Read La muerte de la hierba Online

Authors: John Christopherson

Tags: #Ciencia Ficción

La muerte de la hierba (2 page)

BOOK: La muerte de la hierba
9.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La bajada la realizó con agilidad, pero con cuidado, ya que si bien pensaba y se movía con celeridad, no era excesivamente temerario. Cuando llegó a la grieta, que se hallaba a unos cinco metros por encima de las oscuras y revueltas aguas, John descubrió que no era más que una simple raja en el suelo. Contrariado, buscó un nuevo motivo que diera satisfacción a su afán de aventura. Observó que, directamente sobre el borde del río, la roca se curvaba y se convertía en una especie de banco saliente. Desde ahí, quizá, podría meter un pie en las impetuosas aguas. Era menos gratificador que el hallazgo de una cueva, pero mejor sin duda que el regreso, frustrado, a la granja.

Ahora descendía con más prudencia aún. La pendiente estaba mojada y el ruido del Lepe sonaba a gruñido amenazador. Cuando por fin llegó al saliente rocoso, se dio cuenta de que tampoco podría hacer gran cosa desde él.

No obstante, ya le obsesionaba la idea de meter por lo menos un pie en el agua; eso habría bastado para satisfacer el objetivo que se había propuesto. Apretándose, pues, torpemente contra la pendiente, bajó la mano para desabrocharse la sandalia del pie derecho. Al hacerlo, el pie izquierdo resbaló en la roca lisa. Consciente de que caía, el muchacho trató furiosamente de agarrarse a algo, pero no había asideros para sus manos. Las aguas del Lepe, frías a pesar de hallarse en pleno verano, y salvajemente golpeaduras, le abrazaron al caer.

Aunque nadaba muy bien a pesar de su corta edad, era impotente contra la violencia de este río. La corriente le arrastró a las profundidades del canal que el Lepe había formado para sí durante siglos, mucho antes de que los Beverleys, u otros, llegaran para labrar sus orillas. Al igual que hacía con los guijarros de su lecho, el río rolaba a John para arrancarle a un tiempo la respiración y la vida. El muchacho no se daba cuenta de nada excepto de la opresiva violencia de las aguas y de su sofocante pulso.

Entonces, de repente, vio que disminuía la oscuridad que le rodeaba y que la luz del sol se filtraba a través de las aguas, todavía violentas, pero no de gran profundidad. Haciendo un último esfuerzo, luchó por alcanzar una posición superior y su cabeza pudo salir a la superficie. Después de respirar temblorosamente, comprobó que se encontraba próximo al centro del río. Como la fuerza de éste era demasiado grande, no podía mantenerse en pie, pero corría o nadaba a trechos con la corriente mientras era arrastrado hacia el paso que señalaba el final del valle.

Una vez fuera del valle, el río adquiría un curso más lento. Unos noventa metros más abajo el muchacho pudo nadar desmañadamente a través de unas aguas algo más calmadas; cuando alcanzó la orilla, se dejó caer sobre ella. Empapado y exhausto, contempló la longitud de la volteadora avenida de agua que, en tan poco tiempo, le había llevado a él hasta aquel lugar. Todavía tenía puesta la mirada en el río cuando oyó el sonido de un carruaje ligero que subía por el camino e, instantes después, la voz de su abuelo.

—¡Eh, John! ¿Has estado nadando?

El muchacho se levantó tambaleante, y dando un traspié fue a caer junto al vehículo. Los brazos de su abuelo le recogieron y le alzaron del suelo.

—Estás temblando, hijo. ¿Entonces es que te has caído en el río?

La mente de John seguía estando agitada; con frases entrecortadas y voz apagada contó cuanto pudo. El anciano le escuchaba atentamente.

—Parece que hayas nacido para servir de muestra. Un hombre hecho no hubiera dado demasiado por su piel de haberse encontrado en una situación semejante. ¿Y dices que haciendo pie en el fondo saliste a la superficie? Mi padre solía hablar de un banco de arena en medio del Lepe, pero nadie quiso ir a comprobarlo. Es bastante hondo por ambas orillas.

Miró a su nieto, que ahora empezaba a tiritar, y más a causa de la experiencia vivida que por ningún otro motivo.

—Pero no tiene sentido que yo me esté aquí hablando toda la tarde. Hay que llevarte a casa y ponerte ropas secas. ¡Vamos, «Flossie»!

Mientras su abuelo hacía restallar el pequeño látigo, John dijo, rápidamente:

—Abuelo..., no le dirás nada a mamá, ¿verdad? Te lo ruego...

—¿Y cómo lo vamos a evitar? —replicó el anciano—. No tiene más remedio que verte calado hasta los huesos.

—Creo que podría secarme... al sol.

—¡Ay, pero no esta semana! Sin embargo..., tú no quieres que ella sepa que te has dado un chapuzón. ¿Temes que te regañe?

—No.

Sus ojos se encontraron.

—Está bien —dijo el hombre—. Reconozco que debo guardarte el secreto, hijo. ¿Qué te parece si te llevo a casa de los Hillen y te secas allí? En alguna parte tendrás que hacerlo.

—Sí —respondió John—. Eso no me importa. Gracias, abuelo.

Las ruedas del carruaje crujían sobre el escabroso camino de piedras que serpenteaba por la hondonada; cuando avistaron la granja Hillen el anciano rompió el silencio:

—Así que quieres ser ingeniero, ¿eh?

John apartó su fascinada mirada del impetuoso Lepe.

—Sí, abuelo —contestó.

—¿Entonces no te atrae la agricultura?

—No particularmente —replicó con cautela el muchacho.

El abuelo, aliviado, añadió:

—No, creo que no.

Empezó a decir algo más, pero se detuvo. No fue hasta después de aproximarse a los edificios de la granja Hillen cuando el anciano continuó:

—Me alegro de ello. Reconozco que yo amo más la tierra que mucha gente, pero hay casos en los que no merece la pena poseerla. La mejor tierra del mundo podría ser infecunda si siembra la discordia entre hermanos.

Luego tiró de las riendas al caballo y llamó a Tess Hillen.

1

Un cuarto de siglo más tarde los dos hermanos se hallaban de pie junto a la orilla del Lepe. David levantó su bastón y señaló a lo lejos, hacia la ladera de la montaña.

—¡Por allá van!

Siguiendo la indicación de su hermano, John divisó dos pequeñas figuras que subían trabajosamente por la pendiente. Se echó a reír.

—Como es habitual, Davey es quien marca el paso, pero yo apostaría a que la resistencia de Mary la lleva a coronar la cima en primer lugar.

—Recuerda que ella es un par de años mayor.

—Eres un mal tío. Te inclinas por el sobrino con demasiado descaro.

Ambos sonrieron. Luego dijo David:

—Es una buena chica, pero Davey... es Davey.

—Deberías haberte casado y haber tenido hijos.

—Nunca dispuse de tiempo para cortejar a nadie.

—Me parece —replicó John— que para vosotros los agricultores, eso y el plantar coles no encierra ninguna dificultad.

—Sin embargo, yo no planto coles. En estos tiempos no tiene sentido cultivar otra cosa sino trigo y patatas. Eso es lo que quiere el gobierno y eso es lo que les doy.

John le miró divertido.

—Me agrada de ti esa parte de granjero honrado y terco. ¿Pero qué me dices de tu ganado para carne y leche?

—Te estaba hablando de las cosechas. De todos modos, creo que el ganado para leche tendrá que desaparecer. Necesitan más tierra de la que se merecen.

John movió la cabeza.

—No puedo imaginarme el valle sin vacas.

—La vieja suposición falsa del hombre de la ciudad —dijo David—, que cree en la inmutabilidad de lo rural. Pero el campo cambia más que la ciudad. En la ciudad todo se reduce a una cuestión de edificios distintos, quizá mayores y más feos, pero la cosa no pasa de ahí. Cuando el campo cambia, lo hace de un modo mucho más fundamental.

—Podríamos discutir eso —atajó John—. Al fin y al cabo...

David miró por encima de su hombro.

—Aquí viene Ann —exclamó.

Y cuando ella se hallaba a una distancia desde la que podía oírle, añadió:

—¡Y tú me preguntas por qué no me he casado!

Ann cogió a ambos hermanos por los hombros. Luego explicó:

—Lo que me gusta del valle es la alta calidad de los cumplidos. ¿Quieres saber realmente por qué no te has casado, David?

—A mí me ha dicho que por no tener nunca tiempo —intervino John.

—Eres un ser híbrido —le dijo Ann—. Tienes lo suficiente de granjero como para saber que una esposa debería ser una esclava, pero como eres de la nueva ola y has recibido instrucción universitaria, tienes la decencia de sentirte culpable por ello.

—¿Y cómo conocer la forma en que yo trataría a mi mujer? —preguntó David—. ¿Pretendiendo que yo llegue al extremo de casarme? ¿La unciría al yugo cuando se estropeara el tractor?

—Eso dependería de ella, de si era capaz de dominarte o no.

—¡Quizás te atara al arado! —comentó John.

—Ann, tienes que buscarme una que me domine. Seguro que alguna de tus amigas se atrevería a vivir con un zoquete de Westmorland.

—Me tienes desalentada —respondió Ann—. Fíjate con cuánto interés lo he intentado y nunca ha llegado la cosa a ninguna parte.

—¡Y qué quieres! Todas ellas eran de pecho liso y con gafas, tenían los dedos sucios y un
New Statesman
escondido detrás de la oreja izquierda; o si no, llevaban vestidos escoceses de divertidos colores, nailon por todas partes y zapatos de tacón alto.

—¿Y qué me dices de Norma?

—Norma quiso ver al semental cubriendo a una de las yeguas —respondió David—. Pensaba que eso sería una experiencia muy interesante.

—Bueno, ¿y qué tiene eso de malo en la esposa de un granjero?

—No sé qué decirte —protestó, secamente, David—. Pero aquello confundió al viejo Jess cuando la oyó. A pesar de lo cómicas que puedan ser, tenemos nuestras toscas pero eficaces nociones respecto al decoro.

—Es lo que yo te he dicho —replicó Ann—. Sigues estando parcialmente civilizado. Te quedarás soltero toda tu vida.

David sonrió.

—Lo que me gustaría saber es si voy a poder convertir a Davey a mi condición de bárbaro.

—Davey va a ser arquitecto —intervino John—. Deseo tener planes sensatos para desarrollar en mi vejez. Deberías ver la monstruosidad a la que estoy contribuyendo ahora.

—Davey será lo que desee ser —atajó Ann—. Creo que su idea actual es la de que va a ser montañero. ¿Y qué me dices de Mary? ¿No os vais a pelear por ella?

—No me imagino a Mary como arquitecto —dijo su padre.

—Mary se casará —añadió el tío— como cualquier mujer digna.

Ann contemplaba a los dos hermanos.

—Sois realmente un par de salvajes —observó—. Supongo que todos los hombres lo son. Pero la capa de civilización de David está desde luego más resquebrajada.

—¡Vaya, hombre! —replicó David—. ¿Y qué tiene de malo el dar por sentado que una buena mujer ha de casarse?

—Yo no me sorprendería si Davey se casa también —dijo Ann.

—En mi año de universidad —empezó a explicar David— había una chica que siempre estaba dándonos la lata con la teoría, y por lo que me dijeron, desde los catorce años había estado administrando más o menos la granja que su padre tenía en Lancashire. Ni siquiera se graduó. Se casó con un aviador norteamericano y se marchó a vivir con él en Detroit.

—Y por eso —observó Ann— no tenéis que preocuparos de vuestras hijas, quienes inevitablemente se casarán con aviadores norteamericanos y se irán a vivir a Detroit.

David sonrió con calma.

—Bueno —dijo—, algo así.

Ann le lanzó una mirada en la que había por igual tolerancia y exasperación, pero no hizo ningún otro comentario. Los tres echaron a andar en silencio por la orilla del río. El aire tenía la fuerza de mayo; el cielo era azul y blanco, con nubes que cruzaban lentamente la añil bóveda celeste. En el valle, y debido al marco que le proporcionaban las montañas circundantes, uno era más consciente del cielo. Una sombra avanzó hacia ellos, les envolvió por completo, y luego les devolvió nuevamente a la luz solar.

—Qué tierra tan pacífica —dijo Ann—. Eres afortunado, David.

—No os vayáis el domingo —sugirió él—. Quedaros aquí. Como Luke está enfermo, vamos a necesitar ayuda extra para las patatas.

—Mi monstruosidad me llama —replicó John—. Y los niños no harán nunca aquí sus tareas de vacaciones. Me temo que tendremos que volver a Londres según lo previsto.

—Hay tanta riqueza por todas partes. Mirad todo esto, y luego pensad en los pobres y desdichados chinos.

—¿Qué se dice últimamente? ¿Oísteis las noticias antes de salir?

—Los norteamericanos están enviando más barcos cargados de grano.

—¿Se sabe algo de Peking?

—Oficialmente, no. Se supone que está ardiendo. Y en Hong Kong se han visto obligados a repeler los ataques a la frontera.

—Una forma muy fina de decirlo —dijo, ásperamente, John—. ¿Visteis alguna vez aquellas viejas fotografías de las plagas de conejos en Australia? Mallas de alambre de tres metros de alto, y conejos, cientos, miles de conejos apilados contra ellas, subiéndose unos encima de los otros hasta que al fin escalaban las barreras o éstas caían bajo el peso de los animales. Eso es lo que pasa ahora en Hong Kong, con la salvedad de que no son conejos, sino seres humanos los que se amontonan junto a la verja.

—¿Crees que la situación es tan mala? —preguntó David.

—Peor aún. Los conejos avanzan únicamente por el instinto ciego del hambre. Pero los hombres son inteligentes, y por lo mismo hay que tomar medidas más duras para detenerlos. Supongo que ahora disponen de suficientes municiones para sus armas, pero seguro que dentro de poco tendrán bastantes.

—¿Crees que caerá Hong Kong?

—Sin duda. La presión seguirá aumentando. Quizás les ametrallen primero desde el aire, y les arrojen bombas y napalm, pero por cada uno que maten tendrán cien que vendrán del interior para reemplazarlo.

—¡Napalm! —exclamó Ann—. ¡Oh, no!

—¡Y qué más da! La alternativa es esa o evacuarlos, y no hay barcos suficientes para evacuar a todo Hong Kong a tiempo.

—Pero aun en el caso de que tomen Hong Kong —intervino David—, no habrá bastantes alimentos para darles las tres comidas completas, y entonces volverán al punto de partida.

—¿Tres comidas completas? Me parece que ni siquiera una. Pero ¿qué importancia tiene eso? Esa gente está hambrienta, y cuando uno se halla en ese estado es capaz de asesinar por una migaja.

—¿Y la India? —preguntó David—. ¿Y Birmania? ¿Y el resto de los países asiáticos?

—Sólo Dios conoce su suerte. Pero al menos ya están advertidos. El gobierno chino, al resistirse a admitir que se estaban enfrentando a un problema insuperable, ha sido el que ha empeorado la situación.

BOOK: La muerte de la hierba
9.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Moon Zero Two by John Burke
Bait for a Burglar by Joan Lowery Nixon
Ashes and Memories by Deborah Cox
The Executioner's Song by Norman Mailer
Smuggler's Moon by Bruce Alexander
The Sandman by Lars Kepler
The Beast That Was Max by Gerard Houarner


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024