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Authors: E. D. Baker

Tags: #Infantil y juvenil

La princesa rana (5 page)

BOOK: La princesa rana
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—La parte de encima no está mal —observó el sapo.

—¿Qué he de hacer para comérmela?

—Bueno... eres una rana. Cómetela con la lengua.

—¿Con la lengua, dices? ¡No puedo! ¿Por qué no la cojo con las manos?

—Porque no lo conseguirás. Ahora eres una rana y las ranas comen con la lengua.

—No sé si podré. Soy muy torpe...

—¡Deja de portarte como un renacuajo! ¡Inténtalo!

—Vale, vale —dije titubeando.

Así que abrí la boca, lancé la lengua y rocé ligeramente la parte superior de la fruta. Pero, como era la primera vez que lo hacía, no empleé la suficiente energía y la lengua me resbaló hasta el suelo.

—¡Casi lo logras! —exclamó el sapo tapándose la boca para disimular la risa.

Le lancé una mirada feroz y traté de limpiarme la lengua cubierta de barro y hierba; lo hice con mucho cuidado, pero no logré limpiármela del todo y la noté pringosa al metérmela en la boca. Sin embargo, no quise desanimarme y lo intenté otra vez con todas mis fuerzas. Por desgracia, esta vez me pasé de entusiasta, de tal manera que mi lengua atravesó la suave piel de la fruta podrida, se clavó en el centro de la pulpa y, cuando traté de sacarla, se quedó atascada dentro. Eché la cabeza hacia atrás para tirar de ella, pero sólo conseguí hacerme daño el la boca. A todo esto, el sapo seguía a mi lado sin ayudarme para nada, partiéndose de risa. Finalmente, me cogí la lengua con ambas manos y di un tirón; pero salió tan rápido que retrocedió hasta mi cara y me golpeó en los ojos. Trastabillando, me acaricié la cabeza, mientras mi compañero se revolcaba en el suelo agarrándose la panza y aullando de risa.

—¡Gracias por el apoyo moral! —exclamé una vez que tuve la lengua dentro de la boca—. Dijiste que nunca te reirías de mí.
¿
Y ahora qué hago?

—¡Prueba otra vez! ¡Hacía muchos años que no me reía así!

Pensé en sacarle la lengua, como Violeta hacía a veces con los pajes. Pero todavía no la controlaba lo suficiente y me dio miedo darle un tortazo.

—¡Date la vuelta! —le dije—. No lo conseguiré si me miras.

El sapo se giró todavía entre carcajadas. Me cercioré de que no me miraba y me aproximé a otra ciruela porque no me había gustado el sabor de la primera; era una fruta más grande, rebosante de zumo y plagada de moscas. Lancé la lengua otra vez y casi di en el blanco. La fruta estaba blanda y sabía a rancio, aunque no tanto como la primera, pero cuando saqué la lengua se me pegó una mosca en la punta. Era para morirse del asco.

—¡Uuuf! —grité—. ¡Quítame ezta coza de la lengua!

La mosca zumbaba y se retorcía tratando de liberarse. El sapo acudió al instante, pero en vez de ayudarme me dio un porrazo con el dedo en la lengua. Aspiré y la lengua rebotó sola y se metió en la boca; la mosca seguía zumbando y me hacía cosquillas en el paladar...

—¡Mmm! —supliqué pidiendo ayuda.

—¡Parpadea! —ordenó el sapo.

—¿Mmm? —dije otra vez.

—¡Parpadea, no pienses en nada!

No entendía cómo esa acción me libraría de la mosca, pero lo intenté a pesar de todo. En cuanto bajé los párpados, mis globos oculares me empujaron hacia abajo el gaznate y me tragué la mosca. Sentí un escalofrío al percatarme de lo que acababa de hacer.

—¡Oooooh! ¡Qué asco! —grité, y escupí hasta que la boca me quedó reseca.

—¿Sabrosa, no? —preguntó el sapo.

—¡Estaba inmunda! —Me froté la lengua con los dedos tratando de quitarme el sabor.

—¡Vamos, sé sincera! ¿No te ha gustado?

—¡No, me ha sabido horrible!

—¿De verdad?

—Pues... —dije a regañadientes—. Bueno, la ciruela estaba rancia, pero la mosca era más bien dulce.

—¡Aja! ¡Ya sabía yo que te iba gustar! Quizá en tu corazón sigas siendo una princesa, pero estás metida en un cuerpo de rana. ¡Y a las ranas les encantan las moscas!

—He dicho que era dulce, no que me gustara —especifiqué, pero de pronto fui presa de la desconfianza—: No lo habrás hecho adrede, ¿verdad? ¿O me has traído aquí para que me comiera una mosca sin querer?

—¿Cómo puedes pensar eso? ¿Es que no me conoces?

—Pues no; acabo de conocerte —dije, y pensé que quizá sí me había jugado una mala pasada.

—No podías seguir yendo de remilgada por la vida sin dignarte a probar algo nuevo, y quería que te dieras cuenta de que no es tan malo comer moscas. Tendrás que acostumbrarte, si aspiras a sobrevivir.

—¿Es que las ranas no comen nada aparte de moscas?

—Claro que sí, mil cosas: mosquitos, libélulas, jejenes... Todo lo que quieras. Si es insecto, está en el menú.

—¡Estoy condenada! —gemí.

Pero en realidad la mosca no me había sabido tan mal. De modo que ladeé la cabeza y observé a las otras moscas con ojos nuevos.

—Ya te has comido una y sigues viva —comentó el sapo sonriendo—. Prueba otra; es cuestión de educar el paladar. Cuanto más pronto lo eduques, más contenta estarás.

Yo no tenía intención de ser una rana el resto de mis días, pero debía sobrevivir hasta averiguar cómo convertirme otra vez en humana. Sentí náuseas y tragué saliva.

«Es mejor no pensar —me dije—. Simplemente lo hago y punto.»

—¿Cómo aprendiste tú a comer como los sapos? —le pregunté a mi compañero—. Porque seguro que no sabías antes de transformarte.

—Pues mirando a otros sapos. Cuando uno es tan observador e inteligente como yo, es capaz de aprender un montón de cosas. ¡Vamos, veamos si puedes cazar otra!

—Apártate —le pedí—. De verdad que me cuesta menos si no me miras.

Él se fue a la caza de su propia comida y yo busqué la ciruela más jugosa. Cuando la encontré, me concentré en la mosca más grande y lancé la lengua de nuevo; ésta salió disparada como una flecha muda, pero la mosca se escapó por unos centímetros. La enrollé una vez más dentro de la boca mientras el afortunado insecto zumbaba malhumorado hacia una ciruela menos peligrosa. Seguí probando, pero no logré cazar más que unas pocas moscas; no coordinaba demasiado bien la lengua y la vista.

El sapo llenó pronto el buche y vino a ofrecerme indicaciones sobre cómo dar en la diana. Ahora pretendía echarse un farol.

—¡Si me hubieras visto! —dijo—. Encontré una ciruela completamente podrida, con tantas moscas encima que no se veía la propia fruta. No fue fácil, pero apunté a la perfección y pesqué ocho bichos de un lengüetazo. ¡Ocho moscas! ¡Es increíble!

Tanta fanfarronada me puso muy nerviosa y, para cambiar de tema, le dije:

—Oye, quiero plantearte una cuestión: siempre te he llamado «sapo» porque no había ningún otro de tu especie, pero ahora que yo también me he convertido en rana, no me parece adecuado. Así que, ¿cómo quieres que te llame?

—Llámame Eadric.

—¿O sea que eres de verdad el príncipe Eadric y no lo dijiste sólo para que te diera un beso?

—Yo era el príncipe Eadric mientras fui humano y me sorprende que no hayas oído hablar de mí. Era bastante famoso, ¿sabes? Pero, ahora que soy un sapo, me llamo simplemente Eadric.

—En ese caso, llámame Emma; «princesa Esmeralda» suena demasiado serio para una rana.

—Ya —gruñó Eadric—. Entonces, Emma, ¿qué tal si tratas de comerte esa mosca de ahí? —Señaló un insecto que se revolcaba en el suelo—. Hasta tú tendrías que ser capaz de cazarlo; creo que tiene un ala rota.

No hice caso de la sugerencia porque, mientras perseguía a las moscas, se me había ocurrido una idea y se la comenté:

—Ya sé cómo podemos salir de este lío. Lo único que debemos hacer es ir a mi castillo y aguardar a que tía Grassina regrese. No sé cuándo lo hará y tal vez tengamos que esperar, pero estoy segura de que nos ayudará.

—No es tan sencillo como parece —repuso Eadric, como si yo fuera un poco tonta.

Traté de no enfadarme (después de todo me había ayudado bastante), pero le repliqué:

—Sí, seguro que sí; es una bruja muy experta. Ella sabrá qué hacer.

—No quería decir eso. Mira, en primer lugar, merodear por los alrededores de un castillo puede ser desastroso, puesto que, en ellos, ni las ranas ni los sapos son precisamente bienvenidos. Si no fuera por eso, ¿no crees que habría vuelto a mi casa? Pero he visto morir a muchos sapos a manos de perros, gatos y aprendices de jardinero ociosos. O sea que, mil gracias, pero ¡prefiero no ser la próxima víctima! En segundo lugar, yo no sé mucho de magia, pero tengo entendido que una bruja no puede anular los hechizos de otra; de hecho, si una bruja interfiere en un encantamiento, puede conferirle mayor potencia. Por todas estas razones, en vez de ir a visitar a tu tía, tendríamos que ir a ver a la bruja que me hechizó. En estos casos es mejor dirigirse a las fuentes.

—¡Vamos a verla entonces!

—No sé dónde vive.

—No me estás dando muchos ánimos que digamos —protesté tratando de disimular mi desaliento—. Tal vez Grassina pueda ayudarnos a encontrarla...

—¡Un momento! ¿No has oído lo que he dicho? ¡No quiero ir a tu castillo a esperar a tu tía! No tengo ningún deseo de charlar con una bruja desconocida. ¿Y si me echa otro maleficio?

—Mi tía no haría algo así.

—Vaya, vaya. Dime, entonces, ¿nunca ha convertido a nadie en rana? No me mientas.

—Pues, sí, pero...

—¡Ajajá! ¡Y a pesar de todo quieres que vaya a verla! Así me congele en este pantano, no pienso ir a ver a ninguna bruja lanzaconjuros.

—Pero ella no...

—¡Ni lo pienses! —Me volvió la espalda—. Digas lo que digas no cambiaré de opinión.

Suspiré. Había conocido gente terca, ¡pero nadie me había insultado como ese sapo!

—¿Qué haremos ahora, pues? —pregunté añorando la habitación de tía Grassina, adonde solía ir al caer la tarde.

—Iremos a mi casa —dijo Eadric—. Y te mostraré mi colección.

—¿Tu colección? —Me pregunté qué podría coleccionar un sapo.

—Mi colección de alas de libélula, ¿ya no te acuerdas que te lo he explicado?

—¡Ah, sí, sí!

Eadric era el príncipe más extraño que había conocido hasta entonces. Aunque, claro, si yo hubiera sido rana tanto tiempo como él sapo, también me habría vuelto muy rarita. Sólo de pensarlo me deprimía, teniendo en cuenta que a mucha gente ya le parecía rara cuando era humana. Únicamente había una solución: tenía que volver a ser yo misma de inmediato.

Seis

E
l sol declinaba mientras Eadric me escoltaba hasta la gran hoja de lirio donde había montado su hogar, en un apacible remanso del arroyo. Era una hoja grande y tersa, que flotaba bajo las ramas de un sauce llorón. Traté de trepar a bordo, pero la hoja se hundió bajo mis patas y volví a caer al agua. Al cabo de tres o cuatro intentos, él se impacientó y me dio un empellón, con tanta fuerza que patiné a lo largo de toda la superficie y casi me caigo por el otro borde. Cuando quise ponerme en pie, la dichosa hoja se balanceó y me fui de bruces.

—Genial, ¿no? —dijo Eadric al tiempo que avanzaba pavoneándose hasta el centro de la hoja—. El sauce está tan a tiro, que algunos días no tengo que salir a buscar comida y, como en él viven tantos bichos, puedo atraparlos sin ningún esfuerzo; a veces ni siquiera tengo que levantarme. ¿Ves esa araña que cuelga de una hoja? ¡Pues, mira!

Se tendió de lado, apoyó el mentón en una mano y lanzó un lengüetazo maestro que arrancó a la araña de la hoja.

—¡Qué cómodo! —exclamé.

Ciertamente, Eadric no podía ser más perezoso.

¡Croac!, ¡croac! Un puñado de voces graves se elevó entre los matorrales que bordeaban el arroyo, y otras más agudas —¡crec!, ¡crec!— se unieron al coro desde los árboles.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Son unos amigos míos. Dan conciertos todas las noches en esta época del año, siempre y cuando haga buen tiempo.

—¿Tienes amigos entre los sapos y las ranas? ¡Me alegro mucho de saber que no eres tan estirado como Jorge!

—En el reino animal no hay príncipes ni princesas y tanto las ranas como los sapos somos iguales —me replicó mirándome ceñudo—. Mis amigos son unos tíos estupendos; te los presentaré después del concierto. ¡Vamos! Aún podemos hallar buenos asientos si nos damos prisa.

Saltamos del lirio al agua y nadamos codo con codo hasta el barrizal de la orilla, donde ya se había concentrado una multitud de batracios de todos los tamaños.

—Ese de allá es
Bassey.
—Eadric señaló a un gran sapo de voz grave que destacaba entre la aglomeración—. Y aquella rana pequeñita es
Peepers;
es soprano.

La ranita lo vio y lo saludó con la mano desde su árbol.

Eadric me llevó a un prado por entre los batracios que ya habían tomado asiento; algunos nos saludaban y otros nos sonreían muy amables. Me sentí de lo más bienvenida.

—Estoy contenta —dije al sentarme junto a él.

—Me alegra mucho. ¿Qué tal si me das un beso? —me susurró al oído.

—¡Eadric! —grité, y todos se volvieron a mirar. Como estábamos en un entreacto del concierto, mi voz resultó muy sonora. Avergonzada, esperé a que volvieran a cantar—. ¡Cómo se te ocurre que te bese ahora con todos tus amigos mirando!

—No pasa nada. Podemos cerrar los ojos.

—No, gracias. Prefiero no correr riesgos. Ni un beso más hasta que averigüemos por qué pasó lo que pasó al darte el primero.

Como volví a hablar demasiado fuerte, unas ranas vecinas me chistaron. Me tapé la cara con las manos y me hundí en mi asiento; casi habría preferido no ir al concierto.

Poco a poco otras ranas fueron uniéndose al coro y, sorprendida, vi que Eadric también se ponía a cantar. Tenía buena voz, aunque no tan grave como la de
Bassey
ni tan aguda como la de
Peepers.

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