Cuando regresa a Fazenda Velha, con los cuarenta muchachos, João Abade y Joaquim Macambira están discutiendo. El Comandante de la Calle quiere que los Macambira se pongan uniformes de soldados, dice que así tendrán más probabilidades de llegar hasta el cañón. Joaquim Macambira se niega, indignado.
—No quiero condenarme —gruñe.
—No te vas a condenar. Es para que tú y tus hijos regresen con vida.
—Mi vida y la de mis hijos es asunto nuestro —truena el viejo.
—Como quieras —se resigna João Abade—. Que el Padre los acompañe, entonces.
—Alabado sea el Buen Jesús Consejero —se despide el viejo.
Cuando están internándose en la tierra de nadie, sale la luna. João Grande maldice entre dientes y oye a sus hombres murmurar. Es una luna amarilla, redonda, enorme, que reemplaza las tinieblas por una tenue claridad en la que aparece la superficie terrosa, sin arbustos, que se pierde en las sombras densas de la Favela. Pajeú los acompaña hasta el pie de la ladera. João Grande no puede dejar de pensar en lo mismo: ¿cómo ha podido quedarse dormido cuando todos velaban? Espía la cara de Pajeú. ¿Ha estado tres, cuatro días sin dormir? Ha hostigado a los perros desde Monte Santo, los ha tiroteado en Angico y las Umburanas, ha regresado a Canudos a acosarlos desde aquí, lo sigue haciendo hace dos días y ahí está, fresco, tranquilo, hermético, guiándolos junto con los dos «párvulos» que lo sustituirán como guía en la pendiente. «Él no se hubiera dormido», piensa João Grande. Piensa: «El Diablo me durmió». Se sobresalta; a pesar de los años transcurridos y el sosiego que ha dado a su vida el Consejero, de tiempo en tiempo, lo atormenta la sospecha de que el Demonio que se metió en el cuerpo la lejana tarde en que mató a Adelinha de Gumucio, permanece agazapado en la sombra de su alma, esperando la ocasión propicia para perderlo de nuevo.
De pronto, el terreno se empina, vertical, frente a ellos. João se pregunta si el viejo Macambira podrá escalarlo. Pajeú les señala la línea de tiradores muertos, visibles a la luz de la luna. Son muchos soldados; eran la vanguardia y cayeron a la misma altura, segados por la fusilería yagunza. En la penumbra, João Grande ve brillar los botones de sus correajes, las enseñas doradas de sus gorros. Pajeú se despide con un signo de cabeza casi imperceptible y los dos chiquillos comienzan a trepar a gatas la ladera. João Grande y Joaquim Macambira van tras ellos, también gateando, y más atrás la Guardia Católica. Trepan tan sigilosos que ni João los siente. El rumor que producen, los guijarros que hacen rodar, parecen obra del viento. A sus espaldas, abajo, en Belo Monte, oye un murmullo constante. ¿Rezan el rosario en la Plaza? ¿Son los cánticos con que Canudos entierra a los muertos del día, cada noche? Ya percibe, adelante, siluetas, luces, oye voces y tiene todos los músculos alertas, por lo que pueda ocurrir.
Los «párvulos» los hacen detenerse. Están cerca de un puesto de centinelas: cuatro soldados, de pie, y tras ellos muchas figuras de soldados iluminados por el resplandor de una fogata. El viejo Macambira se arrastra hasta él y João Grande lo oye respirar, afanoso: «Cuando oigas el pito, quémalos». Asiente: «Que el Buen Jesús los ayude, Don Joaquim». Ve cómo las sombras disuelven a los doce Macambira, aplastados bajo los martillos, palancas y hachas, y al chiquillo que los guía. El otro «párvulo» se queda con ellos.
Espera, en medio de sus hombres, tenso, el silbato indicando que los Macambira han llegado frente a la Matadeira. Tarda mucho y al ex-esclavo le parece que nunca lo va a oír. Cuando —largo, ululante, súbito — borra todos los otros rumores, él y sus hombres disparan simultáneamente contra los centinelas. Estalla una fusilería estruendosa, en todo el contorno. Hay un gran desbarajuste y los soldados apagan la fogata. Tirotean de arriba, pero no los han localizado, pues los tiros no vienen en esta dirección.
João Grande ordena a su gente avanzar y un momento después están disparando y aventando petardos contra el campamento, a oscuras, donde hay carreras, voces, órdenes confusas. Una vez que ha vaciado su fusil, João se agazapa y escucha. Arriba, hacia el Monte Mario, parece haber también un tiroteo. ¿Están los Macambira peleando con los artilleros? En todo caso, no vale la pena seguir allí; sus compañeros también han agotado los cartuchos. Con el silbato, da orden de retirarse.
A media pendiente, una figurita menuda los alcanza, corriendo. João Grande le pone la mano en la cabeza enmarañada.
—¿Los llevaste hasta la Matadeira? —le pregunta.
—Los llevé —responde el chiquillo.
Hay una fusilería ruidosa detrás, como si toda la Favela hubiera entrado en guerra. El chiquillo no añade nada y João Grande piensa, una vez más, en la extraña manera del sertón, donde las gentes prefieren callar a hablar.
—¿Y que pasó con los Macambira? —pregunta, al fin.
—Los mataron —dice suavemente el chiquillo.
—¿A todos?
—Creo que a todos.
Ya están en tierra de nadie, a medio camino de las trincheras.
El Enano encontró al miope llorando, encogido en un repliegue de Cocorobó, cuando los hombres de Pedrão se retiraban. De la mano lo guió entre yagunzos que volvían a toda prisa a Belo Monte, convencidos de que los soldados de la Segunda Columna, una vez franqueada la barrera de Trabubú, asaltarían la ciudad. Cuando, a la madrugada siguiente, cruzaban una trinchera delante de los corrales de cabras, en medio de la turbamulta se dieron con Jurema: iba entre las Sardelinhas, azuzando a un asno con canastas. Los tres se abrazaron, conmovidos, y el Enano sintió que, al estrecharlo, Jurema le ponía los labios en la mejilla. Esa noche, tumbados en el almacén, detrás de los toneles y cajas, oyendo el tiroteo que caía sin tregua sobre Canudos, el Enano les contó que, hasta donde podía recordar, ese beso era el primero que le habían dado nunca.
¿Cuántos días duró el tronar del cañón, las ráfagas de fusilería, el estruendo de las granadas que ennegrecían el aire y desportillaban las torres del Templo? ¿Tres, cuatro, cinco? Ellos merodeaban por el almacén, veían entrar de día o de noche a los Vilanova y los demás, los oían discutir y dar órdenes y no entendían nada. Una tarde el Enano tuvo que llenar con un cucharón las bolsitas y cuernos de pólvora para las escopetas y rifles de chispa, y oyó decir a un yagunzo, señalando los explosivos: «Ojalá resistan tus paredes, Antonio Vilanova. Una sola bala podría encender esto y desaparecer la manzana». No se lo contó a sus compañeros. ¿Para qué aterrorizar más al miope? Las cosas que habían vivido juntos, aquí, habían hecho que sintiera por ambos un afecto que no había sentido ni por las gentes del Circo con las que se llevaba mejor.
Durante el bombardeo salió en dos ocasiones, en busca de comida. Pegado a los muros, por donde se deslizaba la gente, mendigó en las viviendas, cegado por el terral, aturdido por el tiroteo. En la calle de La Madre Iglesia vio morir a un niño. La criatura apareció corriendo, detrás de una gallina que aleteaba, y a los pocos pasos abrió los ojos y brincó, como alzada de los pelos. La bala le dio en el vientre, matándola al instante. Llevó el cadáver a la casa de donde la vio salir y como no había nadie la dejó en la hamaca. No pudo capturar a la gallina. El ánimo de los tres, pese a la incertidumbre y a la mortandad, mejoró cuando pudieron comer, gracias a las reses que trajo João Abade a Belo Monte.
Era de noche, se había producido una tregua en el tiroteo, había cesado el rumor de los rezos en la Plaza Matriz, y ellos, en el suelo del almacén, despiertos, conversaban. De pronto, una sigilosa figura se plantó en la puerta, con una lamparilla de barro en las manos. El Enano reconoció la herida y los ojitos acerados de Pajeú. Tenía una escopeta en el hombro, machete y faca en la cintura, bandas de cartuchos cruzadas sobre la camisola.
—Con todo respeto —murmuró—. Quiero que sea mi mujer.
El Enano sintió gemir al miope. Le pareció extraordinario que ese hombre tan reservado, tan lúgubre, tan glacial, hubiera dicho semejante cosa. Adivinó, bajo esa cara crispada por la cicatriz, una gran ansiedad. No se oían disparos, ladridos ni letanías; sólo a un abejorro dándose encontrones contra la pared. El corazón del Enano latía con fuerza; no era miedo sino una sensación dulzona, compasiva, por esa cara rajada que, a la lumbre de la lamparilla, miraba fijo a Jurema, esperando. Sentía la respiración temerosa del miope. Jurema no decía nada. Pajeú se puso a hablar de nuevo, articulando cada palabra. No había estado casado antes, no como mandaban la Iglesia, el Padre, el Consejero. Sus ojos no se apartaban de Jurema, no parpadeaban, y el Enano pensó que era tonto sentir pena por alguien tan temido. Pero en ese instante Pajeú parecía terriblemente desamparado. Había tenido amores de paso, esos que no dejan huella, pero no familia, hijos. Su vida no lo permitía. Siempre andando, huyendo, peleando. Por eso entendió muy bien cuando el Consejero explicó que la tierra cansada, exhausta de que le exijan siempre lo mismo, un día pide reposo. Eso había sido para él Belo Monte, como el descanso de la tierra. Su vida había estado vacía de amor. Pero ahora... El Enano notó que tragaba saliva y se le ocurrió que las Sardelinhas se habían despertado y oían a Pajeú desde las sombras. Era una preocupación, algo que lo recordaba en las noches: ¿se había secado su corazón por falta de amor? Tartamudeó y el Enano pensó: «Ni yo ni el ciego existimos para él». No se había secado: vio a Jurema en la caatinga y lo supo. Algo raro ocurrió en la cicatriz: era la llamita de la lamparilla que, al vacilar, le averiaba aún más el rostro. «Su mano tiembla», se asombró el Enano. Ese día su corazón se puso a hablar, sus sentimientos, su alma. Gracias a Jurema descubrió que no estaba seco por dentro. Su cara, su cuerpo, su voz, se le aparecían aquí y aquí. Se tocó la cabeza y el pecho, en un gesto brusco, y la llamita subió y bajó. Otra vez quedó callado, esperando, y se hicieron presentes de nuevo el zumbido y los encontrones del abejorro contra la pared. Jurema seguía muda. El Enano la observó de soslayo: replegada sobre sí misma, en actitud defensiva, resistía la mirada del caboclo, muy seria.
—No podemos casarnos ahora, ahora hay otra obligación —añadió Pajeú, como pidiendo excusas—. Cuando los perros se vayan.
El Enano sintió gemir al miope. Tampoco esta vez los ojos del caboclo se apartaron de Jurema para mirar a su vecino. Pero había una cosa... Algo que había pensado mucho, estos días, mientras rastreaba a los ateos, mientras los tiroteaba. Algo que alegraría su corazón. Calló, se avergonzó, luchó para decirlo: ¿le llevaría Jurema la comida, el agua, a la Fazenda Velha? Era algo que les envidiaba a los demás, algo que también quisiera tener. ¿Lo haría?
—Sí, sí, lo hará, se la llevará —oyó el Enano que decía, atolondrado, el miope—. Lo hará, lo hará.
Pero ni siquiera esta vez los ojos del caboclo lo miraron.
—¿Qué cosa es él de usted? —lo oyó preguntar. Ahora su voz era cortante como una faca—. ¿No su marido, no es cierto?
—No —dijo Jurema, muy suave—. Es... como mi hijo. La noche se llenó de tiros. Primero una andanada, luego otra, violentísima. Se oyeron gritos, carreras, una explosión.
—Me alegro de haber venido, de haberle hablado —dijo el caboclo—. Ahora tengo que irme. ¡Alabado sea el Buen Jesús!
Un momento después la oscuridad anegaba de nuevo el almacén y, en vez del abejorro, oían ráfagas intermitentes, lejanas, cercanas. Los Vilanova estaban en las trincheras y sólo aparecían para las reuniones con João Abade; las Sardelinhas pasaban la mayor parte del día en las Casas de Salud y llevando comida a los combatientes. El Enano, Jurema y el miope eran los únicos que permanecían allí. El almacén se había vuelto a llenar de armamentos y explosivos con el convoy que trajo João Abade y una empalizada de arena y piedras defendía su fachada.
—¿Por qué no le respondías? —oyó el Enano agitarse al ciego—. Él estaba en una tensión enorme, violentándose para decirte esas cosas. ¿Por qué no le contestabas? ¿No ves que en ese estado podía pasar del amor al odio, pegarte, matarte, y también a nosotros?
Calló para estornudar, una, dos, diez veces. Al terminar sus estornudos habían terminado también los disparos y el abejorro nocturno revoloteaba sobre sus cabezas.
—No quiero ser la mujer de Pajeú —dijo Jurema, como si no les hablara a ellos—. Si me obliga, me mataré. Como se mató una de Calumbí, con una espina de xique-xique. No seré nunca su mujer.
El miope tuvo otro ataque de estornudos y el Enano se sintió sobrecogido: si Jurema moría ¿qué sería de él?
—Debimos escaparnos cuando todavía se podía —oyó gemir al ciego—. Ya no saldremos nunca de aquí. Tendremos una muerte horrible.
Pajeú dijo que los soldados se irían —susurró el Enano—. Lo dijo convencido. Él sabe, está peleando, se da cuenta de lo que pasa en la guerra.
Otras veces, el ciego lo refutaba: ¿había enloquecido como estos ilusos, se figuraba que podían ganarle una guerra al Ejército del Brasil? ¿Creía, como ellos, que aparecería el Rey Don Sebastián a luchar de su lado? Pero ahora permaneció callado. El Enano no estaba tan seguro como él que los soldados fueran invencibles. ¿Acaso habían entrado a Canudos? ¿No los había despojado João Abade de sus armas y reses? La gente decía que estaban muriendo como moscas en la Favela, tiroteados por todos lados, sin comida, y gastándose las últimas balas.
Sin embargo, el Enano, cuya pasada existencia itinerante le impedía permanecer encerrado y lo lanzaba a la calle, pese a las balas, fue viendo, en los días sucesivos, que Canudos no tenía el aspecto de una ciudad victoriosa. Con frecuencia, encontraba algún muerto o herido en las callejuelas; si la fusilería era intensa pasaban horas antes de que los llevaran a las Casas de Salud, que estaban ahora, todas, en la calle Santa Inés, cerca del Mocambo. Salvo cuando ayudaba a los enfermeros, a acarrearlos, el Enano evitaba ese sector. Porque en Santa Inés se amontonaban durante el día los cadáveres que sólo podían ser enterrados en las noches —el cementerio estaba en la línea de fuego — y la pestilencia era terrible, fuera de los llantos y quejas de los heridos de las Casas de Salud, y del triste espectáculo de los viejecitos añosos, inválidos, inservibles, encargados de ahuyentar a los urubús y a los perros que querían comerse a los cadáveres mosqueados. Los entierros se celebraban después del rosario y los consejos, que tenían lugar puntualmente, cada anochecer, al llamado de la campana del Templo del Buen Jesús. Pero ahora se hacían a oscuras, sin las candelas chisporroteantes de antes de la guerra. A los consejos solían ir, con él, Jurema y el miope. Pero, a diferencia del Enano, que seguía luego los cortejos al cementerio, se regresaban al almacén una vez que terminaba la prédica del Consejero. Al Enano lo fascinaban los entierros, ese curioso afán de los deudos de que sus muertos se enterraran con algún pedazo de madera encima. Como ya no había quien hiciera ataúdes, pues todos estaban dedicados a la guerra, los cadáveres se sepultaban envueltos en hamacas, a veces dos o tres en una sola. Los parientes ponían dentro de la hamaca una tablita, una rama de arbusto, un objeto cualquiera de madera, para probarle al Padre su voluntad de dar al muerto un entierro digno, con cajón, que las adversas circunstancias impedían.