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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (6 page)

Debbie envía un corto impulso al Guardián más cercano para decirle que debe adentrarse sola en las calles. Volviéndose hacia sus compañeros, el Guardián les manda a su vez un mensaje. Uno de ellos baja un tramo de escalones cubiertos de algas, los últimos de los cuales desaparecen bajo la superficie del río. Se llama Elikan. Se inclina y recoge un poco de agua en el cuenco de la mano. Debbie percibe el olor a sal y a limo. Elikan se incorpora y susurra mentalmente que no son lo bastante numerosos para garantizar la seguridad de la Reverenda en caso de que sea agredida. Ni lo bastante numerosos ni lo bastante poderosos. El tercer Guardián replica que los elementos han aspirado casi totalmente el poder del Enemigo y que no debe de quedarle suficiente para arriesgarse a lanzar un ataque frontal en pleno día. Elikan sube los peldaños hacia el Moonwalk secándose las manos.

—¿Cuánto estarías dispuesto a apostar por esa hipótesis, Kano?

Kano se dispone a responderle, pero la vibración de la Reverenda lo interrumpe. Ya ha tomado una decisión. Si los Guardianes están con ella, el Enemigo no se atreverá a mostrarse. En cambio, si el Enemigo cree que está sola, no podrá permitirse desaprovechar esta oportunidad. La respuesta del jefe de los Guardianes no se hace esperar:

—Es una locura, Madre. Si el Enemigo pasa a la ofensiva, no podremos llegar a tiempo.

—Aun así, es lo único que podemos hacer, Cyal.

El jefe observa cómo la anciana dama se adentra en St. Ann Street. Las ráfagas de viento levantan nubes de polvo. Crujidos de algodón detrás de él. Los otros Guardianes miran cómo la Reverenda desaparece al doblar la esquina de Jackson Square, mientras intercambian sentimientos difusos que Kano resume en voz alta:

—Si le ocurre algo, las otras Reverendas nos harán picadillo.

—Cole sabe lo que hace.

—Esperemos que así sea —susurra Kano, volviendo al plano mental.

La lluvia arrecia. Gruesas gotas negras y amarillas rebotan en el suelo antes de quedarse inmóviles. Cyal nota que cruje algo bajo sus pies. Baja la mirada. Avispas. Miles de cadáveres de avispas cubren el asfalto.

—Oh, Gaya, están aquí…

Apoyando la yema de los dedos en las sienes, Cyal se dispone a enviar un potente mensaje de alerta a la Reverenda cuando una bruma negra y helada invade de pronto su mente. Oye que los otros Guardianes gimen y caen de rodillas. El embotamiento que se extiende por su organismo no le da la posibilidad de luchar. El Hem-Lak. Su último pensamiento, mientras un hilo de sangre resbala desde sus fosas nasales hasta su barbilla. Todavía tiene tiempo de volverse hacia los Guardianes desplomados en el suelo. Sus formas ya están desapareciendo. Sus abrigos vacíos, hinchados por el viento, empiezan a deslizarse por el Moonwalk hacia el Padre de las Aguas. Parecen gigantescas alas flotando sobre la superficie en movimiento del río. Cyal cierra los ojos. Su mente se descompone como una nube de polvo levantada por el viento. Se esfuerza en seguir luchando, pero sabe que no puede hacer nada. Una última mirada hacia la calle por la que la Reverenda ha desaparecido. Después nota cómo su abrigo se eleva por los aires al mismo tiempo que las moléculas que lo constituyen se dispersan como una bandada de estorninos.

14

Debbie se interna lentamente en el Barrio Francés. Acaba de llegar ante las paredes blancas de la catedral de St. Louis y las sigue, subiendo hacia el cruce de Bourbon Street. Desde hace unos minutos, un profundo silencio ha invadido el Vieux Carré. Todo está en calma. Demasiado en calma.

Mira con los ojos fruncidos una procesión de velas que avanza entre la muchedumbre de Bourbon Street. Allí, el barullo; aquí, el vacío. A lo lejos, ve un enorme centro comercial en cuyos escaparates iluminados se anuncian un montón de ofertas. Desde que amenaza lluvia, los turistas se agolpan en esa dirección. Debbie ha tomado una decisión. Irá hasta el centro comercial y, si en ese trecho no se revela ningún signo, volverá.

Las ráfagas levantan minúsculas piedrecitas que le azotan las pantorrillas. Una compacta bandada de pelícanos pasa bajo la capa de nubes. El ave que la encabeza dobla el cuello y la mira mientras emite un largo grito ronco. Debbie se detiene. Le da la impresión de que el grito del animal es una señal. No, está convencida de que lo es.

La anciana dama está ahora muy cerca de Bourbon Street. La procesión ha dejado paso a un desfile de músicos que tocan tambores y trompetas. La música, llevada por el viento, rebota en las paredes de la catedral. Puñados de confeti se arremolinan en el aire frío. Debbie abre bien los ojos. Hay algo más en suspensión en el aire. Miles de alas multicolores se abaten sobre el suelo. Una lluvia de mariposas. El corazón de la anciana dama se acelera. Ahora camina sobre una gruesa alfombra que cruje bajo sus zapatos. Intenta convencerse de que la tormenta ha perturbado a los insectos y de que han muerto a causa de los campos magnéticos. Envía una vibración muy corta a los Guardianes. No hay respuesta. Debbie se pone rígida. Encorvada sobre el bastón en medio del cementerio de mariposas, acaba de ver a un grupo de vagabundos en la esquina de Bourbon Street. Beben y hablan casi a gritos. Uno de ellos, un buen mozo mugriento y barbudo, levanta su botella y le sonríe.

Debbie se adentra en el laberinto de callejas. Olores a malvavisco y a platos especiados escapan por las ventanas entreabiertas. Hay tan poca distancia entre las casas que la anciana tiene la sensación de avanzar por un túnel.

Cuando gira a la izquierda para tomar una calle más ancha, se sobresalta al notar un contacto velludo en el tobillo. Su mirada se encuentra con los ojos rojizos de Ayou, que se frota contra ella ronroneando. Su aliento huele a sardina. Debbie coge al gato en brazos y sonríe mientras pasa los dedos por su pelo polvoriento.

—Bicho malo, ¿dónde te habías metido?

La garganta del felino emite un gruñido. Su pelaje se eriza, sus músculos se tensan. Ningún animal percibe mejor la presencia del Enemigo que un gato. Debbie vuelve la cabeza. La sangre se le hiela en las venas. El vagabundo de Bourbon Street la ha seguido. Está muy cerca. Bebe a morro. Regueros de ginebra se pierden en su enmarañada barba. Baja lentamente la botella. Su sonrisa deja al descubierto el rosa sucio de sus encías y una hilera de dientes rotos y ennegrecidos por el tabaco.

—Hermosa noche, madre Cole.

Ayou suelta un bufido. Sus garras se clavan en el brazo de Debbie, que se vuelve. En el otro extremo de la calle, una vagabunda gorda, con un anorak mugriento de color naranja, empuja un carrito de supermercado. Tiene las piernas llenas de varices, algunas de las cuales se han reventado y han abierto anchas llagas purulentas en su carne blanda. Detrás de ella, otros indigentes salen de los soportales y de las pilas de cartones que bordean la calleja. Debbie no comprende cómo el Enemigo ha podido tomar posesión de tantas mentes en el corazón de un Santuario. Ayou gruñe en sus brazos. Ha comprendido lo que la anciana espera de él. Está preparado. Debbie suelta el bastón, que cae sobre el polvo. El chirrido de las ruedas del carrito se acerca. Mira al cabecilla de los vagabundos, que avanza cojeando. Una hoja curva brilla en su mano. Debbie se estremece al ver que un avispón sale de su boca y se queda inmóvil sobre sus labios. La voz del indigente se eleva de nuevo en medio de las ráfagas de viento.

—Ha llegado el momento de morir, madre Cole. Pero antes me gustaría que me entregara usted misma su poder.

—Le quemaría. Lo consumiría y el viento se encargaría de dispersar sus cenizas.

Debbie acaricia el pelaje de Ayou al tiempo que le inyecta discretamente una parte de su poder en la mente. Ahora, el animal está totalmente relajado, ya no tiene miedo.

El indigente se ha detenido a unos metros. Acaba de dirigir una discreta seña a la vagabunda, que también se ha quedado inmóvil. El hombre presiente algo. Debbie se fija en los hilos de sangre que salen de su nariz y sus orejas. La presión que ejerce el Enemigo es demasiado fuerte para una mente tan dañada. El vagabundo carraspea y escupe una flema rojiza en la que brillan trozos de dientes.

—Entrégueme su poder y le prometo que no sufrirá.

—La Eterna es Gaya. En mí está la Eterna. En Gaya jamás muere ni termina nada. Porque en Gaya toda muerte da vida. Todo fin es simplemente la conclusión de lo que precede. Toda conclusión, el comienzo de lo que sigue.

Debbie mira al vagabundo a través de los ojos amarillos del gato. Siente cómo su mano acaricia su pelaje. Las moléculas que componen su cuerpo se distienden. El indigente grita algo. La Reverenda nota que las manos que la retienen se disuelven, que los brazos que la sostienen se desvanecen. Luego, el resto del cuerpo se transforma en una nube invisible. Mientras su ropa cae lentamente al suelo, ella salta sobre unas cajas amontonadas y desde ahí a los tejados, sin preocuparse de los gritos de rabia que llenan la calleja.

15

El dolor se apodera de Ayou. Está sangrando. La superficie de sus meninges se hincha y se tensa. No obstante, continúa saltando de un tejado a otro. Siente la mente dormida de la anciana en el hueco de la suya. Sabe que Debbie no debe caer en las garras del Enemigo. Se vuelve. Las cosas que lo persiguen están ganando terreno. Parecen gatos. Eran gatos antes de que el Enemigo tomara posesión de su mente. Grandes ampollas empiezan a despuntar bajo el pelaje como tumores. Los animales sangran y dejan tras de sí un reguero de orina rojiza. Mueren después de haber recorrido un centenar de metros y son inmediatamente reemplazados por otros que salen por las ventanas y los tragaluces. El fenómeno se extiende de un gato a otro. Contamina también a las ratas que las cloacas vomitan y que trepan chillando por las paredes hasta los tejados. Todas esas cosas maúllan y chillan horriblemente, arañando las tejas con sus robustas patas. Están ciegas. Se guían por el olor.

La lluvia tamborilea sobre la chapa ondulada. Ayou agradece el frescor de las gotas en su pelaje. Está cansado, pero resiste. A lo lejos se perfilan los contornos del centro comercial. Es allí adonde va. Pero antes es preciso que se libre de las cosas que lo persiguen. Un maullido de alivio escapa de su garganta; la mente de la anciana emerge de su sopor para enviar un mensaje de miedo a las ratas y de hambre devoradora a los gatos. Un concierto de chillidos y de bufidos rabiosos le responde. Ayou se vuelve: las cosas-gatos se han abalanzado sobre las cosas-ratas. Sus dientes afilados rasgan la piel de los roedores y liberan el contenido de los tumores. Ayou acelera. Nota que una gruesa vena se hincha en la superficie de su cerebro. Sabe que, si se revienta, la anciana morirá al mismo tiempo que él. Así que corre. Corre como jamás ha corrido y como jamás volverá a correr. El último merodeo de Ayou el gato. Los escaparates del centro comercial están cada vez más cerca. En el tercer piso, detrás de los grandes ventanales azotados por la lluvia, ve a una niña con la nariz y las manos pegadas al cristal. A Ayou le gustan las niñas. Acelera.

16

Ayou está al límite de sus fuerzas. La luz hiriente de los tubos de neón le hace pestañear. Ahora anda por las aceras mojadas. Todavía tiene que cruzar una calle. Los turistas y los habitantes de Nueva Orleans se agolpan ante el centro comercial huyendo del diluvio. Las últimas carreras antes de la tormenta, las compras finales antes de embarcar en los últimos aviones. No saben que ya es demasiado tarde para marcharse de la ciudad. Por eso los gatos y las palomas han abandonado la plaza: el verdadero adversario de los humanos no es ni el viento ni el trueno, sino el agua.

Ayou se yergue haciendo un gran esfuerzo. Le tiemblan las patas. No puede más. Unas gotas de sangre escapan de su boca mientras cruza prudentemente la calle y se adentra en el bosque de piernas y de pies. Nadie se fija en él cuando penetra en el centro comercial gimiendo de dolor. Obedeciendo a la voz de la anciana dama, entra en una tienda de ropa y se mete en un probador con la cortina corrida. Siente cómo la bruma de moléculas que lo rodeaba se dilata y toma forma de nuevo. La mente de la anciana dama sale de la suya igual que se extrae un puñal de una herida. De súbito se siente solo, abandonado. Ya no le duele nada. La anciana dama le acaricia el pelaje con la mano. Murmura suavemente en su oído unas palabras que no entiende. Lo acuna.

Ayou respira con dificultad. Se acuerda de las calles de Nueva Orleans, de todas esas cacerías nocturnas y esos merodeos que han constituido su vida de gato. Sus garras se entreabren y se retraen. El murmullo de la anciana se aleja. Nota algo suave y fragante bajo sus patas. Olfatea la brisa que le cosquillea el hocico. Está impregnada de olor a flores, a tierra y a animales. Ayou abre los ojos y contempla la llanura que se extiende hasta el infinito. A lo lejos, ve otros gatos que se pelean al borde del agua. Reconoce a su viejo amigo Ilyot, que murió en primavera atropellado por un coche. Más allá, el viejo Chawn se alisa el pelaje. Weemi y Lawan, los gemelos del Moonwalk que murieron juntos mientras cruzaban la vía del tren, surgen de entre los arbustos jugueteando. Todos sus amigos de Nueva Orleans están allí, sus viejos compañeros de merodeo. De pronto, una bella siamesa que se acerca ronroneando atrae la mirada de Ayou. Aspirando su sutil fragancia de sardina y hojas secas, siente que lo invade una oleada de felicidad. Miew no está muerta. Miew vive. Ayou deja escapar un maullido de alegría mientras se dirige hacia ella. Ya no le duele nada. Ya no tiene miedo.

17

Debbie Cole posa delicadamente el cadáver del gato sobre el taburete y con la mano acaricia por última vez su pelaje rubio. Después busca entre las perchas que algunos clientes han dejado y escoge un vestido de flores, que le cuesta ponerse, y un abrigo negro de napa demasiado ceñido para su edad. Sonriendo a su reflejo en el espejo, Debbie se encoge de hombros. Cuando a uno le quedan solo unos minutos de vida, le importa un comino lo que los demás puedan pensar. Se sienta, exhausta. Le duele la cadera. De repente se siente muy vieja. Dirige una sonrisa desprovista de alegría a la dependienta que acaba de descorrer la cortina y que se disculpa sonrojándose. La chica se dispone a irse cuando su mirada se posa sobre el gato muerto. Debbie le envía un breve mensaje mental. La dependienta se sobresalta ligeramente, su mirada se enturbia.

—¿Está dormido?

Debbie asiente con la cabeza.

—¿Cómo se llama?

Nuevo impulso.

—Es un nombre bonito.

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