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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

La mujer que arañaba las paredes (19 page)

La mujer se alzó de hombros. No le interesaba lo más mínimo.

—Y a ese Tage Baggesen ¿dónde puedo encontrarlo?

Marianne Koch le hizo un plano de cómo llegar a su despacho. No parecía fácil.

Necesitó una buena media hora para encontrar a Tage Baggesen en los dominios de los Radicales de Centro, y no fue ningún viaje de placer. Le parecía un enigma cómo alguien podía trabajar en aquel ambiente de falsedad. Al menos en Jefatura sabías cómo estaban las cosas. Allí los amigos y enemigos se daban a conocer sin ningún pudor, y pese a ello todos trabajaban juntos hacia un objetivo común. En el Parlamento era justo lo contrario. Todos se codeaban como si fueran los mejores amigos, pero cada uno de ellos sólo pensaba en sí mismo a la hora de echar cuentas. Aquello tenía mucho que ver con dinero y poder, no tanto con resultados. Allí un hombre grande era el que empequeñecía a los demás. Tal vez no hubiera sido siempre así, pero ahora lo era.

Tage Baggesen, desde luego, no era ninguna excepción. Lo habían puesto allí para defender los intereses de su lejano distrito electoral y la política de tráfico de su partido, pero en cuanto lo veías te dabas cuenta del error. Ya se había asegurado una buena jubilación, y lo que ganara hasta entonces era para comprar ropa cara y hacer inversiones lucrativas. Carl miró las paredes, donde colgaban diplomas de torneos de golf junto a nítidas fotos aéreas de las casas de campo que había comprado por todo el país.

Pensó en preguntar si se había equivocado en cuanto al partido al que pertenecía Tage Baggesen, pero el hombre lo desarmó con amables palmadas en la espalda y movimientos enérgicos de las manos.

—Le sugiero que cierre la puerta —propuso Carl, señalando la zona del pasillo.

Aquello hizo que Baggesen entornara los ojos con jovialidad. Un pequeño truco que seguramente funcionaba bien en las negociaciones para la autopista de Holstebro, pero que no surtía efecto en un subcomisario que no se andaba con chorradas.

—No hace falta, no tengo nada que esconder a mis compañeros de partido —replicó, relajando la mueca.

—Hemos oído que usted mostraba un gran interés por Merete Lynggaard. Le envió, entre otras cosas, un telegrama. Más aún, un telegrama de San Valentín.

En ese momento su piel palideció un tanto, pero la sonrisa presuntuosa no se desvaneció.

—¿Un telegrama de San Valentín? —repitió—. No lo recuerdo.

Carl movió la cabeza arriba y abajo. La mentira saltaba a la vista. Por supuesto que lo recordaba. Así que podía seguir con la ofensiva.

—Cuando le he pedido que cerrara la puerta, ha sido porque quiero preguntarle directamente si mató a Merete Lynggaard. Porque estaba muy enamorado de ella. ¿Lo rechazó, y entonces perdió el control? ¿Ocurrió así?

Durante un segundo cada célula del cráneo por lo demás tan seguro de sí mismo de Tage Baggesen sopesó si debería levantarse y cerrar la puerta de un portazo, o si la excitación iba a provocarle un ataque de apoplejía. El color de su piel se fundió de inmediato con su pelo rojo. Estaba profundamente conmocionado, totalmente desnudo. Chorreaba sudor por todos los poros de su cuerpo. Carl conocía el percal, pero aquella reacción era desde luego diferente. Si el hombre tenía algo que ver con el caso, a juzgar por aquella reacción podía ponerse ya a escribir su confesión, y si no lo tenía, no cabía duda de que algún otro problema lo agobiaba. Se quedó con la mandíbula colgando. Si Carl no andaba con cuidado, el hombre iba a callarse como un muerto. Estaba claro que Tage Baggesen no había oído nada parecido en su por otra parte ajetreada vida.

Carl trató de sonreírle. En cierto modo, aquella reacción violenta parecía también reconciliadora. Como si dentro de aquel cuerpo cebado en recepciones aún pudiera encontrarse una persona normal.

—Escuche, Tage Baggesen. Usted enviaba notas a Merete. Muchas notas. La antigua secretaria de Merete, Marianne Koch, seguía con mucho interés sus intentos, se lo aseguro.

—Aquí todos escribimos notas para todos —replicó Baggesen, tratando de arrellanarse con despreocupación en la silla, pero el respaldo estaba demasiado lejos.

—¿Me está diciendo que las notas no eran de carácter privado?

Entonces el parlamentario levantó su corpachón y cerró silenciosamente la puerta.

—Es cierto que albergaba sentimientos intensos hacia Merete Lynggaard —admitió, poniendo una cara tan afligida que a Carl casi le dio pena—. Ha sido muy difícil superar su muerte.

—Lo comprendo, trataré de no alargarme demasiado —aseguró Carl, y a cambio recibió una sonrisa de agradecimiento. Su arrogancia había desaparecido—. Sabemos con seguridad que usted envió a Merete Lynggaard un telegrama de San Valentín en febrero de 2002. Hemos recibido hoy la confirmación de la oficina de telegramas.

El pobre parecía bastante perdido. El pasado le estaba pasando factura. Dio un suspiro.

—Yo sabía perfectamente que ella no estaba interesada en mí, por desgracia. Para entonces hacía tiempo que lo sabía.

—Y aun así ¿lo intentó?

El parlamentario asintió en silencio.

—¿Qué ponía el telegrama? Procure decir la verdad esta vez.

El hombre dejó caer la cabeza hacia un lado.

—Pues lo de siempre. Que quería verla. No lo recuerdo con total precisión. Es verdad, en serio.

—¿Así que la mató porque no quería saber nada de usted?

Los ojos del político se convirtieron en dos ranuras. La boca estaba contraída con fuerza. En el momento anterior a que las lágrimas empezaran a agolparse en sus ojos, Carl estaba dispuesto a detenerlo. Después Baggesen levantó la cabeza y lo miró. No como a un verdugo que le hubiera colocado el nudo corredizo en el cuello, sino como al confesor ante quien podía aligerar su conciencia.

—¿Quién mata a quien hace que la vida merezca la pena? —preguntó.

Estuvieron un rato mirándose el uno al otro. Después Carl apartó la mirada.

—¿Sabe si Merete Lynggaard tenía enemigos aquí dentro? No me refiero a adversarios políticos. Auténticos enemigos.

Tage Baggesen se secó los ojos.

—Aquí todos tenemos enemigos, pero no auténticos enemigos, como ha dicho usted —respondió.

—¿Nadie que pudiera atentar contra ella?

Tage Baggesen sacudió su bien cuidada cabeza.

—Me extrañaría mucho. Todos la apreciaban, incluso sus adversarios políticos.

—No es la impresión que tengo yo. ¿Quiere decir que no se ocupaba de casos emblemáticos que pudieran crear tantos problemas para alguien que había que pararle los pies como fuera? ¿Grupos de presión que se sintieran agobiados o amenazados?

Tage Baggesen miró condescendiente a Carl.

—Pregunte a la gente de su partido. Ella y yo no sintonizábamos políticamente. Ni mucho menos, me atrevería a decir. ¿Tiene usted conocimiento de algo en particular?

—En todo el mundo a los políticos se los hace responsables de sus posturas, ¿no? Antiabortistas, fanáticos de los animales, gente con posturas antislámicas o lo contrario, cualquier cosa puede desencadenar una reacción violenta. Pregunte si no en Suecia, Holanda o Estados Unidos.

Carl hizo ademán de levantarse y notó que el alivio invadía al parlamentario, aunque sin duda no habría que darle tanta importancia. ¿Quién no querría terminar una conversación así?

—Baggesen —continuó, dándole su tarjeta de visita—, póngase en contacto conmigo si recuerda algo que yo debiera saber. Aunque no sea por mí, hágalo por usted. No creo que haya muchos aquí que sintieran lo mismo que usted por Merete Lynggaard.

Aquello afectó al hombre. Seguramente las lágrimas volverían a fluir antes de que Carl cerrara la puerta tras de sí.

Según la Oficina del Censo, la última dirección de Søs Norup era la misma que la de sus padres, en medio del elegante barrio de Frederiksberg. En la placa ponía «Mayorista Vilhelm Norup y actriz Kaja Brandt Norup».

Tocó el timbre y tras la maciza puerta de roble oyó un resonante tañido.

—Sí, ya voy —se oyó al cabo de un rato.

El hombre que abrió la puerta debía de llevar jubilado un cuarto de siglo. A juzgar por el chaleco y el pañuelo de seda que colgaba flojo de su cuello, su fortuna aún no se había agotado. Miró incómodo a Carl con unos ojos devastados por la enfermedad, como si éste fuera la dama de la guadaña.

—¿Quién es usted? —preguntó sin preámbulos, dispuesto a darle con la puerta en las narices.

Carl se presentó, sacó del bolsillo la placa por segunda vez aquella semana y pidió permiso para entrar.

—¿Ha pasado algo con Sos? —interrogó el hombre con tono inquisitorial.

—No lo sé. ¿Por qué había de pasar? ¿Está en casa?

—Si es a ella a quien quiere ver, ya no vive aquí.

—¿Quién es, Vilhelm? —se oyó una débil voz al otro lado de la puerta doble de la sala.

—Nada, alguien que quiere hablar con Sos, cariño.

—Entonces tendrá que ir a otra parte —volvió a oírse.

El mayorista cogió a Carl del brazo.

—Vive en Valby. Dígale que nos gustaría que viniera a buscar sus cosas si es que piensa seguir viviendo de ese modo.

—¿De qué modo?

El hombre no respondió. Le dio la dirección de Valhojvej y la puerta se cerró de un portazo.

En el portero automático del edificio bajo sólo aparecían tres nombres. Seguro que en otro tiempo vivieron allí seis familias con cuatro o cinco hijos cada una. Lo que antes había sido un barrio pobre era ahora respetable. En la buhardilla Søs Norup encontró a su amor, una mujer mediada la cuarentena cuyo escepticismo al ver la placa de Carl se expresó en unos labios pálidos apretados con fuerza.

Los labios de Søs Norup no tenían mucho más color. Un primer vistazo lo ayudó a comprender por qué ni la Asociación Danesa de Abogados y Economistas ni la secretaría de los Demócratas en el Parlamento se habían derrumbado cuando desapareció. Había que buscar mucho para encontrar una actitud de rechazo como la suya.

—Merete Lynggaard no era seria como jefa —fue su comentario.

—¿No hacía su trabajo? No es lo que he oído yo. —Me lo dejaba todo a mí.

—Yo creía que eso sería una ventaja —repuso Carl, y se quedó mirándola. Parecía ser una mujer a la que siempre habían atado corto, y no le gustaba nada. El mayorista Norup y su otrora sin duda famosa esposa le habían enseñado lo que era obedecer ciegamente. Una educación dura para una hija única que tenía a sus padres en un pedestal. Seguro que había llegado al punto de aborrecerlos y quererlos al mismo tiempo. Aborrecía lo que representaban y los quería por la misma razón. Si le preguntaran a Carl, ésa era la razón de que hubiera pasado su vida adulta alternando entre la casa de sus padres y otros domicilios.

Carl miró a la amiga, que llevaba una ropa holgada y un cigarrillo humeante en la comisura de los labios y se aseguraba de que Carl no molestara a nadie. Seguro que daría a Søs Norup un sólido asidero en su vida futura. No cabía la menor duda.

—He oído que Merete Lynggaard estaba muy contenta contigo.

—Vaya.

—Quería hacerte unas preguntas sobre tu vida privada. En tu opinión, ¿podría ser que Merete Lynggaard estuviera embarazada cuando desapareció?

Søs Norup arrugó la nariz y echó la cabeza atrás.

—¿Embarazada? —lo dijo como si la palabra perteneciera a la misma categoría que infección, lepra y peste bubónica—. No, estoy segura de que no.

Miró a su compañera con los ojos vueltos hacia el cielo.

—¿Y cómo puedes saberlo?

—¿Usted qué cree? Si ella controlara las cosas tan bien como todos pensaban, no habría tenido que pedirme compresas prestadas cada vez que tenía la regla.

—¿Me estás diciendo que tuvo la regla justo antes de desaparecer?

—Sí, la semana anterior. La teníamos a la vez durante el tiempo en que estuve allí.

Carl asintió en silencio. La secretaria debía de saberlo.

—¿Sabes si tenía algún novio?

—Me han preguntado lo mismo cientos de veces ya.

—Refréscame la memoria.

Søs Norup cogió un cigarrillo y le dio golpecitos contra la mesa.

—Todos los hombres se quedaban mirándola, como si quisieran cepillársela al instante. ¿Cómo voy a saber si alguno de ellos estaba liado con ella?

—En el informe pone que recibió un telegrama de San Valentín. ¿Sabías que era de Tage Baggesen?

La chica encendió el cigarrillo y desapareció en una neblina azulada.

—En absoluto.

—¿Y no sabes si había algo entre ellos?

—¿Si había algo entre ellos? Han pasado cinco años, no lo olvide —repuso, echándole el humo a la cara, cosa que fue recibida con una sonrisa irónica por su compañera.

Carl retiró un poco la cabeza.

—Escucha. Voy a abrirme dentro de cuatro minutos. Pero mientras tanto, hagamos como que queremos ayudarnos mutuamente, ¿vale? —dijo mirando a los ojos a Søs Norup, que aún trataba de ocultar su amargura tras una mirada hostil—. Voy a llamarte Sos, ¿vale? Normalmente me dirijo por su nombre de pila a las personas con quienes comparto cigarrillos.

Sos reposó en el regazo la mano que sujetaba el cigarrillo.

—O sea, que voy a preguntarte, Sos. ¿Sabes de algún incidente justo antes de la desaparición de Merete Lynggaard que nosotros debiéramos saber? Voy a enumerar unos cuantos, puedes pararme cuando quieras —declaró con un movimiento de cabeza que no fue correspondido—. ¿Conversaciones por teléfono de carácter privado? ¿Post-it depositados en su mesa? ¿Gente que la abordara sin fines profesionales? ¿Cajas de bombones, flores, nuevas sortijas en su mano? ¿Se ruborizaba cuando se quedaba mirando ante sí? ¿Sucedió algo con su concentración los últimos días?

Miró a la zombi que tenía delante. Sus labios incoloros no se habían movido ni un milímetro. Otro callejón sin salida.

—¿Cambió su comportamiento, volvía antes a casa, desaparecía del salón de plenos para llamar por el móvil en los pasillos? ¿Llegaba más tarde por la mañana?

Volvió a mirarla asintiendo enfáticamente con la cabeza, como si aquello pudiera despertarla de entre los muertos.

Sos dio otra calada al cigarrillo y aplastó la colilla en el cenicero.

—¿Ha terminado? —preguntó.

Carl suspiró. ¡Se acabó! Qué otra cosa podía esperarse de aquella mema.

—Sí, he terminado.

—Bien —repuso Sos y levantó la cabeza. Por un instante pareció ser una mujer con cierta dignidad—. Ya le conté a la policía lo del telegrama, y que iba a cenar con alguien en el Café Bankeråt. La vi escribiéndolo en su agenda. No sé con quién iba a cenar, pero desde luego sus mejillas se ruborizaron.

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