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Authors: E. D. Baker

Tags: #Infantil y juvenil

La princesa rana (9 page)

BOOK: La princesa rana
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A todo esto, algo se movió cerca de la chimenea y me arrimé a los barrotes para mirar. No había nada a la vista, aparte del hierro para atizar los troncos y dos barriles hechos con tablas, uno etiquetado con el nombre «Desechos» y otro en el que ponía «Sin deshacer». El de los desechos estaba destapado; presté atención y me pareció oír que salía un gorgoteo de su interior... El barril con la etiqueta «Sin deshacer» tenía una tapa de madera y, de repente, se movió y dio un brinquito. Sorprendida, oí a los bichos de las otras jaulas hablando entre sí.

—¿Quiénes son? —chilló una vocecita.

—No lo sé, pero oí a uno de ellos hablando con
Sarnoso.

La segunda voz era apenas un resuello y casi no la entendí.

—¿Crees que nos los presentará?

—No lo sé. Ya lo conoces. Es un mandón y hay que pedirle permiso para todo.

—Con mucho gusto os los presentaré —interrumpió el murciélago—. Pero todavía no sé cómo se llaman. ¡Oye, ranita!

Contesté al momento, puesto que había estado escuchando la conversación.

—Yo me llamo Emma y éste es Eadric; somos una rana y un sapo hechizados. En realidad yo soy una princesa y Eadric es un príncipe.

Jamás había oído aullar de risa a un animal. Y me habría puesto a la defensiva si no me hubiera hecho tanta gracia, así que solté también una carcajada. Hacía varios días que no me sentía tan bien.

Sarnoso
se retorció en su viga para mirarme de frente y esperó a que acabara de reírme antes de volver a hablar.

—Menuda risa tienes, princesa —declaró, mientras yo seguía hipando y resoplando—. ¿Te has reído así toda la vida, o sólo desde que eres rana?

—Siempre me he reído así, desde que era humana. Pero, de verdad, soy una princesa y me llamo Esmeralda; y éste es el príncipe Eadric. Soy la única hija del rey Limelyn y la reina Chartreuse, del gran reino de Pradoverde; Eadric es hijo de los reyes de Montevista Alta.

Estaba orgullosa de mi linaje real y creí que aquellos bichos ya no tendrían más remedio que mostrarme cierto respeto. La reacción me dejó atónita.

—¡Sí, seguro! —chilló una voz.

—¡Y yo soy el rey de Ratolandia! —chilló otra.

Los animales se comportaban como si fuera la broma más divertida del mundo.
Sarnoso
lanzó tal carcajada que se soltó de la viga y revoloteó como un loco para volver a colgarse.

—¡Soy una princesa de verdad! —grité indignada para acallar las risas—. Sé tocar el laúd, bordar, cantar, bailar y hacer todo lo que hacen las princesas, aunque no tan bien como le gustaría a mi madre. También sé hacer otras cosas que muchas princesas no saben hacer, como por ejemplo, contar, leer y...

—¿Leer? ¿Sabes leer? —El murciélago se puso serio de pronto.

—Pues claro. Y también sé nadar, aunque eso lo he aprendido siendo rana. Y también sé...

—¡Vale! ¡Te creo! —exclamó
Sarnoso
—. ¡Qué cantidad de habilidades!

—Vaya que sí —musitó la voz que era un resuello—. A mí me gustaría saber contar; probablemente tejería mejor mis redes.

En éstas, sentí un picor en las patas; el sarpullido seguía propagándose por mi cuerpo.

—Ahora os toca a vosotros —dije, algo más apaciguada—. Decidme todos vuestros nombres.

—Muy fácil —soltó el murciélago—. Yo me llamo
Sarnoso,
como ya sabes, y en esa jaula, debajo de ti, viven las arañas, que se llaman
Iny, Miny
y Mo. Antes vivían en un rincón al pie de la escoba, pero Vannabe las descubrió y las encerró en la jaula.

—Teníamos un hermano que se llamaba
Meny
—susurró una vocecita—, pero la bruja lo pisó tratando de atraparnos.

—¡Cuánto lo siento! —exclamé rascándome detrás de la oreja con todos los dedos.

—Es uno de los riesgos de ser araña —dijo tristemente la vocecilla.

—Junto a las arañas viven
Clifford
y
Louise
—prosiguió
Sarnoso
—. Son dos ratones, que antes vivían debajo de la cama y, como están juntos hace tiempo, casi siempre uno termina las frases del otro.

—Vannabe dijo que estaba harta...

—... de oírnos corretear por ahí.

—Nos metió en esta jaula...

—... y ahora vivimos aquí encerrados.

—¡Qué muermo!

—¡Antes corríamos un montón de aventuras!

—No te imaginas...

—... qué esconden estas paredes.

—Será mejor que dejemos este tema —intervino
Sarnoso
—. Por cierto, no te he presentado todavía a
Mandíbula.
Ella ha vivido aquí desde que Vannabe se mudó a la cabaña; la encontró en el jardín el primer día y la encerró. Como no es muy habladora, yo te explicaré cosas de ella: está metida en la jaula del rincón, en el suelo, pero aunque es la más grande de la cabaña, a duras penas cabe dentro. Ya era una serpiente grande cuando llegó Vannabe, y desde entonces ha crecido todavía más.

«Una serpiente...», pensé.

La sola idea de hallarme con ella en la habitación, aunque estuviera metida entre rejas, me hizo retumbar el pecho y noté que la piel se me ponía fría y pegajosa.

—¡Ahora te toca a ti otra vez! —resolló una de las arañas—. Cuéntanos de qué manera os hechizaron a vosotros dos.

—¡Vamos, princesa! —chilló un ratón—. ¡Cuéntanoslo!

—Cuéntanos...

—... ¡cómo te convertiste en rana!

Yo no pensaba más que en esconderme de la serpiente, pero me correspondía contestar. Tragué saliva y traté de hablar sin que me temblara la voz:

—En realidad Eadric fue el primero que se convirtió en sapo porque hizo un comentario que no le gustó a una bruja y ella lo hechizó. Cuando lo conocí, le di un beso para que volviera a ser príncipe, pero también me convertí en rana. Al encontrarnos con Vannabe, creímos que era la bruja que había hecho el encantamiento, pero resultó que no era ella.

—¿Estás de broma? —cuestionó
Sarnoso
—. Vannabe no sabe ni convertir una col en ensalada. Está tratando de hacerse bruja, pero no tiene ningún talento.

—Entonces, si no es bruja, ¿por qué nos atrapó a Eadric y a mí? ¿Y qué va a hacer con esas plantas que recogió?

—Te lo diré —comentó el murciélago—, si realmente quieres enterarte.


Sarnoso
sabe lo que dice —susurró una de las arañas con una vocecita tan tenue que parecía irreal—. Lleva media vida en la cabaña, atado a la viga con un trozo de cordel, pero éste es demasiado corto y él no puede volar hasta las jaulas, porque si no nosotras ya lo habríamos soltado.
Sarnoso
ha intentado muchas veces deshacer el nudo, pero parece de acero. A mí me gustaría trepar hasta allá arriba para ver cómo se lo hizo la vieja bruja.

—A nuestro hermano
Mo
le interesan mucho los nudos, son la pasión de su vida; en cambio, a
Iny
y a mí nos gusta tratar de realizar diferentes dibujos con nuestras telarañas. Puedes observar una muestra de nuestro trabajo en aquel rincón junto a la escoba; lo hicimos los cuatro,
Iny, Meny, Mo
y yo, antes de que nos atrapara la bruja.

—Es una obra notable —afirmé.

—Si habéis terminado de parlotear, podré contarle algo más sobre Vannabe, pero no pienso decir nada con todos vosotros charlando a la vez. —El murciélago echó una mirada feroz a las jaulas antes de columpiarse ante mis narices—. Primero tendré que explicarte una pequeña historia: Vannabe habita aquí desde hace cerca de un año, pero yo soy el único que estaba en la cabaña cuando llegó; vivía aquí con la antigua bruja, que se llamaba Mudine. Ésta era una viejecita muy amable, aunque al final ya tenía un tornillo suelto; nadie venía a visitarla, porque a ella no le gustaba la gente y los demás se sentían incómodos en su compañía. A mí me soportaba porque le fastidiaban los insectos, y como le parecía que hacer la limpieza era una pérdida de tiempo, había un montón de bichos. Mi misión consistía en comérmelos.

»Fue una época dorada. —Soltó un suspiro y agitó las alas—. Mudine sabía hacer magia de verdad y ¡de vez en cuando las cosas se ponían emocionantes! Sin embargo, ya era una anciana cuando yo vine a vivir con ella, y no gozaba de muy buena salud. Al final se puso enferma y al verse incapaz de cuidar de los animales, los dejó salir a todos de sus jaulas; se debilitó tanto que no pudo subir a soltarme el nudo, de modo que me quedé aquí amarrado y llegó el día en que se tendió en la cama y desapareció en medio de una nube de humo.

»En esa época yo ya había visto a una chica de una granja vecina husmeando por aquí. Nunca lo dije, pero lo sabía. El mismo día en que Mudine desapareció, la chica, que era Vannabe, se mudó a la cabaña. La nube de humo flotaba todavía en la habitación cuando forzó la puerta y se instaló como si estuviera en su casa. Pero por lo que me consta, no sabe absolutamente nada de magia; su único talento es que sabe leer, aunque hay que aceptar que eso es todo un logro. Hoy en día, para ser una buena bruja hay que tener el don, pero también saber leer para descifrar los viejos conjuros, ¿me entiendes? Porque eso de transmitirlos de boca en boca tiene sus bemoles, y a la gente se le olvidan las cosas, o pronuncia mal las palabras... ¿Y adonde iríamos a parar entonces?

»En fin, que Vannabe quiere ser bruja, pero para serlo no basta con desearlo porque, si no tienes algún talento, sólo puedes realizar los conjuros más sencillos, que son los que vienen en los libros. Y a ella no le interesan los hechizos elementales, pues se le ha metido en la cabeza que una bruja de verdad tiene que hacer magia en grande y dejar a todo el mundo boquiabierto; no se da cuenta de que los conjuros sencillos también son importantes.

—Pero ¿por qué vino aquí si no sabe hacer magia?

—Eso ya no lo sé. Tal vez todavía no se ha dado cuenta de que no sabe, o es demasiado terca para darse por vencida, o tal vez se lo pasaba tan mal en la granja que prefiere vivir aquí.

—¿Tú sabes qué ha ido a buscar ahora?

—Quiere intentar poner en práctica uno de los hechizos más complicados de Mudine. Es un hechizo que precisa ingredientes poco comunes, como el aliento de dragón que ves en esa botella; ahí junto a ti, ¿lo ves? Es el botellín alargado, donde hay un remolino de colores; era parte de la colección de Mudine. Vannabe nunca habría logrado embotellarlo por su cuenta.

—¿Y para qué sirve el hechizo?

—Para lo de siempre: Vannabe quiere ser eternamente joven y bella. Esos hechizos casi siempre salen al revés, pero no hay manera de convencerla.

—Dile a la rana cuáles son los otros ingredientes —dijo una voz cortante y desagradable.

Se me puso la piel de rana en cuanto la oí.

«Es la serpiente», pensé, y me recorrió un escalofrío.

—¡Ah, sí, sí! —dijo
Sarnoso
—. Mira, además de ciertas plantas raras, necesita las lenguas
y
los dedos de dos ranas parlantes. Por lo tanto, tiene planes para tu amigo y para ti: estáis condenados desde que os oyó hablar. Por eso quiere manteneros dormidos; no sea que os hagáis daño en la lengua o los dedos, antes de que ella los utilice.

—¡Nuestras lenguas y dedos! ¡Ni siquiera me escuchó cuando le expliqué que no somos ranas! Le dije que mis padres le entregarían una recompensa, pero le dio igual.

—Claro. Siendo humanos, no le serviríais de nada. Lo que necesita son dos ranas parlantes para que funcione el hechizo. Ni oro ni joyas podrán pagar lo que busca; sólo los ingredientes adecuados, lo cual te incluye a ti, o por lo menos a ciertas partes de ti.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—La única esperanza es que no encuentre las plantas que ha ido a buscar, porque el hechizo tampoco funcionaría sin ellas.

—Sí que estás enterado de lo que ocurre aquí —le dije al murciélago.

—Desde luego. Hace una eternidad que vivo en este lugar y lo controlo todo desde mi viga —dijo él, orgulloso.

El viento silbaba a través de las rendijas de las contraventanas, levantando motas y remolinos de polvo alrededor de la cabaña. La habitación se oscureció unos segundos y las gotas de lluvia tamborilearon en el tejado. Pero de repente cesó de llover. Poco después volvió a soplar el viento y el torbellino de polvo me hizo toser; entonces empezó a llover de verdad; las gotas eran gruesas y estrepitosas y una docena de chorritos de agua se escurrían desde el tejado, formando manchas húmedas en el suelo y sobre la mesa.
Sarnoso
se trasladaba a lo largo de la viga para evitar las goteras más grandes.

Nos habíamos callado todos, arrullados por el rumor de la lluvia. Era un sonido apacible, pero yo aún no conseguía relajarme y notaba una especie de cosquilleo en la espalda, como si alguien estuviera mirándome. Giré la cabeza para echar un vistazo, convencida de que no podía ser Vannabe; al principio no vi nada, pero luego reparé en el frasco de globos oculares: ¡todos me miraban! Tuve la misma sensación que experimentaba en las contadas ocasiones en que mi padre me hacía sentar cerca de él en el escabel del trono durante las audiencias. Tanto los cortesanos como los plebeyos me observaban esperando a que metiera la pata para tener algo de que hablar después. Yo detestaba esa sensación, pero ahora resultaba mucho peor; ya bastante repelús me inspiraban los globos oculares cuando no me contemplaban. Traté de no prestarles atención, pero no había remedio.

Por ello, me sentí casi aliviada cuando la puerta de la cabaña chirrió sobre sus desvencijados goznes y Vannabe irrumpió en la habitación. Todos los ojos se volvieron hacia ella. Dejó caer el saco mojado en el suelo y corrió a encender el farolito; yo me acurruqué y fingí dormir, pero el corazón me dio un vuelco cuando la bruja se acercó a mi jaula.

«Este es el fin», pensé.

Si alguien me hubiera dicho que acabaría siendo uno de los ingredientes de un maleficio lo habría tomado por chiflado. ¡Pero ahora...! La bruja se detuvo delante de la jaula y contuve la respiración. Me preparaba para perder algunas de las partes más queridas de mi cuerpo cuando advertí que Vannabe repasaba la pila de libros en vez de mirarme a mí.

—Debe de estar en uno de éstos —murmuró—. La vieja tomaba muchos apuntes; seguro que escribió algo acerca de esas plantas.

Retiró el cráneo de dragón que había encima de los libros, eligió algunos y se los llevó a la mesa. Al cabo de unos minutos, regresó y volvió a repasar los títulos.

Yo fingía dormir cada vez que se aproximaba a la jaula y sólo abría los ojos cuando estaba segura de que miraba en otra dirección y, aun entonces, atisbaba con los párpados entornados. Y fue una suerte hacerlo así porque, al aproximarse una vez más, se detuvo ante mi jaula y percibí que me vigilaba, a pesar de tener los ojos cerrados.

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