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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

La mujer que arañaba las paredes (29 page)

—Mi madre heredó la casa de mi abuela, y la mayoría de las cosas eran de la abuela —explicó. Seguro que su casa no tenía aquel aspecto—. Después la heredé yo, y acabo de divorciarme, así que tengo que ponerla a punto, si consigo encontrar quien me lo haga. Vamos, que me encuentra de pura casualidad.

Del mueble más fino de la sala, un secreter de nogal chapado, cogió una foto enmarcada en la que aparecía toda la familia: Camilla, Dennis y los padres. Sería de por lo menos diez años antes, y los padres resplandecían como dos soles ante el arreglo floral de sus bodas de plata. «Enhorabuena por los 25 años, Grete y Henning», ponía. Camilla llevaba unos vaqueros ajustados que apenas dejaban nada a la fantasía, y Dennis vestía un chaleco de cuero y una gorra de béisbol donde ponía Castrol Oil. Es decir, que, en suma, había banderas, sonrisas y felicidad en Skaevinge.

Sobre la repisa de la chimenea había un par de fotografías más. Preguntó por los que aparecían en ellas, y a juzgar por las respuestas de la mujer la familia no había tenido mucha vida social.

—A Denis le encantaba todo lo que corriera rápido —declaró Camilla, y lo arrastró a lo que en otra época había sido el cuarto de Dennis Knudsen.

Las lámparas de lava y los enormes altavoces eran de esperar, pero aparte de eso la estancia contrastaba con el resto de la casa. Allí los muebles eran de colores claros y casaban bien. El armario era nuevo y estaba lleno de ropa bonita suspendida de las perchas. De la pared colgaban incontables diplomas enmarcados, y encima, sobre la estantería de abedul, estaban todas las copas que había ganado Dennis a lo largo de los años. Carl hizo un cálculo aproximado. Habría cien o más, era bastante impresionante.

—Sí —continuó la mujer—. Dennis ganaba en todo en lo que participaba. Competiciones de velocidad con motos, carreras de coches preparados, de tractores,
rallies
y todo tipo de carreras de motor. Tenía un talento nato. Era bueno en casi todo lo que le interesaba, también escribiendo, haciendo cuentas y todo eso. Fue muy triste que muriera.

Movió la cabeza arriba y abajo, con la mirada desenfocada.

—Su muerte destrozó a papá y mamá. Era un buen hijo y un buen hermano pequeño, ya lo creo.

Carl le dirigió una mirada comprensiva, aunque no comprendía gran cosa. ¿Sería realmente el mismo Dennis Knudsen del que le había hablado Lis a Assad?

—Me alegro de que se hayan ocupado del caso —añadió la mujer—, pero habría preferido que lo hicieran en vida de papá y mamá.

Carl la miró y trató de penetrar en lo que escondían sus palabras.

—¿A qué caso te refieres? ¿Al del accidente de coche? La mujer asintió en silencio.

—Sí, a eso y a la muerte de Dennis poco tiempo después. Dennis era capaz de agarrarse una buena borrachera, pero antes nunca había tomado drogas, ya se lo dijimos entonces a la policía. De hecho, era bastante impensable. Había trabajado con jóvenes y les recomendaba que no tomaran drogas, pero a la policía no pareció importarle. Se limitaron a mirar su ficha y cuántas multas tenía por exceso de velocidad. Por eso, ya lo habían condenado de antemano cuando encontraron esas repugnantes pastillas de éxtasis en su bolsa de deportes —dijo—. Sus ojos se achicaron—. Pero era imposible, porque Dennis no tocaba esas cosas. Porque no podía reaccionar con rapidez cuando conducía. Odiaba esa basura.

—Puede que lo atrajera el dinero fácil y quisiera venderlo. Puede que quisiera probar un poco. ¡Si supieras lo que vemos en Jefatura…!

Al oír aquello las arrugas de la boca de la mujer se pronunciaron.

—Alguien lo engatusó, y ya sé quién. También lo dije entonces.

Carl sacó su cuaderno.

—¿Ah, sí? —dijo. El sabueso que llevaba dentro levantó la cabeza y olfateó contra el viento. Percibió algo inesperado. Y se puso alerta—. ¿Quién fue?

La mujer se acercó a una pared cuyo papel pintado era sin duda el original de cuando construyeron la casa a principios de los sesenta, y descolgó una fotografía de un clavo. Su padre le hizo una parecida a Carl cuando ganó una copa de natación en Bronderslev. El documento mostraba a un padre orgulloso de lo mucho que había aprendido su hijo. Carl calculó que Dennis tendría en la foto diez o doce años a lo sumo; estaba elegante con su traje de piloto de kart y orgullosísimo del pequeño casco plateado que llevaba en la mano.

—Ese de ahí —señaló Camilla, señalando a un chico rubio que había detrás, con el brazo echado sobre los hombros de Dennis—. Lo llamaban Átomos, no sé por qué. Se conocieron en una pista de carreras. Dennis se pirraba por Átomos, y Átomos era un cabrón.

—¿Siguieron manteniendo contacto después?

—No lo sé con seguridad. Creo que se separaron cuando Dennis tenía dieciséis o diecisiete años, pero sé que el último año se habían visto, porque mamá siempre se quejaba.

—¿Y por qué crees que ese Átomos pudo tener que ver con la muerte de tu hermano?

La mujer miró la fotografía con ojos melancólicos.

—Era un grandísimo hijo de puta que tenía el alma podrida.

—Vaya expresión más extraña. ¿Qué quieres decir con eso?

—Que estaba mal de la cabeza. Dennis decía que decir eso era una tontería, pero era verdad.

—Entonces, ¿por qué era tu hermano tan amigo suyo?

—Porque Átomos era siempre el que lo animaba a conducir. Además, era un par de años mayor. Dennis lo admiraba.

—Tu hermano murió ahogado en su propio vómito. Había tomado cinco pastillas y tenía una tasa de alcohol de 4,1 gramos por litro. No sé cuánto pesaba, pero de todas formas había empinado el codo de lo lindo. ¿Sabes si había alguna razón para que bebiera? Lo de beber ¿era algo reciente? ¿Se quedó muy deprimido después del accidente?

La mujer lo miró con ojos tristes.

—Mis padres decían que el accidente lo afectó mucho. Dennis era fantástico al volante. Era el primer accidente en el que se vio envuelto en su vida, y además murió una persona.

—Según mis informaciones, Dennis estuvo dos veces en la cárcel por conducción temeraria, o sea que tampoco sería tan fantástico.

—Ja! —repuso ella, mirándolo con desdén—. Nunca conducía temerariamente. Cuando conducía a tope por la autopista siempre sabía cuánta calzada quedaba libre. Lo último que quería era poner en peligro la vida y la seguridad de los demás.

¿Cuántos delincuentes se habrían ahorrado si las familias hubieran estado atentas a tiempo? ¿Cuántos idiotas se aferraban a los lazos de sangre? Carl lo había oído miles de veces. Mi hermano, mi hijo, mi marido es inocente.

—Tienes a tu hermano en un pedestal; ¿no es algo ingenuo por tu parte?

La mujer lo asió por la muñeca y acercó tanto su cara a la de él que Carl notó el flequillo de ella contra la nariz.

—Si eres tan inútil en la entrepierna como lo eres en tu investigación, ya puedes marcharte —masculló entre dientes.

Su protesta fue sorprendentemente violenta y provocadora. Así que no debía de frecuentar tanto los pasillos de la alta dirección, pensó Carl retirando la cabeza.

—Mi hermano era legal, ¿lo pillas? —continuó—. Y si quieres seguir adelante con lo que llevas entre manos, te recomiendo que no olvides ese dato.

Después le dio un golpecito en la entrepierna y retrocedió. Se produjo una enorme transformación. Su voz fue de nuevo suave y volvió a inspirar confianza, a ser abierta. Joder, qué profesión le había tocado.

Frunció el entrecejo y avanzó un paso hacia ella.

—Como vuelvas a tocarme la campanilla, te pincho esas bombas de silicona y declaro que ha ocurrido porque te resististe a la detención después de amenazarme con una de las horripilantes copas de tu hermano. Cuando las esposas se cierren en torno a tus muñecas, mientras esperes al médico mirando fijamente a una pared blanca en la comisaría de Hillerod, soñarás con no haberlo hecho. ¿Seguimos adelante o tienes algo que añadir sobre mis partes nobles?

Ella permanecía impasible. Ni siquiera sonrió.

—Sólo digo que mi hermano era legal, más vale que me crea.

Carl se resignó. Aquella mujer no era fácil de impresionar.

—De acuerdo. Pero ¿cómo voy a encontrar a ese Átomos? —preguntó, retrocediendo un paso y alejándose de la camaleona—. ¿De verdad que no recuerdas nada más de él?

—Oiga, era cinco años más joven que yo. En aquella época no me interesaba lo más mínimo.

Carl sonrió con ironía. Cómo cambiaban los intereses con los años.

—¿Algún rasgo especial? ¿Cicatrices, pelo, dientes? ¿No lo conocía nadie más del pueblo?

—No creo. Llegó de un orfanato de Tisvildeleje. Después se quedó ensimismada.

—¿Sabe qué? Creo que el sitio se llamaba Godhavn —añadió, cogiendo la foto enmarcada y ofreciéndosela—. Si promete devolvérmela, puede enseñársela a los que trabajan en el orfanato. Quizá puedan responder a sus preguntas.

El coche estaba aparcado junto a un cruce bajo un sol de justicia, y Carl se puso a reflexionar. Podía ir hacia el norte, a Tisvildeleje, y hablar con la gente de un orfanato para ver si alguien recordaba a un niño al que llamaban Atomos veinte años atrás. O si no podía ir hacia el sur, a Egely, a jugar al pasado con Uffe. Y finalmente podía aparcar el buga al borde de la carretera, poner su actividad mental en punto muerto y echar un par de horas de siesta. Sobre todo lo último era de lo más tentador.

Por otra parte, por desgracia sabía que si no devolvía los muñecos de Playmobil a la estantería de Morten Holland a tiempo, había un riesgo real de perder a su inquilino, y por tanto una parte importante de sus ingresos.

De modo que soltó el freno de mano y torció a la izquierda, hacia el sur.

En Egely era la hora del almuerzo y el aroma a tornillo y salsa de tomate se extendía por el paisaje cuando aparcó el coche. Encontró al encargado sentado junto a una mesa larga de teca en la terraza de su oficina. Igual que la última vez, estaba impecable. Llevaba un sombrero en la cabeza y la servilleta al cuello, y daba cuidadosos bocados a la lasaña que había en un lado del plato. No era de los que vivían para los placeres mundanos. No podía decirse lo mismo de sus colaboradores de la administración y de un par de enfermeras que a diez metros de allí atacaban sus platos repletos en medio de un parloteo incesante.

Lo vieron torcer la esquina y de pronto se hizo el silencio. Se oyó con claridad el volar de los pajarillos retozando entre los matorrales y el tintineo de platos procedente del comedor.

—Buen provecho —comenzó Carl, sentándose junto a la mesa del encargado sin esperar a que lo invitara—. He venido para preguntarle si sabía usted que una vez Uffe Lynggaard, mientras jugaba, había revivido el accidente que lo dejó lisiado. Una asistenta social de Stevns, Karen Mortensen, reparó en ello poco antes de la muerte de Merete Lynggaard. ¿Lo sabía usted?

El encargado asintió con la cabeza lentamente y tomó otro bocado. Carl miró al plato. Por lo visto había que esperar a que terminara su almuerzo antes de que el rey incuestionable de Egely se dignara dirigir la palabra a un miembro de la plebe.

—¿Consta en el historial de Uffe? —siguió preguntando Carl.

El responsable volvió a asentir en silencio mientras seguía masticando con lentitud.

—¿Ha vuelto a suceder alguna vez? El hombre se encogió de hombros. —¿Ha sucedido o no ha sucedido? Entonces sacudió la cabeza.

—Quisiera estar a solas con Uffe. Sólo diez o quince minutos. ¿Es posible?

La pregunta quedó sin respuesta.

Entonces Carl esperó a que el encargado terminara su plato, se limpiara los labios con la servilleta de tela y se pasara la lengua por los dientes. Un trago de agua helada, y levantó la vista.

—No, no puede estar a solas con Uffe —fue la contestación.

—¿Puede saberse por qué?

El hombre lo miró con desdén.

—Su profesión está bastante alejada de la nuestra, ¿verdad? —repuso, y continuó sin esperar respuesta—. No podemos arriesgarnos a que provoque una regresión en el progreso de Uffe Lynggaard, ésa es la razón.

—¿Está haciendo algún progreso? No lo sabía.

Notó que una sombra caía sobre la mesa y se volvió hacia la enfermera jefe, que lo saludó amablemente con la cabeza y enseguida suscitó el recuerdo de un trato mejor que el dispensado por el encargado.

—Ya me ocuparé yo —sugirió, mirando con firmeza a su jefe—. De todas formas, tengo que ir de paseo con Uffe. Puedo acompañar a la puerta al señor Mørck.

Era la primera vez que caminaba junto a Uffe Lynggaard, y Uffe era alto. Sus extremidades eran largas y delgadas y tenía un porte que dejaba entrever que siempre estaba inclinado sobre la mesa.

La enfermera lo llevaba de la mano, pero no parecía ser del agrado del joven. Cuando llegaron a la espesura Frente al fiordo él soltó la mano y se sentó en la hierba.

—Le gusta mirar a los cormoranes, ¿verdad, Uffe? —le preguntó la enfermera, señalando la colonia de aves prehistóricas posada en grupos de árboles medio marchitos y cubiertos de guano.

—Tengo algo que me gustaría enseñarle a Uffe —dijo Carl.

La enfermera observó con atención las cuatro figuras de Playmobil y su coche correspondiente, que Carl sacó con cuidado de la bolsa de plástico. Era espabilada, Carl ya se dio cuenta la primera vez, pero quizá no tan dispuesta a cooperar como había esperado.

Después se llevó la mano a su insignia de enfermera, probablemente para dar más peso a sus palabras.

—Ya conozco el incidente que describió Karen Mortensen. Creo que no es una buena idea volver a recrearlo.

—¿Por qué no?

—Usted quiere que reviva el accidente cuando mire a las figuras, ¿verdad? ¿Cree que eso abrirá en él alguna compuerta?

—Sí.

La mujer asintió con la cabeza.

—Me lo imaginaba. Pero, francamente, no sé —dudó, e hizo ademán de levantarse, pero vaciló.

Carl posó la mano con cuidado en el hombro de Uffe y se puso en cuclillas junto a él. Sus ojos brillaban dichosos ante el reflejo de las olas del fiordo, y Carl lo comprendía. Quién no querría desaparecer en aquella tarde de marzo, nítida y azul como nunca.

Entonces colocó el coche de
Playmobil
sobre la hierba ante Uffe y fue colocando las figuras en los asientos, una a una. Papá y mamá en los delanteros, y el hijo y la hija en el trasero.

La enfermera seguía todos sus movimientos. Puede que tuviera que volver otro día a repetir el experimento, pero ahora al menos quería tratar de convencerla de que no iba a abusar de su confianza. De que la consideraba una aliada.

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