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Authors: Agatha Christie

La puerta del destino (23 page)

—Creo que fue un asesinato, por supuesto. A los dos nos gustaría saber quién cometió un acto tan bárbaro. Era un miembro de tu familia, Henry. Claro que bien puede ser que tú te hayas forjado ya alguna idea sobre el particular...

—No tengo ninguna idea sobre eso —contestó Henry—. Uno ha oído ciertas cosas, sencillamente... Me acuerdo de lo que tío Izzy había dicho a veces: que de vez en cuando lo habían buscado... Él aseguraba que era porque sabía bastante sobre «ellos» y lo que sucediera aquí... Lo malo es que todo se refería siempre a gente de muchos años atrás, que ya había muerto, de la que no es fácil acordarse...

—Bueno, Henry: creo que tú estás en condiciones de ayudarnos —dijo Tuppence.

—¿Quiere usted decir que yo podría trabajar con ustedes?

—Sí. Siempre que fueses capaz de guardar silencio sobre lo que vayamos averiguando. No puedes contar a tus amigos todo lo que veas, ya que si se divulgan ciertas cosas nos será imposible lograr nuestro propósito.

—Ya. Porque entonces los que mataron a tío Izzy la buscarían a usted y al señor Beresford, ¿no?

—Puede ser —confirmó Tuppence—. Yo, naturalmente, preferiría que no fuese así.

—Es lógico, señora —dijo Henry—. Bueno, pues si doy con algo u oigo contar alguna cosa me presentaré aquí para trabajar en el jardín. ¿Qué le parece? Después, le diré lo que sepa y nadie podrá escuchar nuestra conversación... Ahora no sé nada, sin embargo. Pero tengo amigos —Henry adoptó una actitud especial, observada, seguramente, en alguno de sus ídolos de la televisión—. Con todo, sé algunas cosas. Y la gente lo ignora. Creen que no escuchaba en cierto momento, que no puedo recordar, por tanto. Ya sabe usted lo que pasa... Si uno se calla a tiempo, puede quedar bien informado. Y en este asunto todo tiene su importancia, ¿no?

—Sí, Henry. Todo es importante. Pero debemos tener mucho cuidado. Me comprendes?

—Desde luego. Seré prudente... Él sabía mucho acerca de este lugar —dijo el chico—. Me refiero a tío Isaac.

—¿Hablas de la casa o del jardín?

—El conocía algunas de las historias que circulaban por ahí. Sabía a donde iba la gente, lo que hacía, dónde se reunía. Estaba también al tanto de algunos escondites... Hablaba mucho, a veces. Mamá no lo escuchaba, casi. Consideraba sus palabras tonterías. Johnny, mi hermano mayor, procedía igual. Pero yo le escuchaba. Yo y Clarence nos interesamos por esta clase de cosas. A él le gustan mucho las películas policíacas y las de espionaje. Me decía: «Esto es como en el cine». Y nosotros, luego, hablábamos y hablábamos de todo ello.

—¿Oíste alguna vez a tu abuelo mencionar el nombre de Mary Jordan? —¡Oh, sí, claro! Era la espía alemana, ¿no? Gracias a su amistad con algunos oficiales de la Armada obtenía secretos.

—Algo de eso había —contestó Tuppence, estimando más seguro ceñirse a aquella versión y pidiendo perdón mentalmente al espíritu de Mary Jordan.

—Sería muy guapa, ¿verdad?

—Pues no lo sé, Henry —repuso Tuppence—. Esa mujer murió cuando yo contaba unos tres años de edad.

—Tenía que serlo. Todas las espías lo son. He oído hablar de ella muchas veces, señora.

Te noto muy excitada, Tuppence —dijo Tommy al ver a su esposa entrar en la casa un poco jadeante, vestida todavía con las ropas que se ponía para trabajar en el jardín.

—Lo estoy, en efecto, Tommy.

—No habrás estado trabajando más de la cuenta, ¿eh?

—No. Lo cierto es que no he hecho ningún ejercicio físico. Estuve junto a la parcela de las lechugas, hablando con... Tuppence hizo una pausa. ¿Con quién hablaste, querida?

—Con un chico.

¿Se te ha ofrecido para trabajar en el jardín?

—No fue eso tan sólo... Me hizo patente su admiración.

¿Le ha gustado el jardín?

—El sujeto de su admiración, querido, era yo.

¿Tú?

—No te sorprendas —dijo Tuppence—. Las
bonnes bouches
suelen entrar en funciones cuando menos lo esperas.

—¿Qué es lo que el chico admiraba en ti? ¿Tu belleza? ¿Tu atuendo de jardinera?

—Mi pasado.

—¡Tu pasado!

—Sí. El chico se sintió emocionado al saber que yo era la mujer que había desenmascarado a un espía alemán durante la última guerra. Habló de cierto falso comandante de la Armada retirado...

—¡Vaya! N o M de nuevo. Querida: ¿es que tendremos que llevar siempre eso a rastras?

—¿Y por qué ha de ser olvidado? De haber sido en nuestra vida activa unos famosos actores nos gustaría que la gente nos recordara, ¿no?

—Te entiendo.

—Nuestra experiencia, por otra parte, nos ha de ser muy útil con referencia a lo que intentamos hacer aquí.

—Has dicho que se trataba de un chico... ¿De qué edad?

—Estará entre los diez y los doce años. Aparenta tener diez, pero me figuro que tiene doce. Y cuenta con un amigo llamado Clarence.

—¿Y qué?

—El y Clarence son inseparables y les gustaría estar a nuestro servicio. Quieren hacer indagaciones para contarnos más tarde lo que vayan averiguando.

—¿En qué cosas pensaba concretamente ese chico?

—Se ha mostrado bastante locuaz y nada concreto. No terminó muchas de sus frases.

—Entonces, ¿cómo?

—El chico, Tommy, se refirió a cosas que ha estado oyendo contar a menudo por aquí.

—¿Cuáles? —insistió Tommy.

—No se trataba de nada directo. Eran hechos de tercera, cuarta, quinta o sexta mano, ¿comprendes? Se refirió también a lo que había oído decir Clarence y el amigo de Clarence, Algernon. Algernon, a su vez, hablaba de lo oído por Jimmy...

—Basta, basta. Ya está bien. ¿Y qué es, concretamente, lo que han oído contar?

—Me haces una pregunta de difícil respuesta. Te contestaré por simple deducción. Esos chicos desean participar en la tarea que hemos venido a llevar a cabo aquí.

—Y que consiste en...

—El descubrimiento de algo importante. Algo que todo el mundo supone que está escondido aquí.

—¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo?

—Circulan diferentes historias en lo tocante a esos puntos. Tienes que admitir que la labor no puede resultar más interesante. Tommy, pensativo, dijo que sí, que tal vez...

—Todo guarda relación con el viejo Isaac —declaró Tuppence—. Estimo que Isaac sabía muchas cosas que podría habernos revelado.

—Y tú crees que Clarence y... ¿Cuál es el nombre del otro chico?

—Lo recordaré dentro de un minuto. Acabé armándome un lío con ese tan altisonante de Algernon y los otros ordinarios de Jimmy, Johnny y Mike.

Hubo una pausa.

—¡Chuck! —exclamó Tuppence de pronto.

—¡Qué nombre tan raro!

—Su nombre real es Henry, pero sus amigos le llaman Chuck. Bueno, Tommy, lo que yo quiero decirte es que tenemos que seguir en ese asunto, especialmente ahora. ¿Piensas tú lo mismo?

—Sí.

—Me lo figuraba. No porque me hubieras insinuado algo. Tenemos que seguir adelante con todo y te diré por qué. Por Isaac, principalmente. Por Isaac. Alguien le mató. Le mataron porque sabía algunas cosas. Conocía detalles, datos que seguramente significaban un peligro para otra persona. Y tal tarea entrañará peligros también para nosotros.

—¿Y tú no crees que todo pueda ser uno de esos episodios que tanto se dan ahora? Me refiero al gamberrismo de ciertos jóvenes. En todas partes operan pandillas de chicos que se ensañan con todo. Y si atacan a una persona prefieren incluso que sea de edad, para que no pueda oponerles la menor resistencia.

—He pensado en lo que tú señalas. Pero no creo que éste sea un simple caso de gamberrismo. Yo presiento que por aquí hay algo especial... ¿Escondido? Ignoro si es ésta palabra la más atinada. Debe existir alguna cosa que proyecte luz sobre un episodio del pasado. Quizá se trate de algo dejado aquí, puesto aquí o dado a alguien para que lo conservara en este lugar. Este alguien pudo morir o depositarlo en alguna parte. Es una cosa cuyo descubrimiento no interesa. Isaac lo sabía y le dio miedo, sin duda, decírnoslo... Se hablaba ya aquí de nosotros. Todos saben que hemos actuado como agentes del servicio de contraespionaje y que éramos famosos, que habíamos conquistado una reputación en tal terreno. Tenemos, luego, lo de Mary Jordan...

—Mary Jordan no murió de muerte natural —murmuró, ensimismado, Tommy.

—Y el viejo Isaac fue asesinado. Tenemos que averiguar quién lo mató y por qué.

—Tienes que andar con mucho cuidado, Tuppence —contestó Tommy—. Debes hacer honor a tu nombre y ser prudente. Si alguien mató al viejo Isaac porque se figuró que pensaba hablar de ciertas cosas del pasado, de las que por una razón u otra se hallaba informado, puede que el mismo personaje te aceche cualquier noche en una esquina con el deseo de eliminarte. Nadie echaría las campanas al vuelo ante un suceso de este tipo. Éste sería considerado como uno de tantos hechos raros como se dan en nuestros días.

—Desde luego, no sería la primera anciana tratada salvajemente por unos desaprensivos. Tienes razón, Tommy. A tales resultados, infortunados, ciertamente, llega una por tener los cabellos grises y no poder andar como es debido por culpa de un artritismo incipiente. Soy una pieza fácil para cualquier cazador. Tengo que obrar con la máxima cautela. ¿No crees que sería conveniente proveerme de una pequeña pistola?

—No, no lo creo oportuno —repuso Tommy, convencido.

—¿Por qué? ¿Piensas que podría cometer algún error grave?

—Considero la posibilidad de que se te enreden los pies en las raíces de un árbol, por ejemplo. Si te caes llevando encima un arma de fuego corres el peligro de que se te dispare. La pistola, entonces, te serviría para todo, menos para protegerte.

—¿Me consideras capaz de cometer una estupidez semejante?

—Pues sí. Muy capaz —contestó Tommy, sin vacilar.

—Podría llevar encima una navaja de resorte —sugirió Tuppence.

—Yo creo que lo mejor es que no lleves nada —dijo Tommy—. Tú procura adoptar un aire inocente y centrar tus charlas con los demás en el tema de la jardinería. Ve diciendo por ahí que la casa no nos gusta, que pensamos irnos a vivir a otro sitio. Supongo que esto es ahora lo mejor.

—¿A quién he de decírselo?

—A todos los que hablen contigo. Ya verás cómo se difunden en seguida tus palabras.

—Aquí se sabe todo inmediatamente —comentó Tuppence—. Es muy fácil en este lugar poner una habladuría en circulación. ¿Vas a adoptar tú, Tommy, el mismo proceder?

—Más o menos. Yo diré, por ejemplo, que la casa nos ha agradado menos de lo que nos figurábamos en un principio.

—Pero tú quieres también que sigamos adelante con el caso, ¿no es así? —inquirió Tuppence.

—Sí. Estoy tan metido en él como tú.

—¿Has pensado en lo que vas a hacer?

—Continuar con lo que llevo entre manos actualmente. ¿Y tú, Tuppence? ¿Tienes algún plan?

—Sí, pero sin perfilar. Tengo unas cuantas ideas. Antes de nada, he de sacarle a ese chico algo más. ¿Cómo dije que se llamaba?

—Primero hablaste de Henry y después de Clarence...

Capítulo IX
-
La brigada infantil

Tommy partió para Londres y Tuppence anduvo vagando luego por la casa, intentando concentrar su atención en una actividad particular prometedora de buenos resultados. Pero aquella mañana, al parecer, no se le ocurría ninguna idea aprovechable.

Con la impresión de que regresaba al principio de todo, subió a la habitación de los libros, paseando la vista distraídamente por los lomos de varios volúmenes. Tenía ante ella libros infantiles, muchos libros para niños, sí, pero no daba con nada que pudiera conducirla un poco más lejos. Estaba segura ya de haberlos visto todos. No había encontrado nuevos secretos de Alexander Parkinson.

Paseaba sus dedos, ensimismada, por sus cabellos, frunciendo el ceño ante un estante que albergaba obras sobre teología, de encuadernaciones un tanto deterioradas, cuando se presentó allí Albert.

—Abajo quieren verla, señora.

—¿Quién?

—Son unos chicos... Hay una chica entre ellos creo. Supongo que andarán buscando suscriptores para alguna revista.

—¿No le dieron nombres? ¿No le explicaron nada?

—Uno de ellos dijo que era Clarence, que ya tenía usted noticias de él.

—¡Ah! Clarence...

Tuppence se quedó en actitud pensativa durante unos momentos. ¿Era esto el fruto del día anterior? Bueno, nada perdía siguiendo el hilo de aquel encuentro...

—¿Está el otro chico aquí también? Me refiero al que estuvo hablando conmigo ayer en el jardín.

—No lo sé. Todos se parecen. En cuanto a su aspecto, a su desaseo.

—Bien. Vamos allá.

Una vez en la planta baja, Tuppence se volvió inquisitivamente hacia Albert. Éste comprendió perfectamente su pregunta sin que llegara a formularla.

—¡Oh!—No les hice pasar. No me he fiado de ellos. Puede perderse algo... están en el jardín. Me encargaron que le dijera a usted que se encontraban junto a la mina de oro.

—¿Junto a dónde?

—Junto a la mina de oro.

—¡Ah! —exclamó Tuppence.

—¿Dónde puede ser eso?

Tuppence extendió un brazo, señalando.

—Hay que dejar el macizo de rosas y luego torcer a la derecha, por el sendero de las dalias. Por allí hay agua. No sé si es un pequeño canal o si hubo en otro tiempo un estanque lleno de carpas doradas
[4]
. Déme mis botas altas, Albert, y también un impermeable, por si voy a parar a algún charco.

—En su lugar, señora, yo me pondría el impermeable. No tardará en llover.

—¡Qué fastidio! Venga lluvia y más lluvia.

Tuppence salió al jardín, enfrentándose con una verdadera delegación juvenil. Habría allí, según sus cálculos, de diez a doce chicos de diferentes edades. Figuraban entre ellos dos muchachas de largos cabellos. Todos daban muestras de una gran excitación. Uno de los muchachos dijo a Tuppence, que se les acercaba:

—¡Aquí viene! Ella es, sí. Bueno, ¿quién es el que va a hablar? Adelante, George. Tú eres siempre el que habla en estas ocasiones.

—No os vayáis ahora, ¿eh? Hablaré yo —anunció Clarence.

—Tú cállate, Clarrie. Sabes muy bien que tienes la voz débil. Además, acabarás tosiendo si tomas la palabra.

—Bueno, que sepas que esto es cosa mía. Yo...

—Buenos días a todos —dijo Tuppence—. Habréis venido a verme por algo, ¿no? ¿De qué se trata?

—Tenemos algo para usted —anunció Clarence—. Una información. Esto es lo que anda buscando por aquí, ¿verdad?

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