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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La guerra del fin del mundo (21 page)

Luego de un rato, había podido incorporarse, beber unos tragos de agua, y, con gran esfuerzo por el ardor de su garganta, masticar. Los trozos de carne le hicieron el efecto de un manjar. Mientras comían, imaginando que Jurema estaría perpleja con las ocurrencias, había tratado de explicárselas: quién era Epaminondas Goncalves, su propuesta de las armas, cómo había sido él quien planeó el atentado en casa de Rufino para robar sus propios fusiles y matarlo, pues necesitaba un cadáver de piel clara y pelirrojo. Pero se dio cuenta que a ella no le interesaba lo que oía. Lo escuchaba mordisqueando con unos dientecillos pequeños y parejos, espantando las moscas, sin asentir ni preguntar nada, posando de rato en rato en los suyos unos ojos que la oscuridad se iba tragando y que lo hacían sentirse estúpido. Pensó: «Lo soy». Lo era, demostró serlo. Él tenía la obligación moral y política de desconfiar, de sospechar que un burgués ambicioso, capaz de maquinar una conspiración contra sus adversarios como la de las armas, podía maquinar otra contra él. ¡Un cadáver inglés! O sea que lo de los fusiles no había sido una equivocación, un
lapsus:
le había dicho que eran franceses sabiendo que eran ingleses. Galileo lo descubrió al llegar a la vivienda de Rufino, mientras acomodaba las cajas en el carromato. La marca de fábrica, en la culata, saltaba a la vista: Liverpool, 1891. Le había hecho una broma, mentalmente: «Francia no ha invadido aún Inglaterra, que yo sepa. Los fusiles son ingleses, no franceses». Fusiles ingleses, un cadáver inglés. ¿Qué se proponía? Podía imaginárselo: era una idea fría, cruel, audaz y a lo mejor hasta efectiva. Renació la angustia en su pecho y pensó: «Me matará». No conocía el territorio, estaba herido, era un forastero cuyo rastro podría señalar todo el mundo. ¿Dónde iba a esconderse? «En Canudos.» Sí, sí. Allí se salvaría o, cuando menos, no moriría con la lastimosa sensación de ser estúpido. «Canudos te amnistiará, compañero», se le ocurrió.

Temblaba de frío y le dolían el hombro, el cuello, la cabeza. Para olvidarse de sus heridas trató de pensar en los soldados del Mayor Febronio de Brito: ¿habrían partido ya de Queimadas rumbo a Monte Santo? ¿Aniquilarían ese hipotético refugio antes de que pudiera llegar a él? Pensó: «El proyectil no ingresó, ni tocó la piel, apenas la desgarró con su roce candente. La bala, por lo demás, tenía que ser diminuta, como el revólver, para matar gorriones». No era el balazo sino la cuchillada lo grave: había entrado profundamente, cortado venas, nervios y de allí subían el ardor y las punzadas hasta la oreja, los ojos, la nuca. Los escalofríos lo estremecían de pies a cabeza. ¿Ibas a morir, Gall? Súbitamente recordó la nieve de Europa, su paisaje tan domesticado si lo comparaba con esta naturaleza indómita. Pensó: «¿Habrá hostilidad geográfica parecida en alguna región de Europa?». En el sur de España, en Turquía, sin duda, y en Rusia. Recordó la fuga de Bakunin, después de estar once meses encadenado al muro de una prisión. Se la contaba su padre, sentándolo en sus rodillas: la épica travesía de Siberia, el río Amur, California, de nuevo Europa y, al llegar a Londres, la formidable pregunta: «¿Hay ostras en este país?». Recordó los albergues que salpicaban los caminos europeos, donde siempre había una chimenea ardiendo, una sopa caliente y otros viajeros con quienes fumar una pipa y comentar la jornada. Pensó: «La nostalgia es una cobardía, Gall».

Se estaba dejando ganar por la autocompasión y la melancolía. ¡Qué vergüenza, Gall! ¿No habías aprendido siquiera a morir con dignidad? ¡Qué más daba Europa, el Brasil o cualquier pedazo de tierra! ¿No sería el mismo el resultado? Pensó: «La desagregación, la descomposición, la pudridera, la gusanera, y, si los animales hambrientos no intervienen, una frágil armazón de huesos amarillentos recubierta de un pellejo reseco». Pensó: «Estás ardiendo y muerto de frío y eso se llama fiebre». No era el miedo, ni la bala de matar pajaritos, ni la cuchillada: era una enfermedad. Porque el malestar había empezado antes del ataque del encuerado, cuando estaba en aquella hacienda con Epaminondas Goncalves; había ido minando sigilosamente algún órgano y extendiéndose por el resto de su organismo. Estaba enfermo, no malherido. Otra novedad, compañero. Pensó: «El destino quiere completar tu educación antes de que mueras, infligiéndote experiencias desconocidas». ¡Primero estuprador y luego enfermo! Porque no recordaba haberlo estado ni en su más remota niñez. Herido sí, varias veces, y aquélla, en Barcelona, gravemente. Pero enfermo, jamás. Tenía la sensación de que en cualquier momento perdería el sentido. ¿Por qué este esfuerzo insensato por seguir pensando? ¿Por qué esa intuición de que mientras pensara seguiría vivo? Se le ocurrió que Jurema se había ido. Aterrado, escuchó: ahí estaba siempre su respiración, hacia la derecha. Ya no podía verla porque la fogata se había consumido del todo.

Trató de darse ánimos sabiendo que era inútil, murmurando que las circunstancias adversas estimulaban al verdadero revolucionario, diciéndose que escribiría una carta a
l'Étincelle de la révolte
asociando con lo que ocurría en Canudos la alocución de Bakunin a los relojeros y artesanos de la Chaux-de-Fonds y del valle del SaintImier en que sostuvo que los grandes alzamientos no se producirían en las sociedades más industrializadas, como profetizaba Marx, sino en los países atrasados, agrarios, cuyas miserables masas campesinas no tenían nada que perder, como España, Rusia, y ¿por qué no? el Brasil, y trató de increpar a Epaminondas Goncalves: «Quedarás defraudado, burgués. Debiste matarme cuando estaba a tu merced, en la terraza de la hacienda. Sanaré, escaparé». Sanaría, escaparía, la muchacha lo guiaría, robaría una cabalgadura y, en Canudos, lucharía contra lo que tú representabas, burgués, el egoísmo, el cinismo, la avidez y...

DOS
I

E
L CALOR
no ha cedido con las sombras y, a diferencia de otras noches de verano, no corre gota de brisa. Salvador se abrasa en la oscuridad. Está ya a oscuras, pues a las doce, por ordenanza municipal, se apagan los faroles de las esquinas, y las lámparas de las casas de los noctámbulos se han apagado también hace rato. Sólo las ventanas del
Jornal de Noticias,
allá en lo alto de la ciudad vieja, continúan encendidas, y su resplandor enrevesa aún más la caligrafía gótica con que está escrito el nombre del diario en los cristales de la entrada.

Junto a la puerta hay una calesa y el cochero y el caballo dormitan al unísono. Pero los capangas de Epaminondas Goncalves están despiertos, fumando, acodados en el muro del acantilado, junto al edificio del diario. Dialogan a media voz, señalando algo allá abajo, donde apenas se divisa la mole de la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción de la Playa y la orla de espuma de la rompiente. La ronda de a caballo pasó hace rato y no volverá hasta el amanecer.

Adentro, en la sala de la Redacción-Administración, está, solo, ese periodista joven, flaco, desgarbado, cuyos espesos anteojos de miope, sus frecuentes estornudos y su manía de escribir con una pluma de ganso en vez de hacerlo con una de metal son motivo de bromas entre la gente del oficio. Inclinado sobre su pupitre, la desgraciada cabeza inmersa en el halo de la lamparilla, en una postura que lo ajoroba y mantiene al sesgo del tablero, escribe de prisa, deteniéndose sólo para mojar la pluma en el tintero o consultar una libretita de apuntes, que acerca a los anteojos casi hasta tocarlos. El rasgueo de la pluma es el único ruido de la noche. Hoy no se oye al mar y la oficina de la Dirección, también iluminada, permanece en silencio, como si Epaminondas Goncalves se hubiera dormido sobre su escritorio.

Pero cuando el periodista miope pone punto final a su crónica y, rápido, cruza la amplia sala y entra a su despacho, encuentra al jefe del Partido Republicano Progresista con los ojos abiertos, esperándolo. Tiene los codos sobre la mesa y las manos cruzadas. Al verlo, su cara morena, angulosa, en la que rasgos y huesos están subrayados por esa energía interior que le permite pasar las noches en blanco en reuniones políticas y luego trabajar todo el día sin dar muestras de cansancio, se distiende como si se dijera «por fin».

—¿Terminada? —murmura.

—Terminada. —El periodista miope le estira el fajo de papeles. Pero Epaminondas Goncalves no los coge.

—Prefiero que la lea —dice—. Oyéndola, me daré cuenta mejor cómo ha salido. Siéntese ahí, cerca de la luz.

Cuando el periodista va a empezar a leer lo sobrecoge un estornudo, y luego otro, y finalmente una ráfaga que lo obliga a quitarse los anteojos, y a cubrirse la boca y la nariz con un enorme pañuelo que saca de su manga, como un prestidigitador.

—Es la humedad del verano —se excusa, limpiándose la cara congestionada.

—Sí —lo ataja Epaminondas Goncalves—. Lea, por favor.

II

Un Brasil Unido, Una Nación Fuerte

JORNAL DE NOTÍCIAS

(Propietario: Epaminondas Goncalves)

Bahía, 3 de Enero de 1897

La Derrota de la Expedición del Mayor Febronio de Brito

en el Sertón de Canudos

Nuevos Desarrollos

EL PARTIDO REPUBLICANO PROGRESISTA ACUSA AL GOBERNADOR Y AL PARTIDO AUTONOMISTA DE BAHÍA DE CONSPIRAR CONTRA LA REPÚBLICA PARA RESTAURAR EL ORDEN IMPERIAL OBSOLETO

El cadáver del «agente inglés»

Comisión de Republicanos viaja a Río para pedir intervención del Ejército Federal contra fanáticos subversivos

TELEGRAMA DE PATRIOTAS BAHIANOS AL CORONEL MOREIRA CÉSAR:

«¡SALVE A LA REPÚBLICA!».

La derrota de la Expedición militar comandada por el Mayor Febronio de Brito y compuesta por efectivos de los Batallones de Infantería 9, 26 y 33 y los indicios crecientes de complicidad de la corona inglesa y de terratenientes bahianos de conocida afiliación autonomista y nostalgias monárquicas con los fanáticos de Canudos, provocaron en la noche del lunes una nueva tormenta en la Asamblea Legislativa del Estado de Bahía. El Partido Republicano Progresista, a través de su Presidente, el Excmo. Sr. Diputado Don Epaminondas Goncalves acusó formalmente al Gobernador del Estado de Bahía, Excmo. Sr. Don Luis Viana, y a los grupos tradicionalmente vinculados al Barón de Cañabrava —Ex-Ministro del Imperio y Ex Embajador del Emperador Pedro II ante la corona británica — de haber atizado y armado la rebelión de Canudos, con ayuda de Inglaterra a fin de producir la caída de la República y la restauración de la monarquía.

Los Diputados del Partido Republicano Progresista exigieron la intervención inmediata del Gobierno Federal en el Estado de Bahía para sofocar lo que el Excmo. Sr. Diputado Don Epaminondas Goncalves llamó «conjura sediciosa de la sangre azul nativa y la codicia albiónica contra la soberanía del Brasil». De otra parte, se anunció que una Comisión constituida por figuras prominentes de Bahía ha partido a Río de Janeiro a transmitir al Presidente Prudente de Moráis el clamor bahiano de que envíe fuerzas del Ejército Federal a aniquilar el movimiento subversivo de Antonio Consejero.

Los Republicanos Progresistas recordaron que han pasado ya dos semanas desde la derrota de la Expedición Brito, por rebeldes muy superiores en número y en armas, y a pesar de ello, y del descubrimiento de un cargamento de fusiles ingleses destinados a Canudos y del cadáver del agente inglés Galileo Gall en la localidad de Ipupiará, las autoridades del Estado, empezando por el Excmo. Sr. Gobernador Don Luis Viana, han mostrado una pasividad y abulia sospechosas, al no haber solicitado en el acto, como lo reclaman los patriotas de Bahía, la intervención del Ejército Federal para aplastar esta conjura que amenaza la esencia misma de la nacionalidad brasileña.

El Vice-Presidente del Partido Republicano Progresista, Excmo. Sr. Diputado Don Elisio de Roque leyó un telegrama enviado al héroe del Ejército brasileño, aniquilador de la sublevación monárquica de Santa Catalina y colaborador eximio del Mariscal Floriano Peixoto, Coronel Moreira César, con este lacónico texto: «Venga y salve a la República». Pese a las protestas de los Diputados de la mayoría, el Excmo. Sr. Diputado leyó los nombres de los 325 cabezas de familia y votantes de Salvador que firman el telegrama.

Por su parte, los Excmos. Señores Diputados del Partido Autonomista Bahiano negaron enérgicamente las acusaciones y trataron de minimizarlas con variados pretextos. La vehemencia de las réplicas y cambios de palabras, ironías, sarcasmos, amenazas de duelo, crearon a lo largo de la sesión, que duró más de cinco horas, momentos de suma tirantez en los que, varias veces, los Excmos. Sres. Diputados estuvieron a punto de pasar a las vías de hecho.

El Vice-Presidente del Partido Autonomista y Presidente de la Asamblea Legislativa, Excmo. Caballero Don Adalberto de Gumucio, dijo que era una infamia sugerir siquiera que alguien como el Barón de Cañabrava, prohombre bahiano gracias a quien este Estado tenía carreteras, ferrocarriles, puentes, hospitales de Beneficencia, escuelas y multitud de obras públicas, pudiera ser acusado, y para colmo
in absentia,
de conspirar contra la soberanía brasileña.

El Excmo Sr. Diputado Don Floriano Mártir dijo que el Presidente de la Asamblea prefería bañar en incienso a su pariente y jefe de Partido, Barón de Cañabrava, en lugar de hablar de la sangre de los soldados derramada en Uauá y en el Cambaio por Sebastianistas degenerados, o de las armas inglesas incautadas en los sertones o del agente inglés Gall, cuyo cadáver encontró la Guardia Rural en Ipupiará. Y se preguntó: «¿Se debe este escamoteo, tal vez, a que dichos temas hacen sentir incómodo al Excmo. Sr. Presidente de la Asamblea?». El Diputado del Partido Autonomista, Excmo. Sr. Don Eduardo Glicério dijo que los Republicanos, en sus ansias de poder inventan guiñolescas conspiraciones de espías carbonizados y de cabelleras albinas que son el hazmerreír de la gente sensata de Bahía. Y preguntó: «¿Acaso el Barón de Cañabrava no es el primer perjudicado con la rebelión de los fanáticos desalmados? ¿Acaso no ocupan éstos ilegalmente tierras de su propiedad?». A lo cual el Excmo. Sr. Diputado Don Dantas Horcadas lo interrumpió para decir: «¿Y si esas tierras no fueran usurpadas sino prestadas?». El Excmo. Sr. Diputado Don Eduardo Glicério replicó preguntando al Excmo. Sr. Diputado Don Dantas Horcadas si en el Colegio Salesiano no le habían enseñado que no se interrumpe a un caballero mientras habla. El Excmo. Sr. Diputado Don Dantas Horcadas repuso que él no sabía que estuviera hablando ningún caballero. El Excmo. Sr. Diputado Don Eduardo Glicério exclamó que ese insulto tendría su respuesta en el campo del honor, a menos que se le presentaran excusas
ipso facto.
El Presidente de la Asamblea, Excmo. Caballero Adalberto de Gumucio exhortó al Excmo. Sr. Diputado Don Dantas Horcadas a presentar excusas a su colega, en aras de la armonía y majestad de la institución. El Excmo. Sr. Diputado Don Dantas Horcadas dijo que él se había limitado a decir que no estaba informado de que, en un sentido estricto, hubiera todavía en el Brasil caballeros, ni barones, ni vizcondes, porque, desde el glorioso gobierno republicano del Mariscal Floriano Peixoto, benemérito de la Patria, cuyo recuerdo vivirá siempre en el corazón de los brasileños, todos los títulos nobiliarios habían pasado a ser papeles inservibles. Pero que no estaba en su ánimo ofender a nadie, y menos al Excmo. Sr. Diputado Don Eduardo Glicério. Con lo cual éste se dio por satisfecho.

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