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Authors: José León Sánchez

Tags: #Histórico, Relato

La isla de los hombres solos (30 page)

BOOK: La isla de los hombres solos
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El tribunal vive atiborrado de causas y todas son de pobres. Un abogado para defender a los que nada tenemos, no existe. Y son tantas las causas penales que nosotros más bien tenemos que estar agradecidos con los jueces que, con raras excepciones, en el momento de aplicar la justicia hacen lo posible por hacer de abogado defensor imponiendo el mínimo de la pena cuantas veces el Código Penal lo permita. Y entonces el juez es al mismo tiempo juzgador y abogado del reo.

Eso que lo considero un orgullo para la patria quiero que usted lo ponga en su libro para que la gente se entere de cómo pensamos los reos de la justicia. Solamente nos duele que una vez que nos confinan en la cárcel ya nunca más se vuelven a recordar de que somos seres humanos. Y ese olvido de la gente que nos mandó aquí hace posible todo el horror que los hombres sin conciencia hacen del penal. Si no fuera así entonces posible sería que nosotros aprendiéramos la lección después de purgar un delito.

Un hombre con el corazón lleno de piedra de sapo fue Solisón.

Lo quiero contar porque fue el último de los comandantes de este penal chapado a la antigua. Y con él se cierra el capítulo negro de la tortura colectiva.

Pero para entonces Costa Rica tenía los ojos puestos en la isla de San Lucas y cuando se enteraron de las cosas que hacía Solisón, se levantaron mil voces en periódicos y radio a nuestro favor.

Si un reo cometía una falta, por leve que fuera, de inmediato él castigaba a todos los de su cuadrilla aunque fueran inocentes «por permitir esa mala conducta del compañero». Y cuando existía una fuga pagaban por igual todos los habitantes del penal.

Era un hombre gordo, pequeño, panzón, que cuando le ponía a uno su mirada le quería pasar de lado a lado. Gustaba de dar paseos alrededor de la plaza de deportes con las manos para atrás, y si un reo le saludaba ni siquiera le devolvía el saludo. Su nombre era Alvaro Solís y el reo le llamaba de apodo Solisón por lo pedante y engreído que era.

Hizo revivir ciertas costumbres terribles de tiempos antiguos: colocaba a todos los hombres de un salón con las manos en cruz sosteniendo en cada una de ellas un ladrillo y también les obligaba a hacer lo mismo en el patio bajo ese fiero sol de San Lucas donde a veces las piedras se parten solas por el calor. También autorizó dar de cincha al reo por cualquier cosa que no le gustara.

Desde San José el Director General de Prisiones mandaba a recomendar nueva forma de tratar al reo, pero Solisón se burlaba de ellas.

Saltó la chispa por una recaída en la vida atormentada de Estrugildo.

Y así fue como empezó el primer motín en toda la historia de San Lucas.

El recluso se cuenta por decenas: del uno al diez, al veinte, al treinta y así hasta al último. Cuando se llama a fila de conteo esos diez deben estar en fila juntos. Uno que falte y se culpa a los otros nueve.

Esa noche en la fila del 120 al 130 faltaba el reo que correspondía al 123: Estrugildo.

Contaron a todos los reos como tres veces y se notó que también faltaba un tontillo encargado de recoger hojas secas y al que llamábamos «Panamá».

De inmediato Solisón dando palabras gruesas como solía hacer, y llevado de todos los diablos por lo que él llamaba una fuga de dos y sin recordar que tres centenas de reclusos no habían cometido falta alguna, gritó que éramos una manada de perros y que el gobierno se equivocaba al tratar de convertir este lugar en una colonia penal; que no merecíamos ni siquiera el uniforme azul que se nos daba dos veces al año.

Lo primero fue ordenar que todos los reos que vivíamos en las casitas ubicadas alrededor del penal, fuéramos también encerrados en los pabellones y de donde se nos anunció no íbamos a salir nunca más.

Guardias a caballo y a pie con rifles y ametralladoras se fueron para los montes en busca de los fugitivos. Al día siguiente nadie se interesó en darnos de comer y entre nosotros el rencor subía de punto.

El lugar donde nos metieron, a pesar de que hacía buenos siete años que yo lo había dejado, era el mismo de los tiempos del presidio y que hasta el día de hoy no ha cambiado.

Son los mismos salones hedionaos con mujeres desnudas en la pared, solamente que, como para hacer un favor, se había proveído de catres dobles y así fue posible doblar la cabida de los reclusos en un solo pabellón y también doblar nuestra incertidumbre y desgracia.

Todo el día caminó el terror por los salones atiborrados de gente pues Solisón era un hombre malo, un poco loco y de él temíamos lo peor en cualquier momento.

Dios, que miraba desde lo alto de aquel cerro, no había querido enviar en este hombre a un comandante como nosotros lo necesitábamos: un hombre honrado y justo que tenga conocimiento de lo que es un penal. Que no piense que todos los reos somos buenos y dignos de lástima porque se hace mal. Que no piense que somos malos y merecedores del mal trato porque hace peor.

Este nuestro comandante dijo ese día que él haría lo necesario para «hacer a estos perros evitar que sus compañeros se fuguen».

Al terminar las dos de la tarde los guardianes regresaron con Estrugildo atado de pies y manos y detrás de él una noticia terrible.

Uno de sus captores era un tenientillo nombrado Gracián Ocuña que en un tiempo pasado fue reo en la penitenciaría, donde adquirió el vicio de torturar a los reos y que tenía alma de serpiente y corazón con dos piedras de sapo. Creía que la única manera de manejar al reo era la tortura en todas sus formas.

Detrás del reo venía este teniente Ocuña dándole cincha hasta que tenía la espalda rajada por todos lados y roja como una mata de geranios.

Estrugildo no había intentado escapar del penal.

Se había encontrado con «Panamá» en el monte y al momento le dio con un garrote en la cabeza y luego lo ató con alambres de púa, para cerrarle la boca con una cáscara de plátano. Después se había sentado tras de un árbol en la espera de que…, una boa viniera a terminar su trabajo porque Estrugildo juraba que «Panamá» era el hombre que violó a su hija. No hay duda de que al final el desgraciado había perdido la razón.

Muchos años atrás la ley no permitía sacar a un hombre del presidio por ningún motivo antes de cumplir su sentencia.

Era la ley.

Cuando un hombre se volvía loco se le aplicaban varios castigos a cual más eficaz en tortura. Si el loco era peligroso el remedio era pegarle un tiro en la cabeza y luego echarle a rodar al mar con su cadena. Otro sistema era atarlo a un ceibo grande que nosotros llamábamos «el árbol de los que están locos». Una vez atado el hombre a una de las argollas que tenía el árbol ahí, pasaba el recluso irracional meses o años hasta que un día recobrara la razón o se muriera. Casi siempre su muerte se producía por otro loco que llegaba y que un día se acababan a cadenazos. No es raro que en el mismo árbol hubiera en un tiempo hasta cinco locos y era algo muy doloroso de ver, porque cuando se hacía un lío entre ellos, llegaban los verdugos y aplicaban palo como si los desgraciados fueran animales.

Con el recuerdo de esos tiempos pasados el director ordenó que Estrugildo fuera atado con mecates al mismo árbol de los locos. Y ahí permaneció durante un mes. En las noches se fue gestando poco a poco la inconformidad de los reclusos.

Una mañana empezó a arder el pabellón donde se guardaba la maquinaria nueva. Y ese mismo día no solamente nos negamos a apagar el fuego sino que también permanecimos impasibles ante la orden del capataz paracoger el machete e ir al monte a trabajar.

Sentados sobre el patio todos insistimos en que el señor Solisón dejara de ser nuestro director.

En otros tiempos un amago de huelga siempre dejaba muertes y había heridos por ambos lados. Pero este fue el primer motín completamente distinto y el único de su índole en toda la historia de San Lucas porque nuestra arma fue la pasividad. Pasaba de boca en boca la consigna del silencio: no insultar a ningún guardián, pero tampoco recibir órdenes.

Tres días así: sin comer, sin dormir, en silencio. Los guardianes a la expectativa nos rodeaban apuntando sus ametralladoras.

El salón que fue de la maquinaria echaba un humo blanco como si fuera un grito de protesta que se iba lentamente elevando al cielo.

Y ahí fue donde intervino el teniente Gracián Ocuña; ya que envalentonado con la pasividad de todos nosotros propuso lanzar unas bombas de gas y aplicar cincha a los reos.

—Yo pongo fin a este motín de hijos de…, si usted me lo permite, comandante.

Y le autorizaron.

De inmediato lanzó bombas de gas y al recluso que se le puso a mano le dio él mismo de garrote y hasta hubo disparos que dichosamente no hirieron a nadie. Los reos permanecimos impasibles y no respondimos a la violencia.

Esa misma tarde nos llegó la noticia de que los costarricenses se estaban interesando en nuestro destino. Por primera vez Costa Rica entera se conmovió ante la noticia de que en San Lucas había de nuevo un trato inhumano para con los presidiarios.

Esta ayuda que nos vino de afuera nos dio a entender que por muchos años estuvimos equivocados en lo que respecta a la sociedad y que si existió tanta maldad para con los reos era porque el pueblo desconoce lo que es un penal con todo su horror.

Esa misma noche llegó el Director General de Prisiones y nos avisó que el director sería destituido por lo que hizo, el verdugo de Gracián Ocuña también recibió aviso de que alistara sus maletas aunque «por haber obedecido órdenes» únicamente se le transfirió a la penitenciaría, donde con el tiempo seguiría haciendo de las suyas, porque los hombres como éste, que tienen piedra de sapo en el corazón no cambian nunca.

La prueba pasada sirvió mutuamente a la sociedad y a los reos.

Como una campana llamando en la hora de la piedad se enteró la sociedad de la necesidad de colocar al frente de los penales a otra clase de personas con ideas y preparación técnica sobre el asunto.

La primera medida fue fundarse el Consejo Superior de Defensa Social y una Dirección General. Los celadores fueron ya civiles y se dieron los pasos definitivos para convertir el lugar en una verdadera colonia penitenciaria como fue el viejo sueño de don Víctor Manuel Obando.

Usted me ha dicho que sea sincero y lo he sido. Lo más bueno y terrible de nuestra historia lo he contado aunque duele, por si es que sirve entre las páginas de su libro.

Ahora yo quiero solicitarle un favor: vamos entrando en los finales de mi historia y es necesario que usted cuente que de San José vinieron hombres con fe en el ser humano que ha tenido la desgracia de delinquir y que la fe unida de esas personas marcaría dentro del sistema penal algo así como la huella de una mano buena.

¡Los hombres de la idea no he de poder olvidarlos nunca, nunca!

Son el licenciado don Héctor Beeche Luján; doctor don Manuel Guerra Trigueros; el periodista Joaquín Vargas Gené; doctores Zepeda y Acosta Guzmán; Antonio Bastida.

Nombres a los que el reo de Costa Rica no podrá pagar nunca todo el bien que nos han hecho. Y a ellos, y a cada uno de sus corazones, es que debemos un camino nuevo por la vida.

El Consejo Superior de Defensa Social tomó a su cargo la dirección de los penales.

Tuguriadas de vieja madera que había en nuestra isla fueron suprimidas y en vez de tales se nos hicieron pequeñas casas con techo de hierro, madera buena y ladrillos de cemento y tierra, que el periodista Vargas Gené nos enseñó a fabricar con sus propias manos. Los edificios se empezaron a dibujar reflejando su belleza en el mar, como la biblioteca de piedra dura reunida de colores que poco a poco arrancamos de los acantilados y luego jalamos en la espalda, pero ahora con muy buena voluntad.

Era un trabajo de cariño ya que por primera vez nos encontrábamos con personas interesadas en la educación del reo como hombres y no como un simple animal. Se trataba de hacer, en lugar de calabozos, hogares; y donde había sitios de tortura, escuelas, taller y un club.

Y don Joaquín Vargas Gené, con un mazo de veinte libras echó abajo la celda terrible donde Ciriaco pasara sus años de dolor.

Pronto los reos de otras cárceles se peleaban por venir, pero una oficina nueva nombrada de Servicio Social estaba a cargo de seleccionar las solicitudes y convertía la llegada a San Lucas en un premio por buen comportamiento y en una promesa de pronta rehabilitación, más la oportunidad que brindaba la sociedad para emprender el tiempo de una vida mejor.

Nombres buenos del Servicio Social con un corazón de luz que pronto se convirtieron en guías nobles dentro del piélago tormentoso que es la vida de un reo: Teresa Valerio; Gonzalo Hernández; Guillermo Brenes; Etilvina Picado; Rafael A. Peñaranda Vindas.

Teresita, en una forma sobresaliente, se fue haciendo sinónimo de la última esperanza en el sendero de un reo que ya lo ha perdido todo.

Con la integración del Consejo Superior de Defensa Social «estrenamos» un nuevo director de Defensa Social. Cuando llegó a dirigir el destino de los reclusos era un muchacho recién egresado de la universidad y con la cabeza llena de las buenas ideas asentadas en la cátedra por el doctor Guillermo Padilla Castro y Santos Quirós Navino, que enseñan existe siempre una esperanza en el fondo de cada ser humano que ha cometido un delito. Tenía una sensibilidad social sin límites y su nombre era Rigoberto Urbina Pinto.

No sé cómo es la palabra de la persona que también «estrenamos». Bueno, la verdad es que también llegó el doctor Rodrigo Sánchez que sabe mucho de las cosas de un reo: lo que piensan, lo que sufren, lo que sueñan, lo que han sido y anhelan ser.

Este doctor daba a mi lado largas caminatas en la playa dándome la mano cuando por mi pata de palo me era poco posible subir cuestas o escalar rocas. El fue quien me habló de las enfindrias que el mar deja en sus orillas y que vienen con la corriente desde largas distancias formando arabescos caprichosos. Y en más de una oportunidad cuando le ayudaba a recoger semilla de esas flores extrañas que existen junto a las playas, me decía:

—Jacinto: un día será usted libre y le llevaré a mi casa para que vea estas flores.

Sabiendo que en la isla hace muchos siglos habitaron indios de la raza chorotega, gustaba de recoger piedras indígenas que se encontraban en el cauce de los arroyos y fue él quien dio a nuestro bibliotecario la idea de poner objetos de indio a lo largo de los estantes para dividir los libros.

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