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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (9 page)

MILWK. DR.

¡CAMINO PRIVADO!

¡LOS VENDEDORES A DOMICILIO Y LOS TESTIGOS DE JEHOVÁ

SERÁN ARROJADOS VIVOS A LOS CRÓTALOS!

¡LOS MARICONES DE NUEVA YORK QUE VOTAN A CLINTON

SE LAS VERÁN CON LOS PERROS!

Una idea del viejo Cayley, que vive al final de Milwaukee Drive, en una granja tan perdida a orillas del río Yennooka que ni los mochuelos se aventuran a ir hasta allí. El anciano perdió la chaveta una noche de diciembre, cuando murió su mujer a causa de un enfisema en el hospital de Bangor. La semana siguiente, desenterró su cadáver y se lo llevó a casa. Antes de dirigirse hacia la granja de Cayley, el sheriff Bannerman se detuvo en casa de Mane, porque ella los conocía bien, a él y a Martha. Una de esas parejas de viejos gatos que se pasan la vida arañándose, pero a las que ni siquiera la muerte logra separar.

Marie estaba borracha cuando Bannerman llamó a su puerta. Cuando le abrió, iba vestida con unos pantalones cortos y un top de color salmón que ceñía perfectamente el contorno de sus pechos. Llevaba una botella de ginebra en una mano y un porro en la otra. Bannerman se sintió violento al clavar la mirada en su escote. Después, sus ojos subieron por el cuello de Marie mientras ella daba un largo trago de ginebra dejando resbalar un poco de líquido por la barbilla. Bannerman detestaba que hiciera eso. Como siempre que se sentía tan mal, Marie lo abrazó y le susurró al oído que se moría de ganas de follar. Y, como siempre, Bannerman la desnudó haciendo esfuerzos por no mirarla, la llevó hasta la ducha y la mantuvo bajo el chorro de agua fría hasta que dejó de debatirse.

Cuando recobraba la conciencia, Marie se disculpaba en voz baja, como una niña. Bannerman estaba enfadado. En realidad, se sentía más triste que enfadado. Aquella noche, mientras le servía un café cargado, le dijo que el viejo Cayley había ido a desenterrar a Martha y que quería que lo acompañase por si armaba un escándalo. Parks le contestó:

—No es mi problema, Bannerman. Yo trabajo para el FBI, no para los servicios sociales.

Pero, aun así, se vistió para ir a hacer entrar en razón a Cayley, que se echó a llorar entre sus brazos mientras los servicios municipales se llevaban de nuevo a Martha. No presentaron cargos contra él. Desde entonces, el anciano perdía lentamente la cordura. El cartel atado a la cadena era una de sus últimas ocurrencias. Nada demasiado grave. Aunque Marie pensaba que a los testigos de Jehová y a los maricones de Nueva York les convenía saber leer.

Marie baja del coche, enciende un cigarrillo y se lo fuma mirando las copas de los árboles mecidas por el viento.

No había vuelto a Hattiesburg desde el caso de las cuatro desaparecidas.
1
Semanas y semanas en las que se despertaba gritando, se aferraba a las sábanas e intentaba recuperar el aliento zapeando por las trescientas cadenas de la televisión por cable. El
Letterman Show
, los flashes de la CNN con su cortejo de focos giratorios y de cadáveres, los reportajes de Fox News sobre los atentados de Bagdad, los programas de entrevistas, las series bazofia, los dibujos animados y los anuncios de tele tienda se encadenaban sin fin. Un flujo ininterrumpido de imágenes, sonidos y rostros que se volvían cada vez más confusos a medida que los somníferos abotargaban el cerebro de Marie. Su boca se secaba y notaba la lengua pastosa; luego, su visión se nublaba y los ruidos se alejaban. Entonces, pestañeando y pellizcándose los antebrazos, luchaba contra la reacción química para dejarse vencer de forma más efectiva por ella. Finalmente, perdía el conocimiento hasta el amanecer.

Después, las religiosas crucificadas habían dejado paso a la niña de Boston. Stuart Crossman la había informado del asesinato de Melissa Granger-Heim en Berlín. El asesino había dejado un escenario del crimen digno de un museo de cera. Según el director del FBI, los detalles estaban tan cuidados que parecía la reproducción de otro crimen. Como si el asesino hubiera llegado al final del camino y rematara la faena con el mismo crimen con el que había iniciado su loco recorrido. Marie había embarcado inmediatamente en un avión con destino a Alemania. La única noche que había dormido más o menos bien, sin religiosas asesinadas, sin gritos y sin el
Letterman Show
. Solo ella caminando con los brazos en cruz por el bordillo de las aceras de Boston.

Marie aplasta el cigarrillo contra las hojas secas y el viento helado hace que se estremezca. El tintineo de la cadena. El contacto del metal en la palma de su mano. Observa un momento el gran candado de combinación que Cayley compró por cincuenta dólares en la tienda de Ross MacDougall, en Hattiesburg. Ella estaba allí cuando entró en el establecimiento con su mirada de viejo perro loco. MacDougall cerró la caja registradora y murmuró a su mujer que se fuera a la trastienda. Luego, preguntó al viejo:

—¿Qué buscas, aparte de problemas, Cayley?

—Doce metros de cadena de auténtico acero americano y un candado de combinación bien grande.

Después, el viejo añadió con expresión maliciosa:

—Y no intentes encuñarme metal chino o un candado de maricón, MacDougall. No quiero algo que se oxide por dentro como tu mujer o que se te rompa entre los dedos en la primera helada, no sé si me entiendes, timador de poca monta neoyorquino.

Marie tuvo que separar a Cayley y a MacDougall antes de que el comerciante soltara a su rottweiler. Luego sermoneó al viejo en la calle, repitiéndole por enésima vez que MacDougall era de Newark, no de Nueva York.

—Sí, es lo que yo digo: Newark, al lado de Nueva York.

—No. Newark, en Arkansas.

—¡Virgen Santa! ¿Su mujer lo sabe?

—¿El qué?

—Que MacDougall es un vaquero maricón. —Deja de jorobar, Cayley…

—Newark, Nueva York… ¿Qué diferencia hay? Más allá de Milwaukee Drive, todos son demócratas, ¿me oyes, Marie? Todos menos tú y yo.

Ella le dio las gracias por el cumplido y lo besó en la mejilla. Él se alejó mascullando. De eso hacía seis meses y, desde entonces, Marie se las había arreglado para no volver a Hattiesburg. El tintineo de la cadena. El gran candado de combinación se cierra de nuevo entre sus dedos con un chasquido.

24

Marie detiene la camioneta delante del número 12 de Milwaukee Drive, una vieja casa de madera construida en una hectárea de tierra yerma perdida entre dos curvas del camino. Al principio no entendía por qué ella vivía en el 12 y Cayley en el 56. No había ni número 1 ni lado par o impar; solo el 12 y el 56. Como si en otros tiempos hubiera habido allí un pueblo entero, con sus casas, su escuela y su iglesia. Marie había tratado de informarse. Había sido justo después del accidente, cuando regresó para instalarse allí. No había vuelto desde la muerte de los Parks, así que tuvo que luchar a brazo partido contra las ratas, las arañas y los árboles para recuperar el derecho a vivir en aquel lugar. En aquella época, la casa prácticamente había desaparecido detrás de un macizo de maleza y de pinos jóvenes, por lo que se vio obligada a abrirse paso hasta el centro del terreno antes de desbrozar un círculo para plantar su tienda de campaña, un camping gas y una nevera. Al día siguiente encendió una gran hoguera que ardió durante casi una semana, devorando arbustos y ramas cortadas.

Los primeros días, su cuerpo la hizo sufrir terriblemente. Luego, sus músculos se acostumbraron poco a poco al trabajo y el círculo desbrozado se amplió con rapidez. Durante la sexta noche empezó a tener sueños extraños. Acababa de dormirse al raso cuando se despertaba en pleno día en medio de un zumbido de insectos y olor a resina. Era un caluroso día de verano. Los colores eran extrañamente claros y el aire de una pureza extraordinaria, tanto que Marie se sorprendió aspirándolo a pleno pulmón para extraer hasta la última partícula de perfume. En el sueño, avanzaba descalza por un camino de arena que serpenteaba entre los pinos. Llevaba un vestido largo de algodón, un corpiño y un gorro de lana que envolvía casi por completo su tupida cabellera morena. Se llamaba Hezel y pensaba en holandés. De inmediato se sintió bien en el cuerpo de esa chica de otro siglo. Y también feliz, tan feliz que sonreía dormida. La joven estaba enamorada y regresaba de un claro del bosque donde se había reunido con su amante. Mientras se dirigía hacia el pueblo de Old Haven, cuyas casas se recortaban a lo lejos, Hezel pensaba en esos abrazos llenos de dulzura y de pasión.

Hezel salió del bosque y se adentró en la calle principal. Todas las construcciones eran iguales: bonitas granjas de una planta hechas con troncos, que recordaban las casas de las praderas. En el centro del pueblo se alzaba un viejo tilo que daba sombra a una fuente donde unos niños con el torso desnudo se divertían mojándose los unos a los otros. Hezel hizo ver que los regañaba y ellos se apartaron en el acto de la pila para inclinarse casi temerosamente a su paso. En ese momento, Marie se dio cuenta de que los labios de la joven no habían pronunciado ninguna palabra cuando se había dirigido a ellos, y que ningún sonido salía de la boca de los niños mientras le contestaban con educación:

—Perdón, Madre.

Hezel puso una mano sobre la mejilla de un niño muy rubio con los ojos de un azul profundo y le dijo sonriendo:

—No es la primera vez que te pido que dejes de jugar con el agua, granuja.

—Pero, Madre, os aseguro que…

—Basta, Kano. Volved todos a casa. Vuestros padres os llaman.

Marie, agitándose en sueños, oyó que sonaban unas voces en la mente de Hezel. Decenas de voces suaves que se hablaban de una punta a otra del pueblo sin que nadie tuviera necesidad de hablar. «Oigo sus pensamientos.» Fue lo que se dijo Marie mientras saludaba a las personas vestidas de blanco que se inclinaban a su paso. Después se despertó y permaneció un buen rato tumbada mirando cómo palidecía el cielo entre las ramas. Durante todo ese tiempo no dejó de sonreír.

25

Marie empuja el portón del número 12 de Milwaukee Drive. Como siempre que hace ese gesto, tiene la impresión de que es el bosque entero lo que está abriéndose. Al otro lado, un camino serpentea hasta una bonita cabaña de una planta hecha con troncos. Sin ser consciente de ello, Marie había dado este mismo aspecto a su casa cuando la restauró.

Mientras avanzaban las obras, había soñado a menudo con la joven del pasado. Tan a menudo, en realidad, que había tenido la sensación de meterse poco a poco en su piel: de día, andaba como ella, pensaba como ella y había empezado a vestirse como ella. También se había percatado de que conocía como la palma de su mano los caminos secretos que surcaban el bosque, así como los senderos que desde hacía mucho tiempo se habían borrado en la memoria de los hombres.

Entonces, una noche, al despertar en la mente de Hezel, Marie se dio cuenta de que estaba oscuro y de que unos relámpagos atravesaban el bosque. La joven estaba agotada. Volvía del otro extremo del bosque. Había ido hasta los alrededores de Jericho en busca de unas plantas que solo crecían allí. Jericho no era más que una pequeña colonia, pero sus habitantes ya exploraban la región y Hezel sabía que no tardarían en caer sobre los de Old Haven. Ella había ido varias veces en plena noche para espiar sus pensamientos. Había leído en ellos mucha negrura, cólera y miedo, y también muchos sufrimientos. Los de Jericho habían ido allí a conquistar el Nuevo Mundo. Habían expulsado a dos de los suyos tras sorprenderlos amándose y casi los habían matado a pedradas. Desde entonces, Hezel recomendaba a los niños de Old Haven que no se adentraran demasiado en el bosque y dieran media vuelta si captaban pensamientos desconocidos.

Aquel día, estaba cogiendo plantas cuando oyó unos gritos procedentes de un claro. Se acercó. Un niño tendido en la hierba lloraba. Una niña estaba a su lado. Parecía aterrorizada. Hezel vio unas cosas que reptaban por la hierba. Serpientes mocasín con la cabeza de cobre. Habían mordido al chiquillo una vez, pero volvían y la niña no había visto que los estaban cercando. Hezel, con un palo en la mano, se acercó dejando escapar extraños sonidos entre sus labios. Las serpientes estaban furiosas. Ella les había dicho que los niños no querían hacerles ningún daño. Los animales habían comprendido y se habían alejado. La niña sonrió a Hezel cuando esta se arrodilló junto al chiquillo. La zona de la mordedura estaba hinchada y dura. La mocasín había clavado sus dientes profundamente y había vaciado sus bolsas de veneno. Hezel rodeó la herida con las manos y la niña preguntó:

—¿Qué haces?

—¿Sabes guardar un secreto?

—Sí.

—Tu hermano está muy enfermo. Voy a intentar curarlo.

—¿Eres una bruja?

Hezel se estremeció al captar las vibraciones de odio en la voz de la niña. Iba a tener que borrar sus recuerdos, pero primero debía ocuparse del chiquillo. Se concentró con todas sus fuerzas y, con los ojos en blanco, murmuró:

—La Eterna es Gaya; en mí está la Eterna, pero yo no soy Gaya. El bastón del caminante pero no el caminante. La hoja que tiembla en la copa del árbol pero no el árbol. La gota de agua que compone el océano pero no el océano. Pues en Gaya jamás muere ni termina nada. En Gaya toda muerte da vida. Todo fin es simplemente la conclusión de lo que precede. Toda conclusión, el comienzo de lo que sigue.

La niña puso ojos de asombro al ver que de la mordedura salían hilos de veneno. Luego, las ampollas que bordeaban la herida empezaron a desaparecer. Cuando Hezel apartó las manos, solo quedaba una fina cicatriz marrón. La voz de la pequeña vibró de nuevo:

—Sí, eres una bruja.

Hezel tocó la frente de la niña, la cual profirió un grito agudo al sentir el calor de sus dedos. En ese instante, los hombres de Jericho surgieron del bosque. Se oyó un disparo y la gran bala de plomo pasó rozando un hombro de Hezel, que echó a correr remangándose la falda. El silbido de las serpientes mocasín. Los gritos de la niña. Los bramido de los hombres. Soltaron a sus perros, unos perrazos casi salvajes que le dieron alcance. Mientras le lamían las manos emitiendo sonidos agudos, ella les pidió que lanzaran a sus amos tras una pista falsa. Después, salió del territorio de la colonia.

La semana siguiente, Marie despertó de nuevo en el cuerpo de la joven. Estaba muy oscuro y hacía mucho calor. Hezel estaba anonadada. Rodeada de hombres vestidos de blanco, avanzaba entre los abetos. Old Haven estaba en llamas y la mayoría de sus habitantes habían muerto, víctimas de las balas del enemigo. Armados con antorchas y cuerdas, los hombres de Jericho habían atacado al ponerse la luna. Los que no habían perecido en el incendio de sus casas, habían sido colgados en las ramas del viejo tilo. A otros, que intentaron huir, los habían arrojado vivos a las hogueras. Ni siquiera los niños habían escapado de la matanza, salvo una decena de ellos que caminaban junto a Hezel, relevándose para darle la mano. Allí estaban Kano y sus amigos, Cyal y Elikan. Avanzaban sin quejarse, como si lo que había sucedido esa noche ya se hubiera producido y fuera a producirse de nuevo.

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