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Authors: José León Sánchez

Tags: #Histórico, Relato

La isla de los hombres solos (27 page)

Ya el tiempo en que en esas cocinas improvisadas se compraban ratas y algún perro o gato desesperado caído de una lancha, que llegara nadando a la isla, había pasado a la historia. Ahora en esas cocinas, propiedad de los reos, se encontraba hasta camarones que los cocineros hallaban debajo de las piedras en los muchos arroyos que tiene la isla y sin contar también carne de tortuga y el buen frasco de chan con hielo. El chan se daba en la isla por toneladas, y allá en el ayer que se había ido, nosotros muchas veces íbamos a buscar chan, el que masticábamos como si fueran granos de maní.

Para este día yo trabajé en una alcancía hecha de conchas marinas que logré incrustar graciosamente en una tabla de cedro y me quedó muy bonita. La alcancía, los tres colones, una pata de pollo y «muchas gracias, señora», era lo que pensaba dar a la mujer que… a cambio de un beso.

—Esta cajita para alcancía se la daré a la mujer que se esté conmigo —decía yo lleno de orgullo por la obra, mostrándola a los muchachos en el mismo acto que con un pañuelo le quitaba un poquito de polvo.

Y fueron las diez de la mañana.

El reloj marcó las diez y media.

Y vinieron las doce del día sin que apareciera la lancha. A la una de la tarde las mujeres ya no llegaron. Los compañeros, corridos, como cuando se anuncia un baile y no se realiza por no llegar la marimba, se fueron para sus casas y sus bartolinas y se cambiaron la ropa limpia por sus harapos de entre semana y sus pantalones cortos.

Si bien todos estábamos un poco con semejanza a la estampa del desengaño, yo lo estaba más que ninguno.

Habíamos pasado años y años en la espera de una mujer a la que podía dar caricias sobre su cabello lindo, darle un beso en los labios, meterme dentro del temblor de su vientre y me dolía la burla porque jamás tuve desahogos sexuales con «las mujeres del penal» y ahora estaba ahí todo corrido.

Pero todavía persistía en mi fe. Al fin y al cabo la lancha no había llegado. El capitán manifestó que si no regresaba antes de las diez de la mañana, era por alguna dificultad o porque las mujeres no querían venir.

—Ya te lo decía yo, ya te lo decía, que todas las mujeres son iguales… Por plata o sin plata, son iguales y ellas no cumplen nunca lo que ofrecen así lo hagan ante el cura.

Así murmuraba el nica Cerdas que la mujer era la estampa misma del diablo, y todo porque entre su esposa y una cuñada le acusaron de robo y le enviaron al presidio.

Claro que Cerdas tenía razón, ya que no era de dudar que las mujeres después de comprometerse con todas las de ley para venir al penal de San Lucas, habían faltado a su palabra.

—¡Las muy… son iguales, no cumplen!

Y pensar que durante toda una semana las esperamos como lo hace un pueblo para recibir al santo sacerdote en tiempo de la cuaresma.

Entre todos recogimos la basura, juntamos las hojas secas, con un poco de cal salida de no sé dónde encalamos cada uno de los troncos de mango y los cocos: las casitas estaban todas limpias y hasta en el jardín se recogieron las hierbas.

Allá en mi pueblo, por el camino de Grifo Alto, había una casa donde una mujer joven nunca iba a coger café, ni a la deshierba de la caña, ni hacer rondas, ni tenía marido y habitaba solita en su casa. Tampoco lavaba ajeno ni hacía esto ni lo otro.

Por eso en nuestro pueblo, mamá y todas las demás mujeres, no le hablaban ya que ellas decían que era una mujer que nunca miraban trabajando cafetal adentro y que era así y así.

En Grifo Alto era la única mujer que no iba al cafetal durante el tiempo del madurar sobre los cafetales a ganarse la vida y no obstante siempre andaba muy limpia, muy linda, y usaba unas enaguas de organdí rosado y unas blusas de punto que eran la envidia de todas las muchachas.

Pero en el pueblo poca gente la quería porque ella nunca iba al cafetal a trabajar para el tiempo de las cogidas y a pesar de eso andaba muy recogida y bonita.

Los muchachos pronto aprendieron a mirarla con una curiosidad donde el temor a las ansias se daban de la mano.

Eso era lo que ahora se me venía en la memoria en tanto que esperaba la lancha.

¿Serían las mujeres que iban a venir hoy así de lindas como la muchacha de Grifo Alto que jamás iba a los cafetales a trabajar?

Precisamente una semana antes el presidio de San Lucas cumplió más de medio siglo de vivir y en todo ese tiempo la mujer fue parte de lo que no era permitido.

Se puede decir —con la excepción de algún enloquecido recluso que antes de… tomaba a Margarita por la trompa y le daba un gran beso—, nunca el eco de un beso de mujer se musitó cerca del oído de un recluso.

Nunca, nunca, porque nuestra vida era así y así.

Y ahora que la puerta se abría de par en par para que vinieran las mujeres y enviábamos por ellas, no llegaban.

Era como para darse al diablo con el recuerdo de todas las mujeres.

Y eso aunque fueran todas ellas como la muchacha de Grifo Alto, que cuando era domingo y regresaba de alguna parte, de un momento a otro al pasar frente al Comisariato se le caía la media, y levantando un poquito la enagua se le miraba la pierna rosa y malva…

Pero yo seguía aferrado a la idea de que al final… ellas iban a venir. Tenía tanta necesidad de un abrazo de hembra que no me resignaba a la idea que no vendrían.

No digamos que esperé con suma fe la visita de hoy. Era más de cinco, de diez, de veinte años que yo venía esperando este momento.

Dieron las dos de la tarde en todos los rieles del penal y hasta el comandante del presidio que estaba más ansioso que nadie por llevar adelante lo que él llamaba «la prueba» por creer el punto final para todos los vicios sexuales, ya estaba pensando que no venían las muchachas.

Yo seguía sentado sobre el tajamar con la pierna buena y la de palo guindando en columpio y masticando hojas de almendro.

Y de pronto allá en la punta apareció una lancha.

En la proa se miraba un trapo rojo que era una señal convenida con el maquinista de la lancha de que vendrían mujeres.

Ver el trapo rojo y sentir que el corazón se me iba a saltar de contento era todo uno. De un brinco quise avisar a todos los compañeros que se acercaba la lancha con su cargamento de mujeres.

Olvidando que tenía una pata de palo, intenté salir corriendo y con tan mala suerte que caí y mi rostro chocó contra la piedra produciéndome una herida que me llenó de sangre toda la camisa blanca que tenía. Me levanté lo mejor que pude y grité a todo galillo:

—¡Llegaron las mujeres, llegan las mujeres!

Como un panal de abejas amenazado por una tormenta huracanada, así se movilizó todo el personal de los reos. En menos de medio minuto se volvieron a poner la ropa limpia, se peinaron, se untaron de vaselina hasta los ojos y con el perfume que guardaban. Pronto empezaron a congregarse grupos que traían en sus manos cigarreras, floreros, canastas de mimbre, tallos de coco y otras cosas que como yo, tenían la idea de obsequiar a las mujeres.

Los muchachos jóvenes eran los más ávidos y muy orondos trataban de ponerse en primera fila creyendo ser ellos los preferidos en el momento en que cada muchacha al desembarcar escogiera a su «reo».

El muelle que tiene una extensión de cincuenta metros se convirtió en algo como de juguete; así de pequeño se hizo con la aglomeración de los compañeros.

Conforme la lancha se iba haciendo más grande y su «adentro» se divisaba en mejor forma, se nos fue llenando el alma con la duda ya que esperábamos unas treinta y cuarenta mujeres pero allá no se miraba ni una. Y aunque alguno se chanceó diciendo que segurolas traían en la bodega (al igual que cuando nosotros llegamos al penal), nos enojamos de una sola vez todos ante el pensamiento de que a esas señoras las pudieron traer metidas en la bodega como cerdas cuando merecían la mejor y más buena de las atenciones.

—¡Tan buenas y tan bellas que son las mujeres! —dijo uno y todos a coro asentimos porque de verdad era el único cumplido que se podía hacer a la mujer. Son tan buenas…, tan lindas…, tan…

Pero ¿será posible?

Ya la lancha estaba cerca y no se divisaba ni una mujer.

Pero ¿será posible?

De lindo, así de brillante, así de pequeño, así de mensaje, el trapo rojo que el maquinista convino en poner. No podía creer en una burla.

Los compañeros empezaron a mirarme con ojos de muy poca amistad puesto que yo era quien había avisado de primero que venía una lancha cargada de mujeres y porque ninguno de ellos entendía el significado del trapo rojo.

La lancha atracó.

Las mujeres no venían.

Entre el capitán de la lancha y el oficial de la guardia hubo una pequeña conferencia. El oficial fue en busca del comandante y cuando pasaba junto a nosotros cientos de labios le hicieron la misma pregunta:

—¿Vienen las mujeres?

—Sí; pero al ver tantos hombres juntos se han llenado de miedo.

¡Nos tenían miedo!

De inmediato un compañero llamado Toño Meriche, que era joven y de muy buenas determinaciones, empezó a hablar:

—Bueno, para que las mujeres no se asusten, todo el que tenga cara de criminal, ¡qué no se deje ver! La idea fue aceptada por todos de una vez y aunque las caras siniestras abundaban, ninguno de nosotros creyó que eso de que tenía cara de criminal era con él y debía esconderse. Por lo que el mismo Toño fue acercándose a los grupos y al que tenía cara de miedo le decía:

—Escóndete tú —y el que tenía cara de esas, la ponía peor, pero obedecía en silencio. Para mi sorpresa también Toño se acercó hasta donde yo estaba hecho solo ojos para el lugar donde se miraba la lancha y me dijo—: ¡Rengo, salga de ahí!

—¿Yo, yo, Toño? —le respondí con otra pregunta casi llorosa, pues me parecía imposible que yo tuviera cara de malo como para dar susto a una mujer. Me dolía mucho que me hicieran a un lado entre el grupo que era capaz de inspirar recelo a una mujer tan bonita como la muchacha de Grifo Alto que nunca se le había visto en las cogidas de café, ni vendiendo cosas, ni trabajando en los arrozales de la bajura y que siempre andaba así de linda.

—Pero es que luces horroroso con tu nariz de gancho, esos ojos de bruto, los labios de caballo y esa pata de palo. Además que tienes la camisa llena de sangre y con tal facha no has de intentar solicitarle un beso a alguna de estas damas que hoy nos honran con su visita.

¡Es cierto!

Tenía la camisa manchada de sangre pero ya lo había olvidado aunque las otras cosas sobre mi aspecto físico sí me ofendieron y dejé para otro día el reclamarle sus palabras sobre mi boca, mi nariz, mis ojos de bruto como había dicho.

Treinta hombres fuimos apartados.

No dejó de parecerme injusto que se me separara precisamente a mí por tener facha de un torvo criminal cuando en verdad era yo un hombre honrado e inocente del crimen por el que se me sentenció a toda una vida de presidio.

Pero no pasó mucho rato sin que nos enteráramos de que algo raro había pasado en Puntarenas con las mujeres.

En el último momento, y ya en la lancha, tuvieron miedo y se salieron todas juntas. Se corrió el rumor de que los hombres del presidio éramos capaces de comernos a una mujer con todo y ropa, pedazo a pedazo. Y que todos éramos un rosario de hombres perversos, y el dinero que les decían se iban a ganar, era una broma, puesto que aquí existían ladrones con capacidad de quitarles el calzón sin tocarles una sola de las piernas y además agregaron tantas cosas que el capitán de la lancha las dejó de pronto salir cuando se lo pidieron.

Pero hubo una mujer que sí quiso venir y era la que estaba en la lancha, y por ella lucía el trapo rojo. Pero al momento de llegar al presidio le dio miedo ver tantos hombres juntos.

Aunque es cruel que yo lo diga ahora, era una mujer que al mirarla parecía un poquito mejor que Margarita…

El mismo comandante del penal la sacó de la lancha, y como si fuera un gran personaje, la condujo de la mano hasta la oficina del personal donde la invitó a tomar café y habló con ella diciendo que no tuviera miedo ya que sus «muchachos» eran hombres buenos, pacientes, regenerados.

Conforme la mujer iba subiendo y pasaba frente a nosotros con los ojos pegados al pedregal de la entrada, nos quedamos como clavados en la orilla y nadie le decía una palabra.

—Pero «eso» no es una mujer —decía un compañero con un gesto de extrañeza que todos asentimos.

Pero así y todo el comandante le trató como a una reina.

Y de verdad que en esos momentos esa mujer tenía un gran significado para el sistema penitenciario de Costa Rica. De ella dependía el experimento que al principio levantó olas de protesta pero que después la misma sociedad fue mirando como uno de los más grandes adelantos en la terapia carcelaria y muy pronto se iba a poner en práctica en todos los penales del país.

Nosotros estábamos un poco decepcionados.

La mujer que al final de cuentas avino a relacionarse con nosotros era UNA y en el penal habíamos… No era bonita.

Era… ¡El Señor me lo perdone por contarlo así hoy! Era una hembra horrorosa hasta el espanto. Tenía el cuerpo regordete y flácido, muy bajo. Tres dientes en la boca era todo lo que tenía, los que desfondaban hasta adentro como un chayote, y cada uno de sus senos le caía hasta debajo del ombligo.

¡Era horrible, pero… era una mujer!

En otras palabras: cuando de regreso de la comandancia ella posó los ojos sobre el grupo y sus labios hicieron una mueca de sonrisa con un dejo amargo, todos juntos respondimos con una risa que partía de oreja a oreja y convencidos de que «era a mí al que ella miró y ha sonreído». Es como si nos estuviera mirando una reina de belleza con veinte años de edad.

Y más noticias: la mujer se llamaba Juanita y aceptó «en primera instancia» el recibir cincuenta reos aunque después elevó la cifra a los cien.

Se fue al cuarto propiedad de un compañero y se metió en él. Fuera de la puerta se hizo una cola interminable de hombres y los recibió a todos, hora tras hora, hasta consumar la cifra de los cien y entonces dijo que estaba muy cansada y no recibía ni uno más. Era como las nueve de la noche. Juro que así como lo digo así es y que no recibió uno más de los cien reos.

Uno tras de otro sin descansar fueron pagando tres colones; otros dejaban además sus regalos y todos salían muy contentos y agradecidos con la experiencia. Cerca de su cama le fueron dejando polveras de concha nácar, peces disecados, collares de flores secas y en fin la suma de cosas que tenían preparadas para las mujeres que nos venían a visitar.

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