaparates llenos de cajas de dulces. Nos sentamos en un rincón y pedí dos vermuts ¿Mi madre parecía intimidada por el camarero y, mientras yo pedía los vermuts, mantuvo los ojos bajos, quieta y preocupada. Cuando el camarero hubo traído los aperitivos, tomó el vasito, mojó los labios, volvió a ponerlo en la mesa y dijo muy seria mirándome:

—Es bueno.

—Vermut —dije.

El camarero había traído una dulcera de cristal con pasteles. La abrí y dije a mi madre:

—Toma un pastel.

—No, no, de ningún modo.

—Tómalo.

—Me estropearía el apetito.

—¿Por un pastel?

Miré la dulcera, escogí un pastel de hojaldre con crema y se lo di diciendo:

—Come éste... Es ligero.

Lo cogió y lo comió a pequeños bocados, como compungida, mirando de vez en cuando el pastel donde lo había mordido.

—Verdaderamente es bueno —dijo por fin.

—Toma otro —dije.

Esta vez no se hizo rogar y cogió un segundo pastel. Cuando terminamos el vermut, permanecimos silenciosas, contemplando el ir y venir de los clientes de la pastelería. Comprendí que ella se sentía contenta de estar sentada en aquel rincón con un vermut y dos pasteles en el estómago, que el ir y venir de la gente la divertía y despertaba su curiosidad y que no tenía nada que decirme. Probablemente era la primera vez que se veía en un local semejante y la novedad de la experiencia le impedía cualquier reflexión.

Entró una señora joven que llevaba de la mano una niña con un cuellecito de piel blanca, un vestidito corto y las medias y los guantes de hilo blanco. La madre escogió del escaparate del mostrador un pastel y se lo dio. Dije a mi madre:

—Cuando yo era niña, tú nunca me trajiste a una pastelería.

—¿Cómo iba a poder traerte? —contestó.

—Y en cambio ahora —acabé tranquilamente— soy yo quien te traigo.

Calló un instante y después dijo, cabizbaja:

—Ahora me echas en cara el haber venido... Y yo no quería.

Puse una mano sobre la suya y dije:

—No te echo en cara nada. Al contrario, estoy contenta por haberte traído... ¿Te llevaba la abuela a las pastelerías?

Movió la cabeza y dijo:

—Hasta los dieciocho años no salí del barrio.

—Pues ya lo ves. En una familia tiene que haber alguien que un día u otro haga ciertas cosas... Tú no las hiciste, ni tu madre, ni probablemente la madre de tu madre... y entonces las hago yo porque las cosas no pueden continuar eternamente.

Ella no dijo nada y estuvimos otro cuarto de hora mirando la gente. Después abrí mi bolso, saqué la pitillera y encendí un cigarrillo. A veces las mujeres como yo fumamos en los lugares públicos para llamar la atención de los hombres. Pero en aquel momento yo no pensaba en atraerme un amante. Por lo menos aquella noche había decidido no tener ninguno. Quería fumar y nada más. Me puse el cigarrillo entre los labios, aspiré el humo y lo eché por la boca y la nariz, mientras sostenía el pitillo entre los dedos y miraba a la gente.

Pero, sin yo quererlo, debió de haber en este gesto algo de provocador porque inmediatamente vi que alguien junto al mostrador, que tenía una taza de café en la mano y se preparaba a beber, se detenía con la taza cerca de la boca y me miraba fijamente. Era un hombre de unos cuarenta años, bajo, de frente espesa y ceñuda, ojos saltones y mandíbula pesada. Tenía una nuca tan maciza que daba la impresión de no tener cuello. Como un toro que acabara de ver un trapo rojo y se quedara inmóvil antes de atacar con la cabeza baja, permaneció con la tacita suspendida mirándome. Vestía bien, aunque sin elegancia, con un abrigo ceñido que dejaba bien a la vista la anchura de los hombros. Bajé los ojos y por un momento, con el cigarrillo entre los labios, sopesé el pro y el contra de aquel hombre. Comprendí que tenía un temperamento que bastaría una mirada para que se le hincharan las venas del cuello y se le amoratara el rostro, pero no estaba segura de que me gustara.

Después me di cuenta de que, como una linfa secreta que aflora de una rugosa corteza en numerosos y tiernos retoños, el deseo de atraerlo me cosquilleaba por todo el cuerpo impeliéndome a dejar mi actitud reservada. Y esto apenas una hora después de haber decidido dejar el oficio. Pensé que no había nada que hacer, que era más fuerte que yo. Pero lo pensé con alegría porque desde que había salido de la iglesia me había reconciliado con mi suerte, cualquiera que fuese, y me daba cuenta de que esta aceptación valía para mí mucho más que cualquier renuncia por noble que pareciera. Así pues, al cabo de un rato de reflexión, levanté los ojos hacia el hombre. Seguía allí, absorto, con la taza en la gruesa mano velluda y los ojos bovinos fijos en mí. Entonces me rehice con toda la malicia de que era capaz y le dirigí una larga mirada acariciadora y sonriente. El la recibió en plena cara y, como había imaginado, se le congestionó el rostro. Sorbió el café, dejó la taza en el mostrador y, con pasos menudos, rígido e hinchado en su ceñido abrigo, fue a la caja y pagó. Ya en la puerta, se volvió y me hizo una clara señal de acuerdo. Le respondí asintiendo con los ojos. El hombre salió y le dije a mi madre:

—Te dejo, pero tú quédate. En fin de cuentas, no podré volver a casa contigo.

Mi madre estaba gozando el espectáculo de la pastelería y se asustó:

—¿Dónde vas? ¿Por qué?

—Tengo a uno que me espera fuera —dije levantándome—. Aquí tienes el dinero, págalo todo y vuélvete a casa... Yo me adelanto, pero no sola.

Me miró demudada y, según creí entender, con una especie de remordimiento. Pero no dijo nada. Le hice un gesto de saludo y me fui. El hombre me esperaba en la calle. Apenas salí, ya estaba a mi lado, apretándome con fuerza el brazo:

—¿Dónde vamos?

—Vamos a mi casa.

Así, después de unas horas de angustia, renuncié a luchar contra lo que parecía ser mi destino y hasta lo abracé con más amor, como se abraza a un enemigo a quien no se puede vencer, y me sentí liberada.

Alguien pensará que es muy cómodo aceptar una suerte innoble, pero fructífera, en vez de rechazarla. Pero yo misma me he preguntado a menudo por qué la tristeza y la rabia conviven tantas veces en el ánimo de quienes quieren vivir según ciertos preceptos o adaptarse a determinados ideales, y por qué, en cambio, quienes aceptan la propia vida, que es sobre todo nulidad, oscuridad y pequeñez, viven tantas veces alegres y despreocupados. Por otra parte, en estos casos, cada uno obedece, no a preceptos, sino al propio temperamento, que así adquiere forma de verdadero destino. El mío, como ya he dicho, era ser, a toda costa, alegre, dulce y tranquila y yo lo aceptaba.

Capítulo III

Renuncié totalmente a Giacomo y decidí no volver a pensar en él. Me daba cuenta de que lo amaba y que, si volviera, me sentiría feliz y lo querría más que nunca. Pero sentía también que nunca más me dejaría humillar por él. Si volviera, me mantendría firme, encerrada en mi vida como en una fortaleza que, hasta cuando no quería salir de ella, era realmente inconquistable y difícil de derribar. Le diría:

—Soy una puta, una mujer de la calle, nada más... Si me quieres, tienes que aceptarme como soy.

Había comprendido que mi fuerza no estaba en desear ser lo que no era, sino aceptar lo que era. Mi fuerza era la pobreza, mi oficio, mi madre, mi casa fea, mis vestidos modestos, mi origen humilde, mis desgracias y, más íntimamente, aquel sentimiento que me hacía aceptar todas estas cosas y que yacía profundamente en mi corazón como una piedra preciosa en el seno de la tierra. Pero estaba segura de que no volvería a verlo, y esta certidumbre me inducía a amarlo de una manera nueva para mí, impotente y melancólica, pero no exenta de dulzura. Como se ama a los que han muerto y ya no volverán.

Por aquellos días rompí definitivamente mis relaciones con Gino. Como ya he dicho, no me gustan las interrupciones bruscas y quiero que las cosas vivan y mueran con su propia vida y su propia muerte. Mis relaciones con Gino son un buen ejemplo de esta voluntad mía. Cesaron porque la vida que había en ellas dejó de existir y no por mi culpa, y ni siquiera, en cierto sentido, por culpa de Gino. Y cesaron de manera que no me dejaron ni remordimientos ni tristezas.

Había seguido viéndolo de vez en cuando, dos o tres veces al mes. Gino me gustaba, como ya he dicho, aunque había perdido mi estima por él. Uno de aquellos días me citó en un bar, por teléfono, y le dije que acudiría.

Era un bar en mi barrio. Gino me aguardaba en el interior, una estancia sin ventanas, toda ella cubierta de azulejos. Cuando entré, vi que no estaba solo. Alguien estaba sentado con él, de espaldas a mí. Vi únicamente que llevaba un impermeable verde y que era rubio, con el cabello cortado como un cepillo. Me acerqué y Gino se puso de pie, pero su compañero siguió sentado. Gino dijo:

—Te presento a mi amigo Sonzogno.

Entonces el otro también se levantó y yo le tendí la mano sin dejar de mirarlo. Pero cuando me la estrechó, me pareció que me la apretaban unas tenazas y proferí un grito de dolor. Él aflojó el apretón y yo me senté sonriendo y diciéndole:

—¡Caramba, qué daño hace usted! ¿Siempre hace así?

No dijo nada y ni siquiera sonrió. Su rostro era blanco como el papel, la frente dura y saliente, los ojos pequeños, de un color celeste claro, la nariz roma y la boca semejante a un corte. Sus cabellos eran rubios, hirsutos y descoloridos, cortos, y las sienes, aplastadas. Pero la base del rostro era amplia, con unas mejillas gruesas y sin gracia. Parecía apretar los dientes continuamente, como si estuviera triturando algo. Veíase como un nervio que se estremecía y saltaba siempre bajo la piel de la mejilla. Gino, que parecía considerarlo como un amigo digno de respeto y de admiración, dijo entre risas:

—Pues esto no es nada. Si supieras lo fuerte que es... Tiene el puño prohibido.

Me pareció que Sonzogno lo miraba con hostilidad. Dijo después, con voz sorda:

—No es verdad que tenga el puño prohibido, pero podría tenerlo...

—¿Pero qué es el puño prohibido? —pregunté.

Sonzogno respondió brevemente:

—Cuando se puede matar a un hombre de un puñetazo... entonces está prohibido usar el puño porque es como usar una pistola.

—Pero mira qué fuerte es —insistió Gino, excitado y como deseoso de congraciarse con Sonzogno—. Mira... Déjale tocar tu brazo.

Yo dudaba, pero Gino estaba empeñado y parecía que su amigo esperaba de mí también ese gesto. Tendí blandamente una mano para tocarle el brazo. Dobló el antebrazo para poner tensos los músculos. Pero seriamente, casi de manera sombría. Entonces, con sorpresa, porque a la vista parecía delicado, sentí bajo mis dedos, a través de la manga, como un paquete de cuerdas de hierro. Y retiré la mano con una exclamación, ignoro si de maravilla o de repugnancia. Sonzogno me miró complacido. Con los labios distendidos en una leve sonrisa, Gino dijo:

—Es un viejo amigo. ¿No es verdad, Primo, que nos conocemos hace tiempo? Somos casi hermanos.

Dio una palmada en el hombro de Sonzogno y murmuró:

—Viejo Primo.

Pero el otro sacudió el hombro como para alejar la mano de Gino y respondió:

—No somos ni amigos ni hermanos. Trabajamos juntos en el mismo garaje, eso es todo.

Gino no se turbó:

—Bueno, ya sé que no quieres ser amigo de nadie, siempre solo por tu cuenta y riesgo, ni hombres ni mujeres.

Sonzogno lo miró. Tenía una mirada fija, de una inmovilidad y una insistencia increíbles. Bajo aquella mirada, Gino entornó los ojos. Sonzogno dijo:

—¿Quién te ha contado esas bolas? Yo voy con quien me parece, mujeres y hombres.

—Bueno, hablaba por hablar...

Gino parecía haber perdido su arrogancia:

—Desde luego, no te he visto nunca con nadie.

—Tú nunca has sabido nada de mí.

—Bueno, te veía todos los días, mañana y tarde.

—Me veías todos los días... ¿y qué?

—¡Vaya! —insistió Gino, desconcertado—. Siempre te he visto solo y he pensado que no ibas con nadie... Cuando un hombre tiene una mujer o un amigo, acaba siempre por saberse.

El otro dijo brutalmente:

—No seas cretino.

—Y ahora, encima, me llamas cretino —protestó Gino con la cara colorada.

Fingía un caprichoso y familiar malhumor. Pero se veía que estaba asustado.

Sonzogno repitió:

—Sí, no seas cretino... Si no, te parto la cara.

Comprendí inmediatamente que no sólo era capaz de hacerlo, sino que tenía intención de hacerlo de veras. Y dije, poniéndole una mano en el brazo:

—Si queréis pegaros, hacedlo cuando yo no esté. No puedo sufrir la violencia.

—Te presento una señorita amiga mía —se lamentó Gino, cabizbajo—, y tú la asustas con tus modales. Pensará que somos enemigos.

Sonzogno se volvió hacia mí y sonrió por primera vez. Cuando sonreía entornaba los ojos, arrugaba desigualmente la frente y además de los dientes, que eran pequeños y feos, descubría las encías.

—La señorita no está asustada, ¿verdad? —preguntó.

Respondí con sequedad:

—No, no estoy asustada, pero ya les he dicho que no me gusta la violencia.

Siguió un largo silencio. Sonzogno estaba quieto, con las manos en los bolsillos del impermeable, haciendo saltar los nervios de la mandíbula y mirando el vacío; Gino fumaba, con la cabeza baja, y el humo, al salirle de la boca, le subía por la cara hasta las orejas, que seguían coloradas. Después, Sonzogno se levantó y dijo:

—Bueno, yo me voy.

Gino se puso de pie con rapidez y le tendió una mano:

—Entonces, sin rencor, ¿eh, Primo?

—Sin rencor —contestó el otro rechinando los dientes.

Me estrechó la mano, pero esta vez sin hacerme daño, y se alejó. Era delgado y de baja estatura, y realmente era difícil comprender de dónde le venía toda aquella fuerza.

Cuando se hubo ido, dije burlonamente a Gino:

—Seréis amigos y quizás hasta hermanos, pero te ha dicho unas cosas...

Gino parecía haberse reanimado y movió la cabeza:

—Es así, pero no es mal tipo... Además me conviene tenerlo a mi lado, pues me ha sido útil.

—¿Cómo?

Me di cuenta de que Gino estaba excitado y hasta temblaba por las ganas de decirme algo. De pronto puso una cara alegre, hinchada e impaciente:

—¿Recuerdas la polvera de mi ama?

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