—¿Quién podía ser?
Ella se alzó de hombros.
—¿Tage Baggesen? —sugirió Carl.
—Sí, cualquiera. Conocía a mucha gente en Christiansborg. Había también un hombre de una delegación que parecía interesado. Muchos lo estaban.
—¿De una delegación? ¿Cuándo fue eso?
—No mucho antes de que desapareciera.
—¿Recuerdas cómo se llamaba?
—¿Después de cinco años? No, desde luego que no.
—¿Qué delegación era?
Ella lo miró cabreada.
—Tenía que ver con investigaciones sobre defensa inmunológica. Pero antes me ha interrumpido —replicó Sos—. Sí, Merete Lynggaard recibía también flores. No cabía duda de que tenía una relación personal con alguien. No sé en qué consistía exactamente, pero todo eso ya se lo he dicho a la policía.
Carl se rascó la nuca. ¿Dónde constaba aquello?
—¿A quién se lo dijiste, si puede saberse?
—No lo recuerdo.
—No sería a Børge Bak, de la Brigada Móvil, ¿verdad?
La mujer lo señaló con el índice. El dedo decía: bingo.
El jodido de Bak. ¿Haría siempre un descarte así de la información cuando escribía un informe?
Miró a la compañera de celda que había elegido Søs Norup. No prodigaba las sonrisas, no. En aquel momento sólo esperaba a que él desapareciera.
Carl saludó con la cabeza a Søs Norup y se levantó. Entre los miradores había colgados varios retratos diminutos en color, así como un par de fotografías grandes en blanco y negro de sus padres tomadas en tiempos mejores. Seguramente serían guapos en aquella época, pero con las rayas y los tachones que Sos había hecho en todos los rostros de las fotos era difícil de apreciar. Carl se inclinó hacia los minúsculos marcos de foto y reconoció una de las muchas imágenes de prensa de Merete Lynggaard por su ropa y su postura. También ella había perdido la mayor parte de la cara en una trama de rayas. O sea que Søs Norup coleccionaba imágenes de personas odiadas. Quizá consiguiera también él un lugar allí, siempre que se esmerase.
Børge Bak estaba por una vez solo en su despacho. Su chaqueta de cuero estaba arrugadísima ya. Señal indiscutible de que trabajaba aplicadamente día y noche.
—¿No te tengo dicho que no entres sin llamar, Carl? —protestó, golpeando la mesa con el bloc de notas y dirigiéndole una mirada furiosa.
—La has cagado, Borge —repuso Carl.
Fuera por el uso del nombre de pila o por la acusación, la reacción fue evidente. De repente, todas las arrugas de la frente de Bak se pusieron verticales.
—Merete Lynggaard recibió unas flores un par de días antes de su muerte, cosa que por lo que he oído nunca ocurría.
—¿Y qué? —la mirada de Bak no podía ser más condescendiente.
—Buscamos a alguien que puede haber cometido un asesinato, ¿no te has dado cuenta? Un amante podría ser un sospechoso razonable.
—Se investigó todo.
—Pero en el informe no está todo.
Bak alzó los hombros forzadamente.
—Relájate, Carl. No eres el más indicado para hablar del trabajo de otros. Los demás nos rompemos los cuernos currando mientras tú calientas una silla. ¿Crees que no lo sé? Escribo en los informes lo que me parece importante, y ya está —replicó, arrojando el cuaderno sobre la mesa.
—No escribiste que una asistenta social llamada Karin Mortensen observó a Uffe Lynggaard entretenido en un juego que sugería que recordaba el accidente. Tal vez pueda recordar también algo del día en que Merete Lynggaard desapareció, pero todo parece indicar que no seguisteis esa pista.
—Karen Mortensen. Se llamaba Karen, Carl. No hay más que oírte. No vas a darme tú lecciones de minuciosidad.
—Entonces, ¿te das cuenta de lo que podría significar esa información de Karen Mortensen
—Calla, hombre. Lo comprobamos, ¿vale? Uffe no recordaba ni hostias. Estaba de la olla.
—Merete Lynggaard conoció a un hombre pocos días antes de morir. Vino con una delegación que investigaba las relaciones de defensa inmunitaria. Tampoco escribiste nada de eso en el informe.
—No, pero lo investigamos.
—Ya sabes que la abordó un hombre, y que había buena química entre ellos. Al menos es lo que dice que te ha contado la secretaria Søs Norup.
—Sí, cojones. Por supuesto que lo sé.
—¿Y por qué no está en el informe?
—Pues no lo sé. Seguramente porque resultó que el hombre estaba muerto.
—¿Muerto?
—Sí, achicharrado en un accidente de coche al día siguiente de la desaparición de Merete. Se llamaba Daniel Hale —declaró con aplomo, para que Carl reparase en su buena memoria.
—¿Daniel Hale? —repitió. Parece que con el paso del tiempo Søs Norup lo había olvidado.
—Sí, un tío que participó en las investigaciones con placenta para las que la delegación buscaba financiación. Tenía un laboratorio en Slangerup —repuso Bak con gran seguridad en sí mismo. Aquella parte del caso la controlaba bien.
—Si murió al día siguiente, bien podría tener relación con la desaparición.
—No creo. Llegó de Londres la tarde en que ella se ahogó.
—¿Estaba enamorado de ella? Søs Norup sugiere que bien podría ser el caso.
—Si es así, una pena para él. Ella no le correspondía.
—¿Estás seguro, Borge? —insistió. Era evidente que a Bak le dolía oír su nombre de pila. De forma que esa cuestión estaba resuelta: en adelante iba a oírlo sin parar—. Ese Daniel Hale ¿no podría ser el que cenó con ella en el Bankeråt?
—Escucha, Carl. Hay una mujer en el caso del ciclista asesinado que ha hablado con nosotros y estamos haciendo pesquisas. En este momento tengo un curro de cojones. Esto que me dices ¿no puede esperar? Daniel Hale está muerto, y punto. No estaba en el país cuando Merete Lynggaard murió. Ella se ahogó y Hale no tuvo nada que ver con ello, ¿vale?
—¿Investigasteis a ver si Hale era la persona con quien cenó en el Bankeråt un par de días antes? En el informe tampoco pone nada de eso.
—¡Oye! Al final de la investigación se decidió que había sido un accidente. Además, en el grupo éramos veinte hombres. Pregunta a otros. Y ahora lárgate, Carl.
2007
Si sólo te guiabas por el olfato y el oído, era difícil distinguir entre el sótano de Jefatura y las bulliciosas callejuelas de El Cairo cuando el lunes por la mañana Carl acudió al trabajo. El venerable edificio jamás había atufado en tal medida a comida y especias exóticas, y aquellas paredes jamás de los jamases habían oído tan extrañas melodías.
Una del personal administrativo, que acababa de bajar a los archivos, miró furiosa a Carl cuando pasó junto a él con una pila de expedientes. Su mirada decía que dentro de diez minutos todo el edificio sabría que había un descontrol absoluto en el sótano.
La explicación la encontró en el minúsculo despacho de Assad, donde un mar de pequeños buñuelos y pedazos de papel de aluminio con ajo picado, unas cositas verdes y arroz amarillo adornaban los platos de su escritorio. No era extraño que provocara algún que otro arqueo de cejas.
—¿Qué es esto, Assad? —gritó, apagando los sones orientales procedentes del radiocasete, pero Assad se limitó a sonreír. Estaba claro que no se daba cuenta de la brecha cultural que estaba abriéndose en la profundidad de los sólidos cimientos de Jefatura.
Carl se dejó caer pesadamente en su silla frente a su ayudante.
—Huele muy bien, Assad, pero esto es la Jefatura de Policía. No un puesto de comida libanesa de Vanlose.
—Toma, Carl, y enhorabuena, señor comisario, podría decirse —lo felicitó su asistente, ofreciéndole un triángulo de algo que parecía hojaldre—. Los ha hecho mi mujer. Mis hijas han recortado el papel.
Carl siguió el movimiento de su brazo mostrando el local y reparó en el brillante papel de seda de colores que adornaba las estanterías y las lámparas del techo.
No era una situación nada fácil.
—Ayer también le llevé algo a Hardy, o sea. Ya le he leído casi todos los informes, Carl.
—No me digas —repuso, imaginándose a las enfermeras alimentando a Hardy con pinchos morunos—. ¿Fuiste a saludarlo en tu día libre?
—Está pensando en el caso, Carl. Es un tío majo.
Carl asintió con la cabeza y tomó un bocado. Mañana mismo tenía que ir a la clínica.
—Te he puesto sobre el escritorio los papeles del accidente de coche. Si quieres, o sea, puedo hablar un poco de lo que he leído.
Carl volvió a asentir. De seguir así, aquel tipo iba a escribir también el informe antes de que terminaran con el caso.
En otros lugares del país el día de Nochebuena de 1986 hizo hasta seis grados sobre cero, pero en Selandia no tuvieron tanta suerte, y el tráfico se cobró la vida de diez personas. Cinco de ellas en Tibirke, al atravesar un bosque por una carretera secundaria, y dos de ellas eran los padres de Merete y Uffe Lynggaard.
Acababan de adelantar a un Ford Sierra en un tramo de la carretera donde el viento había depositado una capa de cristales de hielo, y el coche derrapó. Nadie Fue declarado responsable y nadie pidió indemnizaciones. Fue un simple accidente, aunque el desenlace Fue cualquier cosa menos simple.
El coche al que adelantaban golpeó un árbol y aún seguía ardiendo cuando llegaron los bomberos, mientras que el coche de los padres de Merete se quedó panza arriba a cincuenta metros de allí. La madre de Merete salió despedida por el parabrisas y yacía entre la maleza, desnucada. Su padre no tuvo tanta fortuna. Tardó diez minutos en morir con la mitad del bloque del motor incrustado en el vientre y el pecho atravesado por la punta de una rama de abeto. Se pensaba que Uffe había estado consciente todo el tiempo, porque cuando los sacaron empleando un cortafrío él siguió el espectáculo con ojos abiertos y asustados. Nunca soltó la mano de su hermana, tampoco cuando la arrastraron a la calzada para suministrarle los primeros auxilios. No la soltó ni un momento.
El atestado policial fue bastante breve y simple, no así las informaciones de prensa: el material era demasiado bueno.
En el otro coche murieron en el acto una niña y el padre. Las circunstancias fueron trágicas, pues solamente el hijo mayor salió más o menos ileso. La madre estaba a punto de dar a luz, y se dirigían al hospital. Mientras los bomberos trataban de controlar el fuego bajo el capó, la madre alumbró mellizos, con la cabeza apoyada en el cadáver de su marido y las piernas retorcidas bajo el asiento. A pesar de los denodados esfuerzos por cortar a tiempo el cordón umbilical, uno de los recién nacidos falleció, y los periódicos tuvieron una primera plana potente para el segundo día de Navidad.
Assad le mostró tanto los diarios locales como los periódicos nacionales, todos se habían dado cuenta del valor de la noticia. Las imágenes eran espantosas. El coche empotrado en el árbol y la calzada desgarrada, la madre parturienta camino de la ambulancia con un chico a su lado, llorando, Merete Lynggaard en medio de la calzada en una camilla con una mascarilla de oxígeno en la cabeza y Uffe, sentado sobre la fina capa de nieve, con ojos asustados y agarrado con fuerza de la mano de su hermana mayor inconsciente.
—Toma —dijo Assad, sacando dos páginas de la revista
Cossip
de la carpeta que había ido a buscar al escritorio de Carl— Lis ha comprobado que los periódicos también usaron varias de estas imágenes cuando Merete Lynggaard entró en el Parlamento.
En suma, que el fotógrafo que casualmente se encontraba en el bosquecillo de Tibirke aquella tarde sacó sus buenas perras de una exposición de unas pocas centésimas de segundo. Fue también él quien inmortalizó el entierro de los padres de Merete, y esta vez en color. Nítidas fotos de prensa, bien encuadradas, de la joven Merete Lynggaard asiendo de la mano a su hermano petrificado mientras depositaban las urnas con las cenizas en el Cementerio del Oeste. Para el otro sepelio no hubo imágenes. Transcurrió en el más profundo silencio.
—¿Qué cojones pasa aquí? —bramó una voz—. ¿Sois vosotros la causa de que arriba huela como en navidades?
Era Sigurd Harms, uno de los agentes del primer piso. Se quedó mirando asombrado a la orgía de colores que colgaba de las lámparas.
—Toma, Sigurd olfato-fino —le ofreció Carl, pasándole uno de los rollos de hojaldre más picantes—. Ya verás en Semana Santa. Pensamos encender varillas de incienso.
Había llegado un recado de arriba diciendo que el jefe de Homicidios quería ver a Carl en su despacho antes del almuerzo, y Marcus Jacobsen tenía un aspecto sombrío y concentrado en la lectura de los informes que tenía delante cuando pidió a Carl que se sentara.
Carl iba a pedir perdón en nombre de Assad. Decir que la fritanga del sótano ya había terminado, que controlaba la situación. Pero antes de llegar a decirlo entraron dos de los nuevos investigadores y se colocaron junto a la pared.
Les dedicó una sonrisa irónica. No creía que hubieran entrado para detenerlo a causa de un par de sarnosas, o como se llamaran aquellos chismes de hojaldre picantes. Cuando Lars Bjørn y el subcomisario Terje Ploug, que había asumido el caso de la pistola clavadora, irrumpieron en la estancia, el jefe de Homicidios cerró la carpeta y se dirigió directamente a Carl.
—Te he hecho subir porque esta mañana se han producido dos asesinatos más —dijo—. Han encontrado a dos jóvenes asesinados en un taller mecánico de las afueras de Soro.
Soro, pensó Carl. No era su jurisdicción.
—Han encontrado a ambos con un clavo de noventa milímetros de una pistola clavadora Paslode en el cráneo. Te suena, ¿verdad?
Carl volvió la cabeza hacia la ventana y fijó la mirada en una bandada de pájaros migratorios que volaban hacia los edificios de enfrente. En aquel momento su jefe lo miraba intensamente, se daba cuenta, pero así no iba a conseguir nada de él. Lo sucedido la víspera en Soro no tenía por qué guardar relación con el asunto de Amager. Hoy en día hasta en las series de la tele se usaban pistolas clavaduras como arma asesina.
—Sigue tú, Terje —oyó decir a Marcus Jacobsen muy lejos.
—Bueno, estamos bastante seguros de que son las mismas personas que asesinaron a Georg Madsen en el barracón de Amager.
—¿Y por qué estáis tan seguros? —preguntó Carl girando la cabeza hacia él.
—Georg Madsen era tío de uno de los asesinados en Soro.
Carl volvió a mirar a las aves de paso.
—Una de las personas que, según todo parece indicar, estaba en el lugar de los hechos en el momento de los asesinatos ha hecho una descripción. Por eso el inspector Stoltz y los chicos de Soro piden que vayas allí hoy, para poder comparar esa descripción con la tuya.