—¿Y cómo es posible que imaginaran que podían mantenerlo en secreto? —dijo Ann.
—Recuerda que por medio de un estatuto abolieron el hambre —informó John—. Además, al principio las cosas parecían ser de fácil resolución. Ellos aislaron el virus al mes de ser atacados los arrozales. Hasta le dieron en seguida un nombre: el virus Chung-Li. Todo lo que tenían que hacer era descubrir la forma de matarlo sin dañar la planta. Por otra parte, estaban seguros de que podrían conseguir un cultivo de anti-virus. Y, por último, no había razones para creer que el virus se propagaría con tanta rapidez.
—Pero ¿cómo es que han tardado tan poco en quedarse sin alimentos?
—Habían hecho acopio de provisiones contra la carestía, y para ello habían recibido créditos. Pensaban que podrían tirar hasta que llegara el momento de las cosechas. Y no entraba en sus cálculos que para entonces no hubieran eliminado ya el virus.
—Los norteamericanos creen que han descubierto algo positivo contra él.
—Quizás puedan salvar al resto del Lejano Oriente. Pero ya es demasiado tarde para resolver el problema chino, y lo mismo puede decirse respecto a Hong Kong.
Los ojos de Ann se posaron en la ladera de la montaña y en las dos figuras que trepaban hacia la cima.
—Niños pequeños muriendo de hambre —dijo—. Supongo que nosotros podremos hacer algo.
—¿Algo? —replicó John—. Les estamos mandando alimentos, pero es una gota en el océano.
—Y estamos aquí, hablando y riendo y gastándonos bromas —contestó ella—, en una tierra tan pacífica y rica como es ésta mientras
eso
continúa.
—No creo que podamos hacer mucho más, querida —dijo David—. Antes de ahora, cada minuto, agonizaba mucha gente; lo que pasa en estos momentos es que ese número se ha multiplicado. Pero la muerte es la misma, suceda a una persona o a cientos de ellas.
—Sí, supongo que es así —respondió Ann.
—Nosotros hemos tenido suerte —continuó David—. Porque igualmente podía haber sido atacado el trigo por un virus.
—Pero no hubiera tenido el mismo efecto, ¿no es cierto? —atajó John—. Nosotros no dependemos tanto del trigo como en general dependen del arroz los chinos y los asiáticos.
—Con todo, la situación sería mala. Desde luego habría que racionar el pan.
—¡Racionar el pan! —exclamó Ann—. Y en China hay millones que luchan por una migaja.
Los tres quedaron silenciosos. Sobre ellos, el sol se mostraba en un espacio de cielo sin nubes. El canto de un tordo se elevó por encima del constante sonido del Lepe.
—Pobres diablos —dijo David.
—En el tren venía un hombre que explicaba con evidente placer que los chinos estaban recibiendo lo que se merecían por ser comunistas —observó John—. De no haber sido porque estaban los niños, creo que le hubiera dicho yo lo que opinaba de él.
—¿Y nosotros, somos mucho mejores? —preguntó Ann—. Ahora nos acordamos y lo sentimos, pero la mayor parte del tiempo lo pasamos ignorándolo y ocupados como es habitual en nuestras cosas.
—Y así tiene que ser —respondió David—. Supongo que ese tipo del tren no se pasa la vida regocijándose por lo que les ocurre a los chinos. Somos así. Y no es tan malo si comprendemos lo afortunados que hemos sido.
—¿Tú crees? ¿No decía algo así Dives
[1]
?
De pronto, transportada por la brisa del principio del verano, oyeron una lánguida llamada que les hizo levantar los ojos hacia la montaña. Una figura puesta en píe se recortaba sobre el azul del cielo, en tanto que otra trepaba próxima para unirse a la primera.
John sonrió.
—Mary es la primera. La resistencia ha vencido.
—Di que ha sido la edad —protestó David—. Hagámosles señas de que les hemos visto.
Los tres agitaron sus brazos mientras los dos puntos lejanos les respondían de la misma forma. Cuando volvieron a echar a andar, Ann dijo:
—Creo que Mary ha decidido estudiar medicina.
—Vaya, me parece una idea juiciosa —replicó David—. Siempre podrá casarse con otro médico y tener una consulta a medias.
—¿Dónde? —bromeó John—. ¿En Detroit?
—Según David, es una de las artes útiles —declaró Ann—. Igualdad con una buena cocinera.
David golpeó un agujero con su bastón.
—Al vivir yo más cerca de las cosas sencillas —dijo—, las aprecio más que vosotros. A las artes útiles las pongo en primer, segundo y tercer lugar. Después de eso, me parece bien que la gente se ocupe en levantar rascacielos.
—Pero —intervino John— si no hubierais contado con ingenieros para levantar un tinglado tan grande en el que meter al Ministerio de Agricultura, ¿dónde estaríais todos los granjeros?
David no contestó a la burla. Su paseo les había llevado a un lugar en el que, con el río a la izquierda, el sendero estaba flanqueado a la derecha por terreno encharcado. David se inclinó hacia un grupo de hierbas cuyos tallos medían unos sesenta centímetros de alto. Al tirar de ellos, dos o tres vástagos se partieron sin dificultades.
—¿Hierbajos? —preguntó Ann.
David movió la cabeza.
—
Oryzoides
, del género
Leersia
, de la familia de las
Oryzae
.
—Sin tu preparación botánica —dijo John—, eso no quiere decir nada.
—Se trata de una hierba británica poco frecuente —continuó David—. Es muy rara por estos sitios, y ocasionalmente puede encontrarse en los condados del sur como Hampshire, Surrey y otros.
—Fijaos en las hojas —agregó Ann—, parece que se están pudriendo.
—Y también las raíces —observó David—. Las
Oryzae
comprenden tres géneros. El
Leersia
es uno y el
Oryza
otro.
—Suenan a nombres de hembras progresistas —comentó John.
—La
Oryza sativa
—añadió David— es arroz.
—¡Arroz! —exclamó Ann—. Entonces...
—Esta hierba es arroz —dijo David.
Tiró de una larga espiga tierna y se la enseñó a sus hermanos. En el centro de unas zonas de verde más oscuro había unas manchitas marrones; los tres últimos centímetros eran marrones por completo y estaban deshechos.
—Y éste es el virus Chung-Li.
—¿Aquí? —preguntó John—. ¿En Inglaterra?
—En esta verde y placentera tierra —contestó David—. Ya me imaginaba que atacaría también al
Leersia
, pero no esperaba que lo hiciera tan pronto.
Fascinada, Ann miraba fijamente la hierba manchada y corrompida.
—Esto —dijo—. Exactamente esto.
Levantando la vista del marjal, David miró a los sembrados que estaban más allá.
—Gracias a Dios, los virus tienen sus gustos. Esa maldita cosa ha recorrido medio mundo para venir a caer en este pequeño grupo de hierbas, o quizás en unos cuantos centenares de tallos que hay como éstos en toda Inglaterra.
—Sí —observó Juan—. El trigo es una hierba también, ¿verdad?
—El trigo —respondió David—, y la avena, y la cebada, y el centeno; y desde luego el forraje para las bestias. Lo siento por los chinos, pero podía haber sido mucho peor.
—Sí, claro —dijo Ann—. Podía habernos pasado a nosotros en vez de a ellos. ¿No es eso lo que quieres decir? Nos hemos olvidado de ellos nuevamente. Y es probable que dentro de cinco minutos encontremos otra excusa para volver a ignorarlos.
David apretó la hierba en su mano, y la arrojó luego en el río. Rápidamente desapareció entre las turbulentas aguas.
—Nosotros no podemos hacer nada más —dijo.
Ann, que hacía de muerto en la partida, puso la radio para escuchar las noticias de las nueve. John, que no tenía triunfos, había declarado tres bazas imposibles de conseguir por los otros, principalmente para evitar que Roger y Olivia acumularan tantos, ya que sólo necesitaban treinta más para ganar la serie de juegos. Con la mirada fija en sus cartas, John frunció el entrecejo.
—¡Venga, hombre! —apremió Roger Buckley—. ¿Por qué no echas ese nueve?
De los amigos que había hecho en el ejército, Roger era el único con el que John mantenía una estrecha relación. A Ann no le había gustado mucho en el momento de conocerle, y la mayor relación no había conseguido de ella sino algo más de tolerancia. A Ann le desagradaban casi tanto sus corrientes aires de colegial como sus rarísimos períodos de ruda depresión, y aún le gustaba menos lo que ella consideraba como una dureza esencial que se adivinaba detrás de ambos aspectos de su personalidad visible.
Ella estaba razonablemente segura de que él era consciente de estos sentimientos, pero al igual que hacía con otras muchas cosas, Roger no los tenía en cuenta por considerarlos triviales. En el pasado, tal actitud había aumentado el disgusto de ella, y si no hubiera sido por otra cuestión habría apartado a John de esta amistad.
La otra cuestión era Olivia. Cuando Roger, poco después de su primer encuentro, había traído consigo a aquella muchacha tímida, tranquila y más bien grandullona, y la había presentado como su prometida, Ann, sorprendida, confió sin embargo en que aquel noviazgo —el último de bastantes, según explicó John— nunca terminaría en boda. Pero se equivocó. Creyendo que Roger abandonaría pronto a Olivia, Ann se interesó en seguida por ella, y consecuentemente, después de celebrarse el matrimonio, pretendió continuar con su actitud protectora para cuando Roger mostrara su verdadero juego. No obstante, tuvo que pasar por la humillación de descubrir poco a poco que Olivia no sólo seguía disfrutando de lo que parecía ser un matrimonio completamente feliz, sino que ella también, en sus pequeñas crisis, había llegado a depender muchísimo de la comprensión cálida y apacible de Olivia. Y sin gustarle más Roger, se hallaba más dispuesta a tolerarle por causa de Olivia.
John puso un diamante pequeño junto al rey y la sota del muerto. Olivia, sin alterarse, echó un ocho. John dudó, pero luego puso la sota. Roger, riendo triunfalmente, puso la reina encima.
En la radio, y con el tono de la B.B.C., una voz dijo:
«En el informe que ha publicado hoy el Comité de Emergencia a Favor de la China, organismo de las Naciones Unidas, se declara que los muertos habidos por el hambre en dicho país no han sido menos de doscientos millones...»
—El muerto parece flojear en corazones —observó Roger—. Creo que vamos a seguir probando ese palo.
—¡Doscientos millones! —exclamó Ann—. ¡Es increíble!
—¿Y qué son doscientos millones? —preguntó Roger—. Hay un montón de chinos en China. Los habrán recuperado de nuevo en un par de generaciones.
Ann ya se había enfrentado antes al cinismo de Roger, y prefirió dejarlo ahora. Su mente estaba absorta en los horrores de su propia imaginación.
«Una declaración posterior —continuó la voz del locutor— ha revelado que las pruebas efectuadas en los campos con el Isótopo 717 demuestran que éste es capaz de ejercer un control casi completo sobre el virus Chung-Li. El Ala Aérea de Socorro, departamento recientemente constituido en las Naciones Unidas, va a llevar a cabo una urgente operación fundamentada en el rociamiento de todos los arrozales con este isótopo. Se espera que de aquí a unos días haya la suficiente cantidad del isótopo como para cubrir todos los campos de arroz inmediatamente amenazados, y en el plazo de un mes los restantes.»
—Gracias a Dios, hombre —dijo John.
—Cuando acabes tu «Magníficat» —replicó Roger—, atiende ese corazoncito.
Olivia, en tono indulgente, protestó:
—¡Roger!
—Doscientos millones —continuó John—. Un gigantesco monumento al orgullo y la obstinación humanas. Si hubieran dejado que nuestra gente trabajara sobre el virus seis meses antes, todas esas personas estarían ahora vivas.
—Hablando de gigantescos monumentos al orgullo humano —intervino Roger—, y puesto que insistes en ahorcarte ese as de corazones, ¿cómo va tu pequeño Taj Mahal
[2]
? He oído rumores acerca de problemas laborales.
—¿Hay algo de lo que tú no te enteres?
Roger trabajaba en el departamento de relaciones públicas del Ministerio de Producción. Vivía en un mundo de chismes e hipocresía que, según Ann, nutría su natural inhumanidad.
—No es nada importante —siguió Roger—. ¿Crees que lo terminaréis en la fecha prevista?
—Informa a tu ministro —respondió John— que diga a su colega que no tiene necesidad de preocuparse. Su lujosísima vivienda estará acabada puntualmente.
—La cuestión es —comentó Roger— si el tal colega va a poder disfrutarla.
—¿Otro rumor?
—Yo no lo llamaría rumor. Podría ser desde luego que ese individuo estuviera bien agarrado a la cartera ministerial. Será interesante comprobarlo.
—Roger —preguntó Ann—, ¿tanto te divierte la contemplación de las desgracias humanas?
En cuanto hubo pronunciado la última palabra, Ann lamentó haberse dejado arrastrar a aquella reacción. Roger fijó en ella una mirada divertida; puso cara de engañosa compasión, con la barbilla aparentemente recogida y unos grandes ojos castaños.
—Yo soy el chiquillo que nunca creció —dijo—. Si tú tuvieras mi edad, seguramente que te reirías también al ver resbalar a los gordos en cáscaras de plátano. Lo que te pasa a ti es que imaginas a esa gente teniendo que dejar los cargos y abandonando tras ellos a una serie de esposas desesperadas y a unos hijos desnutridos. Déjame que me divierta con mis juguetes a mi antojo.
—No tiene arreglo —observó Olivia—. Y tú, Ann, no le hagas caso.
Había hablado con la divertida tolerancia e indulgencia que una madre suele mostrar hacia un niño caprichoso. Pero —Ann pensó irritada—, lo que es lógico en el trato con un niño, no hay que considerarlo por eso adecuado en la relación con un adulto moralmente atrasado.
Con la mirada puesta todavía en Ann, Roger prosiguió:
—Lo que vosotros, gente sensible, debéis tener en mente es que las cosas, por el momento, están de vuestra parte, es decir, vivís en un mundo en el que todo está a favor del ser sensible y civilizado. Pero esa es una cuestión precaria. Contad los años de civilización que ha habido en China, y mirad lo que acaba de pasar allí ahora. Cuando las tripas empiezan a rugir, la carcajada recobra de nuevo su valor.
—Me siento inclinado a estar de acuerdo con quienes piensan que eres un caso de retroceso, Roger —dijo John.
—En algunos aspectos —indicó Olivia—, él y Steve vienen a ser de la misma edad.
Steve era el hijo de nueve años de los Buckleys; Roger estaba tanto por él, que ni siquiera le dejaba ir solo al colegio. El niño era más bien pequeño, indudablemente precoz, y capaz de cometer salvajadas primitivas.