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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

La mujer que arañaba las paredes (31 page)

Hasta entonces había intentado solamente centrarse en hacer frente a los peligros que parecían más inmediatos. O sea, que desenroscó la base de la pequeña linterna, sacó las pilas y comprobó satisfecha que el metal del tubo de la linterna era duro, recio y afilado.

No había más que un par de centímetros desde el borde de la compuerta hasta el suelo, de modo que si cavaba un agujero muy preciso en torno al perno que estaba soldado para detener la compuerta cuando se abría por completo, podría colocar la linterna en el agujero y así evitar que la puerta se abriera.

Estrechó en sus manos la pequeña linterna. Poseía un instrumento que le infundía la sensación de tener cierto control sobre su vida, y aquello le hacía sentirse fenomenal. Igual que la primera vez que tomó un anticonceptivo. Igual que la vez que se enfrentó a la familia adoptiva y se escapó con Uffe a rastras.

Trabajar con el hormigón fue mucho más difícil de lo que había imaginado. Los primeros dos días con comida y bebida pasaron rápido, pero cuando el cubo con comida fresca se vació, la fuerza de sus dedos desapareció con gran rapidez. No tenía mucha fuerza para resistirse, pero la comida que le habían pasado en el cubo los últimos días era absolutamente incomible. Se estaban vengando de ella. El olor bastaba para mantenerla apartada de los cubos. Apestaba como animales muertos en putrefacción. Cada noche pasaba cinco o seis horas royendo con la linterna el suelo bajo la compuerta, y eso la agotaba. Al mismo tiempo, de nada valía que hiciera una chapuza, ése era el problema. El agujero no debía ser tan grande que la linterna no quedara ajustada, y como la linterna era de por sí la herramienta para cavar, tenía que retorcerla en la base para que el diámetro del agujero fuera el adecuado, y después ir raspando con cuidado el hormigón en capas delgadísimas.

Al quinto día había cavado menos de dos centímetros, y el estómago le ardía a la altura del diafragma.

La bruja del otro lado repetía su exigencia todos los días a la misma hora exactamente. Si Merete no limpiaba los cristales, la mujer no iba a encender las luces y tampoco iba a enviarle comida decente. El hombre intentó mediar, pero fue en vano. Y ahora volvían a estar allí con su exigencia. La oscuridad no le importaba, pero sus intestinos se quejaban. Si no comía iba a enfermar, y no quería estar enferma.

Miró hacia la membrana rojiza que lucía débilmente en el cuadrado de lo alto del cristal.

—¡No tengo nada para poder limpiar los cristales, si es que es tan importante para vosotros! —gritó por fin.

—¡Pues usa las mangas y tu orina, entonces encenderemos la luz y enviaremos comida! —le respondió la mujer a gritos.

—Entonces tenéis que darme una chaqueta nueva.

Al oírlo la mujer empezó a proferir aquella odiosa risa penetrante que llegaba hasta la médula. No respondió, simplemente rió hasta que se le vaciaron los pulmones, y después volvió a reinar el silencio.

—No lo haré —dijo Merete. Pero lo hizo.

No le llevó mucho tiempo, pero la sensación fue de profunda derrota.

Pese a que se asomaban de vez en cuando, no podían ver lo que hacía. Estaba sentada cerca de la puerta, en un ángulo ciego, exactamente igual que cuando estaba en el suelo entre los cristales de espejo. Si aparecieran de repente por la noche, oirían enseguida el raspado, pero no aparecían. Era la ventaja del control sistemático que ejercían sobre ella. Merete sabía que la noche era suya.

Cuando llegó a los cuatro centímetros de profundidad, su situación, por lo demás tan previsible, cambió de manera radical. Estaba sentada bajo la luz parpadeante esperando la comida y calculando que pronto sería el cumpleaños de Uffe. Al menos habían llegado ya a mayo. Era su quinto mayo desde que la encerraron allí. Mayo de 2006. Estaba junto al cubo-retrete limpiándose los dientes, pensaba en Uffe y se imaginaba cómo brillaría el sol en el cielo azul. «Cumpleaños feliz», cantó con voz ronca, y vio ante sí la cara alegre de su hermano. Estuviera donde estuviese, estaría bien, lo sabía. Por supuesto que estaba bien. Se lo había repetido muchísimas veces.

—Sí, Lasse, es ese interruptor —se oyó de pronto la voz de la mujer—. Se ha quedado atascado, o sea que ha oído todo lo que hemos hablado.

La imagen celestial desapareció inmediatamente, y su corazón empezó a martillear. Era la primera vez que oía a la mujer dirigirse al hombre al que llamaban Lasse.

—¿Cuánto tiempo? —respondió una voz suave que la hizo contener la respiración.

—Desde que te fuiste la última vez. Cuatro o cinco meses.

—¿Os habéis ido de la lengua?

—Por supuesto que no.

Se produjo un momento de silencio.

—A estas alturas ya da igual. Que oiga lo que decimos. Al menos hasta que yo decida otra cosa.

Merete sintió la frase como un hachazo. «A estas alturas ya da igual». ¿Qué era lo que daba igual? ¿A qué se refería? ¿Qué iba a pasar?

—Ha sido una auténtica bruja mientras has estado fuera. Intentó matarse de hambre y una vez bloqueó la compuerta. La última ha sido manchar con su propia sangre los cristales para que no la viéramos.

—El hermanito dice que también ha tenido dolor de muelas. Me habría gustado verlo —intervino Lasse.

La mujer soltó una risa seca. Sabían que estaba escuchándolo todo. ¿Por qué se comportaban así? ¿Qué les había hecho ella?

—¿Qué os he hecho yo, monstruos? —gritó con todas sus fuerzas mientras se levantaba—. ¡Apagad esta luz, que os vea! ¡Apagad para que os pueda mirar a los ojos mientras habláis!

Volvió a oír la risa de la mujer.

—¡Tú sueñas, chávala! —le respondió.

—¿Quieres que apaguemos la luz? —Lasse soltó una risa breve—. Sí, ¿por qué no? Ahora empieza lo bueno. De ese modo nos esperan un montón de días interesantes hasta el final.

Eran palabras espantosas. La mujer trató de protestar, pero el hombre la detuvo con unas duras palabras. Y de repente las luces parpadeantes del techo se apagaron.

Merete se quedó un rato con el pulso palpitante, tratando de acostumbrarse a la débil luz que se propagaba del otro lado de los cristales. Al principio percibía a los monstruos que estaban detrás como sombras, pero lentamente fueron haciéndose más nítidos. La mujer casi en el borde inferior de un ojo de buey y el hombre mucho más arriba. Pensó que sería Lasse. El hombre fue acercándose poco a poco. Su figura borrosa empezó a manifestarse. Hombros anchos, bien proporcionado. No como el otro hombre delgado y larguirucho.

Le daban ganas de maldecirlos e implorar su clemencia a la vez. Todo lo que hiciera falta para que le dijeran por qué le estaban haciendo esto. El que tomaba las decisiones había llegado. Era la primera vez que lo veía, y eso la excitaba de un modo inquietante. Se daba cuenta de que sólo él podía decidir si ella iba a saber más, y ahora quería reclamar su derecho. Pero cuando él avanzó un paso más y ella lo vio, las palabras se le atascaron, implacables.

Miró conmocionada su boca. Vio que sonreía con ironía. Vio sus dientes blancos descubrirse lentamente. Vio que todo se fundía en una totalidad que atravesaba su cuerpo con descargas eléctricas.

Ahora ya sabía quién era Lasse.

31

2007

En el jardín de Egely Carl se disculpó ante la enfermera por el incidente con Uffe, metió las fotos y las figuras de Playmobil en la bolsa de plástico y se alejó a grandes zancadas hacia el aparcamiento, mientras Uffe seguía chillando al fondo. Hasta que arrancó el coche no reparó en el grupo de cuidadores que bajaban corriendo la colina, ofreciendo una escena bastante caótica. Se había acabado lo de investigar en Egely. Pero no importaba.

La reacción de Uffe había sido violenta. Ahora Carl ya sabía que, en cierto sentido, éste estaba en el mismo mundo que ellos. Uffe miró los ojos de Átomos en la foto, y aquello lo afectó, de eso no había duda. Fue un avance extraordinario.

Carl detuvo el vehículo en un camino vecinal y tecleó el nombre de Godhavn desde la conexión de Internet del coche patrulla. El número apareció al instante.

La presentación fue corta. Por lo visto, la gente de allí estaba acostumbrada a que la policía se dirigiera a ellos, así que no hubo necesidad de rodeos.

—Tranquilos —dijo—. No es porque ninguno de vuestros residentes haya hecho nada malo. Se trata de un chico que vivió ahí a principios de los ochenta. No sé su nombre, pero lo llamaban Átomos. ¿Ese nombre te suena?

—¿A principios de los ochenta? —respondió la recepcionista de guardia—. Yo no llevo aquí tanto tiempo. Pero tenemos carpetas de informes de todos los que han pasado por aquí. ¿Seguro que no lo conoce por algún otro nombre?

—No, lo siento —repuso Carl, mirando hacia los prados cubiertos de apestoso abono líquido—. ¿No hay nadie ahí que lleve tanto tiempo trabajando?

—Uf… entre los trabajadores habituales no, estoy casi segura de que no. Pero, e… ah, sí, tenemos un compañero jubilado, John, que viene un par de veces por semana. No puede vivir sin los chicos, y ellos no pueden vivir sin él. Seguro que trabajaba aquí por aquella época.

—Y no estará hoy por un casual, ¿verdad?

—¿John? No, está de vacaciones. Gran Canaria por 1295 coronas, ¿quién puede resistirse?, como suele decir él. Pero vuelve el lunes, ya me encargaré de engatusarlo para que venga. Suele venir para pasarlo bien con los chicos. A ellos les gusta. Intente llamar el lunes y ya hablaremos.

—¿No podrías darme el número de teléfono de su casa?

—No, lo siento. Nuestra política es no dar información sobre los números de teléfono privados de nuestros colaboradores. Nunca se sabe quién puede llamar.

—Me llamo Carl Mørck, creo que ya te lo he dicho. Soy policía, ¿recuerdas?

La mujer rió.

—Si es tan listo, seguro que puede encontrar su número de teléfono, pero le sugiero que espere hasta el lunes y nos llame. ¿De acuerdo?

Carl se echó hacia atrás en el asiento y miró el reloj. Era cerca de la una. Así que aún tenía tiempo para ir al despacho y examinar el móvil de Merete Lynggaard, si es que la batería funcionaba después de cinco años, cosa más que dudosa. En caso contrario tendrían que conseguir una nueva.

En los prados tras las colinas las gaviotas echaron a volar en grupos estridentes. Un vehículo ronroneaba bajo ellas mientras abría surcos en la tierra polvorienta. Después apareció la parte superior de la cabina. Era un tractor, un enorme Landini de cabina azul que retumbaba pausadamente por el campo sembrado. Esas cosas las sabías cuando habías crecido con las botas-zueco cubiertas de estiércol. Así que también ahí abonaban, pensó; y ya había arrancado y se disponía a partir antes de que el hedor se desplazara hacia allí y se adueñara del sistema de aire acondicionado.

En aquel instante divisó al campesino tras las ventanas de plexiglás. Tocado con un gorro, totalmente concentrado en su trabajo y el deseo de romper todas las marcas con la cosecha de verano. Era rubicundo y llevaba una camisa de leñador a cuadros. Una auténtica camisa de leñador a cuadros, de las que había visto tantas antes.

Mierda, pensó. Se había olvidado de llamar a los compañeros de Soro para decirles cuál era la camisa a cuadros que creía recordar que llevaba puesta el asesino de Amager. Seguramente tendría que volver allí para señalar la camisa por segunda vez.

Marcó el número y habló con la centralita, de donde inmediatamente lo pusieron con el jefe de la investigación, un tal Jørgensen.

—Soy Carl Mørck, de Copenhague. Creo que puedo confirmar que una de las camisas que me enseñasteis era como la que llevaba puesta uno de los asesinos de Amager.

Jørgensen no reaccionó. ¿Por qué no carraspeaba o algo así, para que Carl supiera si se había esfumado al otro lado de la línea?

—Hmmm —carraspeó Carl, pensando que tal vez fuera contagioso; pero el otro no dijo nada. A lo mejor había colgado. Después continuó—: Verás, es que he soñado las últimas noches. He revivido varias de las escenas del tiroteo. También la visión fugaz de la camisa. Ahora lo veo con total claridad.

—Vaya —dijo Jørgensen por fin, después de la correspondiente ración de silencio en el otro lado. Tal vez debiera haberse alegrado, aunque fuera poco.

—¿No quieres saber cuál de las camisas de la mesa era la camisa en la que pienso?

—O sea que, ¿la recuerdas?

—Si puedo recordar la camisa después de recibir un balazo en la cabeza y tener encima 150 kilos de peso muerto paralizado mientras me salpica medio litro de sangre de mis mejores compañeros, entonces también puedo recordar el orden en que estaban las putas camisas hace cuatro días, ¿no crees?

—No me parece muy normal.

Carl contó hasta diez. Era muy posible que no fuera normal en la Calle Mayor de Soro. Sería por eso que había aterrizado en un departamento con veinte veces más asesinatos que Jørgensen, ¿no?

—También soy bueno en el Memorama —fue lo que dijo.

Se produjo una pausa, la información tenía que abrirse paso.

—Vaya, ¡no me digas! Pues venga, dímelo —concluyó. Joder, qué palurdo.

—La camisa era la que estaba más a la izquierda —declaró Carl—. O sea, la que estaba más cerca de la ventana.

—Vale —aprobó Jørgensen—. Es la misma que señaló el testigo sin dudar.

—Bien, me alegro. Pues eso era todo. Te mando un
mail
para que lo tengas por escrito.

El tractor del sembrado se había acercado peligrosamente. Las salpicaduras de pis y mierda salían a borbotones de las mangueras dispuestas en el suelo, era una auténtica gloria.

Subió la ventanilla del copiloto y se dispuso a colgar.

—Un momento, antes de que cuelgues —añadió Jørgensen—. Hemos detenido a un sospechoso. Sí, entre compañeros puedo decir que incluso estamos segurísimos de que hemos cogido a uno de los asesinos. ¿Cuándo crees que podrás venir por aquí a hacer una rueda de reconocimiento? ¿Mañana?

—¿Reconocimiento? No, no puedo.

—¿Cómo que no puedes?

—Mañana es sábado, es mi día libre. Cuando me despierte me levantaré, me haré un café y volveré a la cama. Eso puede repetirse e incluso durar todo el día, nunca se sabe. Además, no vi a ninguno de los asesinos de Amager, cosa que he dicho cantidad de veces, si te tomas la molestia de leer los informes. Y como la cara del asesino no se me ha revelado en un sueño, puedes imaginarte que sigo sin haber visto al tipo desde entonces. Por eso no voy a ir, ¿te parece bienJørgensen?

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