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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

La paciencia de la araña (17 page)

¡Y un cuerno, aspiraciones políticas! Montelusa, Vigàta y alrededores ya no serían lugares adecuados para él.

Esa vez, el «clac» de las tres horas, veintisiete minutos y cuarenta segundos lo despertó. Se sentía con la cabeza despejada y en perfecto funcionamiento, circunstancia que aprovechó para repasar todos los aspectos del secuestro desde la primera llamada de Catarella. A las cinco y media terminó sus cavilaciones a causa de un repentino acceso de somnolencia. Estaba a punto de sumergirse de nuevo en el sueño cuando sonó el teléfono. Por suerte Livia no lo oyó. El reloj marcaba las cinco y cuarenta y siete. Era Fazio, muy emocionado.

—Susanna ha sido liberada.

—¿Ah, sí? ¿Cómo está?

—Bien.

—Nos vemos —concluyó Montalbano.

Y se acostó de nuevo.

Le contó la noticia a Livia en cuanto la vio removerse en la cama, dando las primeras señales de despertar.

—¿Cuándo te has enterado? —preguntó ella, levantándose de un salto como si hubiera descubierto una araña entre las sábanas.

—Me ha llamado Fazio. Un poco antes de las seis.

—¿Por qué no me lo has dicho enseguida?

—¿Y despertarte?

—Sí. Sabes lo inquieta que estoy con esta historia. ¡Me has dejado dormir a propósito!

—Bueno, si eso es lo que crees, reconozco mi culpa y no se hable más. Ahora tranquilízate.

Pero Livia tenía ganas de armar jaleo. Lo miró con desdén.

—Además, no entiendo cómo puedes quedarte en la cama y no ir a reunirte enseguida con Minutolo para saber, para informarte...

—¿De qué? Si quieres información, pon la televisión.

—¡A veces tu indiferencia me ataca los nervios!

Y corrió a encender el televisor. Montalbano, en cambio, se encerró en el cuarto de baño y se lo tomó con calma. Con la obvia intención de incordiarlo, Livia puso el volumen muy alto, y mientras el comisario bebía café en la cocina le llegaban voces alteradas, sirenas, frenazos, a tal punto que estuvo a punto de no oír el timbre del teléfono. Cuando fue al comedor, todo vibraba a causa del fragor infernal procedente del aparato.

—Livia, por favor, ¿quieres bajar el volumen?

Ella obedeció a regañadientes. El comisario descolgó el auricular.

—¿Montalbano? ¿Qué haces? ¿No vienes? —Era Minutolo.

—¿Para qué?

 Minutolo pareció desconcertarse.

—Bueno... no sé... pensaba que te gustaría...

—Además, supongo que estaréis asediados.

—En eso tienes razón. Delante de la verja hay decenas de periodistas, fotógrafos, cámaras... He tenido que pedir refuerzos. Dentro de poco llegarán el juez y el jefe superior. Un follón.

—¿Cómo está la chica?

—Cansada pero bien. Su tío la ha examinado y la ha encontrado en buenas condiciones físicas.

—¿Cómo la han tratado?

—Dice que jamás han hecho un gesto violento contra ella. Al contrario.

—¿Cuántos eran?

—Ella siempre vio a dos personas encapuchadas. Campesinos, con toda seguridad.

—¿Cómo la han liberado?

—Dice que la despertaron en plena noche, la obligaron a ponerse una capucha, le ataron las manos a la espalda, la sacaron de su encierro y la metieron en el maletero de un automóvil. Según ella, viajaron durante más de dos horas. Después el coche se detuvo, la hicieron bajar y caminaron durante media hora. Luego le aflojaron la cuerda de las muñecas, la sentaron en el suelo y se marcharon.

—Y en todo ese tiempo ¿no le dirigieron la palabra?

—Ni una sola vez. Susanna tardó un poco en librarse de las ataduras de las manos y luego se quitó la capucha. Como aún era noche cerrada, no veía nada, pero no se desanimó y consiguió orientarse y dirigirse hacia Vigàta. Finalmente comprendió que se encontraba en las inmediaciones de La Cucca, ¿recuerdas aquel pueblo...?

—Sí, continúa.

—Recorrió los algo más de tres kilómetros que hay hasta el chalet, llamó al timbre y Fazio salió a abrir.

—O sea que todo se desarrolló según el guión.

—¿Qué quieres decir?

—Que siguen mostrándonos el escenario que estamos acostumbrados a ver: un espectáculo falso; el verdadero lo han interpretado para un solo espectador, el ingeniero Peruzzo, y lo han invitado a participar. Después ha habido un tercer espectáculo destinado a la opinión pública. ¿Sabes cómo ha representado su papel Peruzzo?

—Montalbà, sinceramente no entiendo qué quieres decir.

—¿Habéis logrado contactar con el ingeniero?

—Todavía no.

—¿Y ahora qué haréis?

—El juez oirá el relato de Susanna y por la tarde se celebrará una rueda de prensa. ¿No vendrás?

—Ni loco.

Acababa de llegar a la puerta de su despacho cuando sonó el teléfono.


Dottori
? Hay al
tilífuno
uno que dice que es la luna. Y yo, creyendo que era una broma, le he contestado que yo era el sol. Se ha cabreado. Un chiflado, me parece.

—Pásamelo.

¿Qué querría de él el fiel enfermero de sus clientes?

—¿
Dottor
Montalbano? Buenos días. Soy el abogado Luna.

—Buenos días, abogado, dígame.

—Ante todo, lo felicito por el telefonista.

—Verá, abogado...

—«No les prestes atención, mira y pasa», como dice nuestro excelso Dante. Dejémoslo. Lo llamo sólo para recordarle su inútil y ofensivo sarcasmo de anoche tanto contra mí como contra mi cliente. Porque resulta que tengo la desgracia, o la suerte, de poseer una memoria de elefante.

«¿Pero no es usted un elefante?», habría querido contestarle, pero se contuvo.

—Explíquese mejor, se lo ruego.

—Anoche, cuando vino a mi casa con su compañero, usted estaba convencido de que mi cliente no pagaría, y en cambio, como ha visto...

—Abogado, sin duda usted me interpretó mal. Yo estaba convencido de que su cliente, por las buenas o por las malas, pagaría. ¿Ha conseguido ponerse en contacto con él?

—Me telefoneó anoche tras haber cumplido con su deber.

—¿Podemos hablar con él?

—Todavía no se siente con ánimos. Ha pasado por una experiencia terrible.

—Sí, una experiencia terrible de seis mil millones en billetes de quinientos euros.

—Metidos en una maleta o en una bolsa, no lo sé.

—¿Sabe dónde le dijeron que depositara el dinero?

—Pues mire, lo llamaron anoche sobre las nueve, le describieron con todo detalle el camino que tenía que seguir para llegar a un pequeño paso elevado, el único que hay a lo largo de la carretera de Brancato. Una zona muy poco transitada. Bajo el paso elevado le dijeron que encontraría un pequeño pozo cubierto por una laja muy fácil de levantar. Sólo debía introducir en su interior el maletín o la bolsa, volver a tapar el pozo y largarse. Poco antes de medianoche mi cliente llegó al lugar, cumplió al pie de la letra lo que le habían mandado y se apresuró a retirarse.

—Le doy las gracias, abogado.

—Disculpe, comisario. Tengo que pedirle un favor.

—¿Cuál?

—Que colabore diciendo lo que sabe, ni una palabra más ni una menos, con el fin de restaurar la imagen de mi cliente, tan gravemente dañada.

—¿Puedo preguntarle quiénes son los demás restauradores?

—Yo, el
dottor
Minutolo, usted, todos los amigos del partido y los que no lo son; en resumen, todos los que han tenido la oportunidad de conocer...

—Si se presenta la ocasión, lo haré.

—Se lo agradezco.

El teléfono volvió a sonar.


Dottori
, es el
siñor
y
dottori
Latte con ese al final.

El
dottor
Lattes, jefe de gabinete del jefe superior de policía, llamado «Latte e miele», es decir «leche y miel», hombre religioso y empalagoso, suscriptor del «Osservatore Romano».

—¡Queridísimo amigo! ¿Cómo está?

—No puedo quejarme.

—¡Gracias a la Virgen! ¿Y la familia?

¡Qué pesadez! Lattes estaba convencido de que el comisario tenía una familia y no había manera de sacarlo de ahí. Si se enteraba de que Montalbano era soltero, a lo mejor le daba un ataque.

—Muy bien, gracias a la Virgen.

—Pues mire, en nombre del señor jefe superior, lo invito a la rueda de prensa que tendrá lugar en la Jefatura hoy a las diecisiete treinta a propósito de la feliz conclusión del secuestro Mistretta. El señor jefe superior quiere puntualizar, sin embargo, que usted deberá limitarse a estar presente. No se le concederá el uso de la palabra.

—Gracias a la Virgen —murmuró entre dientes.

—¿Qué ha dicho? No lo he entendido.

—He dicho que tengo una duda. Como usted sabe, estoy convaleciente y me han llamado al servicio sólo para...

—Lo sé, lo sé. ¿Y bien?

—Pues que quizá podrían disculpar mi ausencia en la rueda de prensa. Estoy un poco fatigado.

—¡Cómo no, cómo no! ¡Cuídese mucho, mi queridísimo amigo! Pero considérese todavía en servicio hasta nuevo aviso.

Seguro que existía un «Manual del perfecto investigador», como existía el «Manual de los jóvenes castores», y seguro que lo habían publicado los americanos, que son capaces de escribir manuales sobre la mejor manera de introducir los botones en los ojales. Aunque Montalbano no lo había leído, no le cabía duda de que en algún capítulo el autor advertía de que cuanto antes se llevara a cabo el reconocimiento del escenario de un delito, tanto mejor. Es decir, antes de que los elementos naturales, la lluvia, el viento, el sol, el hombre, los animales, lo alteraran hasta convertir en indescifrables las señales, a veces ya de por sí apenas perceptibles.

A través del abogado Luna, Montalbano conocía el lugar donde el ingeniero había dejado el dinero del rescate. Pensó que su deber era comunicar esa información a Minutolo de inmediato. Seguro que los secuestradores habían permanecido un buen rato escondidos en las proximidades de aquel paso elevado, primero para cerciorarse de que no estuviera apostada la policía en las inmediaciones y después para comprobar que todo estuviera tranquilo antes de salir de su escondrijo e ir a recoger el dinero. Y seguro que habrían dejado alguna huella de su presencia. Por eso tenía que ir enseguida a inspeccionar, antes de que se alterara el escenario de los hechos (véase el susodicho manual). «Un momento», se dijo mientras su mano descolgaba el auricular. ¿Y si Minutolo no podía acudir al instante al lugar? ¿No sería mejor ir a echar un vistazo personalmente? Un simple reconocimiento superficial. En caso de que descubriera algo importante, advertiría a Minutolo para que se efectuara una investigación más pormenorizada.

Y así trató de tranquilizar su conciencia, que llevaba un buen rato murmurando por lo bajo.

Pero su conciencia, la muy testaruda, no sólo se negó a calmarse, sino que expresó lo que pensaba con toda claridad: «Es inútil que busques excusas, Montalbà. Tú lo que quieres es fastidiar a Minutolo ahora que la chica ya no corre peligro.»

—¡Catarella!

—¡A sus órdenes,
dottori
!

—¿Conoces el camino más corto para Brancato?

—¿Qué Brancato,
dottori
? ¿Brancato de Arriba o Brancato de Abajo?

—¿Tan grande es?

—No,
siñor dottori
. Quinientos habitantes hasta ayer. El caso es que como Brancato de Arriba está resbalando hacia abajo por la montaña...

—¿Qué quieres decir? ¿Algún corrimiento de tierras?

—Sí,
siñor
, y como está pasando lo que dice usía, han construido un pueblo nuevo al pie de la montaña. Pero cincuenta viejos no han querido dejar las casas y ahora mismo los habitantes viven todos repartidos, cuatrocientos cuarenta y nueve abajo y cincuenta arriba.

—Un momento, falta uno.

—¿No le he dicho que quinientos hasta ayer? Ayer murió uno,
dottori
. Me lo
cumunicó
mi primo Michele, que vive en Brancato de Abajo.

¡Faltaría más que Catarella no tuviera también algún pariente en aquel remoto pueblo!

—Oye, Catarè, yendo desde Palermo, ¿cuál se encuentra primero, Brancato de Arriba o Brancato de Abajo?

—El de abajo,
dottori
.

—¿Y cómo se llega hasta allí?

La explicación fue muy larga y laboriosa.

—Oye, Catarè, si telefonea el
dottor
Minutolo, dile que me llame al móvil.

* * *

Tomó la vía rápida de Palermo, que estaba muy transitada. Era una carretera de dos carriles ligeramente más anchos de lo habitual, pero, vete tú a saber por qué, todo el mundo la consideraba una autopista. Y debido a eso, todo el mundo circulaba como si fuera tal. Camiones que adelantaban a coches que iban a ciento cincuenta por hora (debido a que un ministro, el llamado «del ramo», había anunciado que se podía circular a esa velocidad por las autopistas), tractores, vespas y camionetas destrozadas, en medio de un diluvio de ciclomotores. La carretera, tanto a la derecha como a la izquierda, estaba constelada de pequeñas lápidas adornadas con ramilletes de flores, no a modo de embellecimiento sino para señalar el punto donde decenas de pobres desgraciados en coche o ciclomotor habían perdido la vida. Un recordatorio continuo que, sin embargo, a todos les importaba un carajo.

Giró al llegar a la tercera bifurcación a la derecha. La carretera estaba asfaltada, pero no había señalización. Tendría que fiarse de las indicaciones de Catarella. El paisaje llano había cambiado por otro de pequeñas colinas y algún que otro viñedo. Del pueblo, en cambio, ni rastro. Aún no se había cruzado con ningún automóvil. Empezó a preocuparse porque, entre otras cosas, no se veía ni un alma a quien pedir información. De golpe se le pasaron las ganas de continuar. Justo cuando se disponía a dar media vuelta para regresar a Vigàta, vio a lo lejos un pequeño carro que se dirigía hacia él y decidió preguntarle al carretero. Siguió adelante, y al llegar a la altura del caballo, se detuvo, abrió la portezuela y bajó.

—Buenos días —saludó al carretero.

El campesino, que no parecía haberse percatado de la llegada del comisario, miraba hacia delante con las riendas en la mano.

—A usted —contestó el hombre, un sexagenario enjuto y tostado por el sol. Iba vestido de fustán y llevaba la cabeza cubierta por un absurdo Borsalino que debía de remontarse a los años cincuenta.

Pero no hizo ademán de detenerse.

—Quería pedirle información —dijo Montalbano, situándose a su lado.

—¿A mí? —preguntó, entre sorprendido y consternado.

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