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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La guerra del fin del mundo (45 page)

—¿Por qué no me matas de una vez?

Él sigue mirando el vacío, como si no la oyera. Pero está pendiente de esa voz que va exasperándose, desgarrándose:

— —¿Crees que tengo miedo de morir? No tengo. Al contrario, te he estado esperando para eso. ¿Crees que no estoy harta, que no estoy cansada? Ya me hubiera matado si no lo prohibiera Dios, si no fuera pecado. ¿Cuándo me vas a matar? ¿Por qué no lo haces ahora?

—No, no —balbucea el Enano, atorándose.

El rastreador sigue sin moverse ni responder. Están casi en la oscuridad. Un momento después, Rufino siente que ella se arrastra hasta tocarlo. Todo su cuerpo se crispa, en una sensación en la que se mezclan el asco, el deseo, el despecho, la rabia, la nostalgia. Pero no deja que nada de esto se note.

—Olvídate, olvídate de lo que pasó, por la Virgen, por el Buen Jesús —la oye implorar, la siente temblar—. Fue a la fuerza, yo no tuve la culpa, yo me defendí. Ya no sufras, Rufino.

Se abraza a él y, en el acto, el rastreador la aparta, sin violencia. Se pone de pie, busca a tientas las amarras y, sin proferir palabra, vuelve a atarla. Regresa a sentarse donde estaba.

—Tengo hambre, tengo sed, tengo cansancio, ya no quiero vivir —la oye sollozar—. Mátame de una vez.

—Voy a hacerlo —dice él—. Pero no aquí, sino en Calumbí. Para que te vean morir.

Pasa un largo rato, en el que los sollozos de Jurema van acortándose, hasta extinguirse.

—Ya no eres el Rufino que eras —la oye murmurar.

—Tú tampoco —dice él—. Ahora tienes adentro una leche que no es la mía. Ahora ya sé por qué Dios te castigó desde antes, no permitiendo que te preñara.

La luz de la luna entra, de repente, oblicuamente por puertas y ventanas y revela el polvo suspendido en el aire. El Enano se hace un ovillo a los pies de Jurema y Rufino también se tiende. ¿Cuánto tiempo pasa, con los dientes apretados, cavilando, recordando? Cuando los oye es como si despertara pero no ha pegado los ojos.

—¿Por qué sigues aquí, si nadie te obliga? —dice Jurema—. ¿Cómo soportas este olor, este qué va a pasar? Vete a Canudos, más bien.

—Tengo miedo de irme, de quedarme —gime el Enano—. No sé estar solo, nunca he estado desde que me compró el Gitano. Tengo miedo a morir, como todo el mundo.

—Las mujeres que estaban esperando a los soldados no tenían miedo —dice Jurema.

—Porque estaban seguras de resucitar —chilla el Enano—. Si yo estuviera tan seguro, tampoco tendría miedo.

—Yo no tengo miedo a morir y no sé si voy a resucitar —afirma Jurema y el rastreador entiende que le está hablando ahora a él, no al Enano.

Algo lo despierta, cuando el amanecer es apenas un fulgor azulado verdoso. ¿El chasquido del viento? No, algo más. Jurema y el Enano abren simultáneamente los ojos, y este último empieza a desperezarse pero Rufino lo calla: «Shhht, shhht». Agazapado tras la puerta, espía. Una silueta masculina, alargada, sin escopeta, viene por la única calle de Caracatá, metiendo la cabeza en las viviendas. Lo reconoce cuando está ya cerca: Ulpino, el de Calumbí. Lo ve llevarse ambas manos a la boca y llamar: «¡Rufino! ¡Rufino!». Se deja ver, asomando a la puerta. Ulpino, al reconocerlo, abre los ojos con alivio y lo llama. Va a su encuentro, cogiendo el mango de su faca. No dirige a Ulpino una palabra de saludo. Comprende, por su aspecto, que ha andado mucho.

—Te busco desde ayer en la tarde —exclama Ulpino, en tono amistoso—. Me dijeron que ibas a Canudos. Pero encontré a los yagunzos que mataron a los soldados. He pasado la noche caminando.

Rufino lo escucha con la boca cerrada, muy serio. Ulpino lo mira con simpatía, como recordándole que eran amigos.

—Te lo he traído —murmura, despacio—. El Barón me mandó llevarlo a Canudos. Pero con Aristarco decidimos que, si te encontraba, era para ti. En la cara de Rufino hay asombro, incredulidad.

—¿Lo has traído? ¿Al forastero?

—Es un cabra sin honor —Ulpino, exagerando su asco, escupe al suelo—.

No le importa que mates a su mujer, a la que te quitó. No quería hablar de eso. Mentía que no era suya.

—¿Dónde está? —Rufino pestañea y se pasa la lengua por los labios. Piensa que no es verdad, que no lo ha traído.

Pero Ulpino le explica con muchos detalles dónde lo encontrará.

—Aunque no es asunto mío, me gustaría saber algo —añade—. ¿Has matado a Jurema?

No hace ningún comentario cuando Rufino, moviendo la cabeza, le responde que no. Parece, un momento, avergonzado de su curiosidad. Señala la caatinga que tiene atrás.

—Una pesadilla —dice—. Han colgado en los árboles a esos que mataron aquí. Los urubús los picotean. Pone los pelos de punta.

—¿Cuándo lo dejaste? —lo corta Rufino, atropellándose.

—Ayer tarde —dice Ulpino—. No se habrá movido. Estaba muerto de cansancio. Tampoco tendría dónde ir. No sólo le falta honor, también resistencia, y no sabe orientarse por la tierra...

Rufino le coge el brazo. Se lo aprieta.

—Gracias —dice, mirándolo a los ojos.

Ulpino asiente y suelta su brazo. No se despiden. El rastreador vuelve a la vivienda a saltos, con los ojos brillando. El Enano y Jurema lo reciben de pie, atolondrados. Desata los pies de Jurema, pero no sus manos y, con movimientos rápidos, diestros, le pasa la misma cuerda por el cuello. El Enano chilla y se tapa la cara. Pero no está ahorcándola sino haciendo un lazo, para arrastrarla. La obliga a seguirlo al exterior. Ulpino se ha ido. El Enano va detrás, brincando. Rufino se vuelve y le ordena: «No hagas ruido». Jurema tropieza contra las piedras, se enreda en los matorrales, pero no abre la boca y mantiene el ritmo de Rufino. Tras ellos, el Enano a ratos desvaría sobre los soldados colgados que se están comiendo los urubús.

—He visto muchas desgracias en mi vida —dijo la Baronesa Estela, mirando el suelo desportillado de la estancia—. Allá, en el campo. Cosas que aterrarían a los hombres de Salvador. —Miró al Barón, que se mecía en la mecedora, contagiado por el dueño de casa, el anciano coronel José Bernardo Murau, que estaba también hamacándose en la suya—. ¿Te acuerdas del toro que enloqueció y embistió a los niños que salían del catecismo? ¿Acaso me desmayé? No soy una mujer débil. En la gran sequía, por ejemplo, vimos cosas atroces ¿no es cierto?

El Barón asintió. José Bernardo Murau y Adalberto de Gumucio —que había venido desde Salvador a dar el encuentro a los Cañabrava a la hacienda de Pedra Vermelha y que apenas llevaba con ellos un par de horas — la escuchaban esforzándose por mostrarse naturales, pero no podían disimular la incomodidad que les producía el desasosiego de la Baronesa. Esa mujer discreta, invisible detrás de sus maneras corteses, cuyas sonrisas levantaban una muralla impalpable entre ella y los demás, ahora divagaba, se quejaba, monologaba sin tregua, como si tuviera la enfermedad del habla. Ni siquiera Sebastiana, que venía de rato en rato a humedecerle la frente con agua de colonia, conseguía hacerla callar. Ni su marido, ni el dueño de casa ni Gumucio habían podido convencerla que se retirara a descansar.

—Estoy preparada para las desgracias —repitió, estirando hacia ellos las blancas manos, de manera implorante—. Ver arder Calumbí ha sido peor que la agonía de mi madre, que oírla aullar de dolor, que aplicarle yo misma el láudano que la iba matando. Esas llamas siguen ardiendo aquí dentro. —Se tocó el estómago y se encogió, temblando—. Era como si se carbonizaran ahí los hijos que perdí al nacer.

Su cara giró para mirar al Barón, al coronel Murau, a Gumucio, suplicándoles que la creyeran. Adalberto de Gumucio le sonrió. Había intentado desviar la conversación hacia otros temas, pero, cada vez, la Baronesa los regresaba al incendio de Calumbí. Intentó, de nuevo, apartarla de ese recuerdo:

—Y, sin embargo, Estela querida, uno se resigna a las peores tragedias. ¿Te he dicho alguna vez lo que fue para mí el asesinato de Adelinha Isabel, por dos esclavos? ¿Lo que sentí cuando hallamos el cadáver de mi hermana ya descompuesto, irreconocible por las puñaladas? —Carraspeó, moviéndose en el sillón—. Por eso prefiero los caballos a los negros. En las clases y razas inferiores hay unos fondos de barbarie y de ignominia que dan vértigo. Y, sin embargo. Estela querida, uno acaba por aceptar la voluntad de Dios, se resigna y descubre que, con todos sus viacrucis, la vida está llena de cosas hermosas.

La mano derecha de la Baronesa se posó sobre el brazo de Gumucio:

—Siento haberte hecho recordar a Adelinha Isabel —dijo, con cariño—. Perdóname.

—No me la has hecho recordar porque no la olvido nunca —sonrió Gumucio, cogiendo entre las suyas las manos de la Baronesa—. Han pasado veinte años y es como si hubiera sido esta mañana. Te hablo de Adelinha Isabel para que veas que la desaparición de Calumbí es una herida que va a cicatrizar.

La Baronesa trató de sonreír, pero su sonrisa se volvió puchero. En eso entró Sebastiana, con un frasco en las manos. A la vez que refrescaba la frente y las mejillas de la Baronesa, tocándole la piel con gran cuidado, con la otra mano le corregía el cabello alborotado. «De Calumbí a aquí ha dejado de ser la mujer joven, bella, animosa que era», pensó el Barón. Tenía unas ojeras profundas, un pliegue sombrío en la frente, sus facciones se habían relajado y de sus ojos habían huido la vivacidad y la seguridad que siempre vio en ellos. ¿Le había exigido demasiado? ¿Había sacrificado a su mujer a los intereses políticos? Recordó que cuando decidió retornar a Calumbí, Luis Viana y Adalberto Gumucio le aconsejaron que no llevara a Estela, por lo convulsionada que estaba la región con Canudos. Sintió un malestar intenso. Por inconsciencia y egoísmo había hecho quizá un daño irreparable a la mujer que amaba más que a nadie en el mundo. Y, sin embargo, cuando Aristarco, que galopaba a su lado, los alertó —«Miren, ya prendieron Calumbí»—, Estela había guardado una compostura extraordinaria. Estaban en lo alto de una chapada en la que, cuando iba de caza, el Barón se detenía a observar la tierra, el lugar adónde llevaba a los visitantes a mostrarles la hacienda, la atalaya adónde todos acudían para apreciar los daños de las inundaciones o las plagas. Ahora, en la noche sin viento y con estrellas, veían cimbrearse —rojas, azules, amarillas — las llamas, arrasando la casa grande a la que estaba ligada la vida de todos los presentes. El Barón oyó sollozar a Sebastiana en la oscuridad y vio los ojos de Aristarco arrasados por las lágrimas. Pero Estela no lloró, y en algún momento la oyó murmurar: «No sólo queman la casa, también los establos, las cuadras, el almacén». A la mañana siguiente había comenzado a recordar en voz alta el incendio y desde entonces no había manera de tranquilizarla. «No me lo perdonaré nunca», pensó.

—Si hubiera sido yo, estaría allá, muerto —dijo de pronto el coronel Murau—. Hubieran tenido que quemarme a mí también.

Sebastiana salió del cuarto, murmurando «Con permiso». El Barón pensó que las cóleras del viejo debían de haber sido terribles, peores que las de Adalberto, y que, en tiempos de la esclavitud, seguramente supliciaba a los díscolos y cimarrones.

—No porque Pedra Vermelha valga ya gran cosa —gruñó, mirando las descalabradas paredes de su sala—. Incluso he pensado quemarla, alguna vez, por las amarguras que me da. Uno puede destruir su propiedad si le da la gana. Pero que una partida de ladrones infames y dementes me digan que van a quemar mi tierra para que descanse, porque ha sudado mucho, eso no. Hubieran tenido que matarme.

—A ti no te hubieran dado a elegir —trató de bromear el Barón—. A ti te hubieran quemado antes que a tu hacienda.

Pensó: «Son como los escorpiones. Quemar las haciendas es clavarse la lanceta, ganarle la mano a la muerte. ¿Pero a quién ofrecen ese sacrificio de sí mismos, de todos nosotros?». Advirtió, feliz, que la Baronesa bostezaba. Ah, si pudiera dormir, ése sería el mejor remedio para sus nervios. En estos últimos días, Estela no había pegado los ojos. En la escala de Monte Santo, ni siquiera había querido echarse en el camastro de la parroquia y permaneció toda la noche sentada, llorando en brazos de Sebastiana. Allí comenzó a alarmarse el Barón, pues Estela no acostumbraba llorar.

—Es curioso —dijo Murau, cambiando miradas de alivio con el Barón y Gumucio, pues la Baronesa había cerrado los ojos—. Cuando pasaste por aquí, camino a Calumbí, mi odio principal era contra Moreira César. Ahora, siento hasta simpatía por él. Mi odio a los yagunzos es más fuerte que el que he tenido jamás por Epaminondas y los jacobinos. —Cuando estaba muy agitado, hacía un movimiento circular con las manos y se rascaba el mentón: el Barón estaba esperando que lo hiciera. Pero el anciano tenía los brazos cruzados en actitud hierática—. Lo que han hecho con Calumbí, con Poco da Pedra, con Sucurana, con Jua y Curral Novo, con Penedo y Lagoa, es inicuo, inconcebible. ¡Destruir las haciendas que les dan de comer, los focos de civilización de este país! No tiene perdón de Dios. Es de diablos, de monstruos.

«Vaya, por fin», pensó el Barón: acababa de hacer el gesto. Una circunferencia veloz con la mano nudosa y el dedo índice estirado y, ahora, se rascaba con furia el pellejo de la barbilla.

—No alces tanto la voz, José Bernardo —lo interrumpió Gumucio, señalando a la Baronesa—. ¿La llevamos al dormitorio?

—Cuando su sueño sea más profundo —repuso el Barón. Se había puesto de pie y acomodaba la almohadilla a fin de que su esposa se recostara en ella. Luego, arrodillándose, le colocó los pies sobre un banquito.

—Creí que lo mejor sería llevarla cuanto antes a Salvador —susurró Adalberto de Gumucio—. Pero no sé si es imprudente someterla a otro viaje tan largo.

—Veremos cómo amanece mañana. —El Barón, de nuevo en la mecedora, se mecía sincrónicamente con el dueño de casa.

—¡Quemar Calumbí! ¡Gentes que te deben tanto! —Murau volvió a hacer uno, dos círculos y a rascarse—. Espero que Moreira César se los haga pagar caro. Me gustaría estar allí, cuando los pase a cuchillo.

—¿No hay noticias de él, aún? —volvió a interrumpirlo Gumucio—. Tendría que haber acabado con Canudos hace rato.

—Sí, he estado calculando —asintió el Barón—. Aun con pies de plomo, tendría que haber llegado a Canudos hace días. A menos que... —Observó que sus amigos lo miraban intrigados—. Quiero decir, otro ataque, como el que lo obligó a refugiarse en Calumbí. Tal vez le ha repetido.

—Lo único que falta es que Moreira César se muera de enfermedad antes de poner fin a esa degeneración —refunfuñó José Bernardo Murau.

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