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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

La mujer que arañaba las paredes (14 page)

Tras observar un rato los folios, en la parte inferior del segundo folio escribió:

Familia adoptiva después del accidente / antiguos compañeros de universidad. ¿Tenía tendencia a la depresión? ¿Estaba embarazada? ¿Enamorada?

Cuando cerró la carpeta del expediente llamaron de arriba para darle un recado de Marcus Jacobsen para que acudiera a la sala de conferencias.

Saludó con la cabeza a Assad al pasar junto a su cuartito. Estaba pegado a su teléfono, y parecía profundamente concentrado y serio. No como cuando se plantaba en el hueco de la puerta con sus guantes de goma verdes. Casi parecía otro hombre.

Estaban allí todos los que tenían que ver con el asesinato del ciclista. Marcus Jacobsen le señaló la silla donde tenía que sentarse tras la mesa, y Bak empezó a hablar.

—Nuestra testigo, Annelise Kvist, finalmente ha pedido que se le aplique el programa de protección de testigos. Ahora sabemos que la han amenazado con que van a desollar vivas a sus hijas si no guarda silencio sobre lo que vio. No ha dejado de ocultarnos información, pero ha estado dispuesta a colaborar a su manera. De vez en cuando nos daba pistas para que pudiéramos seguir avanzando en el caso, pero las informaciones decisivas nos las ha ocultado. Después llegaron las graves amenazas, y posteriormente se cerró en banda.

«Resumo: la víctima es degollada en el parque de Valby hacia las diez de la noche. Está oscuro, hace frío y el parque está desierto. No obstante, resulta que Annelise Kvist ve al asesino hablar con la víctima unos minutos antes del asesinato. Por eso creemos que debe de haber sido un crimen pasional. Si el asesinato hubiera estado planeado, la llegada de Annelise Kvist probablemente lo habría frustrado.

—¿Por qué atraviesa Annelise Kvist el parque? ¿No iba en bici? ¿De dónde venía? —preguntó uno de los novatos. No sabía que cuando Bak llevaba el timón las preguntas se dejaban para el final.

Bak replicó con una mirada agria.

—Volvía de la casa de una amiga, y se le pinchó una rueda. Por eso atravesó el parque tirando de la bici. Sabemos que la persona que vio debía de ser el asesino, porque en el lugar del crimen sólo había dos tipos de huellas de zapatos. Hemos trabajado duro para analizar la situación de Annelise Kvist, a fin de encontrar puntos oscuros en su vida. Algo que pudiera explicar su proceder cuando empezamos a interrogarla. Ahora sabemos que en otra época estuvo vinculada a bandas de moteros, pero también sabemos con bastante seguridad que no es en esos ambientes donde debemos encontrar al asesino.

»La víctima era hermano de uno de los moteros más activos de la zona de Valby, Carlo Brandt, y estaba bien considerada, aunque solía pasar algo de droga por su cuenta. También sabemos ahora, por declaraciones de Carlo Brandt, que la víctima conoció a Annelise Kvist, sin duda íntimamente, en algún momento. También investigamos eso. La conclusión, desde luego, es que según todos los indicios conocía tanto al asesino como a la víctima.

»En cuanto al miedo de la testigo, su madre nos ha reconocido que Annelise ha sido anteriormente víctima de agresiones, aunque no tan extremas, golpes, amenazas, cosas así, pero que Annelise estaba muy afectada por ello. La madre cree que su hija se lo ha buscado porque ha andado mucho en ambientes de bares y no se fija en quién se lleva a casa, pero entendemos que las costumbres sexuales y sociales de Annelise Kvist no son muy diferentes de las de la mayoría de las mujeres jóvenes.

»E1 descubrimiento de la oreja en el retrete de Annelise nos dice que el asesino sabe quién es y dónde vive, pero, como sabéis, aún no hemos conseguido sacarle quién es.

»Han llevado a sus hijas a casa de unos familiares al sur de Copenhague, y eso ha ablandado un poco a Annelise. Ya no cabe duda de que estaba bajo el influjo de las drogas en el momento en que suponemos que intentó suicidarse. Los análisis revelan que en su estómago había un sinfín de sustancias euforizantes en forma de pastillas.

Carl había estado con los ojos cerrados la mayor parte del tiempo. El mero hecho de ver a Bak repasar casos de aquel modo tan intrincado y pausado le hacía hervir la sangre, pasaba de mirar. ¿Y por qué había de hacerlo? Aquel asunto no iba con él. Tenía su silla en el sótano, era lo único que no debía olvidar. El jefe de Homicidios lo había hecho subir para darle una palmada en el hombro por haber hecho avanzar el caso. Eso era todo. Ya se guardaría de darles más opiniones.

—No hemos encontrado el frasco de las pastillas, lo que indica que son pastillas que alguien, probablemente el propio asesino, le llevó a granel y la obligó a tragar —añadió Bak.

Vaya, si hasta era capaz de sacar conclusiones.

—De manera que, según todos los indicios, se trata de un intento frustrado de asesinato. La amenaza de matar a sus hijas ha hecho que esté callada —continuó Bak.

En ese momento intervino Marcus Jacobsen. Vio que los novatos estaban deseando hacer preguntas. Más valía irlas respondiendo.

—Annelise Kvist, su madre y sus hijas tendrán la protección que exige el caso —intervino—. Para empezar, la llevaremos con ellas, y ya haremos que hable después. Mientras tanto pondremos sobre aviso a la Brigada de Estupefacientes. Tengo entendido que tenía un montón de THC sintético en la sangre, posiblemente Marinol, que es la marca más conocida de cannabis en pastillas. No se suelen ver a menudo en los círculos de camellos, o sea que vamos a ver dónde pueden conseguirse en la zona. Tengo entendido que también encontraron restos de cristal de anfetamina y metilfenidato. Un cóctel muy atípico.

Carl sacudió la cabeza. Sí, era sin duda un asesino polifacético. Corta el cuello de modo violento a una víctima en un parque y hace tragar pausadamente pastillas a otra. ¿Por qué no podían esperar sus compañeros a que la tía lo soltase sin más? Abrió los ojos y se encontró de frente la mirada del jefe de Homicidios.

—Sacudes la cabeza, Carl. ¿Tienes alguna propuesta mejor? ¿Hay alguna sugerencia que nos impulse en la investigación? —preguntó Marcus, sonriendo. Fue el único de la sala que sonrió.

—Yo sólo sé que si comes THC vomitas si antes te han metido un montón de cosas raras. Es decir, que el tío que la obligó a tragar las pastillas hizo bien su trabajo, ya lo creo. ¿Por qué no esperáis a que la propia Annelise Kvist os cuente lo que vio? Un par de días arriba o abajo no tiene importancia. Tenemos otras cosas de las que ocuparnos —concluyó, mirando a sus compañeros—. Por lo menos, yo.

Las secretarias estaban atareadas, como siempre. Lis estaba tras su ordenador con los auriculares puestos, golpeando las teclas como el batería de un grupo de rock. Estuvo buscando una secretaria nueva, morena, pero ninguna encajaba en la descripción de Assad. Sólo la compañera de Lis, la famosa equivalente del secretariado de «Usa la loba de las SS», llamada entre sus compañeros señora Sorensen, podía pretender razonablemente tener el pelo de ese color. Carl entornó los ojos. Puede que Assad viera en aquel rostro avinagrado algo que nadie más veía.

—Necesitamos una fotocopiadora como Dios manda, Lis —dijo Carl cuando ésta, con una amplia sonrisa, dejó de golpear el teclado—. ¿Puedes conseguirla esta tarde? Ya sé que les sobra una en el Centro de Investigación Nacional. Ni la han desembalado.

—Veré lo que puedo hacer, Carl —respondió Lis. Un problema menos.

—Tengo que hablar con Marcus Jacobsen —oyó decir a una voz delicada junto a él. Se volvió y vio frente a sí una mujer que no había visto nunca. De ojos castaños. Los ojos castaños más increíblemente deliciosos que había visto en su vida. Carl sintió mariposas en el estómago. Entonces la mujer se volvió hacia las secretarias.

—¿Eres Mona Ibsen? —preguntó la señora Sorensen.

—Sí.

—Te esperan.

Las dos mujeres se sonrieron mutuamente y Mona Ibsen retrocedió un poco mientras la señora Sorensen se levantaba para mostrarle el camino. Carl apretó los labios y la vio desaparecer por el pasillo. Llevaba un abrigo de pieles, bastante cortito, lo suficiente para dejar visible la parte baja del culo. Encantadora, pero no era precisamente joven, a juzgar por las formas. ¿Por qué diablos no había visto nada de su cara, aparte de los ojos?

—¿Mona Ibsen? ¿Quién es? —preguntó a Lis con tono despreocupado—. ¿Tiene que ver con el asesinato del ciclista?

—Qué va, es nuestra nueva psicóloga. En adelante va a estar adscrita a todos los departamentos de Jefatura.

—Ah, ¿sí? —replicó Carl, y hasta él se dio cuenta de que había dicho una memez.

Reprimió la sensación del diafragma, subió al despacho de Jacobsen y abrió la puerta sin llamar. Si le iban a echar una bronca, que fuera al menos por una buena causa.

—Perdona, Marcus —se disculpó—. No sabía que tuvieras visita.

Ella estaba sentada de lado, y la suave piel y las arrugas de la comisura de los labios expresaban más satisfacción que tedio.

—Puedo volver luego, perdona la interrupción.

La mujer giró el rostro hacia él ante el sumiso tono cortés. Su boca destacaba. El labio superior era carnoso. Había pasado claramente los cincuenta y le sonreía levemente. Joder, las rodillas se le volvieron como gelatina.

—¿Qué querías, Carl? —quiso saber Marcus.

—Sólo quería decir que creo que tenéis que preguntarle a Annelise Kvist si ha tenido relaciones también con el asesino.

—Ya lo hemos hecho, Carl. No las ha tenido.

—No, ¿verdad? Pues entonces creo que tenéis que preguntarle a qué se dedica el asesino. No quién es, sino a qué se dedica.

—Ya se lo hemos preguntado, claro, pero no dice nada. ¿Te refieres a que podrían tener una relación laboral?

—Puede que sí, puede que no. Pero creo que de alguna manera depende del hombre por su profesión.

Jacobsen asintió con la cabeza. Eso lo harían cuando hubieran depositado a la testigo y a su familia en un lugar seguro. Pero al menos Carl logró ver a Mona Ibsen.

Estaba buenísima para ser una psicóloga de la policía.

—Eso era todo —añadió, luciendo una sonrisa más amplia, relajada y viril que nunca, pero no obtuvo eco.

Por un instante se llevó la mano al pecho, donde de pronto le dolía justo debajo del esternón. Una sensación desagradable de cojones. Casi como si hubiera tragado aire.

—¿Te encuentras bien, Carl? —se interesó su jefe.

—Bah, no es nada. Los efectos secundarios, ya sabes. Estoy bien.

Pero no era del todo cierto. La sensación del pecho no auguraba nada bueno.

—Ah, perdona, Mona. Te presento a Carl Mørck. Hace un par de meses fue víctima de un terrible tiroteo en el que perdimos a un compañero.

Ella lo saludó con la cabeza mientras él se estiraba cuanto podía. Entornó un poco los ojos. Interés profesional, por supuesto, pero más valía eso que nada.

—Es Mona Ibsen, Carl. Nuestra nueva psicóloga. A lo mejor llegáis a conoceros mejor. No queremos que uno de nuestros mejores colaboradores vuelva al trabajo sin haberse recuperado totalmente.

Carl avanzó y la tomó de la mano. Llegar a conocerse mejor. Desde luego que iban a conocerse mejor.

Todavía le quedaba la sensación en el cuerpo cuando tropezó con Assad camino del sótano.

—Lo he conseguido, Carl —dijo Assad.

Carl trató de olvidar la visión de Mona. No fue fácil.

—¿Qué? —preguntó.

—He llamado a TelegramsOnline más de diez veces y no he podido hablar con ellos hasta hace un cuarto de hora —respondió Assad mientras Carl se recuperaba—. Tal vez puedan, o sea, decirnos quién envió el telegrama a Merete Lynggaard. Al menos están en ello.

18

2003

Al rato Merete ya se había acostumbrado a la presión. Le zumbaron un poco los oídos algunos días, y después la molestia desapareció. No, lo peor no era la presión.

Era la luz que parpadeaba sobre ella.

La luz eterna era mil veces peor que la oscuridad eterna. La luz desnudaba la miseria de su vida. Un espacio blanco glacial. Paredes grisáceas, esquinas desnudas. Cubos grises, comida incolora. La luz le revelaba fealdad y frío. La luz le revelaba que no podía atravesar aquel espacio acorazado. Que la compuerta incrustada, su único contacto con la vida, era una vía de escape imposible. Que aquel infierno de cemento iba a ser su tumba. Ahora no podía cerrar los ojos y evadirse cuando le apetecía. La luz penetraba, incluso con los ojos cerrados. Sólo cuando el cansancio la vencía totalmente podía dejar aquello atrás y dormir.

Y el tiempo se hacía eterno.

Todos los días, cuando terminaba la comida y se chupaba los dedos para limpiarlos, miraba fijamente ante sí y hacía un repaso del día. «Hoy es 27 de julio de 2002. Tengo treinta y dos años y veintiún días. Llevo encerrada aquí ciento cuarenta y siete días. Me llamo Merete Lynggaard y estoy bien. Mi hermano se llama Uffe y nació el 10 de mayo de 1973», solía empezar diciendo. A veces nombraba también a sus padres, y a veces también a otros. Todos los días se acordaba de hacerlo. Eso y un montón de otras cosas. Pensar en el aire límpido, en el olor de otras personas, en el ladrido de un perro. Pensamientos que podían llevar a otros pensamientos que la ayudaban a evadirse del frío espacio.

Algún día se volvería loca, ya lo sabía. Sería la manera de eludir las ideas tristes que giraban en su mente. Y se resistía con fuerza. No estaba en absoluto preparada.

Por eso se mantenía alejada de los ojos de buey de dos metros de altura que solía palpar a oscuras los primeros días. Estaban a la altura de la cabeza y nada del otro lado atravesaba el cristal de espejo. Cuando al cabo de unos días sus ojos se acostumbraron a la luz, se levantó con mucho cuidado, por temor a que la cogiera desprevenida su propia imagen del espejo. Y finalmente, levantando la mirada poco a poco, se enfrentó a sí misma, y el espectáculo le causó un profundo dolor en el alma. La recorrieron varios escalofríos. Tuvo que cerrar los ojos un momento por lo violento de la impresión. No era porque tuviera mal aspecto, cosa que ya esperaba, no, no era por eso. Tenía el pelo enmarañado y grasiento, y la piel demacrada, pero no era por eso.

Era porque frente a ella había una persona que estaba perdida. Una persona condenada a morir. Una extraña completamente sola en el mundo.

—Eres Merete —dijo en voz alta, y se vio a sí misma pronunciando las palabras. Después añadió—: Soy yo quien está ahí.

Pero deseaba que no fuera verdad. Se sentía separada de su cuerpo, y aun así era ella quien estaba allí. Era como para volverse loca.

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