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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

La paciencia de la araña (19 page)

Ruidos varios, musiquilla grabada.

—Mi queridísimo amigo. En este instante no puedo hablar con usted. ¿Está en su despacho?

—No, en mi casa. ¿Quiere el número?

—Sí.

Montalbano se lo dio.

—Lo llamo dentro de diez minutos.

El comisario observó que, durante la breve conversación, Luna no lo había llamado en ningún momento por su nombre ni por su cargo. ¡A saber con qué clientes se encontraba reunido! ¿Se habrían asustado al oír la palabra «comisario»?

Transcurrió media hora antes de que el teléfono volviera a sonar.

—¿
Dottor
Montalbano? Disculpe el retraso, pero estaba con unas personas y he pensado que sería mejor llamarlo desde un teléfono seguro.

—¿Está insinuando que los de su despacho están pinchados?

—No estoy muy seguro, con los tiempos que corren... ¿Qué quería decirme?

—Nada que usted no sepa ya.

—¿Se refiere al hallazgo de la bolsa con los recortes de periódico?

—En efecto. Como usted comprenderá, eso dificulta enormemente la tarea de restauración de la imagen del ingeniero que usted me había pedido.

Silencio, como si la línea se hubiera cortado.

—¿Oiga? —dijo Montalbano.

—Estoy aquí. Comisario, contésteme con toda sinceridad: ¿cree usted que si yo hubiera sabido que en el interior de aquel pozo había una bolsa con recortes de periódico, se lo habría dicho a usted y al
dottor
Minutolo?

—No.

—Mire, nada más conocer la noticia, mi cliente me ha llamado. Estaba llorando. Es consciente de que ese descubrimiento significa atarle un bloque de cemento en los pies y arrojarlo al agua. Comisario, esa bolsa no es suya. Él había metido el dinero en una maleta.

—¿Puede demostrarlo?

—No.

—¿Y cómo explica él que en el lugar se haya encontrado una bolsa?

—No se lo explica.

—¿Él había depositado el dinero en una maleta?

—Así es. Sesenta y dos fajos de cien billetes de quinientos, lo que suma tres millones cien mil euros, equivalentes a algo más de seis mil millones de las antiguas liras.

—¿Y usted lo cree?

—Comisario, yo tengo que creer a mi cliente. Pero el problema no es que yo lo crea o no, sino que lo crea la gente.

—Hay una manera de probar si su cliente dice la verdad.

—¿Sí? ¿Cuál?

—Muy fácil. Como usted mismo ha dicho, el ingeniero habrá tenido que reunir en muy poco tiempo el dinero para el rescate. Por consiguiente, deben existir documentos bancarios con sus correspondientes fechas que atestigüen su retirada. Bastará con que los dé a conocer públicamente para demostrar a todo el mundo su buena fe.

Profundo silencio.

—¿Me ha oído, abogado?

—Sí. Es la misma solución que yo le he sugerido.

—¿Entonces?

—Hay un problema.

—¿Cuál?

—Que el ingeniero no recurrió a los bancos.

—Ah, ¿no? Pues ¿a quién?

—Mi cliente se ha comprometido a no facilitar el nombre de quienes generosamente se prestaron a socorrerlo en un momento tan delicado. Resumiendo, no existen documentos escritos.

¿De qué sucia y repugnante cloaca provendría la mano que le había dado el dinero a Peruzzo?

—En ese caso me da la impresión de que la situación es desesperada.

—A mí también, comisario. Hasta el punto de que estoy preguntándome si mi asesoramiento sigue siendo útil al ingeniero.

O sea que hasta las ratas se preparaban para abandonar el barco.

* * *

La rueda de prensa empezó a las cinco y media en punto. Detrás de una mesa estaban sentados Minutolo, el juez, el jefe superior de policía y Lattes. La sala de la jefatura se encontraba abarrotada de periodistas, fotógrafos y cámaras de televisión. Nicolò Zito y Pippo Ragonese también estaban presentes, a la debida distancia el uno del otro. El primero en tomar la palabra fue el jefe superior de policía Bonetti-Alderighi, el cual consideró oportuno empezar por el principio, es decir, desde el momento en que se produjo el secuestro. Aclaró que aquella primera parte del relato se basaba en las declaraciones de la chica. Susanna Mistretta regresaba a casa en su ciclomotor por el camino habitual, cuando, en el cruce con el sendero de San Gerlando, a pocos metros de su casa, un vehículo se situó a su lado y la obligó a meterse en el sendero. Apenas había tenido tiempo de detenerse, todavía alterada y confundida por lo ocurrido, cuando bajaron del automóvil dos hombres con el rostro cubierto por pasamontañas. Uno de ellos la levantó en vilo y la arrojó al interior del coche.

Susanna estaba demasiado aturdida para reaccionar. El hombre le quitó el casco, le tapó la boca con una bola de algodón, la amordazó, le ató las manos a la espalda y la obligó a tumbarse a sus pies.

De una manera confusa, la chica oyó, antes de perder el sentido, que el hombre subía al coche, se sentaba al volante y se ponía en marcha. Era evidente que el segundo, aunque ésta era una hipótesis de los investigadores, se había encargado de retirar el ciclomotor de la carretera.

Susanna despertó en medio de una oscuridad absoluta. Seguía con la mordaza, pero le habían desatado las muñecas. Moviéndose en la oscuridad se dio cuenta de que se encontraba en el interior de una especie de estanque de cemento de más de tres metros de profundidad y de que en el suelo había un viejo colchón. Así pasó la noche, desesperada, no tanto por su situación personal cuanto por el recuerdo de su madre moribunda. Después se quedó dormida, hasta que alguien encendió una luz. Una lámpara de las que usan los mecánicos para iluminar los motores. Dos hombres encapuchados la observaban. Uno de ellos sacó una grabadora de bolsillo y el otro bajó utilizando una escala de mano. El de la grabadora dijo algo, el otro le quitó la mordaza a Susanna, que pidió socorro a gritos, y volvieron a amordazarla. Al poco rato regresaron. Uno bajó por la escalerilla, le quitó la mordaza y subió de nuevo. El otro le hizo una instantánea. No la amordazaron más. Para darle la comida, siempre enlatada, empleaban la escalera de mano, que echaban cada vez. En un rincón de la piscina había un balde. A partir de entonces le dejaron la luz constantemente encendida.

Susanna no sufrió malos tratos en ningún momento, pero no tuvo la menor posibilidad de cuidar de su higiene personal. Y nunca oyó hablar entre sí a sus secuestradores, quienes jamás respondieron a sus preguntas ni le dirigieron la palabra. Ni siquiera cuando la sacaron de la piscina para ponerla en libertad. Susanna supo indicar a los investigadores el lugar donde la habían liberado. En efecto, allí encontraron la cuerda y el pañuelo con que la habían amordazado. En resumen, el jefe superior de policía dijo que la joven estaba bastante bien, teniendo en cuenta la terrible experiencia sufrida.

A continuación, Lattes señaló a un periodista, que se levantó y preguntó por qué no se podía entrevistar a la chica.

—Porque las investigaciones aún no han terminado —contestó el juez.

—Pero ¿el rescate se ha pagado o no? —preguntó Nicolò Zito.

—Eso forma parte del secreto del sumario —contestó una vez más el juez.

En ese momento se levantó Pippo Ragonese. Su boca de culo de gallina estaba apretadísima, hasta el punto de que las palabras le salían casi roídas:

—A est respect teng qu hacer no un prgunt sino una declarac...

—Más claro, más claro —dijo el coro griego de periodistas.

—Tengo que hacer una declaración, no una pregunta. Poco antes de venir aquí hemos recibido una llamada en nuestra redacción. He hablado yo en persona y he reconocido la voz del secuestrador que ya me había llamado. Ha declarado textualmente que el rescate no ha sido pagado, que quien tenía que pagar los ha engañado, pero que aun así han decidido soltar a la chica porque no se han sentido con ánimos para cargar con un cadáver en su conciencia.

Estalló un guirigay. Gente que se levantaba gesticulando, gente que salía corriendo, el juez que despotricaba contra Ragonese. El barullo era tal que no se entendía ni una sola palabra. Montalbano apagó el televisor y fue a sentarse a la galería.

* * *

Livia regresó una hora después y lo encontró contemplando el mar. No parecía en absoluto enfadada.

—¿Adónde has ido?

—A despedirme de Beba y después me he pasado por Kolymbetra. Prométeme que cualquier día de éstos irás. ¿Y tú? Ni siquiera me has llamado para decirme que no venías a comer.

—Perdóname, Livia, pero es que...

—No te disculpes, no me apetece discutir contigo. Son las últimas horas que pasamos juntos y no tengo intención de estropearlas.

Dio unas cuantas vueltas por la casa y después hizo algo que hacía muy pocas veces. Se sentó sobre las rodillas del comisario y lo estrechó entre sus brazos. Permaneció un buen rato así, en silencio, y después le susurró al oído:

—¿Vamos dentro?

Antes de ir al dormitorio, Montalbano desconectó el teléfono, por si acaso.

Tumbados y abrazados en la cama se les pasó la hora de la cena. Y también la de la tertulia de después.

—Me alegro de que el secuestro de Susanna se haya resuelto antes de mi partida —dijo Livia.

—Ya.

Durante unas horas se había olvidado de todo, y le agradeció instintivamente a Livia que se lo hubiera recordado. ¿Por qué? No supo explicárselo.

Comieron sin apenas decir nada. A ambos les dolía la separación.

Livia se levantó y fue a terminar de preparar la maleta. Montalbano la oyó preguntar desde el pasillo:

—Salvo, ¿has cogido tú el libro que estaba leyendo?

—No.

Era una novela de Simenon, «La prometida del señor Hire».

Livia fue a sentarse a su lado en la galería.

—No lo encuentro. Me gustaría llevármelo para terminarlo.

Al comisario se le ocurrió dónde podía estar. Se levantó.

—¿Adónde vas?

—Vuelvo enseguida.

El libro estaba donde él pensaba: en el dormitorio, entre la mesita de noche y la pata de la cama. Se agachó, lo recogió, lo depositó sobre la maleta ya cerrada y regresó a la galería.

—Ya lo he encontrado —dijo. E hizo ademán de volver a sentarse.

—¿Dónde? —preguntó Livia.

Él se quedó paralizado, como fulminado por un rayo, con un pie ligeramente levantado y el cuerpo inclinado hacia delante. Como en un repentino ataque de cervicales. Estaba tan inmóvil que ella se asustó.

—Salvo, ¿qué te ocurre?

No podía hacer el menor movimiento, las piernas se le habían vuelto de plomo; sin embargo, el cerebro estaba en plena actividad, todos sus engranajes giraban con soltura, alegrándose de poder moverse finalmente en la dirección apropiada.

—Salvo, Dios mío, ¿te encuentras mal?

—No.

Poco a poco notó que la sangre ya no estaba solidificada y volvía a circular. Consiguió sentarse. Pero su rostro debía de tener una expresión de asombro infinito y no quería que Livia lo viera.

Apoyó la cabeza en el hombro de ella y le dijo:

—Gracias.

Y entonces comprendió por qué antes, mientras estaban tumbados, había experimentado aquel sentimiento de gratitud que a primera vista le había parecido inexplicable.

Quince

El resorte de las tres horas, veintisiete minutos y cuarenta segundos no pudo despertar aquella noche a Montalbano porque ya estaba despierto. No había conciliado el sueño. Habría querido dejarse transportar por los pensamientos, que se sucedían como las olas de un mar embravecido, pero no podía agitar los brazos y las piernas; procuraba no moverse para no molestar a Livia, que se había ido muy pronto al país de los sueños.

El despertador sonó a las seis, y a las siete y cuarto ya estaban de camino hacia el aeropuerto de Punta Raisi. Conducía Livia. Durante el trayecto apenas hablaron; él, con la mente sumida en lo que deseaba hacer de inmediato para comprobar si lo que se le había ocurrido era una absurda fantasía o una absurda verdad, y ella, pensando en el trabajo atrasado, en lo que la esperaba en Génova después de haber permanecido más tiempo del previsto al lado de Salvo.

Antes de que Livia pasara a la sala de embarque, ambos se abrazaron en medio de la gente como dos jóvenes enamorados. Mientras la estrechaba entre sus brazos, Montalbano experimentó dos sentimientos contradictorios, dos sentimientos que no era natural que estuviesen juntos, pero que lo estaban. Por un lado, una profunda tristeza por el hecho de que ella se fuera; seguramente la casa de Marinella notaría en todo momento su ausencia, y él, que estaba a punto de convertirse en un señor de cierta edad, empezaba a sentir el peso de la soledad; y por otro lado, una especie de prisa porque Livia se marchase enseguida para poder regresar corriendo a Vigàta y hacer lo que debía con entera libertad, sin verse obligado a cumplir horarios ni a contestar a sus preguntas.

Livia se apartó por fin, lo miró y se encaminó hacia el puesto de control. Montalbano se quedó inmóvil, no para seguirla con la mirada hasta el último momento, sino a causa de un repentino estupor que le impidió dirigirse a la salida. Porque le había parecido percibir en el fondo de los ojos de Livia, justo en el fondo, un brillo, un resplandor que no tendría por qué estar allí. Había durado sólo un instante, agazapado detrás del opaco velo de la emoción. Pero él había tenido tiempo de percibir aquel relámpago apagado, pero relámpago al fin. ¿Acaso Livia, mientras permanecían abrazados, había vivido las mismas emociones contradictorias que él? ¿Acaso ella también sentía la amargura de la separación, pero al mismo tiempo estaba deseando con toda el alma recuperar su libertad?

Primero se enfureció, pero después le entraron ganas de reír. ¿Qué decía aquella sentencia latina?
Nec tecum nec sine te
. Ni contigo ni sin ti. Perfecta.

* * *

—¿Montalbano? Soy Minutolo.

—Hola. ¿Habéis logrado sonsacarle a la chica alguna información provechosa?

—Ahí está el problema, Montalbà. Debido en parte al trastorno que sufre por el secuestro, lo que es lógico, y en parte a que desde su regreso no ha podido dormir, no ha dicho gran cosa.

—¿Y por qué no ha podido dormir?

—Porque el estado de su madre se ha agravado y no ha querido apartarse ni un instante de su cabecera. Por eso, cuando esta mañana me han llamado para decirme que la señora Mistretta había muerto por la noche...

—... has corrido con mucho tacto y sentido de la oportunidad a interrogar a Susanna.

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