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Authors: Álex Rovira,Francesc Miralles

Tags: #Intriga, #Histórico

La luz de Alejandría (8 page)

Por si fuera poco, otros estudiosos argumentan que la expoliación del templo de sabiduría anexo, que todavía acumulaba cuarenta mil rollos, llegó tras la muerte de Hypatia, la primera filósofa de la historia, en el año 415. Al parecer, esta maestra griega, que nunca quiso bautizarse, fue tomada, golpeada y arrastrada por toda la ciudad hasta el crematorio donde fue quemada por un grupo de cristianos que luchaban contra lo pagano.

Desapareciera de una forma u otra, se cree que las obras completas de Aristóteles se conservaban en la Gran Biblioteca, así como veinte versiones distintas de la
Odisea
. Por no hablar de los libros atribuidos a Hermes Trimegisto, que lamentablemente se perdieron.

Quizás la teoría más sencilla sea la acertada: puede que la institución muriera lentamente como consecuencia de la falta de financiación, la revolución cristiana, la invasión musulmana o el clima húmedo de la costa de Alejandría, de la misma forma que si algún manuscrito sobrevivió a todas estas causas, simplemente se desintegró. «Los libros se pudren», apunta Roger Bagnall, historiador de la Universidad de Columbia.

Sea como fuere, todavía quedan muchos interrogantes por resolver y cientos de incógnitas en el aire sobre cómo se produjo esa pérdida incalculable de sabiduría que nos pertenece a todos y que no hemos sabido encontrar.

¿Seguirán esos tesoros en forma de rollo de papel escondidos en algún lugar de Alejandría? ¿Existe alguna especie de complot que impide que los seres humanos nos enriquezcamos con esos hallazgos? ¿Estarán las ruinas de la Gran Biblioteca en el fondo del mar? ¿O simplemente… nunca existió?

Los fantasmas de Famagusta

Antes de que el sol alcanzara el ecuador del día me hice llevar por un taxi ilegal de vuelta a Nicosia. Esta vez el conductor era un joven del pueblo, mucho más dicharachero que el chófer del mostacho que me había conducido hasta Lefke.

Calculé que tendría poco más de veinte años. Aunque era más bien enjuto, sus brazos musculosos denotaban que estaba acostumbrado al trabajo físico. Enseguida demostraría que la lengua tampoco era un músculo que tuviera desentrenado.

—¿Adónde te llevo, amigo? —dijo en correcto inglés—. Me conozco las mejores playas del norte de Chipre.

—Gracias, pero quiero volver a la capital cuanto antes. He dejado toda mi ropa allí y necesito cambiarme.

—Como quieras, amigo. Pero podemos hacer una parada en Famagusta, la ciudad fantasma. A los extranjeros les gusta visitarla, aunque tampoco está permitido pasearse por ahí. Pero tú tranquilo, sé desde dónde podemos ver el paseo marítimo y todo eso.

—Pero… ¿de qué me estás hablando? —dije ante la charlatanería de aquel liante—. ¿Una ciudad fantasma?

—Eso mismo, amigo. Famagusta. Antes de la guerra era una ciudad de cuarenta y cinco mil habitantes, además de los miles de turistas que llenaban los hoteles a pie de playa. Ahora la ONU prohíbe que nadie viva allí. ¡Están locos! Por eso se ha convertido en una ciudad fantasma. Desde 1974 los edificios, las tiendas, las calles… todo está desierto. Es como si hubiera caído una bomba de neutrones. Todo sigue igual que entonces, pero no hay nadie.

De repente me interesó conocer la visión del otro lado de aquel conflicto, que tenía muchas más aristas de las que había imaginado. Abrí del todo la ventanilla —aquel coche no tenía aire acondicionado—, antes de preguntar al joven taxista:

—¿Y adónde se fueron?

—Al otro lado de la línea verde, por supuesto. La mayoría eran griegos. Ellos expulsaron a los turcos del sur, aunque eso no lo dicen nunca, y nosotros hicimos lo mismo con ellos. Cada cual en su casa.

—¿Y dices que la ONU obliga a que la ciudad esté vacía?

—Sí, una resolución de la época dice que en Famagusta no puede haber nadie a excepción de los habitantes originales de la ciudad. Por lo tanto, hace casi cuarenta años que no hay nadie. Todo está vacío como un museo. Habiendo tanta gente que no tiene un techo digno… ¡es estúpido!

No me atreví a opinar sobre aquello. El chófer respetó mi silencio apenas un par de minutos. Luego me miró de reojo y me preguntó con voz alegre:

—¿Te ha gustado Lefke?

—La verdad es que no he visto mucho —dije sorprendido de que sacara ahora el tema—. Sólo quería conocer al Sheikh Nazim.

—Un hombre santo.

—Eso he oído decir.

—El sufismo es una casa hospitalaria donde todos están invitados —dijo repentinamente serio—. Deberías quedarte un poco más por aquí. Conozco un café, en una aldea cercana a Famagusta, donde hay un viejo que sabe contar más de trescientas historias de Nasrudín. Sólo habla turco, pero yo puedo hacer de intérprete. Barato, amigo.

Me pareció entrañable la insistencia de aquel chaval, así que traté de no parecer tajante.

—Tal vez en otra ocasión. ¿Quién es Nasrudín?

—¿No lo conoces? —preguntó asombrado—. Es un personaje que aparece en muchos relatos tradicionales de nuestra cultura. Lo llaman «el sabio tonto» porque parece simplón, pero siempre acaba dando una lección a quien se acerca a él. ¿De verdad que no has oído hablar de Nasrudín?

Negué con la cabeza mientras reconocía ya la silueta de la gran mezquita de Nicosia, dos imponentes minaretes construidos sobre algo parecido a una catedral.

—Una de estas historias cuenta que Nasrudín acompañaba una procesión fúnebre y varias personas temerosas de Dios se acercaron a preguntarle: «En estos casos, ¿dónde es más conveniente ir: al frente, en la parte trasera o al lado?».

»Nasrudín se los quedó mirando y les respondió: “¡No importa dónde, mientras no vayas dentro del ataúd!”.

El joven taxista estalló a reír mientras conducía el vehículo por una de las calles que llevaban al centro. Desde allí, me bastarían veinte minutos a pie para volver a mi hotel, al otro lado de la línea verde. Tan cerca y tan lejos.

—¿En qué piensas, amigo? ¿Vamos a Famagusta? No se tarda tanto.

—Otra vez será. Ahora quiero ir a mi hotel.

—Okey, entonces págame.

Saqué de mi cartera dos billetes de 20 euros, el precio que había pactado con él para el viaje. Cuando el dinero estuvo en su mano, abrió los ojos con sorpresa.

—Cuarenta por haberte traído hasta aquí, pero ahora tienes que pagarme el viaje de vuelta, amigo. Son otros cuarenta.

—No hemos hablado en ningún momento de pagar la vuelta —dije muy firme.

Lamentablemente para mí, aquel jovenzuelo había aprendido mucha retórica, lingüística y mental, de los cuentos de Nasrudín. No sería fácil doblegarle.

—Que no hayamos hablado de la vuelta no significa que no tenga que volver, amigo. Eso se sobreentiende. A no ser que me quieras pagar un hotel aquí en Nicosia para que me quede de vacaciones. Soy de Lefke, ¿lo has olvidado? Y la gasolina cuesta una pasta. ¿Quién me paga la vuelta?

En aquel momento mi teléfono móvil vibró dos veces en mi bolsillo. Consciente de que en aquella discusión tenía todas las de perder, levanté la mano para que me dejara un momento en paz y miré la pantalla.

Sarah Brunet había escrito. Pese al calor y al sablazo que estaba a punto de pagar, me dije que no podía recibir una noticia mejor:

Ya estoy en Nicosia. Voy a relajarme un rato en los baños turcos. ¿Me quieres acompañar? Las parejas pueden entrar juntas.

Antes de hacer al taxista una contraoferta de 20 euros por la vuelta, algo que sabía que no iba a aceptar, respondí rápidamente:

¿Baños turcos? ¿En qué parte de Nicosia estás?

La respuesta no tardó ni cinco segundos en llegar:

Está claro, ¿no? Si estuviera en la parte ocupada, simplemente lo llamarían «baños».

La ley de la atracción

Sólo cruzar la línea verde, había recordado que los «baños turcos» se encontraban justo al lado del Herodos, la taberna frecuentada por el propietario de mi hotel.

Mientras me preguntaba dónde se habría alojado la bella francesa, me dije que el lugar de la cita no podía ser más adecuado. Después de un día y medio en el polvoriento norte de la isla, si algo necesitaba urgentemente era un baño.

El Hamam Omerye resultó datar del siglo XIV, según constaba en una placa en la entrada de los baños. Al parecer, originalmente había sido una iglesia de los agustinos hasta que, en 1571, fue convertido en mezquita al creerse que el profeta Omar había elegido ese lugar para descansar en su visita a Nicosia.

En el siglo XXI, tras una impecable restauración, había pasado a ser un spa de lujo donde podían acudir hombres y mujeres por separado o en parejas, tal como había dicho Sarah por SMS.

Una elegante recepcionista me dijo que mi entrada ya estaba pagada y que mi compañera me esperaba en un reservado, en el salón previo a los baños. Acto seguido, me sirvió una humeante taza de té verde y me condujo hasta un entarimado elevado con una gruesa cortina.

Había media docena de reservados como aquél, todos ellos con las cortinas echadas. Supuse que estaban llenos de parejas que, mientras tomaban una infusión, se preparaban para la sauna, aunque seguro que ninguna era tan insólita como la nuestra.

Después de haber hecho el amor una sola vez y de un par de besos de propina, no había vuelto a saber de Sarah Brunet. Hacía ya más de un año. No había contestado a mis llamadas ni a los correos electrónicos. Sin embargo, ahora me esperaba en aquel lujoso spa robado a los turcos.

Un delgado brazo enfundado en un albornoz asomó entre las cortinas y me ayudó a subir. Tuve que esforzarme para que el té ardiendo no acabara en el suelo. Luego la francesa volvió a cerrar el pequeño espacio.

Asombrado de encontrarme allí con ella, fui incapaz de saludarla ni siquiera con dos besos en las mejillas. Me limité a mirarla anonadado, mientras esperaba a que dijera algo.

Sarah se había dejado crecer el pelo, ésa era la única diferencia. Sus ojos de un azul imposible seguían brillando en la piel blanca como dos lagunas profundas en medio de la nieve. Mi mirada se trasladó a sus largas piernas, que había doblado en tijera para acomodarse en aquel pequeño nido.

No tuve inconveniente en sacarme la ropa sudada delante de ella para enfundarme mi propio albornoz. Sarah me contemplaba con una sonrisa apenas esbozada que podía significar cualquier cosa. Tal vez yo aún le gustara un poco, o bien se estaba riendo de mí, aunque también podían ser ambas cosas a la vez.

Una vez cubierto como ella, decidí romper el hielo.

—Se me hace extraño encontrarte en un
hamam
después de tanto tiempo sin saber de ti.

—Tal vez no había nada que saber —dijo sosteniendo con delicadeza la taza de té—. Hay meses y años que son como si no hubieran existido.

—Dímelo a mí. Al final casi tendré que dar las gracias a Marcel Bellaiche por dejarse matar junto al faro.

—No seas cínico —repuso mientras me daba una suave patada con el pie desnudo—. Le debes un respeto, aunque sólo sea porque has llegado hasta aquí con su dinero.

—Eso es cierto. Pero ahora voy a bajar a los baños turcos. ¿Sabes si hay que entrar desnudo?

Para mi decepción, el funcionamiento del
hamam
resultó ser distinto del de una sauna. Tras pasar por duchas separadas, cada miembro de la pareja tenía que envolverse en una toalla grande para acceder a la joya de la corona: la piedra caliente.

Se trataba de una elevación marmórea de forma octogonal en el centro de una sauna de vapor. En aquel momento no había nadie, así que aproveché para tenderme boca abajo mientras Sarah hacía lo mismo a mi lado.

La relajante sensación de fundirme sobre aquella piedra empezó a hacerse insoportable —al menos para mí— al cabo de un par de minutos. Mientras la francesa parecía adormecida en aquel infierno húmedo, tuve que levantarme a buscar agua fresca para remojarme.

Tras tumbarme otra vez boca arriba, pensé que no me apetecía hablar todavía de Marcel y de aquellos malditos faros. Me limité a preguntarle:

—¿Desde cuándo lees a Rhonda Byrne?

—No la he leído nunca —dijo dándose la vuelta con suavidad.

—Pero en tu mensaje me dijiste que Hermes Trimegisto ya explicaba la ley de la atracción miles de años antes.

—Y es así. No he leído
El Secreto
, pero sé lo que la gente ha extraído de allí. Y me da pena constatar que crean en un mensaje tan simplificado y banal. Han reducido las siete leyes del universo de Hermes, que explican el poder de la mente, a una sola: la ley de la atracción. Ese libro ha extendido la creencia de que todo lo que nos sucede lo atraemos a través de lo que pensamos, ya que cada persona es un gran imán.

—Dicho de otro modo, todo es mental —empecé a formular—. Lo que proyectamos en la mente es lo que nos acaba sucediendo. Por lo tanto, si me convenzo de que me va a tocar la lotería, el número que he comprado tendrá que salir por narices.

—Ojalá fuera así —sonrió Sarah—, pero es imposible que la ley de la atracción funcione en este tipo de cosas.

—Pues son estas cosas las que la gente quiere atraer. ¿Por qué dices que es imposible?

—Porque implica deseos que se anulan entre sí. Si tú compras un número de lotería y te conjuras para que te toque el gordo y yo hago lo mismo con un número distinto, ¿a quién sonreirá la suerte?

—A nadie —dije llegando al límite del calor que podía soportar.

—Ajá. Lo mismo sucede en los campos de fútbol del sur de Europa. Si te fijas, en muchos partidos, jugadores de ambos equipos se santiguan al entrar en el campo. ¿A quién ayudará Dios? Si asiste a unos para la victoria, está provocando la derrota de otros que se han encomendado a él con el mismo derecho.

—No ayudará a nadie.

—Eso es. Dios pasa de los partidos de fútbol y de los décimos de lotería.

«Y de tantas otras cosas», estuve a punto de decir, en cambio me levanté a remojarme de nuevo con agua fresca. Aquella sauna empezaba a resultarme insoportable.

Para mi sorpresa, al regresar a la piedra caliente, Sarah ya no estaba allí. Imaginé que se había ido directa a la ducha para luego volver al reservado e hidratarse con otra taza de té.

Pasé bajo el chorro de agua fría antes de salir del
hamam
con una mezcla de calma y contenida excitación.

Efectivamente, Sarah estaba en el reservado y tomaba su té ya vestida con el albornoz. Tras correr las cortinas para que nadie nos viera, mis ojos volvieron a posarse en aquellas piernas que hubiera deseado acariciar, así como en su cuello blanco y tentador. Tal vez porque el calor había alterado mis sentidos, me atreví a decir:

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