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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (40 page)

97

Está a punto de amanecer. Marie lo presiente por los olores de la habitación, que están cambiando, y también por la luz que se filtra a través de las cortinas. Sigue soñando. Nunca había dormido tan profundamente como desde que cogió en brazos a Holly por primera vez. Como si algo hubiera pasado del cuerpo de la niña a su organismo. Una vibración.

Las manos de Marie se crispan y se relajan. Está soñando lo mismo que cuando se durmió en la parte trasera de la camioneta mientras se acercaban al Santuario del río Pearl. La ciudad de San Francisco desierta. Con la diferencia de que en este sueño tiene dificultades para reconocerla. Se diría que ha cambiado, o más bien que ha crecido. Hay muchos más edificios, y son tan altos que casi tapan las colinas. Como si la antigua San Francisco hubiera servido de cimientos para la nueva.

Marie está al pie del Pyramid Building. Se da cuenta de que la aguja del inmueble ahora solo es uno de los once pilares de un rascacielos tan alto que la cima se pierde en. la bruma. Vuelve la cabeza y contempla el bosque de edificios plateados que reflejan la luz cegadora del sol, la aprisionan y la aspiran. Todos están cubiertos de gigantescos paneles que absorben la energía solar y la digieren a fin de accionar las funciones vitales de la nueva San Francisco. Marie levanta los ojos y busca a los pájaros. Hay cielo encima de los edificios, pero algo falla en ese azul profundo, casi sintético. Para empezar, porque todo ese azul está completamente vacío; después, porque parece pintura líquida. Y sobre todo, fijándose bien, Marie tiene la impresión de que aquello se curva como una cúpula a una altitud vertiginosa, antes de interrumpirse de golpe. Más allá empieza el verdadero cielo: una capa blanca justo antes del negro de la estratosfera. El sol brilla tanto que se diría que intenta abrasar el mundo. Marie se pone tensa. Un puntito rocoso se desintegra en un minúsculo destello azul al entrar en contacto con la cúpula. Un campo de fuerzas. Es lo que defiende a la nueva urbe: un campo magnético que se alimenta de los rayos asesinos del sol para proteger la ciudad. La muerte atmosférica.

Marie continúa avanzando por las calles desiertas que serpentean entre los rascacielos. A lo lejos, donde estaban los muelles de San Francisco y la isla prisión de Alcatraz, distingue una gigantesca plataforma flotante abarrotada de hangares hechos con diferentes materiales y de naves espaciales cuyos cascos brillan como monstruosos escarabajos. Marie gime. Falta otra cosa en su sueño: los olores. Por más que olfatea, ningún perfume de flor, aroma de comida o hedor de basura penetra en sus fosas nasales. Y también está esa extraña luz blanca que va en aumento a medida que se despierta.

Marie sube poco a poco a la superficie. Siente que algo se posa sobre sus labios. Está caliente, palpita, presiona suavemente su boca. Intenta aspirar un poco de aire, pero no pasa ni una pizca. Una mano sobre su boca es lo que le impide respirar. Marie abre los ojos y se sobresalta al encontrar la mirada fría de Walls, que está inclinado sobre ella. Intenta debatirse, pero la mano del arqueólogo aprieta todavía más fuerte. Tantea bajo la almohada para coger su arma y se da cuenta de que los vaqueros y la pistolera están en el suelo. Ni siquiera recuerda haberse desnudado para acostarse. Trata de morder la mano de Walls y desasirse. Se queda inmóvil; sus dedos acaban de entrar en contacto con algo blando y ardiente bajo el edredón. Marie se percata de que en la habitación ha empezado a subir la temperatura. Interroga a Walls con la mirada e intenta hablar a través de la barrera de piel que presiona sus labios.

—Chis… Marie, cállese y no haga gestos bruscos. ¿Me ha entendido?

Walls señala a Holly, tendida al lado de ella. La niña ha retirado el edredón con los pies. Su ropa interior esta empapada. Con los ojos entreabiertos, parece respirar dando pequeñas y rápidas bocanadas. Marie pone de nuevo la yema de los dedos sobre la piel de Holly. Su mano se aparta de la niña bruscamente. Está ardiendo.

—Bien —susurra Walls—, ahora mire encima de mí, Marie. No tenga miedo, yo la sujeto.

La respiración de Marie se ralentiza mientras esta levanta los ojos hacia el techo. Parece que se mueva y se combe. Como si alguien le hubiera aplicado durante la noche una gruesa capa de pintura o de resina que estuviera fundiéndose por efecto del calor. No, no es el techo lo que se mueve, es otra cosa. Marie observa las paredes. La sangre se le hiela en las venas al descubrir puñados de insectos que zumban sobre el papel pintado. Avispones del tamaño del pulgar y miles de avispas negras. Se estremece al oír el bisbiseo del arqueólogo.

—Entran por los conductos del aire acondicionado. Hace horas que se cuelan por ahí.

Marie se vuelve hacia la rejilla de la ventilación; las láminas están cubiertas de insectos. Entreabre los labios y deja escapar un grito de terror sofocado por la mano de Walls.

—¿Ya está? ¿Puedo soltarla?

Marie asiente.

—¿Está segura? Porque si grita cuando levante la mano, no lo contamos.

Marie mueve la cabeza mientras Walls aparta lentamente los dedos. Se dispone a incorporarse cuando un avispón se despega del techo y pasa por delante de su nariz antes de incorporarse al ejército que cubre las paredes. La mano de Walls vuelve a taparle brutalmente la boca.

—¿Iba a gritar?

—N… no, n… no.

Walls levanta la mano.

—Sí, Marie, iba a gritar.

—No soporto a los avispones.

—Ellos tampoco a nosotros. Ahora levántese lo más lentamente posible.

—Pero ¿qué es lo que pasa?

—Es Holly quien los atrae. Tiene una pesadilla. Está furiosa. Tenemos que despertarla con mucho cuidado; de lo contrario, su ejército de guardaespaldas nos liquidará.

—¿Cómo? ¿Estás diciéndome que cuando esta niña sueña atrae avispones?

—Sí.

—Y si se tuerce un tobillo, ¿qué ocurrirá? ¿Un seísmo?

Marie se vuelve hacia Holly. La niña tiene las mandíbulas crispadas; los puños también. Gime dormida. Con el índice y el pulgar, Marie le pellizca cada vez más fuerte un muslo. Holly se sobresalta profiriendo una exclamación de dolor.

—¡Ay! ¡Me has hecho daño!

—Holly, ¿qué estabas soñando?

—No me acuerdo.

—Haz un esfuerzo.

—Hum… Creo que soñaba con mi maestra. Me reñía y me castigaba de cara a la pared. ¿Por qué?

—¿Estabas furiosa?

—Pues sí…, creo… ¿Por qué?

Marie pone una mano sobre los labios de la niña. Se da cuenta de que le ha bajado la fiebre.

—Ahora, levanta los ojos.

La niña obedece. La mano de Parks sofoca el chillido de ratón que suelta al ver los insectos.

—Te presento a tus guardaespaldas. Cuando sueñas que tu maestra te castiga de cara a la pared, la mitad de los avispones y las avispas que hay en Mississippi apunta hacia tu cama con el aguijón. Así que, a partir de ahora, recuérdame que te lea un cuento antes de dormirte, ¿entendido?

Holly asiente con la cabeza.

—Y no se te ocurra gritar cuando aparte la mano de tu boca, porque el otro imitante dice que si lo haces esas cosas se nos echarán encima. Estoy hasta las narices de vosotros dos, ¿vale?

Marie se vuelve hacia Walls, que asiente con la cabeza. Retirar lentamente la mano de la boca de Holly, coge sus vaqueros y su camiseta y se los pone sin hacer gestos bruscos.

—¿Qué hacéis?

—¿A ti qué te parece, Gordie? Voy a buscar pan para la miel.

Marie viste a la niña, que está petrificada, y la coge en brazos. La niña se agarra a ella. Ahora está helada.

—¿Holly…?

—¿Sí?

—¿Puedes dejar de clavarme las uñas en el brazo, por favor?

—Perdón.

—No me has hecho daño, cielo. Sobre todo, no quiero que te enfades.

Parks avanza lentamente bajo la gruesa capa de avispones. Holly se crispa en sus brazos al notar que una avispa la roza.

—¿De verdad soy yo quien hace eso?

—Sí, cielo.

—¿Has visto las cosas que puedo hacer?

—Me siento muy orgullosa de ti, cariño.

Marie casi ha llegado a la puerta cuando un grito de dolor se eleva de una de las habitaciones contiguas. Se vuelve lentamente hacia Walls.

—¿También hay en las otras habitaciones?

El arqueólogo se encoge de hombros. Cada vez se desprenden más insectos de las paredes y del techo. Marie se aventura por el pasillo, donde revolotean algunos avispones. Walls cierra la puerta tras de sí. En las habitaciones que van dejando atrás suenan otros gritos. Parks acaba de cruzar la salida de emergencia y baja la escalera en dirección al aparcamiento. Sujeta a Holly solo con un brazo mientras busca en el bolsillo las llaves de la camioneta. Walls la alcanza cuando está instalando a la niña en el asiento de atrás.

—Marie, no podemos irnos como unos ladrones.

—¿Ah, no? ¿Y qué pretendes contarle al dueño de este establecimiento de lujo? ¿Que nuestro hijo Keeney, que es en realidad una niña telépata, ha transformado su habitación en una colmena gigante porque su maestra la ha castigado de cara a la pared?

—¿Qué quiere decir «telépata»? ¿Es una enfermedad que joroba los músculos? ¿Es eso?

—Holly, no es el momento.

Marie se sienta al volante y hace girar la llave de contacto. Gordon monta a su lado y cierra la puerta. La camioneta arranca. Marie pone el intermitente y se incorpora a la carretera desierta en dirección a Clarksdale.

—En cualquier caso, parecerá sospechoso.

—¿Sospechoso? ¡Gordie, qué gracioso eres cuando quieres!

98

Burgh Kassam bosteza mientras contempla los contrafuertes de los montes Wasatch a través de las ventanillas del autocar. Está sentado en la parte delantera, ante un enorme bocadillo Big Whoop y un gran vaso de Sprite del que bebe con una pajita. Se siente bien en su nuevo cuerpo. Un poco rechoncho y oprimido en la zona de la cintura, pero bien. Su nueva envoltura se llama Troy Chandler, un vendedor de cuartos de baño de Chicago al que le da miedo el avión y utiliza las líneas interiores de autocares para recorrer el Oeste en busca de clientes. Entre los coches de alquiler, el autocar y los moteles, Troy ha hecho sus cálculos. Troy siempre lo calcula todo. Llega al extremo de pedir Sprite sin cubitos porque el hielo hace que disminuya la cantidad de líquido. Por esa razón, Kassam aprecia la envoltura de Troy. Todavía quedan algunos recuerdos en su memoria medio fulminada por los protocolos químicos: las imágenes de una casa bastante bonita en las afueras de Chicago, las de dos hijos demasiado gordos y un balancín de madera en medio de un jardín descuidado. Troy odia ocuparse del jardín. Ha colocado tiras de césped artificial y macizos de flores de plástico porque así cuesta menos mantenerlo en condiciones y porque, a pesar de que el modelo de begonias clase V con garantía antiputrefacción vale tres dólares con cincuenta los treinta centímetros, descontando el precio de los abonos y del riego, sale mucho menos caro.

En los recuerdos moribundos de Troy hay también una mujer fea y gorda llamada Wendy. Por lo que Troy recuerda, siempre ha sido desagradable, a causa de los cálculos renales y de la ciática que la tortura desde hace años. Pero no solo por eso. Wendy es desagradable porque es fea y gorda y porque le habría gustado casarse con otro hombre que no fuera Troy. Un hombre como Dios manda, tipo Mel Gibson o Robert Redford. Cualquiera menos un vendedor de cuartos de baño. A Troy, por su parte, sigue gustándole Wendy, pero como a quien le gusta la pizza con salami o el ambientador de lavanda para el inodoro. Le gusta por costumbre, porque forma parte de su vida.

Cada vez que Troy se va de viaje, Wendy se pregunta si no aprovechará para buscar una puta delgada con los pechos pequeños, con la que pueda hacer todas las guarradas a las que ella no accede. Kassam sonríe al darse cuenta de lo poco que Wendy conoce a su esposo. La debilidad de Troy son las mujeres embarazadas. No, es algo un poco más concreto: la debilidad de Troy son las mujeres morenas, muy guapas y muy delgadas, y embarazadas de al menos seis meses. Un vientre redondo en un cuerpo perfecto; hace años que Troy solo piensa en esa y que busca una amante que responda a esos criterios. Hasta se ha registrado con nombres falsos en los foros de futuras mamás. Todavía no ha dado el paso definitivo, pero ya ha superado los estadios intermedios hacia la consecución de su vicio. Ahora, las gafas oscuras ya no le bastan, ni las revistas o las páginas de pornografía especializadas de la red. Troy sabe que el FBI lo vigila todo, y en particular ese tipo de páginas. Incluso ha leído en alguna parte que los federales llegan al extremo de crear páginas de pederastia para atraer a la gente honrada y hacerla caer en sus redes. De todas formas, a Troy no le gustan los niños. Solo le gustan los vientres abultados. Siente deseos de abrirlos y vaciarlos. Ese es el pequeño secreto de Troy. También ha superado el estadio de la absolución; al principio, esas imágenes de vientres abiertos y de bebés muertos en las entrañas le horrorizaban, pero desde que ha leído todos los libros de los asesinos en serie sabe que no es el único que siente tales pulsiones, y eso lo tranquiliza. En realidad es como ellos, pero todavía no lo admite. Por eso aún no ha matado.

Kassam despierta de su letargo y da un bocado a la hamburguesa fría. Un hilo de aceite resbala por su barbilla. Decididamente, ese pobre Troy es un poco gilipollas y acojonado, pero es simpático. Un hombre acostumbrado a mentir desde hace años, exactamente el tipo de cerebro en el que a los reguladores les cuesta Dios y ayuda penetrar.

Kassam lo localizó en cuanto el autobús de Las Vegas salió en dirección hacia el sur. Él seguía encerrado en el cuerpo de ese negro gordo que había capturado después de abandonar el de Sandy. Cuando Troy se sentó a su lado, Kassam acercó una rodilla a la suya y empezó a transferirse gota a gota para no estropear su cerebro. Justo antes de detenerse en Barstow, cuando el vendedor de cuartos de baño se disponía a bajar, Kassam terminó de telecargar su memoria a corto plazo tragándose los últimos comprimidos de protocolos. Si el cerebro de Troy reventaba antes de que tuviera tiempo de meterse un chute en los servicios, Kassam se encontraría atrapado para siempre en las ruinas mentales de un ex futuro asesino en serie transformado en vegetal. En cualquier caso, con o sin Troy, Burgh sabía que no podía quedarse en el cuerpo del negro gordo. En primer lugar porque con toda seguridad las cámaras de vídeo del casino Golden Nugget y de la estación de autobuses habían grabado su imagen, y en segundo lugar porque no había tenido tiempo de estabilizar su cerebro y sus neuronas estaban estallando una tras otra.

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