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Authors: Agatha Christie

La puerta del destino (25 page)

—¡Qué interesante! —comentó Tuppence—. ¿Dónde? ¿Dónde están esas pistas, quiero decir? En el poblado, seguramente. Fuera de él, quizás. O...

Tuppence no estuvo nada acertada con el anterior comentario, ya que originó seis réplicas distintas, expresadas casi a la vez.

—En el pantano, más allá de Tower West.

—¡Ni hablar! Eso tuvo que ser después de Little Kenny. Sí. Cerca de Little Kenny.

—No. Fue en la cueva, en la cueva que hay frente al mar, en
Baldy's Head
. Va sabéis: donde quedan las rocas rojas. Eso es. Por allí hay un túnel que utilizaban los antiguos contrabandistas, ¿sabéis? Alguna gente asegura que todavía existe, al menos.

—Yo vi una película una vez referente a unos barcos españoles. Era la época de la Armada Invencible. Un galeón español se fue a pique. Sus bodegas estaban llenas de doblones de oro.

Capítulo X
-
Ataque contra Tuppence

—¡Válgame Dios! —exclamó Tommy a su regreso aquella noche—. Me das la impresión de encontrarte terriblemente cansada, Tuppence. ¿Qué has estado haciendo? Te veo extenuada.

—Lo estoy —confesó Tuppence—. No sé si podré recobrarme alguna vez de esto...

—¿Qué has estado haciendo?, acabo de preguntarte. Supongo que no habrás estado subiendo y bajando libros.

—No, no. He dejado los libros a un lado. He terminado con ellos.

—Bueno, dime ya qué estuviste haciendo.

—¿Sabes que es PPC?

—¿El PPC?

—Ya veo que no lo sabes. Te lo explicaré dentro de un minuto. Pero antes tienes que tomar algo: un cóctel, un whisky... ¿Qué te parece? Yo también lo necesito.

Brevemente, Tuppence puso a Tommy al corriente de los acontecimientos de la tarde. Tommy profirió algunas exclamaciones a modo de comentario y por fin dijo:

—En qué cosas te metes, Tuppence... ¿Salió algo interesante de todo eso?

—No sé... Cuando seis personas se ponen a hablar al mismo tiempo, diciendo cosas distintas, expresándose además con cierta dificultad, no hay manera de entenderlas. No obstante, sí, sí que creo haberme hecho con unas cuantas ideas para ir adelante.

—¿Qué quieres decir?

—Verás. Circulan muchas historias referentes a algo que fue escondido aquí. Se trata de un secreto relacionado con la guerra de 1914. Es posible que todo date de antes, incluso.

—Bueno, eso ya lo sabíamos, ¿no? —dijo Tommy—. Se nos había indicado, al menos, algo sobre el particular.

—Sí. Son muchas las personas con ideas acerca de tal asunto, ideas procedentes de tía María o tío Ben, quienes las habían recogido a su vez de tío Stephen, tía Ruth o la abuela No-sé-qué. Es decir, se han ido transmitiendo de generación en generación. Una de ellas, pienso, puede ser la buena, la atinada, la aprovechable.

—Y se halla perdida entre las restantes, ¿no?

—En efecto —confirmó Tuppence—. Como una aguja en un pajar.

—¿Y cómo vas a dar con la aguja en ese pajar?

—Me propongo seleccionar unas cuantas posibilidades. Estas posibilidades habrán sido sugeridas por determinadas personas. Aislaré a las mismas y les pediré que me cuenten con toda exactitud qué fue lo que les contó tía Agatha, tía Betty o tío James. De una idea pasaré a la otra. Una de ellas, forzosamente, me proporcionará una base más sólida para actuar, como punto de arranque. Tiene que haber algo aprovechable.

—Sí —manifestó Tommy—. Tiene que haberlo, pero no sabemos qué es.

—Nuestro propósito es averiguarlo, ¿no?

—Tienes que fijar una idea determinada para ir sobre ella, Tuppence.

—Yo no creo que se trate de los lingotes de oro de un buque de la Armada española. Tampoco pienso en nada escondido en el túnel que fue utilizado por los antiguos contrabandistas.

—Puede ser que se trate de un cargamento de coñac francés de superior calidad —indicó Tommy, muy esperanzado.

—Es posible —declaró Tuppence—, pero eso no sería lo que nosotros andamos buscando realmente.

— Podría ser una carta o escrito de amor, una carta apasionada y comprometedora para su autor, redactada hace setenta años. Claro que en la actualidad pocos efectos produciría...

—Cierto. Bueno, es de esperar que, tarde o temprano, se nos ocurra alguna idea acertada. ¿Crees que al final iremos a parar a alguna parte?

—Lo ignoro —contestó Tommy—. Algo he conseguido hoy...

—¿Referente a qué?

—Al censo.

—¿El qué?

—El censo. Se realizó un censo de población no sé qué año (lo tengo anotado, sin embargo), por el que se ve que había bastante gente en esta casa con los Parkinson.

—¿Cómo demonios has logrado dar con eso?

—¡Oh! Aplicando diversos métodos de investigación. Todo es obra de la señorita Collodon.

—¿Sabes que la señorita Collodon está empezando a darme celos?

—Puedes ahorrártelos. Ella es una mujer más bien áspera, yo no soy capaz de aguantarla mucho tiempo y, por añadidura, no es ninguna belleza.

—¡Hombre! Eso está bien. Hablame del censo ahora, Tommy.

—Alexander dijo, como recordarás: «Fue uno de nosotros». Pudo referirse a alguien que estaba en la casa en aquel momento y por consiguiente su nombre ha de figurar en el registro del censo. ¿Quién ha pasado determinada noche bajo nuestro techo? Estimo probable que haya constancia de tal cosa en los archivos del censo. Por este procedimiento podríamos llegar a una lista relativamente corta.

—Admito —dijo Tuppence— que tienes ideas atinadas, a veces. Ahora, sin embargo, creo que lo que debemos hacer es comer. Luego me sentiré mejor, sin duda. Tú no sabes, Tommy, lo que significa concentrar la atención en varias feas voces a un tiempo.

Albert les sirvió un refrigerio aceptable. Albert era un cocinero muy voluble. Tenía sus momentos de brillantez, que aquella noche puso de manifiesto el budin de queso, al cual Tuppence y Tommy preferían denominar queso «soufflé». Su servidor les reprochó amablemente esta errónea nomenclatura.

—El queso «soufflé» es algo diferente —declaró—. En éste el huevo aparece más batido.

—No importa. El plato está bien hecho —dijo Tuppence.

Tommy y Tuppence se concentraron por completo en la cena y no hubo intercambio de notas, de momento. Finalmente, después de haber saboreado un par de tazas de café, Tuppence se recostó en su silla, suspirando antes de decir:

—Me siento revivir ya... Contra tu costumbre habitual, Tommy, no te has aseado antes de sentarte a la mesa, ¿eh?

—No quise esperar —repuso Tommy—. Además, me exponía, al ir arriba, a que me hicieses meterme en la habitación de los libros a husmear un poco entre ellos.

—¿Soy yo capaz de semejantes impertinencias? Espera, querido. Vamos a ver dónde estamos...

—¿Dónde estamos o dónde estás?

—Bueno, donde estoy realmente —afirmó Tuppence—. Después de todo, es lo único que sé, ¿no? Tú sabes dónde estás y yo dónde estoy... Sí, eso es.

—Dejémoslo así.

—Dame el bolso, ¿quieres? A menos que lo haya dejado en el comedor...

—Es lo que haces habitualmente, aunque no en la presente ocasión. Está a los pies de tu silla... No. Por la otra parte. Tuppence cogió su bolso.

—Un bonito regalo, sí señor —comentó—. Auténtica piel de cocodrilo, creo. Tiene el inconveniente de que resulta algo difícil acomodar las cosas en su interior.

—Y también sacarlas, al parecer —remató Tommy.

Tuppence forcejeaba con el bolso en cuestión.

—Con los bolsos caros siempre pasa lo mismo. Prefiero los otros, de rafia y de plástico. Cabe en ellos todo lo que les pongas y cuando has cerrado puedes dar al bolso la forma que desees, como si lo moldearas. Son como los budines. Bien. Ya creo haberlo pescado.

—¿De qué se trata?

—Es una pequeña agenda. En ella he ido anotando las prendas que llevaba a la lavandería y también las quejas que tenía que formular con motivo de haber descubierto un desgarrón en una almohada, en una sábana, etcétera. Me figuré que me sería de utilidad porque de la agenda sólo he utilizado tres o cuatro páginas. He ido anotando las cosas que hemos oído decir por aquí. Muchas de ellas no servirán de nada. Otras sí, como la del censo...

—¡Magnífico!

—Tengo aquí anotada a una tal señora Henderson, a Dodo...

—¿Quién era la señora Henderson?

—No te acuerdas, por lo que veo... Esos dos nombres los anoté por haber sido mencionados por la señora Griffin. Luego, venía un mensaje... Era algo acerca de Oxford y Cambridge. Y he dado con otra cosa en uno de los viejos libros.

—¿Qué es lo que hay sobre Oxford y Cambridge? ¿Se referirá esto a algún estudiante?

—No sé si anda por en medio algún estudiante. Yo me inclino a creer en una apuesta sobre el resultado de la regata.

—Es lo más probable —apuntó Tommy—. Creo que eso no va a tener ninguna utilidad para nosotros.

—Nunca se sabe... Tenemos, pues, a la señora Henderson y a alguien que vive en una casa llamada «Apple Tree Lodge»... Hay otra cosa, además, que encontré en un sucio trozo de papel, hallado entre las páginas de uno de los libros de arriba. No sé si fue en
Catriona
o en otra obra, una que lleva el título de
La sombra del trono
.

—Ese libro se refiere a la Revolución Francesa. Lo leí cuando era todavía un niño —explicó Tommy.

—No sé cómo encaja esto. De todos modos, yo tomé nota...

—¿Qué es?

—Son tres palabras, al parecer:
grin
(g-r-i-n), luego
hen
(h-e-n), y
Lo
(L mayúscula y una o).

—Déjame adivinar —dijo Tommy—:
grin
es un «gato de Cheshire»;
hen
puede significar «Henny-Penny», que es un cuento de hadas, y
Lo
es «mira» o «mirar»... Sin embargo, esto carece de sentido.

Tuppence habló rápidamente.

—Señora Henley, «Apple Tree Lodge»... No la he visto aún, ya que se encuentra en Meadowside —la esposa de Tommy añadió—: ¿Dónde estamos ahora?... La señora Griffin, Oxford y Cambridge, una apuesta sobre la regata, el censo, el gato de Cheshire, Henry-Penny, aquel cuento en el que la gallina fue a Dovrefell (debido a la pluma de Hans Andersen), y Lo, que podemos interpretar, aisladamente, como «he aquí». Supongo que Lo quiere decir que llegaron allí, esto es a Dovrefell.

—Yo opino que debemos seguir divagando. Puede que digamos una tontería tras otra con tantas cabalas, pero existe la posibilidad de que entre el ripio demos por casualidad con alguna preciosa gema. También por casualidad dimos con un libro muy significativo en la habitación de arriba.

—Oxford y Cambridge —murmuró Tuppence, pensativa—. Esto me hace recordar algo, pensar en algo... ¿Qué puede ser?

—¿«Mathilde»?

—No, no...

—Truelove» —sugirió Tommy, con una sonrisa de oreja a oreja—. «Verdadero amor». «¿Dónde puedo encontrar a mi amor verdadero?»

—Deja de sonreír así, querido —dijo Tuppence—. Grin-hen-lo. No tiene sentido... Y no obstante, tengo la impresión... ¡Oh!

—¿A qué viene ese ¡oh!, Tuppence?

—¡Tommy! Tengo una idea. Desde luego.

—Desde luego... ¿qué?

—Lo —contestó Tuppence—. Lo. Grin es lo que me hizo pensar en ello. Tú sonríes como un gato de Cheshire. Grin. Hen y después Lo. Por supuesto. Así ha de ser...

—¿De qué diablos me estás hablando?

—De las regatas que suelen tener lugar en Oxford y Cambridge.

—¿Por qué
grin hen lo
te hace pensar en las regatas de Oxford y Cambridge?

—Puedes hacer tres suposiciones.

—Me doy por vencido porque no creo que tenga eso sentido.

—Lo tiene, realmente.

—¿Qué? ¿Las regatas?

—No, no es nada que tenga que ver con las regatas. El color. Los colores, quiero decir.

—No te entiendo, Tuppence.

—Grin hen Lo. Hemos estado leyendo mal. Hay que leerlo al revés.

—¿Cómo al revés? Veamos... Ol... Luego, viene n-e-h... No tiene sentido. A continuación, tenemos n-i-r-g... Esto no conduce a nada.

—No es así. Tú invierte las tres sílabas. Así: Lo-hen-grin.

Tommy frunció el ceño.

—¿Todavía no lo comprendes? —dijo Tuppence—. Lo-hen-grin, por supuesto. El cisne. La ópera. Tú has oído hablar de Lohengrin, de Wagner.

—Aquí no hay nada que tenga que ver con un cisne.

—Sí, hombre, sí. Acuérdate de las dos piezas de loza que encontramos. Me refiero a los taburetes para el jardín. Uno era azul marino, el otro azul pálido. El viejo Isaac (creo que fue él) nos dijo: «Éste es Oxford y éste Cambridge».

—El primero se hizo pedazos...

—En efecto. Pero el denominado Cambridge sigue allí. El de color azul pálido. ¿No lo entiendes? Lohengrin. En uno de los dos cisnes fue escondida una cosa. Lo primero que tenemos que hacer es echarle un vistazo al que queda, al Cambridge. Éste se encuentra aún en KK. ¿Quieres que vayamos ahora?

—¿Qué? Son las once de la noche, Tuppence. No.

—Pues iremos mañana. Mañana no tienes que ir a Londres, ¿verdad?

—No.

—De acuerdo, entonces. Mañana veremos eso.

—Aquí hay un chico esperando que desea verla, señora —dijo Albert.

—Un chico... ¿Es el pelirrojo?

—No. Es otro. Uno de cabellos muy rubios, que le llegan a los hombros. Tiene un nombre muy raro, como el de un hotel. El «Royal Clarence», por ejemplo... Así se llama: Clarence.

—Clarence, pero no Royal Clarence.

—Seguro —contestó Albert—. Espera en la puerta principal. Dice que está en condiciones de ayudarle, señora.

—Ya. Tengo entendido que de vez en cuando le echaba una mano al viejo Isaac.

Tuppence encontró a Clarence sentado en un sillón de mimbre un tanto desvencijado que había en la terraza. Al parecer, estaba desayunándose, ya que tenía en una mano una barrita de chocolate y en la otra una bolsa de patatas fritas.

—Buenos días, señora —dijo Clarence—. He venido por si podía ayudarla en algo.

—Perfectamente. En el jardín siempre hay cosas que hacer. Sé que tú ayudabas a veces al viejo Isaac.

—Si. De tarde en tarde. No es que yo sepa mucho de jardinería. Bueno, Isaac tampoco sabía tanto. Hablaba con él bastante, me contaba cosas de los viejos tiempos. También se refería a las personas para quienes había trabajado. Un día me dijo que había sido el jardinero principal del señor Bolingo. La casa de éste se hallaba junto al río... ¡Oh! Es una gran mansión. Ahora está convertida en colegio. Jefe de los jardineros de allí, acostumbraba decir que había sido. Pero mi abuela asegura que eso no era cierto.

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