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Authors: Agatha Christie
—No importa, Clarence —repuso la esposa de Tommy—. De momento, lo que yo quería era sacar unos cuantos trastos de ese pequeño invernadero.
—¿Se refiere usted a la menuda construcción encristalada? ¿a KK?
—Si... ¡Hombre! Me extraña que tú conozcas su nombre.
—¡Oh! Siempre se llamó así. Se dice que es una palabra japonesa. No sé si será verdad o qué.
—Vamos.
Formóse una pequeña procesión integrada por Tommy, Tuppence, Hannibal y Albert, quien se había desentendido de sus trabajos de limpieza en la cocina para ocuparse de una tarea más interesante. El perro se sentía sumamente complacido con aquella pequeña y animada excursión después de haber estado olfateándolo todo por los alrededores. En la puerta de KK no dejó tampoco ningún rincón por olfatear.
—¡Hola, Hannibal! —exclamó Tuppence—. ¿Estás dispuesto a ayudarnos? A ver si eres capaz de descubrir algo.
—¿Qué clase de perro es? —inquirió Clarence—. No sé quién me dijo que era un perro ratonero. ¿Es cierto?
—Sí que lo es —contestó Tommy—. Hannibal es un terrier de Manchester.
Hannibal, sabedor de que se estaba hablando de él, no paraba de hacer contorsiones ni de mover el rabo. Luego, se sentó sobre sus cuartos traseros y miró a un lado y a otro, muy orgulloso de sí mismo.
—¿Muerde? —preguntó Clarence—. Todo el mundo afirma que sí.
—Es un buen perro guardián —repuso Tuppence—, que sabe cuidar de mí.
—Es verdad —confirmó Tommy—. Cuando no estoy yo en casa, cuida de ti.
—Dice el cartero que hace pocos días por poco le muerde.
—Los perros, generalmente, sienten cierta animosidad contra los carteros, no sé por qué —comentó Tuppence—. ¿Sabéis dónde está ahora la llave de KK?
—Yo sí —contestó Clarence—. Está en la caseta de las macetas, colgada de un clavo.
Poco después, el chico regresaba con la llave, herrumbrosa, pero más o menos aceitada.
—Isaac debió de untarla con un poco de aceite —declaró Clarence.
—Sí. No giraba fácilmente en la cerradura antes —inquirió Tuppence.
La puerta quedó abierta. El taburete Cambridge, abrazado por la figura del cisne, ofrecía un bonito aspecto. Evidentemente, Isaac lo había limpiado a fondo, pensando que en cuanto llegase el buen tiempo aquella pieza iría a pasar a la terraza.
—Esto debió de tener en otro tiempo también un color azul marino, como el otro ejemplar —manifestó Clarence—. Isaac llamaba a estos taburetes Oxford y Cambridge.
—¿Sí?
—Oxford era el de color azul marino y Cambridge el de color azul pálido. ¡Ah! Y Oxford fue el que resultó roto, ¿eh?
—Sí. Como en las regatas, ¿no?
—A propósito... ¿Qué le ha pasado a ese balancín-caballo? Todo anda revuelto en KK.
—Es verdad.
—¡Qué nombre tan chocante el de «Mathilde»!
—Cierto. Tuvo que ser sometida a una operación.
Clarence pareció encontrar esto último muy divertido. Se echó a reír de pronto.
—A mi tía-abuela Edith tuvieron que operarla —declaró—. Le quitaron algo de dentro, pero después se quedó bien.
El chico daba la impresión de sentirse decepcionado.
—Supongo que no hay manera de llegar al interior de estas cosas —dijo Tuppence.
—Puede usted romperlo. ¿No se hizo el otro pedazos?
—No hay otra solución, quizá... Bien. Aquí en la parte superior, veo unas ranuras en forma de S. Parecen pequeñas bocas, como la del buzón de correos. Se podría echar cualquier cosa por ellas...
—Sí —dijo Tommy—. Es una idea interesante la tuya. Muy interesante, Clarence.
El chico pareció sentirse muy complacido.
—Esto se puede desenroscar —informó.
—¿De veras? —preguntó Tuppence—. ¿Quién te lo dijo?
—Isaac. Se lo vi hacer a menudo. Hay que darle la vuelta a la pieza y después girar ésta. A veces cuesta trabajo. Pero si pone usted un poco de aceite en la ranura todo irá bien.
—¡Ah!
—Lo mejor es tumbar el taburete.
—Aquí, al parecer, hay que tumbarlo todo, si se quiere marchar bien —comentó Tuppence—. Es lo que tuvimos que hacer con «Mathilde» antes de someterla a la operación.
De momento, Cambridge se opuso a sus maniobras. Luego, por fin, giró, quedando suelta la tapa.
—Yo diría que aquí dentro hay mucha cosa inútil —opinó Clarence.
Hannibal se les acercó para colaborar. Era un perro muy servicial que gustaba de meterse en todo. Figurábase, por lo visto, que no había nada completo si no intervenía él. Su colaboración, sin embargo, se reducía siempre a un intenso olfateo. Paseó su hocico de un sitio para otro, gruñó suavemente y después se retiró prudentemente, tornando a sentarse sobre sus cuartos traseros.
—No debe haberle gustado mucho lo que acaba de olfatear —apuntó Tuppence, estudiando ahora el interior del taburete.
—¡Ay! —exclamó Clarence.
—¿Qué pasa?
—Un arañazo. Ahí dentro hay un clavo o algo por el estilo. ¡Uy!
Hannibal ladró.
—Es algo que cuelga de un clavo o saliente, por dentro. Ya lo tengo. No. Es resbaladizo. Aquí está.
Clarence sacó un paquete. La envoltura era una lona impermeabilizada de color oscuro. Hannibal se sentó ahora a los pies de Tuppence, gruñendo.
—¿Qué te pasa, Hannibal? —preguntó ella.
Hannibal» volvió a gruñir. Tuppence se inclinó, pasando la mano por la cabeza y el lomo del perro.
—¿Qué te pasa, Hannibal? —inquirió Tuppence—. Querías que ganara Oxford y te has encontrado con que ha vencido Cambridge, ¿eh? —Tuppence se dirigió a Tommy ahora—. ¿Te acuerdas de aquella vez que le dejamos que presenciara la regata anual, que transmitían en directo por televisión?
—Sí —respondió Tommy—. Se sintió muy irritado hacia el final, empezando a ladrar furiosamente, con lo cual ya no pudimos entender los comentarios del locutor.
—Pudimos seguir viendo lo que ocurría en la pantalla, lo cual ya era algo. Te acordarás, no obstante, de que no fue de su agrado que Cambridge se alzara con el triunfo.
—Evidentemente, este perro estudió en la Universidad Canina de Oxford.
Hannibal se desentendió de Tuppence, aproximándose a Tommy moviendo el rabo. Agradecía sus últimas palabras, seguramente.
—Le gusta lo que has dicho, no cabe duda. Personalmente, creo que Hannibal pasó por la Universidad Libre para Perros.
—¿Cuáles fueron sus principales estudios allí? —preguntó Tommy, riendo.
—Los que versaban sobre métodos de conservación de los huesos.
—Ya conoces sus actividades.
—Claro que las conozco —dijo Tuppence—. Y no las apruebo. Albert le dio el otro día el hueso de una pata de cordero. Primeramente, me lo encontré en el cuarto de estar, escondido aquél bajo un cojín. Le obligué a salir al jardín y cerré la puerta. Miré entonces por la ventana y observé que se trasladó al macizo de las flores, donde están los gladiolos, sitio en que procedió a enterrar el hueso, cosa que hizo cuidadosamente. Es muy especial para sus huesos. Procura guardarlos en sitio seguro, para cuando se presente un día lluvioso.
—Entonces, acaba desenterrándolos, ¿no? —quiso saber Clarence.
—Sí. Pero a veces tarda tanto en hacerlo que sería mejor que los dejara enterrados. Los huesos se resecan, se ponen viejos, ¿comprendes?
—Al nuestro no le gustan los bizcochos para perros —dijo Clarence.
—Supongo que los dejará en un lado del plato, dedicándose a la carne —sugirió Tuppence.
—A él lo que le gusta es la tarta muy esponjosa.
Hannibal husmeó detenidamente el trofeo sacado del interior de Cambridge. Luego, de repente, giró en redondo, comenzando a ladrar.
—A ver si hay alguien ahí afuera —dijo Tuppence—. Puede que haya venido algún jardinero. Alguien me dijo el otro día (creo que la señora Herring) que conocía a un hombre ya entrado en años que había sido un jardinero excelente en su juventud, dedicándose ahora a hacer algunos trabajos aislados.
Tommy abrió la puerta y salió. Le acompañó Hannibal.
—Ahí no hay nadie —declaró Tommy.
Hannibal ladró. Luego, emitió una serie de gruñidos y volvió a ladrar.
—Este animal se figura que hay alguien detrás de esos matorrales —dijo Tommy—. Es posible que se trate de algún perro de la localidad dedicado a la tarea de desenterrar sus huesos. Quizá se haya escondido algún conejo en este sitio. Hannibal se comporta de una manera muy estúpida con respecto a los conejos. Hay que animarlo mucho para que se decida a darles caza. Al parecer, siente cierta simpatía por ellos. Prefiere entregarse a la persecución de palomas y aves grandes. Por fortuna, nunca logra darles alcance.
Hannibal estaba ahora husmeando el matorral objeto de su atención por sus alrededores. De nuevo, ladró. De vez en cuando, volvía la cabeza hacia Tommy.
—Me imagino que habrá algún gato escondido entre esas matas —opinó Tommy—. Tú sabes, Tuppence, lo que hace siempre que cree que anda algún gato por sus inmediaciones. Este lugar es visitado actualmente por dos, uno grande, de negro pelaje, otro más pequeño.
—Al pequeño lo hemos visto en más de una ocasión correteando por el interior de la casa —señaló Tuppence—. Tiene una habilidad especial para colarse por los resquicios más insignificantes. Bueno, ya está bien, Hannibal. ¡Ven aquí!
Hannibal oyó la voz de su dueña y volvió la cabeza. Se estaba mostrando muy fiero. Miró a Tuppence y retrocedió, seguidamente, tornó a acercarse al matorral, ladrando con más fiereza que antes.
—Ahí hay alguien que le inquieta —manifestó Tommy—. ¡Vamos, Hannibal!
El perro sacudió su cuerpo y a continuación sacudió violentamente la cabeza tan sólo. Tras haber mirado a Tuppence y a Tommy alternativamente, llevó a cabo un complicado ataque contra el matorral, siempre ladrando.
Sonaron de pronto dos secas explosiones.
—¿Qué es eso? —inquirió Tuppence—. Alguien debe de estar cazando por ahí.
—¡Retrocede! ¡Métete en KK, Tuppence! —ordenó su esposo.
Algo había pasado silbando junto a su oído. Hannibal, ya alertado, daba vueltas al matorral, lanzado a la carrera. Tommy corría tras él. Luego, el animal empezó a alejarse...
—Va detrás de alguien ahora —dijo Tommy—. Corre por la pendiente. Corre como enloquecido.
—¿Quién era? ¿Quién era, Tommy? —preguntó Tuppence.
—¿Te encuentras bien, Tuppence?
—No, no estoy bien del todo —respondió ella—. Algo... algo, creo, me dio aquí, junto al hombro. Fue... ¿qué fue?
—Alguien disparó sobre nosotros, alguien que se había escondido en el matorral.
—Alguien que estaba observando lo que hacíamos —sugirió Tuppence—. Quién habrá sido el autor de esto?
—Serán irlandeses —propuso Clarence, expectante—. Del IRA. Ya saben ustedes... Han querido volar este lugar...
—No creo que este hecho tenga ninguna significación política —repuso Tuppence.
—Entremos en la casa —indicó Tommy—. Vámonos de aquí... Tú, Clarence, será mejor que nos acompañes.
—Puede morderme su perro, ¿no creen? —preguntó Clarence, dudoso.
—No temas. Está muy ocupado, por el momento.
No habían hecho más que avanzar unos pasos cuando apareció Hannibal de repente. Llegaba con la lengua fuera, jadeante. Se dirigió a Tommy, diciéndole algo, como lo dicen los perros. Sacudió su cuerpo violentamente y levantó una pata, apoyándola en la rodilla del amo. A continuación, tiró con fuerza de él, intentando llevárselo hacia su punto de procedencia.
—Quiere que me vaya con él, para emprender la persecución del desconocido —explicó Tommy.
—Tú no saldrás de aquí —dijo Tuppence—. Puede estar acechándote alguien armado con una pistola o un rifle. No estás en edad ya de tales escaramuzas. ¿Quién va a cuidar de mí si a ti te pasa algo? Vámonos adentro.
Entraron en la casa a buen paso. Tommy, nada más poner los pies en el vestíbulo, se dirigió al teléfono.
—¿Qué vas a hacer? —inquinó Tuppence.
—Llamar a la policía. Esto de ahora no puede ser pasado por alto. Es posible que localicen a alguien sospechoso si avisamos con tiempo.
—Tendré que ponerme algo en el hombro —señaló Tuppence—. Esta sangre va a estropearme por completo mi mejor blusa.
—Tú no te preocupes por tu blusa.
En aquel momento apareció Albert con los elementos necesarios para una cura de urgencia.
—Nunca me hubiera imaginado que pudiera pasar aquí tal cosa —comentó Albert—. Un sucio tipo que ha disparado contra la señora... ¿Qué nos queda ya por ver en este lugar?
—Yo creo que lo más prudente sería llevarte al hospital.
—No, no —repuso Tuppence—. Me encuentro bien... Usted, Albert, póngame un poco de bálsamo en la herida y después me pasará una venda ancha...
—He traído yodo.
—No quiero que me ponga yodo. Escuece mucho. Además, todos los médicos dicen ahora que es lo menos indicado para las heridas.
—Me parece que el bálsamo de fraile a que usted se ha referido, señora, es aquella sustancia que utilizaba con el inhalador —puntualizó Albert.
—Ésa es una de sus aplicaciones —explicó Tuppence—. Vale también, además, para los arañazos ligeros y los cortes que se hacen los chiquillos en sus juegos... ¿Cogiste
eso
, Tommy?
—¿A qué te refieres, Tuppence?
—A lo que acabábamos de sacar del taburete Cambridge. A eso me refiero, sí. A lo que colgaba de un clavo. Tal vez sea importante, ¿sabes? Ellos nos vieron. Y por tal motivo intentaron matarnos... Querían apoderarse del paquete, seguramente. Sí, Tommy. Tiene que tratarse de algo importante.
Tommy se hallaba sentado en el despacho del inspector de policía. El inspector Norris hizo un gesto de asentimiento.
—Espero que con un poco de suerte, señor Beresford, logremos obtener buenos resultados —manifestó aquél—. Y dice usted que el doctor Crossfield está ocupándose de su esposa...
—Sí. La herida no es seria. El proyectil rozó la carne, produciendo una intensa hemorragia, pero nada más. Mi esposa se recuperará pronto de eso. El doctor Crossfield me ha asegurado que no se trata de nada peligroso.
—Su esposa ya no es joven —dijo el inspector Norris.
—Dejó atrás los setenta años —informó Tommy—. Los dos nos hemos jubilado.
—Sí, sí. He oído referir muchas cosas acerca de ella en la localidad, a partir de su llegada aquí. La gente la acogió con mucha curiosidad. Todos sabemos algo acerca de sus diversas actividades. Y también de las suyas.