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Authors: José León Sánchez

Tags: #Histórico, Relato

La isla de los hombres solos (23 page)

De modo que cuando la dama pasó a nuestro lado, le dijo:

—Buenos días, Princesa.

Ella volvió el rostro y le reconoció al instante. Tembloroso vio nuestro compañero cómo le sonreía y pronunciaba algunas palabras al señor Presidente que también lo miró.

¡Dios mío, Dios mío, era ella!, ¿me pondrán las cadenas de nuevo?

Pero no.

Aquella mujer que fue un día al presidio para jugarse la vida por ayudarnos y ahora era descubierta por uno de los nuestros como una antigua mujer de todos —de negros y de blancos en Limón—; esa mujer que dio una lección de lo que vale el corazón que ha sufrido, no tenía mezquindad como para guardar rencor a un pobre diablo que la llamó por su apodo.

Ella solamente pensaba que ya nunca más —nunca más— el tintineo amargo de una cadena al pie, volvería a sonar cerca de la carne de un hijo de Costa Rica, no importa lo negro y horrible que fuera el pecado que un día le arrojara al presidio.

Estar sin cadena al pie es ya de por sí hermoso. Es lo más bueno entre lo mejor que había soñado.

No sé la manera como Cristino hubiera llamado al no tener cadena en cada pie. El, que cuando lo metieron en el hoyo de arena que tiene el cementerio lo que más odiaba en la vida era la cadena.

En mi memoria están muy frescas sus palabras cuando descansaba su carga muy pesada y decía:

—Si yo pudiera patear esta cadena lo haría de cierto.

Cuando teníamos la cadena era odioso todo lo que nos rodeaba. Era solamente el vislumbre del rencor y de envidia. Rencor por los cabos de vara que después de muchos años lograron quitarse los hierros y envidia por los que tenían una cadena menos pesada o más pequeña. Se diría que un presidio donde todo el mundo sufre encierra una hermandad entre los hombres. Pero no es así. Incluso el compañerismo que existe y los hace encerrarse para las cosas malas, brilla de ausencia para cuando se trata de un bien. El Código de Honor de los reos encierra odio, desconfianza, duda y resquemor para con todo lo que existe en la sociedad. Ya se entiende que en tales sistemas es imposible hacer nada bueno. Siempre he creído que el dolor tiende a distanciar a los hombres dondequiera que se encuentren, y lo creo firmemente. En un penal hasta las palabras dichas correctamente ofenden a los reos viejos que celosamente vigilan para eternizar la desgracia en todos los movimientos. Y por supuesto que hay que hablar el «caló» del hampa bajo pena de caerle mal a la mayoría, ya que solamente en los primeros días de su ingreso al presidio le perdonan el no saber su lenguaje.

Esas cosas de una humanidad cristiana que son guía de lo mejor, en la cárcel dan risa. Odiamos y esperamos que se nos odie en la misma forma que el alacrán devora a la madre que le ha brindado la vida. Y como para nosotros nadie tenía un poco de piedad, tampoco la pensábamos.

El castigo más cruel aplicado a un compañero que un día nos miró de mala manera, causa intensa felicidad.

Recuerdo que una vez tenía un compañero muy bueno, el que por un motivo sin importancia se había separado de mí y una tarde lo pillaron en una falta y se dieron a torturarle metiéndole palillos de fósforos en un oído hasta sacarle sangre. Este compañero se llamaba Aladino y como ya he dicho que estábamos distanciados, me decía cuando le miraba revolcarse en el suelo de dolor:

«Ojalá que lo dejen sordo para siempre.»

Un tiempo después volvía a hacer las paces con él y le contaba esa extraña reacción de mi parte para con sus sufrimientos ya que en vez de odiar a los verdugos de mi amigo, reía feliz de lo que le estaban haciendo.

Aladino me respondió:

—Note preocupes: aunque no puedo escuchar muy bien, ya me he dicho muchas veces: «Estoy mejor que ese desgraciado cojo de Jacinto.»

Y los dos reíamos de nuestros pensamientos.

Es que dentro del presidio los pensamientos son como el corazón; al igual que la forma de soñar, de reír, se van atrofiando poco a poco. Se pierde el sentido de lo bueno de tanto ver solamente corrupción al norte, al lado acá de la mano, frente a nuestros ojos. Es el cubil de los hombres hijos del mal. Y llega el momento que las ideas sobre las cosas buenas de allá en Costa Rica nos parecen torpes, pasadas de moda.

Cuando son detalles que engendran alguna idea de las que antes teníamos una gran canastada de fe en el alma: la familia, el honor, el deber, la ley, la justicia, los jueces, van poco a poco adquiriendo tonalidades de franca rebeldía hasta que terminamos despreciándolas.

La vulgaridad nos ha impregnado la vida poco a poco hasta que el medio —un monstruo lleno de vicio— termina por hacer un trono en nosotros mismos; es cuando ya se ha bajado a una condición peor que la de ser un delincuente: la condición de presidiario.

El delincuente es el hombre que viola una ley. El presidiario es el hombre que jamás llegará a pensar en la ley. No tendrá ya que pensar en violarla: sencillamente para él es una palabra que como todo lo humano, digno y noble, ha dejado de existir.

Los primeros días hasta se llora al verse reducido a tan desgraciada situación. Después abre los ojos. Y llega el momento en que escucha el relato de lo más infame y asqueroso entre los crímenes, que para un hombre en libertad le daría aseo con sólo leer en el periódico, como si fuera cosa común y corriente.

Se va perdiendo el miedo al crimen y en eso precisamente es en que la cárcel logra la superioridad: nublar la conciencia de lo bueno para aunar el pensamiento del hombre con la corrupción.

Así cuando un calvo con cara de gavilán narra con pormenores la violación de una niña de tres años y sigue la aventura hasta dejarla convertida en un guiñapo humano, a coro, todos ríen. Y yo también me río, signo, de mi propia degeneración. Y hay más risas cuando nos enteramos de que «son muchas veces» y únicamente esta vez se le ha pillado. Es la terrible y frecuente historia de todos los criminales: que de cien crímenes que han cometido solamente pagan —si a tal cosa se le puede llamar una paga— una mínima cantidad ante la sociedad que se ofende.

Y ahora pensemos que a la cárcel llega el delincuente juvenil y pronto le enerva el corazón hasta hacerse insensible a lo bueno, y entonces hay que pensar que la sociedad pierde de todas formas.

Cuando era un hombre libre, recuerdo que palpitaba mi corazón de angustia al ver a un hombre encadenado que, conducían hasta la cárcel y la narración de su culpa me quitaba el sueño.

Ahora, después de tantos años, yo seguía siendo un hombre inocente…, pero había adquirido en la cárcel una conciencia del mal y por eso no me estremecía, ni sentía pena, o asco, ante los actos repulsivos que escuchaba narrar a los delincuentes viejos o a los famosos de un día.

Es cierto que ya sin la cadena el mundo adquiere otro sabor.

Después de tantos años de escuchar el tintineo bastardo de las cadenas en la mañana, en la tarde, en la noche, a toda hora, pareciera como si la herencia de la cadena se hubiera derrumbado en mitad del sueño dejando a cambio este bendito silencio donde ese remedio, como campana de plata que anuncia la tristeza, ya nunca ha de volver.

Los primeros días me era imposible caminar bien. Me faltaba el equilibrio. Fue lo mismo que aprender a caminar con una sola pierna. Había hombres que después de quince o veinte años de arrastrar la cadena, iban con una mano en el hombro y un ademán de movimiento en los brazos y los pies como si de verdad moverse fuera siempre un estorbo, y es necesario sostener la cadena sobre el hombro.

Es cierto que ahora nos miraba Dios.

Después de tantos años de martirio uno ya podía hacer muchas cosas que antes eran imposibles: subir a un árbol y sentir la brisa salada y fresca que viene del mar; brincarse una quebrada; escalar una loma; correr tras de una rata de campo que es un sabroso bocado dentro de una lata de leche vacía que sirve de cacerola.

Hasta jugar fútbol de verdad.

¡Y de verdad hasta bailar!

Nuestro trabajo mejoró, pero no así nuestra conducta.

Se pensaba que cuando se nos privara de la cadena nos íbamos a portar mejor, pero no fue así. Y eso es un tema digno de meditación para los hombres que todo el día se pasan estudiando las costumbres de todos nosotros. Es que tanto la máxima crueldad como el libertinaje son un mal para dar enmienda a los hombres presos. Nos quitaron la cadena así como así, por un símbolo de piedad humano, sin merecerlo y nada había hecho de bueno para privarnos de ellas. Y nada nos había costado esta libertad que ahora teníamos. Por eso, sencillamente, en el fondo de nuestra alma, lo despreciábamos.

Cómo terminamos por despreciar, con todo el corazón, a ese hombre bueno que fue Campos López, aunque él entendía y solía decir:

—Estos hombres solamente han aprendido a odiar y tienen un corazón niño de bien que poco a poco ha de ir saliendo de su oscuridad.

Esa palabra dicha por él nos llenó el pensamiento.

Y era una forma buena para definir a los hombres malos. El hombre es malo —decía él— por no conocer lo bueno. Es virgen de bien, hay que sembrarle la bondad poco a poco. El camino es largo y es duro…, pero es un camino…

En verdad que nosotros estábamos enfermos del mal, pero nos era imposible entenderlo.

Por supuesto que muchos reos estábamos agradecidos.

Muy agradecidos.

Pero otros decían que lo que se hizo con nosotros no fue un acto de caridad cristiana… sino porque la sociedad de Costa Rica se estaba regenerando.

Y luego nos enteramos que en otras cárceles del país decían que los criminales de San Lucas se habían humillado para que fuera posible se les quitaran las cadenas y que éramos unos cobardes.

Dentro de nosotros ardían mil volcanes ya listos para explotar. Es como cuando el preso es una santa persona dentro de las rejas y una vez libre, cuando no hay nadie por encima de él que le amenace o que le mande, que le amoneste, le grite o le pegue, entonces llega el momento en que detesta todo lo que sufrió contra su prójimo. Sus bienes, su honor o su vida según la tendencia criminal de su personalidad. Y así se saca de una sola vez todo el odio que acumuló en la cárcel donde hasta el hablar es a veces sometido a un severo castigo.

Todo lo inconcebible que le acumuló el dolor y el mal sale afuera y se cree superior a la ley, a la sociedad, a la policía y la moral.

Luego que nos quitaron la cadena entonces fue posible subir a los árboles y recoger bejucos para hacer canastas. Era ya posible buscar conchas entre las rocas del mar. Y poco a poco fue surgiendo una pequeña industria de recuerdos sacados desde la paciencia infinita del reo.

Algunos eran trabajos muy bonitos. Todo ello se enviaba en la lancha cuando venía el doctor y se vendía a muy buen precio en Puntarenas.

La visita al penal de nuestras familias y las cartas seguían siendo prohibidas, pero de tanto en tanto, se daba permiso para que llegara una lancha cargada de turistas cuya principal finalidad era «ver» cómo era un reo.

En su mayoría personas atacadas de falsas poses cristianas que les guiaba un lastimoso sentimiento, o histéricas atraídas por la sensación de un espectáculo extraño.

Así, algún interno que se hacía ducho en trabajos manuales, empezó a reunir sus cuatro cincos.

Uno de nuestros compañeros al que llamábamos Celeste tenía fama de que en algún lugar de la isla tenía sus ahorros escondidos en un tarro. Pues un día le siguieron dos compañeros, fue sorprendido en el momento de abrir su escondite y el resultado fue que lo hicieron pedacitos con el machete.

Ese crimen terrible, el primero de su índole cometido en el presidio, nos hizo temblar a todos cuando el director del presidio se puso de un humor de todos los diablos. Hasta pensaron en sacar las cadenas desde el fondo del mar y regresarlas hasta el pie de los reclusos.

—Si hubieran andado con cadenas no sería fácil acercársele por detrás a un hombre pues escucharía sus pasos.

Tal era lo que decía el capitán de la guardia que acosaba al comandante López con sus consejos para que restaurara la cadena y los grillos.

Claro que si los culpables hubieran sido encontrados muy mal pasarían, pero jamás se llegó a saber quiénes fueron.

Por dicha el señor Presidente en un mensaje al Congreso hablando de haber suprimido las cadenas en San Lucas, decía:

—Ha sido suprimida la cadena en pies y manos del reo en San Lucas porque es un precepto humano que los tratamientos humillantes impuestos a una sola persona van contra la dignidad de todos los hombres. Y deseo dej ar bien claro que he suprimido la cadena que durante tres centenas de años ha torturado al hombre en esta tierra cuando perdió su libertad. Y al hacerlo hemos dado un paso adelante al par de la civilización en la humanidad. Cualquiera que mañana permita el regreso de tales torturas para su prójimo, tendrá también sobre la conciencia el pecado de obligar a la nación a dar un paso atrás en uno de los principios más nobles heredados de nuestro credo cristiano: la compasión humana.

Una vez pasada la tormenta por el crimen contra Celeste, se despertó una racha de fugas que en una semana llegaron a irse hasta treinta hombres. Ya sin cadenas la isla de San Lucas dejaba de ser para el reo un presidio de máxima seguridad. Y de verdad que ya no lo fue nunca más.

Se marcharon en troncos, en caballos que se robaban en el potrero, tras de los bueyes a los que obligaban echarse al mar y ellos se prendían de su cola; de los platanales para la cría de los cerdos se cortaban los palotes y como tienen mucho aire son inigualables como balsas. Se fugaron viejos, los que sabían nadar y los que de nadar no llegaron a aprender nunca.

En fin que otra vez la sombra de las cadenas flotó sobre los que estábamos encerrados.

Una semana se batió el récord en fugas al aire veinte hombres en una sola mañana. Nuestro comandante envió un telegrama al Presidente de Costa Rica donde explicaba la situación y solicitaba permiso para aplicar ciertas medidas. El Presidente, que tenía una buena vena de humor, respondió:

—Esté ahí hasta que se fugue el último, y cuando eso sea me manda las llaves y se marcha usted para la casa. Cuando el Presidente Bueno dejó el poder por cumplir sus cuatro años, también se solicitó la renuncia del señor Campos López.

Y entonces vino uno de los más perversos hombres que en los tiempos modernos tuvimos como comandante.

Se llamaba el coronel Leoncio.

Si bien es cierto que ya la cadena no se usaba, nadie había dicho una palabra sobre las esposas de hierro en las manos y ese fue uno de los métodos de castigo que empezó a poner nuestro comandante en ejercicio. Y tuvimos la oportunidad de tener compañeros con las manos atadas en la espalda hasta por el tiempo de un año.

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